Madame Satán [Madam Satan] (1930) de Cecil B. DeMille

A veces uno se da cuenta de que disfruta más de ciertas películas fallidas pero interesantes que de otras mejor resueltas pero sin nada especial. Y en el caso que nos ocupa, Madame Satán (1930) no es en absoluto una de las obras más conseguidas de Cecil B. DeMille, pero a cambio nadie se atrevería a negar que especial que lo es.

Inicialmente no parece que estemos ante un filme particularmente llamativo, sino ante una clásica comedia matrimonial de enredo. Tenemos un matrimonio formado por Angela y Bob que se encuentra en crisis por el pequeño problema de que él se pasa las noches de picos pardos junto a su amigo solterón Jimmy y su amante Trixie. Vemos llegar a los dos por la mañana aún borrachos a casa intentando que Angela no se dé cuenta, pero finalmente les pilla y, en medio de las excusas que se inventan, Bob se saca de la manga que esa tal Trixie es en realidad la esposa de su amigo Jimmy. De manera que Angela decide hacer lo más sensato: ir a visitar a Jimmy en el apartamento de su supuesta mujer para pillarles sus mentiras. Si de momento esta reseña no les parece muy apetecible, tengan paciencia y sigan leyendo, les prometo que luego se pone más interesante, pero hay que ir descubriéndolo poco a poco.

Aunque les pueda parecer extraño ver a DeMille dirigiendo una comedia de enredo, en realidad no tiene nada de raro, tal y como ha comentado a menudo mi colega el Doctor Caligari, a finales de los años 10 y principios de los 20 DeMille de hecho se hizo célebre por hacer este tipo de filmes, que en algunos aspectos fueron un precedente de las obras más famosas de Ernst Lubitsch (si bien el alemán sería muy superior en este ámbito, obviamente). Curiosamente en esa época Lubitsch estaba metido en grandes producciones extravagantes, y parece como si a principios de los 20 ambos se pusieran de acuerdo para intercambiar el tipo de películas que hacer. En todo caso, DeMille aquí no estaba probando algo nuevo, sino haciendo una especie de «vuelta a los orígenes» pero esta vez en el contexto del cine sonoro.

Y hay que decir que en ese aspecto la película sencillamente no funciona. Y no es por el uso del sonido, que está muy bien adaptado (véase la escena inicial con los dos borrachines intentando colarse en la casa sin ser escuchados, en que los numerosos ruidos que provocan desencadenan varias situaciones delicadas), sino porque sencillamente no fluye como comedia.

En primer lugar las situaciones de enredo están mal definidas, de forma que a veces uno no entiende qué pretenden hacer los personajes. Por ejemplo, cuando Angela insiste en visitar a Jimmy y la que se supone que es su mujer, Trixie, éstos deben fingir estar casados para encubrir a Bob, lo cual desemboca en la típica farsa en que los dos pretenden ser algo que en realidad no son. Pero el guion no sabe explotar la situación y todo está muy forzado. Ya no es solo lo extraño que se hace la forma como Angela insiste en quedarse a dormir en su casa, sino que en cierto momento, para ponerles a prueba, va a verles a su dormitorio e insiste en quedarse ahí viendo cómo se ponen el pijama para dejar a Jimmy en una situación comprometida… ¿pero qué sentido tiene eso? Más adelante llega Bob, que no sabe el numerito que están montando y malinterpreta la situación, pero nada de lo que sucede a continuación es especialmente ingenioso.

La película se hace divertida simplemente por las actuaciones de los personajes, sobre todo de Reginald Denny como Bob y el magnífico secundario roba-escenas Roland Young como Jimmy, y porque las situaciones son simpáticas, pero todo resulta torpe. Un momento especialmente hilarante de forma no intencionada para mi gusto es cuando Angela descubre que su marido le pone los cuernos y su fiel criada decide consolarla cantando una canción sobre el amor, algo que, más allá de cortar el ritmo de la película, me parece especialmente inapropiado en ese momento. Pero en general las situaciones de alcoba parecen falsas y ridículas, y no sé si están interpretadas así a propósito para hacer gracia (lo cual para mí no funciona porque hace que el conjunto no sea nada creíble) o si es por una mera torpeza de los intérpretes y el trabajo de dirección.

Pero es entonces, cuando la película parece no dar más de sí, que Jimmy le dice a Angela la mágica frase que hace que Madame Satán entre en una nueva dimensión:

Así es, si la primera mitad del filme es una comedia matrimonial no muy bien resuelta, su gran razón de ser se encuentra en la segunda mitad, cuando el guion se saca de la manga un extravagante baile de máscaras a bordo de un zepelín. No me digan que eso era un giro de guion previsible.

Toda esta larga secuencia es una locura que justifica por si sola el visionado del filme. Más allá de lo surrealista de la idea, el trabajo de diseño artístico (obra del futuro director Mitchell Leisen y del gran Cedric Gibbons) y sobre todo de vestuario (no en vano obra de uno de los más prestigiosos diseñadores de la época, Adrian, que tenía entre sus clientes más fieles a la Garbo, que solo aceptaba llevar vestuario hecho por él) son un dechado de imaginación. Un amigo mío dijo en cierta ocasión que DeMille era mejor montando espectáculos que dirigiendo, y más allá de que coincidamos o no con esta afirmación, aquí se nota que al director le da absolutamente igual la trama que ha ido creando y prefiere recrearse en esta orgía surrealista. Vean si no algunos de los trajes que nos ofrece:

Pero esto no es todo, porque si bien hasta ahora los números musicales eran más bien breves, aquí nos ofrece una estrambótica coreografía que no viene a cuento de nada y me atrevo a suponer que simboliza el funcionamiento del mecanismo eléctrico del zepelín – ¡y todavía habrá quien diga que el cine antiguo es aburrido! Ese gusto por las extravagancias de hecho se verá reflejado incluso en algunos detalles de puesta en escena que, de nuevo, no tienen mucho sentido pero que parecen responder a un «todo vale», como ese plano en que un extraño círculo oscuro tapa la mayor parte de la pantalla… hasta que vemos que era un globo que sale volando.

Si toda esta locura les parece poco, deben saber que también hay una especie de concurso en que se subastan las mujeres más atractivas de la fiesta… pero entonces irrumpe Angela, disfrazada de Madam Satan, y consigue ser el centro de la fiesta, y reconquista a Bob (que obviamente no la reconoce) desprendiendo ese erotismo que él minutos antes le reprochaba que ya no existía en su matrimonio. Al final la clave para recuperar a tu hombre consistía no en hacerle recordar lo mucho que os queríais, sino en irrumpir en una fiesta con una máscara, un traje que deja poco a la imaginación y un falso acento francés.

Aunque considero que es sumamente arriesgado jugar a hacer de psicólogo y vincular el contenido de las películas con las taras, filias y fobias de sus creadores, hay casos en que resulta inevitable (por ejemplo la fobia de Hitchcock a la policía y las figuras de autoridad, que tan bien refleja en sus películas), y el caso de Cecil B. DeMille es uno de ellos. Aunque DeMille era un hombre profundamente conservador y devoto cristiano, también es conocido que le fue infiel a sus esposas con casi cualquier mujer que se le pusiera delante, ya que desbordaba testosterona. Y esa complicada dualidad creo que se refleja en sus comedias matrimoniales de la era muda, en el sentido de que siempre explotaba situaciones picantes y sugerentes para luego llegar a la conclusión final de que la solución más apropiada es volver a la institución sagrada del matrimonio.

En Madame Satán la idea no puede ser más clara. Toda la exhuberante fiesta del zepelín es una fantasía erótica en toda regla: las chicas con ropa despampanante, la idea de poder «comprar» a cualquiera de ellas a tu disposición (uno incluso «compra» a dos, ¡imaginen las posibilidades!) o el concurso de besos, en que Bob con los ojos vendados recibe besos de varias mujeres y debe reconocer a Trixie. Pero a lo que desembocará esta suerte de sueño húmedo convertido en realidad es a la reconciliación de Bob y Angela. Y aunque es a través del fogoso erotismo de Angela que Bob volverá a caer en sus redes, el resultado final será volver a la sagrada y segura institución del matrimonio.

Es una dinámica que en realidad ya se veía en sus comedias mudas pero que nunca llevó tan lejos como aquí demostrando ese choque de personalidades: por un lado la necesidad de dar rienda suelta a su sexualidad necesitada de estímulos eróticos, pero por el otro aleccionar con un final a favor del matrimonio. Y recuerden, nos encontramos con un pre-Code (esta secuencia del zepelín habría sido imposible con el código Hays), es decir, no había aún una obligación firme a que las películas acabaran necesariamente con los protagonistas como dos buenos burgueses en el salón de casa descubriendo las bondades del matrimonio. Esto es elección del propio DeMille.

No pretendo con esta reflexión atacar a DeMille (quien por otro lado me parece ideológicamente una de las personas más repugnantes y dañinas del Hollywood clásico, pero no por sus líos de faldas ni sus creencias religiosas), de hecho creo que este tipo de contradicciones a menudo es lo que hacen las películas más interesantes – por ejemplo, el talante tan marcadamente antiburgués de Luis Buñuel resulta más sugerente sabiendo no solo que él provenía de una familia burguesa sino que además en su hogar familiar llevaba una vida rígida y ordenadamente burguesa. A veces el cine de DeMille es como si él aprovechara el medio cinematográfico para dar rienda a todas sus fantasías (de ahí las escenas de inspiración oriental o bíblica en sus comedias mudas matrimoniales que no venían a cuento) y luego se sintiera algo avergonzado de haber llegado tan lejos y tuviera que echarse atrás.

Pero volvamos si les parece al zepelín para ir cerrando esta reseña. Como supondrán al final sucede una catástrofe y todos deben saltar del zepelín en paracaídas. No creo que hubiera ninguna otra forma satisfactoria de acabar esta secuencia, hemos llegado demasiado lejos como para que el cierre de la fiesta sea ver a Bob y Angela volviendo juntos a casa. De hecho, en lo que supone una de las pocas decisiones inteligentes de guion, que denota la autoconsciencia de lo poco creíble que resultaba el desarrollo de sus personajes, la película nunca llega a mostrarnos una reconciliación entre Bob y Angela que resultaría poco creíble, sobre todo por la humillación que le supone a él haber sido engañado.

De modo que la destrucción del zepelín ejerce de deus ex machina para salvar a las guionistas más que a los personajes, ahorrándole los difíciles diálogos que permitieran reformular el matrimonio y distrayendo al espectador con la vistosa escena de catástrofes y unos últimos chistes bastante malos sobre los lugares en los que caen los integrantes de la fiesta al saltar en paracaídas.

Si con Madame Satán DeMille se planteaba volver al formato de comedias matrimoniales añadiéndolo números musicales, el pobre recibimiento que tuvo la película en taquilla le disuadió de ello. Se atribuye su escaso éxito a que el público estaba saturado de musicales (¡y estamos solo en 1930!), pero creo que sencillamente no acaba de cuajar como comedia, y sus extravagancias resultan más divertidas vistas hoy día con la mirada irónica que nos ofrece la perspectiva histórica.

Tampoco ayuda que en uno de los papeles protagonistas se encontrara un actor que en realidad debía ser una apuesta segura pero por entonces estaba dejando de serlo. Reginald Denny fue, como de nuevo ya comentó mi colega el Doctor Caligari, una de las más grandes estrellas de comedia de la era muda (¡el actor británico mejor pagado solo por detrás de Chaplin!), pero su salto al sonoro fue fallido, no porque no tuviera buena voz o no supiera recitar sus frases (incluso le oímos cantar) sino por su marcado acento británico, ya que en el imaginario americano se le asociaba al prototipo de americano común de clase media. Eso dejaba como único aliciente al público a Kay Johnson, actriz de Broadway que tendría una prolífica carrera en esos años pero que aquí no me resulta demasiado creíble ni tampoco divertida.

En todo caso, sin ser ni mucho menos una gran película y tener carencias más que obvias, su visionado vale la pena como curiosidad y para disfrutar del espectáculo, ya sea como placer culpable o como reflejo de lo alocado que podía ser el Hollywood de inicios del sonoro.

2 comentarios

  1. Algo no se le puede negar a Cecil B. DeMille, que tenía sentido del espectáculo. Sabía lo que era contar una historia para la pantalla grande.

    No he visto la película de Madame Satán, pero viendo los fotogramas y leyendo tu texto, cómo alguien puede querer perderse ¡un baile de máscaras a bordo de un zepelín! Dios mío, y esos vestuarios…

    Y mira que DeMille tiene leyenda negra a sus espaldas, pero sabía lo que era contar una historia en sus películas y entretener. Y no negaré que he visto una y mil veces Sansón y Dalila o El mayor espectáculo del mundo… Y que me siguen gustando cuando vuelvo a visitarlas.

    Beso

    Hildy

    1. Hola Hildy,

      Reconozco que el DeMille más famoso, el de sus filmes de los 50, me da mucha pereza por puro prejuicio. Pero su época muda es asombrosa, y sus filmes que he visto de los años 30 muy buenos también. Aquí estaba especialmente desatado al ser los tiempos de caos de inicios del sonoro y aún no existir el código Hays. ¡No es una gran película pero desde luego que entretiene y es diferente a cualquier cosa que hayas visto! Su carrera merece más oportunidades por mi parte, lo reconozco…

      Un abrazo.

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.