Treinta Segundos sobre Tokio [Thirty Seconds over Tokyo] (1944) de Mervyn LeRoy

Últimamente he tenido un ramalazo en que me ha dado por ver películas bélicas de Hollywood que se realizaron cuando el país estaba en guerra. Es decir, filmes hechos en el calor del momento, llenos de exaltado patriotismo, sin esos mensajes tan aburridos del tipo «no hay buenos ni malos, en el fondo todos somos víctimas», películas en que los enemigos son unidimensionalmente malos o, como mínimo, personajes con los que es muy difícil empatizar. Son un tipo de obras que obviamente no han envejecido tan bien como otras que optan por mensajes más universales denunciando los horrores de la guerra, pero no obstante las encuentro interesantísimas como reflejo de su tiempo y, por qué no, a menudo también muy entretenidas.

Fue buscando filmes de ese estilo que me animé a probar con Treinta Segundos sobre Tokio (Thirty Seconds to Tokyo, 1944), una de esas películas que tiene un estatus que podríamos llamar semiclásico: es un título muy conocido (a mí al menos me resulta familiar desde que empecé a sumergirme en el cine clásico más allá de los filmes básicos), pero a cambio no parece que sea muy comentada ni creo que haya sido visionada por la mayoría de fans del cine clásico. Todo parecía indicar que se trataría del típico filme que fue un taquillazo y éxito de crítica en su momento (de ahí que el título nos sea familiar), pero que no atesoraba la suficiente calidad para haber perdurado como clásico. Me lancé pues a su visionado esperando una obra de prestigio y bien hecha pero que no me aportaría demasiadas sorpresas… y me equivoqué por completo. Veamos qué nos ofrece.

De entrada hay un aspecto fundamental a tener en cuenta para entender algunos de los rasgos más llamativos de este filme, y es que se trata de una historia basada en hechos reales: en la conocida como Incursión Doolittle, el primer bombardeo americano sobre suelo japonés en abril de 1942 bajo las órdenes del teniente coronel James H. Doolittle. Más concretamente, el filme adapta el relato del Comandante Ted W. Lawson, que pilotó uno de los bombarderos encargados de la misión. En principio esto no tiene nada de particular, multitud de relatos hollywoodienses se basan en hechos y personajes reales. Pero, como veremos a continuación, a lo largo del filme nos encontraremos algunas situaciones o decisiones de guion que se escapan a lo que esperaríamos del clásico relato bélico, y la mayoría de éstas provienen de la voluntad de mantenerse fieles a la historia original.

El filme se inicia con la llegada de varios pilotos de avión que acuden a una base secreta en respuesta al llamamiento que ha hecho el Coronel Doolittle (un Spencer Tracy carismático como siempre en sus breves apariciones) para una misión sobre la que no se les puede revelar aún ningún detalle. Lo único que se les dice es que será muy peligrosa y que tendrán que ser entrenados duramente. Entre ellos destaca la tripulación de un avión a quien han bautizado con el sobrenombre de «El Pato Herniado», que está liderada por el Capitán Ted W. Lawson. Mientras están de entrenamiento, éste recibe la visita de su joven esposa, con la que lleva poco casado y que está embarazada. Sus encuentros están llenos de romanticismo, pero finalmente sucede lo inevitable y todo el escuadrón recibe las órdenes de dirigirse a un portaaviones en California. Y será allá donde se les revelará su misión: bombardear una serie de puntos estratégicos en Japón y luego aterrizar en China, donde deberán reagruparse en Chungking.

En su primera hora de película, Treinta Segundos Sobre Tokio (1944) no se aparta sustancialmente de lo que uno esperaría de una gran producción de propaganda bélica, con sus más y sus menos. Me gusta ver cómo los pilotos se preparan para esa misión secreta, para la cual deben conseguir despegar sus aviones en una distancia inusualmente corta (como intuirán los espectadores más avispados, les están entrenando para despegar desde un portaaviones), y también me resultan simpáticos los personajes principales. Pero a cambio no puedo evitar lamentar lo poco que se profundiza en ellos a excepción del protagonista. Todos parecen buenos muchachos con tan solo algún pequeño matiz que los haga mínimamente distinguibles entre si (el jovencito que viene de un pequeño pueblo encarnado por Robert Walker, el siempre carismático Robert Mitchum haciendo ya de Robert Mitchum aun cuando entonces no era más que un actor secundario, el texano que hace de secundario humorístico y resulta mucho más cargante que divertido…) pero no hay apenas interacciones interesantes entre ellos. No hay malos rollos, no hay dudas o miedos visibles por lanzarse a una misión casi suicida y desconocida… no sucede nada remarcable más allá del entrenamiento.

El mismo reproche se le puede achacar a la subtrama en que el Capitán Lawson se reencuentra con su joven esposa Ellen mientras el primero está entrenando en la base, que es para mí el aspecto más negativo de todo el filme. Su historia de amor es bonita, pero se alarga demasiado para no ofrecer nada a cambio, y los actores protagonistas, Van Johnson y Phyllis Thaxter, están muy bien pero carecen de ese carisma extra que sostiene este tipo de escenas cuando no se apoyan en un guion sólido. Ya no les reprocho siquiera la existencia de algún conflicto entre ellos (ella parece tener maravillosamente asumido que su joven esposo se haya presentado voluntario a una misión suicida dejándola a ella sola y embarazada), pero sí al menos alguna estampa memorable, alguna de esas instantáneas que uno recuerda después de la película. Desafortunadamente los personajes no tienen suficiente personalidad como para que podamos «disfrutar con ellos» de su historia de amor – en contraste, uno podría pasarse horas compartiendo los momentos de intimidad de la pareja de Breve Encuentro (Brief Encounter, 1945) de David Lean sin aburrirse – y el guion de Dalton Trumbo no logra extraer nada especial de esta subtrama que parece alargada artificialmente para dotar al filme de la consabida «historia de amor».

En ese aspecto el filme está claro que se adhiere al sentimiento de la época, a la necesidad de dar una imagen idealizada del ejército visto como un pelotón de jóvenes atractivos, sanotes y valientes en que impera la camaradería ante todo. Estamos en guerra, conviene mantener ese relato para mantener la moral. No obstante, aunque la primera hora de metraje puede parecer poco interesante, les animo a que sigan adelante, ya que la película va radicalmente de menos a más, y cuando se acerca la misión el filme da un decisivo giro en cuanto a calidad y estilo.

Tan pronto nuestros protagonistas se preparan para despegar y bombardear una serie de fábricas de artillería nos encontraremos con la principal fortaleza de la película: la descripción tan rigurosa de toda la misión, exenta de los clásicos tics heroicos a los que estamos acostumbrados en este tipo de filmes y que yo esperaba encontrarme aquí. Ya de entrada me gusta mucho la escena del despegue, en que se explican todos los detalles con antelación para que entendamos todo lo que va a pasar: las señales que da un comandante a cada avión para indicarles que den gas al máximo, el decisivo gesto que quiere decir que pueden despegar y un pequeño peligro que sobrevuela en todo momento: si en el momento del despegue se detecta la más mínima irregularidad sobre uno de los aviones, sus tripulantes deberán abortar la misión y el avión será lanzado al mar. Después de dar a conocer todo eso al espectador, Mervyn LeRoy se recrea en cada una de las diferentes fases previas al despegue de varios aviones, de modo que cuando le toca a nuestros protagonistas y su «Pato Herniado» nos contagia los nervios del momento… ¡y no es más que el despegue! He aquí un primer mérito de Treinta Segundos sobre Tokio, lograr que nos fijemos en detalles o momentos aparentemente insustanciales (en cualquier otro film bélico el despegue del portaaviones sería una escena irrelevante) que en realidad cobran una enorme importancia en la vida real.

Una vez nuestros protagonistas han despegado le sigue la que para mí es una de las escenas que mejor ha sabido reflejar de forma realista el cómo debe ser pilotar un avión bombardero. La irritante musiquilla, que antes estaba en toda la película para no dejar silencios incómodos al espectador y subrayar el tono de las escenas, aquí desaparece y se opta por dejar toda la secuencia solo con sonido ambiente. LeRoy focaliza la acción en el interior del avión más que en planos exteriores que nos lo muestren haciendo el recorrido. La forma como recrea todo el paisaje que se ve a través del aparato, ya que deben volar muy bajo, funciona a la perfección pese a que esté hecho con transparencias. La consecuencia es que logra que nos sintamos como un pasajero más, con todos los nervios y la tensión que eso implica. No parece una clásica escena de Hollywood que desembocará en la típica secuencia de acción, sino que tiene un tono realista que le da una autenticidad que aún hoy día se mantiene intacta.

Aquí empiezan a hacerse visibles también ciertas decisiones de guion un tanto atípicas pero que responden a un aspecto esencial que mencioné al principio: el narrar una historia basada en hechos reales con la voluntad de mantenerse totalmente fiel a éstos (algo que, como sabemos, no suele ser habitual en Hollywood y lo atribuyo a la cercanía en el tiempo con los sucesos acontecidos, a la voluntad propagandística basada en explicar una victoria real del ejército no inflada por un guion hollywoodiense y al respeto al autor del relato original, que seguramente quiso asegurar la fidelidad de su relato). Por ejemplo, nuestros protagonistas no tienen ningún enfrentamiento con aviones japoneses, e incluso visualizan unos cuantos sobrevolando por encima suyo que, extrañamente, no les atacan. Eso es porque sucedió así en la realidad ya que, por una milagrosa casualidad, la hora del ataque coincidió con un simulacro de ataque aéreo orquestado por el ejército japonés y el avión americano pasó inadvertido como si fuera parte de dicha simulación… hasta que empezó a bombardear sus objetivos, claro (la película no revela ese dato, no sé si porque por entonces aún no se sabía o por decisión del guionista, pero resulta muy acertado porque nos mantiene en el punto de vista de los personajes, que ignoran lo que sucede fuera de su avión).

Finalmente nuestros héroes llevan a cabo eficazmente su misión y vuelan a China para replegarse con el resto de tropas, pero un aterrizaje forzoso les hace caer en el mar y sucede entonces otro hecho insólito. ¿Cuántas veces hemos visto en filmes bélicos a soldados que, tras sufrir un accidente, salen malheridos de las ruinas pero aún con suficientes fuerzas para disparar? Aquí nada de eso sucede. Toda la tripulación del bombardero excepto uno de ellos está en un estado tan maltrecho que no pueden valerse por si solos. Ya no presenciaremos más actos heroicos. Si sobrevivirán será gracias a la ayuda de habitantes chinos que les recogerán y llevarán a un pueblo con hospital ocultos del ejército japonés.

Llegados a este punto debo hacerles una pequeña advertencia: en los siguientes párrafos revelaré un detalle de guion que, aunque no creo que sea propiamente dicho un spoiler, puede pillar por sorpresa al espectador y quizá prefieran descubrirlo por ustedes mismos.

Las escenas que siguen revelan otra faceta del magnífico trabajo de dirección de Mervyn LeRoy, quien aquí nos regala algunos pasajes especialmente evocadores e incluso líricos, tanto de los paisajes por los que se mueven los personajes como de los momentos de calma en que interactúan con sus salvadores. Y es entonces cuando la película nos ofrece un giro para mí al menos inesperado al descubrirse que se le debe amputar una pierna al Capitán Lawson. Lo que era una sospecha que pensábamos que no fructificaría (¡no puede sucederle esto al héroe!) se torna realidad en una tensa escena en que deben operarle con una dosis de anestésico que hará que no sienta nada en las extremidades, pero sí que le mantendrá semiinconsciente. Le siguen algunos planos oníricos en que el maltrecho Lawson recuerda a su bonita esposa, uno de ellos con un detalle muy obvio pero no por ello menos acertado: mientras habla con Ellen por teléfono, de fondo unos leñadores están talando un árbol, igual que le están haciendo a él con su pierna.

De esta forma, este relato heroico acaba en su tramo final anticipándose en parte a esa obra fundamental sobre las consecuencias de la guerra que es Los Mejores Años de Nuestras Vidas (The Best Years of Our Lives, 1946) de William Wyler. Ted no quiere reencontrarse con su esposa hasta que le hayan puesto una pierna ortopédica y haya aprendido a valerse por si solo con ella. Ellen quiere volver a verle de todos modos, pero se siente avergonzada de que la vea tan obesa dado su avanzado estado de embarazo respecto a cuando se separaron – una idea por cierto que no tiene correspondencia visual con el aspecto de la actriz, que no evidencia para nada tener una barriga de embarazada; eso es porque imagino que quisieron preservar ese hecho para ser fieles al libro pero, al mismo tiempo, el Código Hays no permitía mostrar a mujeres visiblemente embarazadas en pantalla por considerarlo «de mal gusto», en una muestra más de cómo la gente que elaboró ese código eran unos enfermos mentales. Finalmente dicho encuentro sucede, la pareja se abraza y la película acaba en un final feliz que, obviamente, por entonces no podía hacerse extensible al conflicto bélico.

Rebuscando información sobre la Operación Doolittle averigüé que en realidad los objetivos que bombardearon los pilotos americanos no eran de gran envergadura, pero que igualmente dicha misión tuvo una decisiva importancia porque contribuyó a levantar los ánimos de la nación americana y, también, a darle un buen susto al enemigo japonés al descubrir que su territorio no era inviolable como pensaba. Sirvió para probar que era factible atacar a Japón en su casa y que su temible ejército no era imbatible. En ese aspecto es un material muy apropiado para una película que estaba claramente diseñada para levantar la moral del público americano en medio del conflicto bélico.

En otras manos, Treinta Segundos sobre Tokio habría sido otro previsible producto de propaganda sin nada especial, pero afortunadamente aquí la voluntad de ser fiel al relato original le permitió a Mervyn LeRoy ofrecer una segunda mitad magnífica, que nos hace intuir una hipotética obra mayor del cine bélico que aquí, no obstante, debe convivir con los imperativos del cine comercial. En ese aspecto para cerrar esta reseña no puedo dejar de reivindicar una vez más a esos «meros artesanos» del Hollywood clásico como LeRoy. Cineastas sin el nivel y la personalidad de los más grandes, pero aun así con un talento extraordinario; que en el peor de los casos eran solventes y en el mejor te ofrecían sorpresas como ésta. Aunque es un poco tópico decir esto, cuánto echo de menos este tipo de directores en el Hollywood actual, capaces de coger un encargo y ofrecerte no una obra maestra o un filme rompedor y original, pero sí un producto magníficamente realizado que denota una sensibilidad y una forma de contar historias que, mucho me temo, se ha perdido con el tiempo.


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4 comentarios

  1. ¡Hemos coincidido a la hora de hablar de películas bélicas… y de aviones en el cine clásico estadounidense! Solo que la mía está ambientada en la primera guerra mundial y la tuya en la segunda.
    Esta película de Mervyn LeRoy no la he visto, pero qué ganas.
    Respecto a películas de la segunda guerra mundial en Hollywood, cuando todavía estaba la contienda, están las que dices, y otras que jugaban con cómo afectaba la guerra en la cotidianeidad. Y hay una que me parece especialmente delicada y preciosa: El reloj (1945) de Vincente Minnelli. Es hermosísima.
    Jo, y es que Mervyn LeRoy tiene una filmografía que merece mucho la pena. Tiene una, ambientada al final de la primera guerra mundial, brutalmente romántica: Niebla en el pasado…, ayyyy. Jajajaja.

    Beso
    Hildy

    1. Una vez más gracias, Hildy, por sus recomendaciones, puesto que no he visto ninguna de las dos. ¡Añadidas a mi eterna lista de pendientes!
      Un abrazo.

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