30s

La Escuadrilla del Amanecer [The Dawn Patrol] (1930) de Howard Hawks

Un aspecto curioso de La Escuadrilla del Amanecer (The Dawn Patrol, 1930) es que si pensarámos en una película de Howard Hawks sobre aviadores durante la Primera Guerra Mundial seguramente nos esperaríamos un filme dinámico y lleno de emoción y suspense, pero no es para nada el caso – del mismo modo que la primera vez que vi El Sargento York (Sergeant York, 1941) del mismo Hawks me llevé un chasco por ser más un filme sobre un dilema moral que una obra bélica pura y dura. Así pues, aunque La Escuadrilla del Amanecer se inicia con unos planos aéreos de los aviadores, pronto sabremos que la función de dichas imágenes es únicamente la de ponernos en situación, y no será hasta pasado el ecuador del metraje cuando tendremos algunas de las tan ansiadas escenas de acción.

Estamos en plena I Guerra Mundial, donde un escuadrón de aviadores debe soportar la presión de ser enviados continuamente a peligrosas incursiones al frente alemán en las que a menudo cae alguno de ellos. El miembro más destacado es Dick Courtney, un experimentado aviador que está continuamente culpando al Comandante Brand de que les conduzcan a misiones suicidas con nuevos reclutas inexpertos. El gran aliado de Dick es su amigo Douglas Scott, otro destacado piloto a quien conoce de toda la vida y con el cual una noche decide iniciar un vuelo secreto hacia líneas enemigas desobedeciendo las órdenes del comandante. A su retorno, Dick recibe el peor castigo posible: el Comandante Brand ha sido ascendido y ha decidido nombrar a Dick como su sucesor. Por tanto, ya no podrá volar con sus compañeros y deberá ser él quien transmita las órdenes provenientes de sus superiores y sufrir la presión de enviar a miembros del escuadrón a una muerte segura.

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La Tavola dei Poveri (1932) de Alessandro Blasetti


Desde hace un tiempo siento una cierta debilidad por el cine de Alessandro Blasetti, especialmente por sus obras de los años 30 y 40, incluyendo aquellas que yo mismo reconozco que no son extraordinarias pero que tienen algo que me fascina. Por descontado adoro la magistral Cuatro Pasos por las Nubes (Quattro Passi fra le Nuvole, 1942)  o 1860 (1934), uno de sus filmes más prestigiosos que además es citado a menudo como una de las grandes inspiraciones del neorrealismo italiano por parte de sus precursores. Pero me gustan también películas suyas más particulares con ese tono a veces algo extraño típico de inicios del sonoro, como la curiosísima Resurrectio (1931) o Tierra Madre (Terra Madre, 1931), sobre la que me gustaría escribir algún día.

La Tavola dei Poveri (1932) no es tan buena como las citadas anteriormente ni tiene ya ese tono algo extraño y lírico de sus primeros filmes sonoros, pero sigue siendo una obra más que remarcable, con suficientes puntos de interés como para dedicarle un espacio en este humilde gabinete cinéfilo. Se trata de una comedia con tintes sociales que tiene como protagonista al marqués de Fusaro, un noble arruinado que sobrevive vendiendo todas sus posesiones mientras se ve obligado a mantener las apariencias, en gran parte en deferencia a su hija, enamorada del hijo de una mujer acaudalada. Un día se le presenta en casa un pobre que, sorprendentemente, ha ahorrado 7.500 liras que le pida que invierta por él. El marqués acepta pero, a causa de una confusión, un grupo caritativo local se piensa que esa cantidad es una donación de cara a un centro para los más necesitados, y el marqués se ve obligado a seguirles la corriente.

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Los Compromisos del Trío [Konyaku Samba-garasu] (1937) de Yasujirô Shimazu

Yasujirô Shimazu es una de las grandes figuras del cine japonés de antes de la II Guerra Mundial que ha quedado olvidado con el tiempo, seguramente a causa de que muchas de sus obras han desaparecido o solo se encuentran por internet en copias a muy mala calidad – tampoco ayuda compartir nombre y un apellido muy parecido con dos de los mejores directores contemporáneos suyos: Yasujirô Ozu e Hiroshi Shimizu. Shimazu fue uno de los grandes creadores de un género muy importante en el primer cine japonés, el conocido como «shomin-geki», películas que trataban sobre la vida cotidiana de personajes de clase humilde. Hoy día asociamos este tipo de filmes principalmente a Ozu, pero en realidad el gran pionero fue Shimazu, el responsable de que se asociaran a la productora Shochiku.

El filme que nos ocupa ahora, Los Compromisos del Trío (Konyaku sanbagarasu, 1937), supone al menos en la teoría un equivalente a las célebres screwball comedies estadounidenses que tanto éxito estaban teniendo en todo el mundo. El punto de partida son tres hombres de clase humilde y sin trabajo, Shuji, Kean y Shin, que son contratados en unos grandes almacenes y se enamoran de la hija del dueño, Reiko (interpretada por Mieko Takamine, hermana mayor de la que sería una de las grandes actrices del cine japonés, Hideko Takamine). El problema es que no solo compiten entre ellos por conseguir el favor de la joven, sino que tienen ya otras pretendientes de antes de conseguir el trabajo a las que comenzarán a dar largas.

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Boudu Salvado de las Aguas [Boudu Sauvé des Eaux] (1932) de Jean Renoir

Si bien es cierto que Boudu Salvado de las Aguas (Boudu Sauvé des Eaux, 1932) es cualquier cosa menos una película con moraleja, una de las ideas que más claramente se desprenden de ella es que la única forma que tenemos de conseguir la libertad absoluta como individuos es no solo manteniéndonos fuera de la sociedad sino evitando también actitudes que tenemos tan profundamente arraigadas como el agradecimiento o la empatía hacia los demás. Recibir el favor de alguien implica en cierto modo encontrarste en una situación en que te sientes obligado a estarle agradecido, ya que pocas cosas hay más desagradables que la ingratitud. Por tanto, aspirar a ser un alma totalmente libre implicaría en cierto modo ser un ingrato, no dejarse influenciar por el comportamiento que se espera de nosotros como individuos, por muy desagradable que eso sea.

Y pocas situaciones hay en que uno deba estar más en deuda con su benefactor que cuando le han salvado la vida, que es lo que le sucede a Boudu, un vagabundo que se intenta suicidar lanzándose a un río y es rescatado por el respetable librero Edouard Lestingois, quien además le acoge en su hogar. Boudu, un personaje inclasificable y maleducado, lejos de agradecerle ese favor, se dedica a hacer lo que le da la gana y a flirtear tanto con la esposa de Edouard como con su criada, con la que el dueño de la casa ya estaba teniendo una relación extraconyugal.

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La Momia [The Mummy] (1932) de Karl Freund

Aunque debo reconocer que no soy especialmente fan del célebre ciclo de monstruos clásicos de la Universal, sí que disfruto bastante de esas películas no solo por su contenido tan atractivo sino por lo curiosas que resultan vistas hoy día en la forma que tienen de recrear el ambiente de terror. El género de terror ya existía desde la era muda, pero es en este ciclo donde se dio forma realmente a los códigos y estereotipos más habituales de este tipo de películas. De forma que estamos viendo a los cineastas probando y descubriendo todo tipo de recursos, que en ocasiones funcionan a la perfección (como es el caso de las dos películas de Frankenstein) y en otras a veces solo lo hacen a ratos (es lo que sucede en mi opinión con el célebre Drácula (1931) de Tod Browning).

En ese contexto, La Momia (The Mummy, 1932) es un filme que ofrece ni más ni menos los defectos y virtudes que uno espera de este ciclo pero dando como resultado una obra bastante disfrutable, que incluso prefiero a la más canónica Drácula. La trama se inicia cuando en unas excavaciones arqueológicas en Egipto se encuentra la momia de un sacerdote, Imhotep, que vuelve a la vida a raíz de que uno de los arqueólogos lea un conjuro sagrado. Años después Imhotep, ahora caracterizado como un egipcio contemporáneo de aspecto un tanto grotesco llamado Ardeth Bey, facilita a un nuevo grupo de arqueólogos las pistas para encontrar la tumba de una princesa. Los hallazgos son llevados al Museo del Cairo y se suceden una serie de extraños incidentes que involucran a Frank, el hijo del arqueólogo que halló el sarcófago de Imhotep, el Doctor Muller y una mujer que cae bajo el extraño hechizo de Ardeth Bey.

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Veinte Mil Años en Sing Sing [20,000 Years in Sing Sing] (1932) de Michael Curtiz

Los inicios del sonoro y esa época de breve libertad que fue el conocido como Hollywood pre-Código Hays favorecieron la proliferación de algunas películas con un tono más seco y realista de lo que sería habitual durante décadas en los grandes estudios. Es por tanto lógico que en esos años se realizaran varias obras de ambiente carcelario, siendo éste además un género muy atractivo para el espectador. Sin pensar mucho fue en esa época cuando se estrenarían El Presidio (The Big House, 1930) de George W. Hill, El Código Criminal (The Criminal Code, 1930) de Howard Hawks y sobre todo la extraordinaria Soy un Fugitivo (I Am a Fugitive from a Chain Gang, 1932) de Mervyn LeRoy. Veinte Mil Años en Sing Sing (20,000 Years in Sing Sing, 1932) de Michael Curtiz sigue esta dinámica con el estilo que asociamos a muchos filmes de la Warner Brothers (que en este caso no fueron productores directos pero sí los distribuidores), es decir, películas breves y dinámicas.

El protagonista es Tommy Connors, un matón con un largo historial delictivo sentenciado a una larga condena en Sing Sing por asalto con arma. Connors, ayudado por su abogado corrupto Joe Finn, se piensa que su estancia por prisión será un mero paseo, y que se podrá sobornar fácilmente al alcaide para que haga su estancia más cómoda, pero se equivoca: éste le dispensa el mismo trato que a los demás obligándole a darse cuenta de que ahí es uno más. En paralelo, Connors se sentirá inquieto al descubrir que su novia Fay está intentando seducir a Finn para convencerle de que haga un esfuerzo por sacarlo antes de prisión.

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Beau Geste (1939) de William A. Wellman

El inicio de Beau Geste (1939) de William A. Wellman puede que sea uno de los más memorables de todo el Hollywood clásico. Un grupo de legionarios franceses se acerca a un fuerte que ha sido atacado recientemente por tropas árabes a darles ayuda, pero aunque hay hombres apostados en cada torre, todo está en extraño silencio. Un disparo llega del fuerte. Piensan contraatacar, pero nada más sucede. El corneta se ofrece para subir por la muralla y ver qué está sucediendo…. pero después de un largo rato de espera parece que no se decide a regresar. Cuando el oficial al mando entra a ver qué está sucediendo se encuentre un fuerte fantasma: todos los soldados están muertos, estaban colocados con sus rifles sobre el muro para dar la falsa impresión de que defendían el fuerte. Ni rastro del corneta. Llega otro ataque imprevisto de los árabes que obliga a la tropa a dejar el fuerte y replegarse en el desierto. Y entonces, sorpresa: un incendio arrasa el fuerte. ¿Qué ha sucedido?

Volvemos unos años atrás para conocer la historia de tres hermanos huérfanos adoptados por una generosa mujer de la alta sociedad: Michael, apodado «Beau», John y Digby. Una noche desaparece de la casa una preciosa joya y, dadas las circunstancias del robo, solo puede haberla robado uno de ellos o su hermanastro, el repelente Augustus. Pero tras registrar a este último, no queda duda: ha sido uno de los tres protagonistas. A raíz de este incidente, cada uno de ellos se alista en la Legión Extranjera dejando una nota en que se declaran culpables del robo, para así cubrir a sus otros hermanos. Allá se reencontrarán los tres en un regimiento bajo las órdenes del Sargento Markoff, un hombre durísimo que, al saber que alguno de ellos probablemente oculta una joya, se propondrá hacerse con ella.

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Pépé Le Moko (1937) de Julien Duvivier


A estas alturas el ya consabido debate sobre el estado del cine actual en comparación con el de décadas pasadas seguramente esté ya algo sobado. Pero sin pretender volver a entrar en él, sí que hay algo que suelo decir al respecto, y es que una de las cosas que más le reprocho al cine de nuestros tiempos es la baja calidad de las películas comerciales. Obviamente, siempre se ha hecho cine comercial de usar y tirar o de muy mala calidad, y he visto suficientes ejemplos como para corroborarlo. Pero debo decir que en mi experiencia en el cine de décadas pasadas encuentro con más facilidad productos comerciales medianos mucho más satisfactorios que hoy día. En otras palabras, que el nivel medio de los filmes eminentemente comerciales y sin pretensiones artísticas era más alto. Quizá es porque no existían tantas facilidades como hoy día, que obligaban a todo director medio a disponer de un arsenal de recursos expresivos a nivel visual que hoy día no es necesario. O quizá es simplemente que eran otros tiempos, no lo sé.

Pero todo ello me vino a la cabeza a la hora de revisionar Pépé le Moko (1937), un filme que seguramente no sea un ejemplo muy bien traído de lo que estoy explicando, ya que su autor era un gran cineasta y no un mero artesano comercial del montón. Me refiero a Julien Duvivier, despreciado durante décadas por influencia de la crítica cahierista, pero que visto hoy día es innegable que era un gran director. Aun así el filme que nos ocupa es una obra total y abiertamente comercial hecha para el lucimiento de su estrella: Jean Gabin. Y aunque veremos cómo Duvivier aportó ideas de su cosecha, la película se entiende más como una obra al servicio de una estrella.

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Los de Abajo [Downstairs] (1932) de Monta Bell

Seguro que conocen la historia, es muy típica. Exitoso actor de la era muda que llega el sonoro y su carrera se desvanece por no saber adaptarse a esta nueva forma de interpretación: no recita bien sus frases, su timbre no es adecuado, tiende a actuar todavía de forma exagerada… hay mil motivos. Cae pues en el olvido y se refugia en su mansión donde se pasa el resto de su vida recordando sus tiempos gloriosos a la manera de una Norma Desmond. Pero lo curioso es que esta historia pocas veces es cierta. Realmente no hay tantos actores cuya carrera se viniera abajo en el sonoro por culpa de su voz, algo que ya se ha documentado con detalle en artículos sobre el tema.

Vean si no el que seguramente sea el ejemplo por excelencia de este mito: el actor John Gilbert, uno de los grandes galanes románticos de los años 20 cuya carrera se vino totalmente abajo en el sonoro. Lo más curioso es que la que era su pareja más frecuente en el cine, Greta Garbo, dio el salto sin problema pese a su acento sueco. La explicación más racional es que no tenía una voz adecuada para ese tipo de papeles, pero eso es algo que hoy día podemos comprobar fácilmente que es falso. Sobre por qué cayó en desgracia existen algunas leyendas urbanas muy curiosas pero ninguna explicación firme. Y como demostración de que la teoría sobre la voz inadecuada de Gilbert es puro mito, qué mejor que rescatar una de sus primeras obras sonoras, Los de Abajo (1932), que contiene bastantes elementos de interés.

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Akanishi Kakita (1936) de Mansaku Itami


Dentro de lo poco que he visto de cine japonés de antes de la II Guerra Mundial – sobre todo teniendo en cuenta la cantidad de películas que se realizaron en comparación con las que han sobrevivido a nuestros días – he descubierto una tendencia bastante interesante dentro de los jidaigeki (filmes de época) que podríamos bautizar algo así como «filmes sobre samuráis venidos a menos». El exponente más conocido es el gran Sadao Yamanaka, cuya desgraciada muerte tan temprana nos dejó sin una posible carrera brillante, y que trató ese tema en dos de sus tres filmes que hoy día se conservan: en la preciosa Humanidad y Globos de Papel (Ninjo Kami Fusen, 1937) abordaba desde una perspectiva melancólica la historia de un samurái caído en desgracia, a quien los códigos de honor que se esperan de él no le sirven para sobrevivir en unos tiempos complicados, mientras que en Sazen Tange and the Pot Worth a Million Ryo (Tange Sazen Yowa: Hyakuman Ryo no Tsubo, 1935) optaba por un tono más abiertamente humorístico tomando la figura legendaria de Sazen Tange y convirtiéndolo en un vago que prácticamente vivía sometido por su amante. Para entender lo rompedoras que fueron estas películas hemos de ser conscientes de lo inmensamente popular que era el cine de samuráis en aquella época. Se hacían literalmente cientos de filmes al año en los cuales la figura del samurái encarnaba toda una serie de valores idealizados que le convertían en una especie de superhéroe. Hacer de ellos figuras patéticas y/o cómicas era un cambio importante.

De Yamanaka pasamos pues a Mansaku Itami, considerado el otro cineasta de la época que dio un giro al género. Al igual que Yamanaka, su carrera como director fue breve, en su caso a causa de problemas de salud que le hicieron restringirse al papel de guionista; y de nuevo, al igual que su compañero, resulta difícil juzgar su filmografía por los poquísimos filmes suyos que se conservan. En cierta ocasión recuerdo que leí a alguien comentar que las películas que se pueden ver hoy día de Yamanaka probablemente no eran ni de las mejores de su carrera, sino simplemente las que tuvieron la suerte de llegar a nuestros tiempos, algo que podría ser cierto en el caso de la menor pero aun así más que notable Priest of Darkness (Kochiyama Soshun, 1936) pero que me cuesta creer respecto a las otras dos: soy incapaz de visualizar Humanidad y Globos de Papel y Sazen Tange and the Pot Worth a Million Ryo como obras menores de cualquier cineasta. No obstante, no acabo de estar seguro de si ése podría ser el caso de Itami y de su obra más difundida hoy día (es un decir), Akanishi Kakita (1936), una película sin duda valiosa y con muchos hallazgos pero demasiado extraña y desigual para considerar plenamente satisfactoria.

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