Gigantes y Juguetes [Kyojin to gangu] (1958) de Yasuzo Masumura

La recuperación económica que experimentó Japón en los años 50 después de una dura posguerra ha sido tildada literalmente de «milagro» por muchos historiadores. Pero ese proceso de crecimiento no vino por si sólo, ya que contó con el apoyo de los Estados Unidos, quienes no desaprovecharon la oportunidad para importar su modelo económico (y, ya de paso, cultural), introduciendo en el país del sol naciente las nociones del capitalismo más salvaje. En consecuencia, toda esta prosperidad vino de la mano de una «americanización» y una asimilación de la filosofía ultracompetitiva del capitalismo. Lo cual incluyó a su vez un boom del mercado publicitario para dar a conocer a los ciudadanos (a partir de ahora, consumidores) una serie de productos que quizá no sabían que necesitaban y que de repente se volvieron imprescindibles.

En su segunda película, Gigantes y juguetes (Kyojin to gangu, 1958), Yasuzo Masumura esbozó una sátira sobre esa sociedad consumista y superficial a través de las feroces campañas de publicidad que enfrentan a las tres grandes empresas manufacturadoras de caramelos del país: World Candy, Giant y Apollo (primer apunte: no es casual que sus nombres estén en inglés). Al frente de la campaña de World Candy se encuentra Mr. Goda, un ambicioso empresario que para vencer a sus rivales propone una doble estrategia en colaboración con su aprendiz Yousuke Nishi: regalar premios relacionados con la imaginería aeroespacial y, en paralelo, crear una nueva estrella de moda a partir de una humilde taxista llamada Kyoko, para luego contratarla como imagen de su marca.

Dicho enfrentamiento entre marcas seguirá unos códigos muy parecidos a los que se utilizan en un conflicto bélico: cada uno tiene un bando y a la hora de la verdad la fidelidad a su empresa está por encima de la amistad o el amor. Por tanto, en esta cultura capitalista la empresa no es simplemente un proveedor de bienes sino la trinchera desde la que luchan los soldados con un solo propósito: aplastar a la competencia y vender más. Esta agresiva actitud competitiva contrastará con la mentalidad del suegro de Mr. Goda, un antiguo directivo que se ha quedado anticuado y al que echan en cara que aún tenga una actitud más cercana al bushido (antiguo código de honor samurai). No hay sitio para el honor en un mundo que se rige por el principio de «come o serás comido».

Por otro lado, el hecho de que esta crítica al capitalismo y al mundo de la publicidad elija como terreno de batalla el sector de la venta de caramelos es otro mecanismo para acentuar lo absurdo de la situación. El producto que intentan vender a toda costa y por el que están batallando los ejecutivos no son más que unos dulces dirigidos sobre todo a un público infantil. Es decir, no un producto de primera necesidad ni indicativo del alto nivel del país, sino algo tan simple y banal como unos caramelos. ¿Realmente se puede hablar de que ha evolucionado prósperamente una sociedad en que altos directivos enfundados en sus costosos trajes se pelean por conseguir vender unos caramelos de más y prueban en una reunión los juguetes que van a ofrecer con ellos de regalo?

En paralelo a estas intrigas, la influencia del poderoso imperialismo americano se va entreviendo a lo largo de toda la película, con menciones a elementos prototípicos como el salvaje oeste, la música rock, el beisbol o James Dean. Además, cuando Kyoko se convierte en una estrella decide aprender inglés y cantar jazz. Esta era de nueva prosperidad conlleva por tanto una pérdida de la identidad cultural propia hasta convertirse en otro más de los países que come de la mano del Tío Sam. El Japón asociado al tradicional té verde aquí se ha convertido en el Japón de la Coca Cola. Un ejecutivo lo sintetiza de forma aún más contundente afirmando que “América es Japón”.

Si éste es un tema que aún hoy día vemos reflejado en nuestra sociedad, no resulta menos vigente la subtrama de la conversión de Kyoko de una desconocida a la estrella del momento. Masumura dedica buena parte del metraje a burlarse de cómo esa chica tan poco atractiva y con un carácter incluso algo masculino se convierte en la sensación del momento gracias a una cuidadosa campaña de marketing. No hay nada que unos inteligentes publicitarios no puedan vender al público. En paralelo vemos en el estudio de televisión a una actriz veterana caída en el olvido que acude lastimosamente en busca de algún papel. Mientras en el plató se construye la personalidad de Kyoko como star, en la sala de control vemos cuál será el futuro que le espera. Estas celebridades son, al fin y al cabo, otro producto más de usar y tirar.

La película es cualquier cosa menos sutil en su crítica al mundo de la publicidad y a la sociedad consumista, de hecho incluso se le puede achacar que a veces expone sus cartas demasiado abiertamente, como cuando Goda arremete contra el público, a quienes trata como seres desprovistos de personalidad que compran todo lo que ven. A cambio, Masumura se inclina abiertamente por no abandonar ni el humor ni, sobre todo, un profundo cinismo que queda patente en la escena final, que bajo lo cómico de la situación pone de manifiesto la amarga creencia de que en estos tiempos no queda ya ningún tipo de ética ni principios. Lo único que uno puede hacer es seguir el consejo que le da la chica de la empresa rival a Yousuke y simplemente sonreír, sonreír a esa masa uniforme e idiotizada por la que Masumura no parece albergar ninguna esperanza.


Este texto apareció originalmente en el número 233 de la revista Versión Original (enero 2015).

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