Estados Unidos

Falsa Personalidad [Laughter] (1930) de Harry d’Abbadie d’Arrast

Una de las cualidades que inicialmente más se me escapaban de algunas obras del primer cine sonoro americano y que con el tiempo he acabado apreciando es lo extrañas que pueden ser a veces algunas de estas películas. No sabría utilizar un adjetivo más adecuado para definir esa sensación de extrañeza que siente uno viendo algunas escenas de filmes abiertamente comerciales en que se toman decisiones de guion insólitas o algunas escenas parece que no van a ninguna parte concreta. Es como si con la llegada del sonoro una parte del cine de Hollywood se hubiera olvidado de los códigos prototípicos de cada género y estuviera volviendo a aprenderlos.

Miren si no cómo empieza Falsa Personalidad (Laughter, 1930), que es aparentemente una comedia ambientada en la alta sociedad. Un plano de un hombre llamado Ralph en una cabina telefónica diciendo con acritud «Así que ya podré llamar mañana, ¿eh?» justo antes de colgar y marcharse desencantado a su piso. De ahí pasamos a una elegante mansión donde conocemos a la joven con la que intentó contactar, Peggy, a la que la criada le informa de la llamada que ha recibido. Volvemos al piso de antes y vemos a Ralph preparando su suicidio hasta que llega la muchacha y consigue detenerle a tiempo.

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El Invisible Harvey [Harvey] (1950) de Henry Koster

Teóricamente, uno pensaría que alguien como Elwood P. Dowd jamás podría causar problemas a nadie. Se trata de un hombre de mediana edad con un carácter tan afable que es imposible enfadarse con él, y en su tiempo libre simplemente se dedica a pasear, charlar con otras personas (no importa si son desconocidas) y, por qué no, tomarse un trago de vez en cuando. Pero resulta que su mejor amigo, Harvey, es un tanto especial. Más que nada por el pequeño detalle de ser un conejo de dos metros a quien solo él puede ver. En consecuencia, su hermana Veta y su sobrina Myrtle deciden ingresarlo en un manicomio. Lo que no pueden sospechar es que Harvey, que en realidad es un pooka (criatura mitológica propia del folklore irlandés que adquiría la forma de un animal), se encargará de proteger a su amigo evitando que acabe encerrado.

Esta es la premisa que sigue El Invisible Harvey (Harvey, 1950), una de esas deliciosas comedias de enredo en que una pequeña sociedad perfectamente coherente y ordenada se ve abocada al caos por la influencia inconsciente de su protagonista. Al final todos los roles se invierten y es el loco quien escucha las confesiones que le hace el director del psiquiátrico tumbado en el diván, mientras que la misma hermana que quería encerrarlo acaba siendo la que implora para que no curen su locura. Y el elemento más ajeno a las normas sociales, el loco, es el único que parece controlar la situación en todo momento siguiendo el sencillo método de no preocuparse por nada y confiar en la bondad innata de la gente.

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Nadie Puede Vencerme [The Set-up] (1949) de Robert Wise

A veces creo que uno de los ejercicios que se le debería dar a todo estudiante de cine, y más concretamente de guion, es visionar y analizar algún ejemplo de esas películas de serie B de los años 40 hechas con pocos medios y con excelentes resultados. El caso más paradigmático es obviamente Detour (1945) de Edgar G. Ulmer, pero creo que funcionaría mejor como ejemplo de lo que quiero decir un filme tan notable como Nadie Puede Vencerme (The Set-Up, 1949) de Robert Wise. En primer lugar porque, a diferencia de la película de Ulmer, no se hace tan visible su precariedad y se nota que tiene un presupuesto más holgado, aunque sin salirse de la estética de serie B. Y en segundo lugar por su forma de concretar la acción en unos pocos escenarios muy específicos. También juega a su favor el ser uno de esos filmes centrados en un periodo de tiempo muy limitado, que creo que le da una sensación de inmediatez que encaja muy bien con su breve duración y el tono a veces algo apresurado de cierto serie B.

Stoker Thompson es un boxeador de poca monta ya veterano que espera para jugar un combate esa noche contra un joven desconocido. Su mujer Julie se ha negado a acompañarle porque está harta de presenciar en cada combate cómo le apalizan y le insiste para que se busquen otro tipo de vida, pero Stoker se aferra al sueño de poder lograr todavía un éxito tardío pese a su edad. Lo que no sospecha es que su mánager Tiny ha hecho un trato con un gangster para amañar el combate y que Stoker se deje perder. Tiny, por pura avaricia, decide no hacerle conocer a Stoker el arreglo, confiando que éste perderá incluso luchando en serio y así no tendrá que compartir con él parte del soborno, pero el problema es que Stoker decidirá darlo todo.

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No Eran Imprescindibles [They Were Expendable] (1945) de John Ford


De entrada puede parecer extraño que el único filme bélico de ficción que realizó John Ford durante la II Guerra Mundial sea una obra tan desencantada como No Eran Imprescindibles (They Were Expendable, 1945), cuyo título ya dice mucho sobre su contenido y sobre la visión que da de la vida en el ejército. O quizá, mejor pensado, no es tan extraño después de todo. Ford había abandonado su carrera en Hollywood tan pronto Estados Unidos entró en guerra para ponerse al servicio del ejército y realizar documentales de apoyo bélico. Había estado en primera línea en muchos combates reales e incluso fue herido en una ocasión, de manera que había experimentado en sus carnes la vida en el frente. Y quizá sea precisamente eso lo que provocó que su aportación al género fuera tan peculiar.

Basado en un best-seller de la época que narraba hechos reales sucedidos a algunos miembros de la marina en Filipinas durante los primeros meses de la guerra, el filme está protagonizado por los tenientes John Brickley y Ryan, apodado «Rusty», que están al mando de un escuadrón de lanchas torpederas en bases filipinas. Cuando sucede el ataque de Pearl Habor serán movilizados junto a su tripulación, pero inicialmente a misiones más bien menores como servir de corresponsales de correo entre diferentes bases, ya que los oficiales al mando no creen que sus barcos puedan ser efectivos en combate. A medida que el conflicto avanza y la posición de Estados Unidos en las islas Filipinas se debilita, Brickley y Rusty tendrán la oportunidad de demostrar la efectividad de sus embarcaciones.

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La Senda del Crimen [The Doorway to Hell] (1930) de Archie Mayo

Un aspecto que no siempre se tiene en cuenta cuando uno se inicia en el cine clásico es que, como resulta lógico, los filmes con los que uno empieza normalmente serán los mejores de cada género, o al menos los más representativos. Eso implica que a veces no seamos del todo conscientes del impacto que supusieron en su estreno, que demos por hecho ciertos rasgos que en su momento eran mucho más rompedores de lo que nos parece ahora, o que le demos demasiada importancia a ciertas flaquezas que, en realidad, no son para tanto comparadas con la producción global de la época. Dicho en otras palabras, si uno quiere iniciarse en el cine de gángsters de los años 30 empezará sin duda con grandes películas como Scarface (1932) de Howard Hawks o El Enemigo Público (The Public Enemy, 1931) de William A. Wellman. Pero estas obras, no lo olvidemos, son las mejores del género, las que perfeccionaron su estilo y lo llevaron a su mejor expresión. Para llegar a ellas hubo otras que hicieron una aportación más humilde pero sin ser tan redondas, los necesarios pasos previos antes de un acierto total. Ése es el caso de La Senda del Crimen (The Doorway to Hell, 1930) de Archie Mayo, uno de los ejemplos más primigenios del cine de gangsters, con elementos de interés pero indudablemente imperfecto.

El protagonista es Louie Lamarr, el joven líder de una banda criminal que con la ayuda de su amigo Mileaway se hace con el control del negocio de cerveza en la ciudad de Chicago, al obligar al resto de mafiosos a someterse a sus órdenes para que trabajen todos coordinados. Las cosas le van bien, Louie se hace rico y, en un giro inesperado, decide retirarse prematuramente a disfrutar de la buena vida en Florida con su mujer Doris. La noticia es mal recibida por el resto de líderes del hampa, que temen que su marcha pueda provocar conflictos entre ellos. De modo que para forzarle a volver idean un plan: secuestrar al hermano pequeño de Louie, que está estudiando en una academia militar.

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El Pastor de las Colinas [The Shepherd of the Hills] (1941) de Henry Hathaway

A los que somos fanáticos del Hollywood clásico siempre nos resulta especialmente gratificante el toparnos por sorpresa con una película realizada en el seno de los grandes estudios que, no obstante, se sale por completo a la norma. Y no me refiero ya a filmes hechos por autores que, de alguna forma, consiguieron imponer su estilo a lo que debería ser un mero producto realizado en cadena. Hablo también de obras que en apariencia no tienen ninguna justificación para escaparse de lo estándar (filmes realizados por un director sin una personalidad propia marcada y con un presupuesto generoso estrechamente vigilado por los productores) y que, no obstante, resultan cuanto menos extrañas.

El Pastor de las Colinas (The Shepherd of the Hills, 1941) de Henry Hathaway responde exactamente a esta descripción. Se trata de un western que ya de entrada tiene un inicio bastante peculiar. Nos encontramos en unos bosques, hay un disparo pero no hemos presenciado qué ha sucedido – de hecho para ser un western veremos poquísimos tiroteos. Un sheriff y dos agentes de la ley parece ser que están buscando unos fabricantes de alcohol. Poco después vemos a Matt (John Wayne), que aparentemente va a ser el héroe del relato, ocultando unas botellas ante la mirada vigilante de una anciana de tosco carácter, su tía Mollie (la siempre magnífica Beulah Bondi). En una casa en medio del bosque una joven, Sammy, y su anciano padre reciben a los oficiales de la ley que buscan pistas. Éstos afirman no haber visto nada inusual y siguen su vida aparentemente feliz. Pero entonces cuando se marchan el padre cae al suelo desmayado por la herida de bala que han estado ocultando.

Entra en escena Daniel Howitt, un anciano desconocido en esos lares que, al ver lo sucedido, corre a socorrer al padre pese a la desconfianza de la muchacha hacia los forasteros. Gracias a ese y otros servicios, Daniel se gana la confianza de ella y de otros lugareños y muestra interés por comprar un terreno llamado «el prado del gemido», propiedad de la familia a la que vimos comerciando con licor de contrabando. El problema está en que Matt no ve con buenos ojos esa venta, ya que en ese terreno vivió su madre, fallecida en unas extrañas circunstancias que, según creen, han provocado que el resto de la familia tenga una maldición sobre ellos.

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Los Mejores Años de Nuestra Vida [The Best Years of Our Lives] (1946) de William Wyler

Hay películas que, más allá de sus innegables cualidades fílmicas, parecen tener un efecto catalizador en el público del momento al haber coincidido su estreno con un momento muy delicado para la sociedad de la época. Dos de los ejemplos más claros creo que son dos filmes americanos que conectaron especialmente bien con el trauma de posguerra de los Estados Unidos en dos momentos de su historia: El Cazador (The Deer Hunter, 1978) de Michael Cimino – un filme que en otro contexto sería absolutamente inverosímil imaginarlo como éxito de taquilla dada su duración y estilo – y, por supuesto, Los Mejores Años de Nuestra Vida (The Best Years of Our Lives, 1946) de William Wyler, que si bien no resulta sorprendente que fuera un taquillazo con el reparto que tenía, sí que puede chocar que lo fuera a tales niveles, hasta el punto de convertirse en una de las películas de Hollywood más taquilleras de los años 40.

Estando ante un absoluto clásico en mayúsculas tengo la impresión de no poder aportar mucho a todo lo que se ha escrito sobre él, pero después de un último revisionado me apeteció dedicarle un rincón en este gabinete. El filme explica la historia de tres excombatientes de la II Guerra Mundial que vuelven a su pueblo: el Sargento Al Stephenson, el Capitán Fred Derry y el suboficial Homer Parish. Pese a que todos desean retomar sus vidas, también se encuentran nerviosos ante la perspectiva de regresar tras tanto tiempo. Al tiene una mujer, dos hijos ya crecidos y un empleo estable en el banco, pero en su primera noche prefiere salir a emborracharse por no sentirse cómodo en casa. Fred tiene a su mujer, Marie, con la que se casó estando en el ejército pero apenas ha convivido con ella. Y por último Homer perdió sus manos en un ataque en el barco donde estuvo y en su lugar tiene dos ganchos.

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Treinta Segundos sobre Tokio [Thirty Seconds over Tokyo] (1944) de Mervyn LeRoy

Últimamente he tenido un ramalazo en que me ha dado por ver películas bélicas de Hollywood que se realizaron cuando el país estaba en guerra. Es decir, filmes hechos en el calor del momento, llenos de exaltado patriotismo, sin esos mensajes tan aburridos del tipo «no hay buenos ni malos, en el fondo todos somos víctimas», películas en que los enemigos son unidimensionalmente malos o, como mínimo, personajes con los que es muy difícil empatizar. Son un tipo de obras que obviamente no han envejecido tan bien como otras que optan por mensajes más universales denunciando los horrores de la guerra, pero no obstante las encuentro interesantísimas como reflejo de su tiempo y, por qué no, a menudo también muy entretenidas.

Fue buscando filmes de ese estilo que me animé a probar con Treinta Segundos sobre Tokio (Thirty Seconds to Tokyo, 1944), una de esas películas que tiene un estatus que podríamos llamar semiclásico: es un título muy conocido (a mí al menos me resulta familiar desde que empecé a sumergirme en el cine clásico más allá de los filmes básicos), pero a cambio no parece que sea muy comentada ni creo que haya sido visionada por la mayoría de fans del cine clásico. Todo parecía indicar que se trataría del típico filme que fue un taquillazo y éxito de crítica en su momento (de ahí que el título nos sea familiar), pero que no atesoraba la suficiente calidad para haber perdurado como clásico. Me lancé pues a su visionado esperando una obra de prestigio y bien hecha pero que no me aportaría demasiadas sorpresas… y me equivoqué por completo. Veamos qué nos ofrece.

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La Escuadrilla del Amanecer [The Dawn Patrol] (1930) de Howard Hawks

Un aspecto curioso de La Escuadrilla del Amanecer (The Dawn Patrol, 1930) es que si pensarámos en una película de Howard Hawks sobre aviadores durante la Primera Guerra Mundial seguramente nos esperaríamos un filme dinámico y lleno de emoción y suspense, pero no es para nada el caso – del mismo modo que la primera vez que vi El Sargento York (Sergeant York, 1941) del mismo Hawks me llevé un chasco por ser más un filme sobre un dilema moral que una obra bélica pura y dura. Así pues, aunque La Escuadrilla del Amanecer se inicia con unos planos aéreos de los aviadores, pronto sabremos que la función de dichas imágenes es únicamente la de ponernos en situación, y no será hasta pasado el ecuador del metraje cuando tendremos algunas de las tan ansiadas escenas de acción.

Estamos en plena I Guerra Mundial, donde un escuadrón de aviadores debe soportar la presión de ser enviados continuamente a peligrosas incursiones al frente alemán en las que a menudo cae alguno de ellos. El miembro más destacado es Dick Courtney, un experimentado aviador que está continuamente culpando al Comandante Brand de que les conduzcan a misiones suicidas con nuevos reclutas inexpertos. El gran aliado de Dick es su amigo Douglas Scott, otro destacado piloto a quien conoce de toda la vida y con el cual una noche decide iniciar un vuelo secreto hacia líneas enemigas desobedeciendo las órdenes del comandante. A su retorno, Dick recibe el peor castigo posible: el Comandante Brand ha sido ascendido y ha decidido nombrar a Dick como su sucesor. Por tanto, ya no podrá volar con sus compañeros y deberá ser él quien transmita las órdenes provenientes de sus superiores y sufrir la presión de enviar a miembros del escuadrón a una muerte segura.

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Mil Ojos Tiene la Noche [Night Has a Thousand Eyes] (1948) de John Farrow

El arranque de Mil Ojos Tiene la Noche (Night Has a Thousand Eyes, 1948) demuestra cómo sus autores conocían lo importante que es ofrecer un inicio que enganche y que vaya directo al grano cuando se está al frente de una película breve (poco más de hora y cuarto). Una estación de ferrocarriles de noche. Un hombre persigue las pistas de una joven. La descubre subiéndose a un puente para lanzarse a un tren en marcha, pero la detiene a tiempo. Ella, histérica le dice que no puede hacer nada para escapar a su destino, y habla sobre cómo las estrellas de la noche la observan hasta intimidarla. ¿Es una demente? Van a un restaurante para reponerse del incidente y allá se encuentran con un hombre maduro a quien ambos conocen. Se habla de denunciarle a la policía y éste, que parece resignado, pide antes poder explicar su historia desde el principio. Llevamos solo unos minutos y ya estamos enganchados a una historia de la cual de momento no entendemos nada.

Dicho hombre maduro es John Triton, quien en el pasado se ganaba la vida haciendo números en que exhibía sus supuestas dotes de clarividencia, leyendo el futuro de los espectadores. Pero una noche en mitad de un número tiene una visión en que visualiza cómo el hijo de dos de los espectadores está a punto de correr peligro. Desde ese momento Triton se da cuenta de que tiene visiones reales del futuro, una facultad que aprovecha para enriquecerse junto a sus dos socios: su prometida Jenny y su amigo Whitney Courtland. Pero este don tiene un inconveniente, ya que esas visiones de futuras desgracias atormentan a John: ¿no estará provocando él estos incidentes de forma inconsciente? ¿No hay forma de detenerlos al saber lo que sucederá? Angustiado, Triton abandona el número y a sus amigos tras una visión en que Jenny moría dando a luz a su hija.

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