Estados Unidos

La Escuadrilla del Amanecer [The Dawn Patrol] (1930) de Howard Hawks

Un aspecto curioso de La Escuadrilla del Amanecer (The Dawn Patrol, 1930) es que si pensarámos en una película de Howard Hawks sobre aviadores durante la Primera Guerra Mundial seguramente nos esperaríamos un filme dinámico y lleno de emoción y suspense, pero no es para nada el caso – del mismo modo que la primera vez que vi El Sargento York (Sergeant York, 1941) del mismo Hawks me llevé un chasco por ser más un filme sobre un dilema moral que una obra bélica pura y dura. Así pues, aunque La Escuadrilla del Amanecer se inicia con unos planos aéreos de los aviadores, pronto sabremos que la función de dichas imágenes es únicamente la de ponernos en situación, y no será hasta pasado el ecuador del metraje cuando tendremos algunas de las tan ansiadas escenas de acción.

Estamos en plena I Guerra Mundial, donde un escuadrón de aviadores debe soportar la presión de ser enviados continuamente a peligrosas incursiones al frente alemán en las que a menudo cae alguno de ellos. El miembro más destacado es Dick Courtney, un experimentado aviador que está continuamente culpando al Comandante Brand de que les conduzcan a misiones suicidas con nuevos reclutas inexpertos. El gran aliado de Dick es su amigo Douglas Scott, otro destacado piloto a quien conoce de toda la vida y con el cual una noche decide iniciar un vuelo secreto hacia líneas enemigas desobedeciendo las órdenes del comandante. A su retorno, Dick recibe el peor castigo posible: el Comandante Brand ha sido ascendido y ha decidido nombrar a Dick como su sucesor. Por tanto, ya no podrá volar con sus compañeros y deberá ser él quien transmita las órdenes provenientes de sus superiores y sufrir la presión de enviar a miembros del escuadrón a una muerte segura.

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Mil Ojos Tiene la Noche [Night Has a Thousand Eyes] (1948) de John Farrow

El arranque de Mil Ojos Tiene la Noche (Night Has a Thousand Eyes, 1948) demuestra cómo sus autores conocían lo importante que es ofrecer un inicio que enganche y que vaya directo al grano cuando se está al frente de una película breve (poco más de hora y cuarto). Una estación de ferrocarriles de noche. Un hombre persigue las pistas de una joven. La descubre subiéndose a un puente para lanzarse a un tren en marcha, pero la detiene a tiempo. Ella, histérica le dice que no puede hacer nada para escapar a su destino, y habla sobre cómo las estrellas de la noche la observan hasta intimidarla. ¿Es una demente? Van a un restaurante para reponerse del incidente y allá se encuentran con un hombre maduro a quien ambos conocen. Se habla de denunciarle a la policía y éste, que parece resignado, pide antes poder explicar su historia desde el principio. Llevamos solo unos minutos y ya estamos enganchados a una historia de la cual de momento no entendemos nada.

Dicho hombre maduro es John Triton, quien en el pasado se ganaba la vida haciendo números en que exhibía sus supuestas dotes de clarividencia, leyendo el futuro de los espectadores. Pero una noche en mitad de un número tiene una visión en que visualiza cómo el hijo de dos de los espectadores está a punto de correr peligro. Desde ese momento Triton se da cuenta de que tiene visiones reales del futuro, una facultad que aprovecha para enriquecerse junto a sus dos socios: su prometida Jenny y su amigo Whitney Courtland. Pero este don tiene un inconveniente, ya que esas visiones de futuras desgracias atormentan a John: ¿no estará provocando él estos incidentes de forma inconsciente? ¿No hay forma de detenerlos al saber lo que sucederá? Angustiado, Triton abandona el número y a sus amigos tras una visión en que Jenny moría dando a luz a su hija.

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El Mayor y la Menor [The Major and the Minor] (1942) de Billy Wilder


La historia es la siguiente: Billy Wilder era un emigrante alemán que se había labrado una prestigiosa carrera como guionista en Hollywood colaborando con Charles Brackett, pero lo que él deseaba era dirigir películas. Ya lo había hecho anteriormente en su breve estancia en Francia con Curvas Peligrosas (Mauvaise Graine, 1934), y ahora que ya se había asentado en América quería volver a ello por una razón muy sencilla: no le gustaba cómo algunos directores filmaban sus guiones. Si alguien tenía que estropear sus historias, mejor que fuera él mismo. El problema es que Wilder se encontraba en la edad de oro del sistema de estudios del Hollywood clásico, en que todo estaba más firmemente jerarquizado que nunca. Los años en que un guionista o, peor aún, un actor podía probar suerte tras la cámara habían quedado atrás después de los inicios del sonoro. Pese a sus insistencias, la Paramount prefería tenerlo como un eficaz guionista en nómina que proporcionara muy buenos libretos para otros directores.

Pero entonces algo cambió. Preston Sturges, otro de los grandes guionistas del estudio, había perseguido las mismas ambiciones y al final hizo un trato con el estudio: les ofreció un magnífico guion que les propuso dirigir él mismo… gratis. Según parece, por un tema sindical Sturges debía cobrar algo por dirigir, de modo que realizó El Gran McGinty (The Great McGinty, 1940) por solo 10 dólares. Con un presupuesto bastante limitado y un reparto barato, el estudio se aseguró de que si el experimento no funcionaba no saldrían perdiendo demasiado. Pero no tuvieron que preocuparse, ya que fue un sonado éxito de público y crítica que abrió las puertas de la carrera de Sturges como director.

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Give Us this Day (1949) de Edward Dmytryk

Pocos inicios de película me han impresionado tanto en lo que llevo de año como el de Give Us this Day (1949). Vemos a un personaje deambulando confusamente de noche por las sucias calles de una gran ciudad, se detiene ante un bloque de edificios. Mira hacia arriba y Edward Dmytryk nos ofrece unos planos extrañísimos e imponentes de esa fachada, de ese conjunto de pisos-ratoneras cada uno de ellos albergando sus pequeñas miserias, con las nubes surcando de fondo. No sabemos qué le sucede a dicho personaje, ¿está borracho? ¿Está atormentado por algo? ¿Quizá ambas cosas? Sube por las escaleras. La cámara de Dmytryk recrea magníficamente los juegos de luces y sombras de cada rellano y finalmente se detiene en una puerta que intenta abrir con llave – fíjense en el cubo de basura desbordado en el pasillo, no es un detalle menor. Incapaz de entrar, aporrea la puerta a gritos, entra a casa y se encuentra con una mujer sufrida que le pide que se largue. Aparecen entonces tres niños quienes se muestran encantados de que su padre haya vuelto a casa y, ojo al extraño contrapunto en contraste con la miseria y violencia que hemos visto en apenas cinco minutos, le cantan el cumpleaños feliz y uno de ellos le dice que le ha fabricado una radio como regalo. Nuestro protagonista, desbordado de culpa, se larga de ahí. ¿Qué ha sucedido?

El protagonista es Geremio, un emigrante italiano que va a refugiarse en el piso de su amante, con la que recrea los hechos de su vida que le han llevado a esta situación. Le vemos años atrás trabajando como obrero en un rascacielos de Nueva York junto a su buen amigo Luigi. Ante la vista de un compañero que recibe los cuidados de su esposa, decide casarse con una joven italiana, Annunziata, a la que solo ha visto en una fotografía. Ésta, para escapar de su situación de miseria, emigra a Estados Unidos pero solo con una condición: que Geremio tenga una casa propia. Él, que no puede permitirse eso pero tampoco quiere esperar tanto tiempo, la engaña y la lleva durante la luna de miel a una casa en ruinas que planea comprar en el futuro. Cuando Annunziata descubre que ése no es su hogar y que el propietario solo les ha permitido estar ahí tres días como «luna de miel», se siente desolada. Pero no hay que preocuparse: aunque el sueldo de Geremio es humilde, calculan que en poco más de un año podrán pagar la entrada e irse a vivir allá. Pero, ay amigos, llega entonces un hijo. Y luego otro. Y al final son cuatro. Y luego viene la Gran Depresión. Y al final ese sueño de una casa para establecer a su familia parece que nunca llegará. Es entonces, en esa situación desesperada, cuando alguien le propone trabajar de capataz en una construcción en la que no se aplicarán medidas de seguridad adecuadas para ahorrar costes.

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La Momia [The Mummy] (1932) de Karl Freund

Aunque debo reconocer que no soy especialmente fan del célebre ciclo de monstruos clásicos de la Universal, sí que disfruto bastante de esas películas no solo por su contenido tan atractivo sino por lo curiosas que resultan vistas hoy día en la forma que tienen de recrear el ambiente de terror. El género de terror ya existía desde la era muda, pero es en este ciclo donde se dio forma realmente a los códigos y estereotipos más habituales de este tipo de películas. De forma que estamos viendo a los cineastas probando y descubriendo todo tipo de recursos, que en ocasiones funcionan a la perfección (como es el caso de las dos películas de Frankenstein) y en otras a veces solo lo hacen a ratos (es lo que sucede en mi opinión con el célebre Drácula (1931) de Tod Browning).

En ese contexto, La Momia (The Mummy, 1932) es un filme que ofrece ni más ni menos los defectos y virtudes que uno espera de este ciclo pero dando como resultado una obra bastante disfrutable, que incluso prefiero a la más canónica Drácula. La trama se inicia cuando en unas excavaciones arqueológicas en Egipto se encuentra la momia de un sacerdote, Imhotep, que vuelve a la vida a raíz de que uno de los arqueólogos lea un conjuro sagrado. Años después Imhotep, ahora caracterizado como un egipcio contemporáneo de aspecto un tanto grotesco llamado Ardeth Bey, facilita a un nuevo grupo de arqueólogos las pistas para encontrar la tumba de una princesa. Los hallazgos son llevados al Museo del Cairo y se suceden una serie de extraños incidentes que involucran a Frank, el hijo del arqueólogo que halló el sarcófago de Imhotep, el Doctor Muller y una mujer que cae bajo el extraño hechizo de Ardeth Bey.

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Mi Vida Es Mi Vida [Five Easy Pieces] (1970) de Bob Rafelson

 

Desde hace años el relato sobre ese periodo tan jugoso que fue el New Hollywood ha venido dominado por la visión que dio Peter Biskind en Moteros Tranquilos. Toros Salvajes, un libro entretenidísimo pero al que cada vez encuentro más agujeros y carencias (no voy a entrar en detalles porque no es éste el espacio y porque creo que este artículo de Joseph McBride ya lo hace por mí). En todo caso uno de los personajes que aparece en dicho libro pero no parece haber adquirido el reconocimiento que merece aun cuando tiene las dos características imprescindibles para resultar atractivo al lector (ser una pieza importante del New Hollywood y tener una personalidad carismática) es Bob Rafelson. Hubo de morirse el año pasado para que de repente todos se dieran cuenta de que fue una de las piezas esenciales de dicho periodo como director y como productor.

Tuvo la suficiente audacia y arrogancia como para abrirse paso y apostar por películas como Easy Rider (1969) de Dennis Hopper y La Última Película (The Last Picture Show, 1971) de Peter Bogdanovich, que serían dos de las obras clave de esta nueva corriente. A cambio, su carrera como director ha sido más bien breve pero cuenta con una de esas obras clave del New Hollywood que no suele mencionarse por no ser tan vistosa. Y no obstante es una pieza absolutamente esencial como radiografía del sentir de una época y de la evolución hacia la que estaba dirigiéndose el cine de Hollywood en los 70 (una evolución que, ay, acabo revirtiéndose a finales de década hacia un retorno a un estilo más conservador). Me refiero obviamente a Mi Vida Es Mi Vida (1970), una «traducción» fascinantemente imprecisa y boba del más enigmático título original Five Easy Pieces.

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Veinte Mil Años en Sing Sing [20,000 Years in Sing Sing] (1932) de Michael Curtiz

Los inicios del sonoro y esa época de breve libertad que fue el conocido como Hollywood pre-Código Hays favorecieron la proliferación de algunas películas con un tono más seco y realista de lo que sería habitual durante décadas en los grandes estudios. Es por tanto lógico que en esos años se realizaran varias obras de ambiente carcelario, siendo éste además un género muy atractivo para el espectador. Sin pensar mucho fue en esa época cuando se estrenarían El Presidio (The Big House, 1930) de George W. Hill, El Código Criminal (The Criminal Code, 1930) de Howard Hawks y sobre todo la extraordinaria Soy un Fugitivo (I Am a Fugitive from a Chain Gang, 1932) de Mervyn LeRoy. Veinte Mil Años en Sing Sing (20,000 Years in Sing Sing, 1932) de Michael Curtiz sigue esta dinámica con el estilo que asociamos a muchos filmes de la Warner Brothers (que en este caso no fueron productores directos pero sí los distribuidores), es decir, películas breves y dinámicas.

El protagonista es Tommy Connors, un matón con un largo historial delictivo sentenciado a una larga condena en Sing Sing por asalto con arma. Connors, ayudado por su abogado corrupto Joe Finn, se piensa que su estancia por prisión será un mero paseo, y que se podrá sobornar fácilmente al alcaide para que haga su estancia más cómoda, pero se equivoca: éste le dispensa el mismo trato que a los demás obligándole a darse cuenta de que ahí es uno más. En paralelo, Connors se sentirá inquieto al descubrir que su novia Fay está intentando seducir a Finn para convencerle de que haga un esfuerzo por sacarlo antes de prisión.

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El Río [The River] (1951) de Jean Renoir


Permítanme una digresión antes de entrar en la película a comentar hoy. A veces pienso que hay dos tipos de grandes películas: por un lado, aquellas que resulta obvio por qué son tan buenas y funcionan tan bien y, por el otro, aquellas que encierran cierto misterio no fácilmente descifrable. Para mí un ejemplo clarísimo de la primera categoría serían las mejores obras de Billy Wilder: guiones ejemplarmente estructurados con unos diálogos maravillosos, un trabajo de dirección impecable, buenos repartos… en definitiva, el cine de género de Hollywood en su mejor expresión. No es de extrañar que sean películas tan buenas, todos los ingredientes son de primera calidad. Obviamente sabemos que esto no es una ciencia exacta, y no son pocos los ejemplos de filmes que lo tenían todo para arrasar y no acabaron funcionando, pero cuando se da el caso no creo que haya dudas del por qué.

El segundo grupo de grandes filmes lo constituyen obras que, sí, también tienen directores, guionistas, actores y un equipo técnico de primera… pero cuya grandeza reside en algo más difícil de concretar. Es entonces cuando a veces los críticos o cinéfilos usamos palabras tan vagas como «magia» o expresiones del tipo «tiene algo especial», comodines para decir que hay ahí algo que se nos escapa más allá de sus valores cinematográficos. En esta categoría yo pondría obras maestras como Amanecer (Sunrise, 1927) de F.W. Murnau y Ordet (1955) de Dreyer, por citar dos.

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La Séptima Víctima [The Seventh Victim] (1943) de Mark Robson


Desde que descubrí hace unos años la maravillosa El Regreso de la Mujer Pantera (The Curse of the Cat People, 1944) sigo obsesionado con los filmes que Val Lewton produjo en la RKO y maravillándome de que incluso en sus obras más menores haya pequeños detalles que las hacen singulares y especiales. Y de todas las obras de ese ciclo hoy diría que la más representativa de su estilo sería La Séptima Víctima (The Seventh Victim, 1943), aun cuando es innegable que no está a la altura de obras maestras como La Mujer Pantera (Cat People, 1942) o la que considero la obra cumbre de Lewton y de Jacques Tourneur, Yo Anduve con un Zombie (I Walked with a Zombie, 1943). De hecho la veo incluso algo inferior al debut de Robert Wise que mencionaba al principio, pero precisamente por ese motivo creo que representa mejor el estilo de Lewton: películas extrañas, desiguales, decididamente inarmónicas, que bajo la apariencia de una premisa de terror convencional en realidad en realidad manejan otras ideas. El visionado de los mejores logros del dúo Lewton-Tourneur es decididamente mucho más satisfactorio porque son obras maestras que ofrecen una experiencia redonda, pero la sensación de extrañeza de filmes como La Séptima Víctima es también algo muy especial, aunque surgiera por accidente.

La protagonista del filme es Mary, una joven criada en un internado a la que cierto día se le comunica la súbita desaparición de su hermana mayor Jacqueline, su único familiar, que además era quien le estaba pagando la educación. Pese a que la directora le ofrece seguir ahí costeándose sus gastos ayudando como profesora auxiliar, Mary decide salir al exterior a investigar qué le ha sucedido a su hermana. En su búsqueda descubre que Jacqueline ha vendido a su socia la empresa de cosméticos que había fundado y que ha tenido un comportamiento extraño en las últimas semanas. En su búsqueda le ayudará Gregory Ward, que estaba enamorado de Jacqueline, y un psiquiatra, el Doctor Louis Judd, que tiene un papel un tanto extraño en dicha historia. Poco a poco las pistas que encuentra la conducirán hacia un extraño culto satánico.

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Beau Geste (1939) de William A. Wellman

El inicio de Beau Geste (1939) de William A. Wellman puede que sea uno de los más memorables de todo el Hollywood clásico. Un grupo de legionarios franceses se acerca a un fuerte que ha sido atacado recientemente por tropas árabes a darles ayuda, pero aunque hay hombres apostados en cada torre, todo está en extraño silencio. Un disparo llega del fuerte. Piensan contraatacar, pero nada más sucede. El corneta se ofrece para subir por la muralla y ver qué está sucediendo…. pero después de un largo rato de espera parece que no se decide a regresar. Cuando el oficial al mando entra a ver qué está sucediendo se encuentre un fuerte fantasma: todos los soldados están muertos, estaban colocados con sus rifles sobre el muro para dar la falsa impresión de que defendían el fuerte. Ni rastro del corneta. Llega otro ataque imprevisto de los árabes que obliga a la tropa a dejar el fuerte y replegarse en el desierto. Y entonces, sorpresa: un incendio arrasa el fuerte. ¿Qué ha sucedido?

Volvemos unos años atrás para conocer la historia de tres hermanos huérfanos adoptados por una generosa mujer de la alta sociedad: Michael, apodado «Beau», John y Digby. Una noche desaparece de la casa una preciosa joya y, dadas las circunstancias del robo, solo puede haberla robado uno de ellos o su hermanastro, el repelente Augustus. Pero tras registrar a este último, no queda duda: ha sido uno de los tres protagonistas. A raíz de este incidente, cada uno de ellos se alista en la Legión Extranjera dejando una nota en que se declaran culpables del robo, para así cubrir a sus otros hermanos. Allá se reencontrarán los tres en un regimiento bajo las órdenes del Sargento Markoff, un hombre durísimo que, al saber que alguno de ellos probablemente oculta una joya, se propondrá hacerse con ella.

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