40s

Mil Ojos Tiene la Noche [Night Has a Thousand Eyes] (1948) de John Farrow

El arranque de Mil Ojos Tiene la Noche (Night Has a Thousand Eyes, 1948) demuestra cómo sus autores conocían lo importante que es ofrecer un inicio que enganche y que vaya directo al grano cuando se está al frente de una película breve (poco más de hora y cuarto). Una estación de ferrocarriles de noche. Un hombre persigue las pistas de una joven. La descubre subiéndose a un puente para lanzarse a un tren en marcha, pero la detiene a tiempo. Ella, histérica le dice que no puede hacer nada para escapar a su destino, y habla sobre cómo las estrellas de la noche la observan hasta intimidarla. ¿Es una demente? Van a un restaurante para reponerse del incidente y allá se encuentran con un hombre maduro a quien ambos conocen. Se habla de denunciarle a la policía y éste, que parece resignado, pide antes poder explicar su historia desde el principio. Llevamos solo unos minutos y ya estamos enganchados a una historia de la cual de momento no entendemos nada.

Dicho hombre maduro es John Triton, quien en el pasado se ganaba la vida haciendo números en que exhibía sus supuestas dotes de clarividencia, leyendo el futuro de los espectadores. Pero una noche en mitad de un número tiene una visión en que visualiza cómo el hijo de dos de los espectadores está a punto de correr peligro. Desde ese momento Triton se da cuenta de que tiene visiones reales del futuro, una facultad que aprovecha para enriquecerse junto a sus dos socios: su prometida Jenny y su amigo Whitney Courtland. Pero este don tiene un inconveniente, ya que esas visiones de futuras desgracias atormentan a John: ¿no estará provocando él estos incidentes de forma inconsciente? ¿No hay forma de detenerlos al saber lo que sucederá? Angustiado, Triton abandona el número y a sus amigos tras una visión en que Jenny moría dando a luz a su hija.

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El Mayor y la Menor [The Major and the Minor] (1942) de Billy Wilder


La historia es la siguiente: Billy Wilder era un emigrante alemán que se había labrado una prestigiosa carrera como guionista en Hollywood colaborando con Charles Brackett, pero lo que él deseaba era dirigir películas. Ya lo había hecho anteriormente en su breve estancia en Francia con Curvas Peligrosas (Mauvaise Graine, 1934), y ahora que ya se había asentado en América quería volver a ello por una razón muy sencilla: no le gustaba cómo algunos directores filmaban sus guiones. Si alguien tenía que estropear sus historias, mejor que fuera él mismo. El problema es que Wilder se encontraba en la edad de oro del sistema de estudios del Hollywood clásico, en que todo estaba más firmemente jerarquizado que nunca. Los años en que un guionista o, peor aún, un actor podía probar suerte tras la cámara habían quedado atrás después de los inicios del sonoro. Pese a sus insistencias, la Paramount prefería tenerlo como un eficaz guionista en nómina que proporcionara muy buenos libretos para otros directores.

Pero entonces algo cambió. Preston Sturges, otro de los grandes guionistas del estudio, había perseguido las mismas ambiciones y al final hizo un trato con el estudio: les ofreció un magnífico guion que les propuso dirigir él mismo… gratis. Según parece, por un tema sindical Sturges debía cobrar algo por dirigir, de modo que realizó El Gran McGinty (The Great McGinty, 1940) por solo 10 dólares. Con un presupuesto bastante limitado y un reparto barato, el estudio se aseguró de que si el experimento no funcionaba no saldrían perdiendo demasiado. Pero no tuvieron que preocuparse, ya que fue un sonado éxito de público y crítica que abrió las puertas de la carrera de Sturges como director.

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Give Us this Day (1949) de Edward Dmytryk

Pocos inicios de película me han impresionado tanto en lo que llevo de año como el de Give Us this Day (1949). Vemos a un personaje deambulando confusamente de noche por las sucias calles de una gran ciudad, se detiene ante un bloque de edificios. Mira hacia arriba y Edward Dmytryk nos ofrece unos planos extrañísimos e imponentes de esa fachada, de ese conjunto de pisos-ratoneras cada uno de ellos albergando sus pequeñas miserias, con las nubes surcando de fondo. No sabemos qué le sucede a dicho personaje, ¿está borracho? ¿Está atormentado por algo? ¿Quizá ambas cosas? Sube por las escaleras. La cámara de Dmytryk recrea magníficamente los juegos de luces y sombras de cada rellano y finalmente se detiene en una puerta que intenta abrir con llave – fíjense en el cubo de basura desbordado en el pasillo, no es un detalle menor. Incapaz de entrar, aporrea la puerta a gritos, entra a casa y se encuentra con una mujer sufrida que le pide que se largue. Aparecen entonces tres niños quienes se muestran encantados de que su padre haya vuelto a casa y, ojo al extraño contrapunto en contraste con la miseria y violencia que hemos visto en apenas cinco minutos, le cantan el cumpleaños feliz y uno de ellos le dice que le ha fabricado una radio como regalo. Nuestro protagonista, desbordado de culpa, se larga de ahí. ¿Qué ha sucedido?

El protagonista es Geremio, un emigrante italiano que va a refugiarse en el piso de su amante, con la que recrea los hechos de su vida que le han llevado a esta situación. Le vemos años atrás trabajando como obrero en un rascacielos de Nueva York junto a su buen amigo Luigi. Ante la vista de un compañero que recibe los cuidados de su esposa, decide casarse con una joven italiana, Annunziata, a la que solo ha visto en una fotografía. Ésta, para escapar de su situación de miseria, emigra a Estados Unidos pero solo con una condición: que Geremio tenga una casa propia. Él, que no puede permitirse eso pero tampoco quiere esperar tanto tiempo, la engaña y la lleva durante la luna de miel a una casa en ruinas que planea comprar en el futuro. Cuando Annunziata descubre que ése no es su hogar y que el propietario solo les ha permitido estar ahí tres días como «luna de miel», se siente desolada. Pero no hay que preocuparse: aunque el sueldo de Geremio es humilde, calculan que en poco más de un año podrán pagar la entrada e irse a vivir allá. Pero, ay amigos, llega entonces un hijo. Y luego otro. Y al final son cuatro. Y luego viene la Gran Depresión. Y al final ese sueño de una casa para establecer a su familia parece que nunca llegará. Es entonces, en esa situación desesperada, cuando alguien le propone trabajar de capataz en una construcción en la que no se aplicarán medidas de seguridad adecuadas para ahorrar costes.

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La Séptima Víctima [The Seventh Victim] (1943) de Mark Robson


Desde que descubrí hace unos años la maravillosa El Regreso de la Mujer Pantera (The Curse of the Cat People, 1944) sigo obsesionado con los filmes que Val Lewton produjo en la RKO y maravillándome de que incluso en sus obras más menores haya pequeños detalles que las hacen singulares y especiales. Y de todas las obras de ese ciclo hoy diría que la más representativa de su estilo sería La Séptima Víctima (The Seventh Victim, 1943), aun cuando es innegable que no está a la altura de obras maestras como La Mujer Pantera (Cat People, 1942) o la que considero la obra cumbre de Lewton y de Jacques Tourneur, Yo Anduve con un Zombie (I Walked with a Zombie, 1943). De hecho la veo incluso algo inferior al debut de Robert Wise que mencionaba al principio, pero precisamente por ese motivo creo que representa mejor el estilo de Lewton: películas extrañas, desiguales, decididamente inarmónicas, que bajo la apariencia de una premisa de terror convencional en realidad en realidad manejan otras ideas. El visionado de los mejores logros del dúo Lewton-Tourneur es decididamente mucho más satisfactorio porque son obras maestras que ofrecen una experiencia redonda, pero la sensación de extrañeza de filmes como La Séptima Víctima es también algo muy especial, aunque surgiera por accidente.

La protagonista del filme es Mary, una joven criada en un internado a la que cierto día se le comunica la súbita desaparición de su hermana mayor Jacqueline, su único familiar, que además era quien le estaba pagando la educación. Pese a que la directora le ofrece seguir ahí costeándose sus gastos ayudando como profesora auxiliar, Mary decide salir al exterior a investigar qué le ha sucedido a su hermana. En su búsqueda descubre que Jacqueline ha vendido a su socia la empresa de cosméticos que había fundado y que ha tenido un comportamiento extraño en las últimas semanas. En su búsqueda le ayudará Gregory Ward, que estaba enamorado de Jacqueline, y un psiquiatra, el Doctor Louis Judd, que tiene un papel un tanto extraño en dicha historia. Poco a poco las pistas que encuentra la conducirán hacia un extraño culto satánico.

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En Nombre de la Ley [In Nome della Legge] (1949) de Pietro Germi

A estas alturas el tema de la mafia se ha explotado tanto en el mundo del cine que, aun siendo un tema innegablemente interesante, ha llegado un punto en que a mí personalmente a veces me da pereza. Es por ello que resulta especialmente interesante remontarse a las primeras obras que trataron un sujeto tan controvertido, aquellas que aún no estaban contaminadas por todo el imaginario popular cinéfilo sobre dicha temática. Un ejemplo paradigmático es el tercer filme del actor, guionista y director Pietro Germi, En Nombre de la Ley (In Nomme della Legge, 1949), considerada como la primera película italiana que trataba abiertamente dicha temática (una afirmación que no me atrevo a hacer mía, puesto que si algo me ha demostrado la experiencia es que seguramente haya algún precedente hoy día olvidado; pero sí que quizá podríamos decir que es el primer caso conocido y de ámbito popular).

El protagonista es un joven juez, Guido Schiavi, que llega a un pueblo siciliano donde la anterior persona a su cargo ha decidido pedir el traslado por verse incapaz de imponer la ley allá. Nada más llegar Guido se encuentra con un clima abiertamente hostil: multitud de casos acumulados en los registros, crímenes de los que nadie aparenta saber nada por miedo a las represalias y, sobre todo, el control de un cacique local mafioso, quien imparte justicia a su antojo. Guido deberá enfrentarse a dicho cacique, Turi Passalacqua, así como al barón Lo Vasto, que se niega a reabrir unas minas que dieron trabajo a la mayor parte del pueblo, y cuya clausura ha llevado a la población a una situación de empobrecimiento.

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Mujer [Onna] (1948) de Keisuke Kinoshita


Hasta hace unos años yo tenía asociado a Keisuke Kinoshita a un tipo de cine comercial más o menos previsible, lo cual no quiere decir que no fuera talentoso – de hecho Veinticuatro Ojos (Nijushi No Hitomi, 1954) ya he dicho en más de una ocasión que es una de mis películas favoritas del cine japonés clásico. No obstante, hace poco el visionado de Ella Era como un Crisantemo Salvaje (Nogiku no gotoki kimi nariki, 1955) me dejó boquiabierto y me hizo replantearme la visión que tenía de Kinoshita. Que conste en acta que para mí ser un director comercial no es algo malo, al fin y al cabo los cuatro grandes del cine japonés eran cineastas exitosos en taquilla, pero en Kinoshita el matiz que creía ver erróneamente era el de un muy competente cineasta de estudio que apenas me depararía sorpresas. Craso error que estoy intentando subsanar.

Y como muestra de ello hoy rescato una obra que, sin ser de sus películas más logradas, sí que es de las más curiosas y que mejor sirven para demostrar que Kinoshita era un cineasta con personalidad propia. Bajo el título tan vago y perezoso de Mujer (Onna, 1948), que incluso tras el visionado sigo sin entender, se encuentra en realidad un tour de force: una historia que Kinoshita y dos actores deben tirar adelante con en el mínimo de elementos posibles. Situada dentro del enorme ciclo de dramas de posguerra que inundaban la cinematografía japonesa de la época, Mujer tiene como protagonista a Toshiko, una cantante y bailarina que se gana la vida en un club nocturno y que un día es requerida por su amante Tadashi para que escape con ella. Pronto Toshiko descubre que Tadashi ha participado en un robo durante el cual atacó a un agente de policía, y su idea inicial es separarse de él. Pero éste le insiste para que no le deje asegurando que la necesita para reencauzar su vida.

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Diario de una Camarera [The Diary of a Chambermaid] (1946) de Jean Renoir


Jean Renoir llevaba desde los años 30 intentando llevar a la pantalla la historia de Octave Mirbeau sobre las desventuras de una criada en la Francia de finales del siglo XIX. Y no es de extrañar que le interesara tanto, ya que dicho argumento le permitía hacer una exploración de las relaciones entre señores y criados, una idea que de hecho luego le daría pie a una de sus mayores obras maestras, La Regla del Juego (La Règle du Jeu, 1939). Curiosamente no pudo lanzarse a ello hasta que estuvo en Hollywood, cuando se embarcó en este proyecto con la complicidad de su amigo, el actor Burgess Meredith, quien aquí ejerció de guionista, coproductor y encarnó un personaje secundario. Y, no menos importante, el papel principal recaía en su mujer, Paulette Goddard.

El personaje al que interpreta es Celestine, una criada que entra en una casa perteneciente a la familia Lanlaire. La señora de la casa es una mujer altiva que tiene a raya a su excéntrico marido, pero con quien tendrá más problemas es con el ayudante de cámara Joseph, un personaje seco y oscuro de intenciones difíciles de adivinar. Celestine inicialmente busca alguna forma de encontrar un hombre adinerado que le permita abandonar este tipo de vida, pero cuando llega el hijo de la señora, un joven atormentado llamado George, se enamorará sinceramente de él.

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El Extraño [The Stranger] (1946) de Orson Welles

El Extraño (1946) pertenece a una curiosa y muy breve etapa de la carrera de Orson Welles en que el genial cineasta se propuso demostrar a los estudios de Hollywood que «podía portarse bien». Después del fiasco a nivel de taquilla de Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941), los conocidos rifirrafes que mutilaron la bellísima El Cuarto Mandamiento (The Magnificent Ambersons, 1942) y el proyecto cancelado It’s All True (1943), Welles se había dado cuenta de que debía poner más de su parte si quería seguir haciendo cine. Obviamente hoy día sabemos que esas saludables intenciones le duraron muy poco, y que tenía una personalidad demasiado fuerte como para plegarse a los dictados de sus productores. Pero a mediados de los años 40 seguramente Welles tenía en mente ganarse el favor de los estudios para así poder hacerse un hueco que le permitiera combinar proyectos comerciales con otros más personales. Fue en esos años cuando optó por pasarse al cine negro con El Extraño y La Dama de Shanghai (The Lady from Shanghai, 1947) – y eso si no contamos el proyecto que supervisó y seguramente codirigió, Estambul (Journey into Fear, 1943) junto a Norman Foster. La experiencia no funcionó. Pese a que Welles logró acabar El Extraño dentro de plazos y presupuesto para contrarrestar esa imagen de artista difícil y pese a que se convirtió en el mayor éxito de taquilla de toda su carrera, siempre desdeñó el filme y lo consideró su peor obra. Y en lo que respecta a La Dama de Shanghai, le disgustaron tanto los cambios de montaje que pidió que en los créditos iniciales de la película se retirara su nombre como director. Pero, ¿es realmente justa la apreciación tan negativa de Welles respecto a estos filmes? Obviamente no. Y de hecho tienen mucho más de su personalidad de lo que le gustaría admitir, pero entremos en detalle.

El protagonista de El Extraño es el señor Wilson, un agente encargado de perseguir a criminales de guerra de la II Guerra Mundial que se encuentran ocultos por todo el mundo. Su objetivo es dar con Franz Kindler, un importante miembro del partido nazi que se encuentra en paradero desconocido y que, como tuvo la precaución de mantener su figura en el máximo anonimato posible durante sus años en actividad, puede estar en cualquier lugar haciéndose pasar por una figura corriente. Para dar con él tiene la arriesgada idea de liberar a otro importante nazi, Meinike, que era la mano derecha de Kindler, con la esperanza de que le conduzca a él. Efectivamente, Wilson sigue a Meinike hasta una pequeña localidad de Connecticut donde Kindler se ha cambiado el nombre por el de Charles Rankin y se acaba de casar con Mary, la hija de un respetable juez. Una vez Kindler/Charles mata a Meinike, Wilson se queda sin pruebas para atrapar al ex-nazi, de modo que pide ayuda al hermano de Mary, Noah, para desenmascararlo.

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Acto de Violencia [Act of Violence] (1948) de Fred Zinnemann

Aunque no se encuentra entre las obras más famosas de la carrera de Fred Zinnemann, reconozco que siento cierta debilidad por Acto de Violencia (1948) y que incluso la prefiero a otros filmes suyos con un estatus más mítico. Dicha película se encuentra en el punto decisivo de la carrera de Zinnemann en Hollywood, cuando logró por fin asentarse tras unos inicios llenos de altibajos en que combinó proyectos de todo tipo con desigual suerte. Ese mismo 1948 lograría de hecho una nominación a los Oscar con una de sus obras más especiales, Los Ángeles Perdidos (The Search), y pronto daría el salto a ser un realizador de filmes de primera categoría.

Acto de Violencia es no obstante todavía un noir modesto, con todas las connotaciones positivas que ello conlleva: una historia breve e incisiva, una crudeza no atenuada por el glamour de Hollywood y una mayor libertad para tratar temas controvertidos que en una producción de serie A deberían suavizarse. El protagonista es Frank Enley, un constructor que vive en una pequeña comunidad donde es apreciado por todos y vive felizmente con su bella mujer Edith y su hija pequeña. Pero un día una figura irrumpe en ese paisaje: un misterioso hombre alto y cojo de expresión agria llamado Joe Parkson que busca a Frank. Cuando este último descubre a su perseguidor, huye despavorido e intenta evitarlo a toda costa. Como pronto descubriremos, Joe fue compañero suyo durante la II Guerra Mundial y quiere matarlo a causa de un suceso traumático del cual Frank fue culpable.

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El Diablo Burlado [The Devil & Miss Jones] (1941) de Sam Wood

Es maravillosa la sensación de que el Hollywood clásico sigue conteniendo pequeñas sorpresas a la espera de ser descubiertas más allá de las filmografías de los grandes directores conocidos por todos. Hacía tiempo que una película no me resultaba tan estimulante como El Diablo Burlado (The Devil and Miss Jones, 1941), la cual hace tiempo que tenía ya en mi punto de mira por mi afición a las comedias clásicas. Pero hace poco me topé en uno de los mejores rincones sobre análisis fílmico que hay en la red, el blog de David Bordwell, un magnífico texto sobre el director artístico William Cameron Menzies que me hizo lanzarme ya de cabeza a por el filme.

No voy aquí a entrar a fondo sobre las cualidades que hicieron de Menzies una de las figuras más destacadas de la era clásica en cuanto a diseño artístico, puesto que el extensísimo post de Bordwell ya aborda el tema de forma sobresaliente además con numerosas capturas de pantalla. Lo que sí quiero destacar es que Menzies tuvo una larga carrera en que buscó en todo momento la forma de dar rienda suelta a sus inquietudes artísticas dentro del sistema productivo hollywoodiense, normalmente poco abierto a este tipo de experimentos, y a menudo lo logró. Uno de los momentos en que parece ser que logró controlar a fondo el estilo visual de las películas en las que colaboraba fueron sus numerosas colaboraciones a principios de los años 40 con el director Sam Wood.

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