Críticas

Mil Ojos Tiene la Noche [Night Has a Thousand Eyes] (1948) de John Farrow

El arranque de Mil Ojos Tiene la Noche (Night Has a Thousand Eyes, 1948) demuestra cómo sus autores conocían lo importante que es ofrecer un inicio que enganche y que vaya directo al grano cuando se está al frente de una película breve (poco más de hora y cuarto). Una estación de ferrocarriles de noche. Un hombre persigue las pistas de una joven. La descubre subiéndose a un puente para lanzarse a un tren en marcha, pero la detiene a tiempo. Ella, histérica le dice que no puede hacer nada para escapar a su destino, y habla sobre cómo las estrellas de la noche la observan hasta intimidarla. ¿Es una demente? Van a un restaurante para reponerse del incidente y allá se encuentran con un hombre maduro a quien ambos conocen. Se habla de denunciarle a la policía y éste, que parece resignado, pide antes poder explicar su historia desde el principio. Llevamos solo unos minutos y ya estamos enganchados a una historia de la cual de momento no entendemos nada.

Dicho hombre maduro es John Triton, quien en el pasado se ganaba la vida haciendo números en que exhibía sus supuestas dotes de clarividencia, leyendo el futuro de los espectadores. Pero una noche en mitad de un número tiene una visión en que visualiza cómo el hijo de dos de los espectadores está a punto de correr peligro. Desde ese momento Triton se da cuenta de que tiene visiones reales del futuro, una facultad que aprovecha para enriquecerse junto a sus dos socios: su prometida Jenny y su amigo Whitney Courtland. Pero este don tiene un inconveniente, ya que esas visiones de futuras desgracias atormentan a John: ¿no estará provocando él estos incidentes de forma inconsciente? ¿No hay forma de detenerlos al saber lo que sucederá? Angustiado, Triton abandona el número y a sus amigos tras una visión en que Jenny moría dando a luz a su hija.

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Une Simple Histoire (1959) de Marcel Hanoun


Empezamos con la voz de una señora mayor que comenta a otra persona que ha visto por la ventana a una mujer que ha pasado la noche en la intemperie junto a una niña pequeña. Baja a la calle, se acerca a esa mujer y le dice en un tono quizá más imperativo que compasivo que suba a su casa. Le ofrece un café, se va a trabajar y deja a esa completa desconocida el piso a su disposición. Esta mujer, abrumada por tanta amabilidad y sin saber qué hacer (¿irse avergonzada? ¿Quedarse ahí aun a costa de abusar de la buena voluntad de esa anciana?) decide finalmente permanecer en el apartamento y empieza a recordar los hechos que la han llevado a esa situación.

Una de las cosas que más me gustan de Una Simple Histoire (1959) es su absoluta austeridad, llevada a extremos que nos pueden parecer casi chocantes. De entrada no sabemos prácticamente nada del pasado de esta mujer, ni siquiera su nombre. Solo que llega a París con una niña pequeña, se aloja temporalmente en casa de una amiga, busca trabajo y, al no encontrar nada, el poco dinero que traía consigo se va reduciendo hasta conducirla a la situación que hemos visto al inicio de la película. ¿Es viuda? ¿Divorciada? ¿Madre soltera? No lo sabemos ni importa. El único dato que nos da es que su padre vive en otra ciudad pero no quiere acudir a él porque no se lleva bien con su madrastra, y ni siquiera se incide en ello.

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Boudu Salvado de las Aguas [Boudu Sauvé des Eaux] (1932) de Jean Renoir

Si bien es cierto que Boudu Salvado de las Aguas (Boudu Sauvé des Eaux, 1932) es cualquier cosa menos una película con moraleja, una de las ideas que más claramente se desprenden de ella es que la única forma que tenemos de conseguir la libertad absoluta como individuos es no solo manteniéndonos fuera de la sociedad sino evitando también actitudes que tenemos tan profundamente arraigadas como el agradecimiento o la empatía hacia los demás. Recibir el favor de alguien implica en cierto modo encontrarste en una situación en que te sientes obligado a estarle agradecido, ya que pocas cosas hay más desagradables que la ingratitud. Por tanto, aspirar a ser un alma totalmente libre implicaría en cierto modo ser un ingrato, no dejarse influenciar por el comportamiento que se espera de nosotros como individuos, por muy desagradable que eso sea.

Y pocas situaciones hay en que uno deba estar más en deuda con su benefactor que cuando le han salvado la vida, que es lo que le sucede a Boudu, un vagabundo que se intenta suicidar lanzándose a un río y es rescatado por el respetable librero Edouard Lestingois, quien además le acoge en su hogar. Boudu, un personaje inclasificable y maleducado, lejos de agradecerle ese favor, se dedica a hacer lo que le da la gana y a flirtear tanto con la esposa de Edouard como con su criada, con la que el dueño de la casa ya estaba teniendo una relación extraconyugal.

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Un Día de Verano [Gu ling jie shao nian sha ren shi jian] (1991) de Edward Yang

A veces creo que no comentamos lo suficiente lo importante que es la calidad de las copias que vemos a la hora de hablar de la impresión que nos ha dado una película. Mi primer visionado de Un Día de Verano (Gu ling jie shao nian sha ren shi jian, 1991) del director taiwanés Edward Yang fue hace bastantes años a partir de una copia que circulaba por internet a no muy buena calidad y con subtítulos en chino incrustados. El filme me gustó mucho, pero no voy a negar que la calidad limitada de la imagen frustró un poco la experiencia, sobre todo tratándose de una obra que potencialmente puede resultar algo difícil en un primer visionado: cuatro horas de película y una historia tan coral, con tantos personajes involucrados, que es inevitable perderse entre tanto nombre y suceso.

Hace unos años la gente de Criterion sacó una versión restaurada a raíz de la cual el filme volvió a ser muy comentado en círculos cinéfilos, hasta el punto de que me llevé la sorpresa de ver que muchos lo situaron por encima de Yi Yi (2000), que yo consideraba como la obra cumbre de Edward Yang. Estaba claro que Un Día de Verano era muy buena película pero, ¿tanto como para estar por encima de la que se había citado siempre como su mejor obra (y, desafortunadamente, la última de su carrera, ya que murió después de estrenarla)? Espoleado por la curiosidad y también por mis ganas de revisionarla me hice con una copia de esta última restauración y tuve que rendirme a la evidencia: aunque yo me sigo quedando con Yi Yi no veo nada descabellado esa preferencia por la película que nos ocupa, que podría citarse sin problema como uno de los grandes filmes de los años 90.

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El Mayor y la Menor [The Major and the Minor] (1942) de Billy Wilder


La historia es la siguiente: Billy Wilder era un emigrante alemán que se había labrado una prestigiosa carrera como guionista en Hollywood colaborando con Charles Brackett, pero lo que él deseaba era dirigir películas. Ya lo había hecho anteriormente en su breve estancia en Francia con Curvas Peligrosas (Mauvaise Graine, 1934), y ahora que ya se había asentado en América quería volver a ello por una razón muy sencilla: no le gustaba cómo algunos directores filmaban sus guiones. Si alguien tenía que estropear sus historias, mejor que fuera él mismo. El problema es que Wilder se encontraba en la edad de oro del sistema de estudios del Hollywood clásico, en que todo estaba más firmemente jerarquizado que nunca. Los años en que un guionista o, peor aún, un actor podía probar suerte tras la cámara habían quedado atrás después de los inicios del sonoro. Pese a sus insistencias, la Paramount prefería tenerlo como un eficaz guionista en nómina que proporcionara muy buenos libretos para otros directores.

Pero entonces algo cambió. Preston Sturges, otro de los grandes guionistas del estudio, había perseguido las mismas ambiciones y al final hizo un trato con el estudio: les ofreció un magnífico guion que les propuso dirigir él mismo… gratis. Según parece, por un tema sindical Sturges debía cobrar algo por dirigir, de modo que realizó El Gran McGinty (The Great McGinty, 1940) por solo 10 dólares. Con un presupuesto bastante limitado y un reparto barato, el estudio se aseguró de que si el experimento no funcionaba no saldrían perdiendo demasiado. Pero no tuvieron que preocuparse, ya que fue un sonado éxito de público y crítica que abrió las puertas de la carrera de Sturges como director.

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In The Wild Mountains [Ye Shan] (1986) de Yan Xueshu


Cuando más profundizo en el cine chino de los 80 más confirmo la impresión de que se trata seguramente mi época favorita de la cinematografía de ese país. Incluso si uno explora más allá de los títulos y directores reconocidos se encuentra con algunas agradables sorpresas como el filme que nos ocupa hoy, In the Wild Mountains (Ye Shan, 1986), que no solo es magnífico sino que resulta un tanto misterioso a mis ojos por las pocas referencias que he encontrado sobre él o su director.

Su responsable es Yan Xueshu, un nombre del que la red me ha proporcionado muy escasa información. Nacido en Wuhan en 1940, Xueshu tuvo la mala suerte de ser uno de esos estudiantes de la Academia de Cine de Beijing que al graduarse se encontró de pleno con la Revolución Cultural, uno de los periodos más turbulentos de la historia del país en que el cine estuvo literalmente parado durante años y las pocas producciones que se realizaron fueron a cuentagotas y de temática estrictamente propagandística muy vigilada por el estado. Xueshu formaba parte de la que se comocería como Cuarta Generación (los cineastas chinos suelen agruparse por generaciones), que debía haber dado un nuevo impulso al cine del país a finales de los 60. Pero el contexto provocó que este grupo de jóvenes cineastas se quedaran con las ganas de poner en práctica lo que había aprendido y tuvieran que esperar casi diez años a poder retomar sus carreras.

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Give Us this Day (1949) de Edward Dmytryk

Pocos inicios de película me han impresionado tanto en lo que llevo de año como el de Give Us this Day (1949). Vemos a un personaje deambulando confusamente de noche por las sucias calles de una gran ciudad, se detiene ante un bloque de edificios. Mira hacia arriba y Edward Dmytryk nos ofrece unos planos extrañísimos e imponentes de esa fachada, de ese conjunto de pisos-ratoneras cada uno de ellos albergando sus pequeñas miserias, con las nubes surcando de fondo. No sabemos qué le sucede a dicho personaje, ¿está borracho? ¿Está atormentado por algo? ¿Quizá ambas cosas? Sube por las escaleras. La cámara de Dmytryk recrea magníficamente los juegos de luces y sombras de cada rellano y finalmente se detiene en una puerta que intenta abrir con llave – fíjense en el cubo de basura desbordado en el pasillo, no es un detalle menor. Incapaz de entrar, aporrea la puerta a gritos, entra a casa y se encuentra con una mujer sufrida que le pide que se largue. Aparecen entonces tres niños quienes se muestran encantados de que su padre haya vuelto a casa y, ojo al extraño contrapunto en contraste con la miseria y violencia que hemos visto en apenas cinco minutos, le cantan el cumpleaños feliz y uno de ellos le dice que le ha fabricado una radio como regalo. Nuestro protagonista, desbordado de culpa, se larga de ahí. ¿Qué ha sucedido?

El protagonista es Geremio, un emigrante italiano que va a refugiarse en el piso de su amante, con la que recrea los hechos de su vida que le han llevado a esta situación. Le vemos años atrás trabajando como obrero en un rascacielos de Nueva York junto a su buen amigo Luigi. Ante la vista de un compañero que recibe los cuidados de su esposa, decide casarse con una joven italiana, Annunziata, a la que solo ha visto en una fotografía. Ésta, para escapar de su situación de miseria, emigra a Estados Unidos pero solo con una condición: que Geremio tenga una casa propia. Él, que no puede permitirse eso pero tampoco quiere esperar tanto tiempo, la engaña y la lleva durante la luna de miel a una casa en ruinas que planea comprar en el futuro. Cuando Annunziata descubre que ése no es su hogar y que el propietario solo les ha permitido estar ahí tres días como «luna de miel», se siente desolada. Pero no hay que preocuparse: aunque el sueldo de Geremio es humilde, calculan que en poco más de un año podrán pagar la entrada e irse a vivir allá. Pero, ay amigos, llega entonces un hijo. Y luego otro. Y al final son cuatro. Y luego viene la Gran Depresión. Y al final ese sueño de una casa para establecer a su familia parece que nunca llegará. Es entonces, en esa situación desesperada, cuando alguien le propone trabajar de capataz en una construcción en la que no se aplicarán medidas de seguridad adecuadas para ahorrar costes.

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La Momia [The Mummy] (1932) de Karl Freund

Aunque debo reconocer que no soy especialmente fan del célebre ciclo de monstruos clásicos de la Universal, sí que disfruto bastante de esas películas no solo por su contenido tan atractivo sino por lo curiosas que resultan vistas hoy día en la forma que tienen de recrear el ambiente de terror. El género de terror ya existía desde la era muda, pero es en este ciclo donde se dio forma realmente a los códigos y estereotipos más habituales de este tipo de películas. De forma que estamos viendo a los cineastas probando y descubriendo todo tipo de recursos, que en ocasiones funcionan a la perfección (como es el caso de las dos películas de Frankenstein) y en otras a veces solo lo hacen a ratos (es lo que sucede en mi opinión con el célebre Drácula (1931) de Tod Browning).

En ese contexto, La Momia (The Mummy, 1932) es un filme que ofrece ni más ni menos los defectos y virtudes que uno espera de este ciclo pero dando como resultado una obra bastante disfrutable, que incluso prefiero a la más canónica Drácula. La trama se inicia cuando en unas excavaciones arqueológicas en Egipto se encuentra la momia de un sacerdote, Imhotep, que vuelve a la vida a raíz de que uno de los arqueólogos lea un conjuro sagrado. Años después Imhotep, ahora caracterizado como un egipcio contemporáneo de aspecto un tanto grotesco llamado Ardeth Bey, facilita a un nuevo grupo de arqueólogos las pistas para encontrar la tumba de una princesa. Los hallazgos son llevados al Museo del Cairo y se suceden una serie de extraños incidentes que involucran a Frank, el hijo del arqueólogo que halló el sarcófago de Imhotep, el Doctor Muller y una mujer que cae bajo el extraño hechizo de Ardeth Bey.

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Contraté a un Asesino a Sueldo [I Hired a Contract Killer] (1990) de Aki Kaurismäki

Es una experiencia realmente reconfortante volver al cine de Aki Kaurismäki después de una temporada teniéndolo algo olvidado. Es como reencontrarse con un viejo amigo con el que sigues entendiéndote a la perfección. Bastan tan solo unos minutos de película para recordar por qué me gusta tanto su cine y preguntarme por qué no lo reivindicamos de forma más insistente como uno de los mejores cineastas de su generación, pues si bien no se puede decir que sea un director olvidado, tampoco creo que le tengamos tan en cuenta como merece. Seguramente eso se deba a uno de los rasgos más definitorios de su cine: su humildad, su tendencia a hacer películas sencillas y a menudo breves, que no se retienen tanto en nuestra memoria como otras mucho más grandes, ruidosas y no siempre necesariamente mejores.

En Contraté a un Asesino a Sueldo (1990) Kaurismäki se alejó de los escenarios de su Finlandia natal y de los rostros habituales de su cine para ambientar la trama en Londres, donde un francés llamado Henri acaba de perder su trabajo. Solo y sin amigos, decide suicidarse, mas no acaba de lograr su propósito, así que contrata a un asesino a sueldo para que lo mate. Pero entonces conoce a una vendedora de flores, Margaret, de la que se enamora, y recupera las ganas de vivir. El problema será convencer al asesino a sueldo de que ya no quiere tirar adelante el encargo.

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Mi Vida Es Mi Vida [Five Easy Pieces] (1970) de Bob Rafelson

 

Desde hace años el relato sobre ese periodo tan jugoso que fue el New Hollywood ha venido dominado por la visión que dio Peter Biskind en Moteros Tranquilos. Toros Salvajes, un libro entretenidísimo pero al que cada vez encuentro más agujeros y carencias (no voy a entrar en detalles porque no es éste el espacio y porque creo que este artículo de Joseph McBride ya lo hace por mí). En todo caso uno de los personajes que aparece en dicho libro pero no parece haber adquirido el reconocimiento que merece aun cuando tiene las dos características imprescindibles para resultar atractivo al lector (ser una pieza importante del New Hollywood y tener una personalidad carismática) es Bob Rafelson. Hubo de morirse el año pasado para que de repente todos se dieran cuenta de que fue una de las piezas esenciales de dicho periodo como director y como productor.

Tuvo la suficiente audacia y arrogancia como para abrirse paso y apostar por películas como Easy Rider (1969) de Dennis Hopper y La Última Película (The Last Picture Show, 1971) de Peter Bogdanovich, que serían dos de las obras clave de esta nueva corriente. A cambio, su carrera como director ha sido más bien breve pero cuenta con una de esas obras clave del New Hollywood que no suele mencionarse por no ser tan vistosa. Y no obstante es una pieza absolutamente esencial como radiografía del sentir de una época y de la evolución hacia la que estaba dirigiéndose el cine de Hollywood en los 70 (una evolución que, ay, acabo revirtiéndose a finales de década hacia un retorno a un estilo más conservador). Me refiero obviamente a Mi Vida Es Mi Vida (1970), una «traducción» fascinantemente imprecisa y boba del más enigmático título original Five Easy Pieces.

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