50s

El Invisible Harvey [Harvey] (1950) de Henry Koster

Teóricamente, uno pensaría que alguien como Elwood P. Dowd jamás podría causar problemas a nadie. Se trata de un hombre de mediana edad con un carácter tan afable que es imposible enfadarse con él, y en su tiempo libre simplemente se dedica a pasear, charlar con otras personas (no importa si son desconocidas) y, por qué no, tomarse un trago de vez en cuando. Pero resulta que su mejor amigo, Harvey, es un tanto especial. Más que nada por el pequeño detalle de ser un conejo de dos metros a quien solo él puede ver. En consecuencia, su hermana Veta y su sobrina Myrtle deciden ingresarlo en un manicomio. Lo que no pueden sospechar es que Harvey, que en realidad es un pooka (criatura mitológica propia del folklore irlandés que adquiría la forma de un animal), se encargará de proteger a su amigo evitando que acabe encerrado.

Esta es la premisa que sigue El Invisible Harvey (Harvey, 1950), una de esas deliciosas comedias de enredo en que una pequeña sociedad perfectamente coherente y ordenada se ve abocada al caos por la influencia inconsciente de su protagonista. Al final todos los roles se invierten y es el loco quien escucha las confesiones que le hace el director del psiquiátrico tumbado en el diván, mientras que la misma hermana que quería encerrarlo acaba siendo la que implora para que no curen su locura. Y el elemento más ajeno a las normas sociales, el loco, es el único que parece controlar la situación en todo momento siguiendo el sencillo método de no preocuparse por nada y confiar en la bondad innata de la gente.

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Gigantes y Juguetes [Kyojin to gangu] (1958) de Yasuzo Masumura

La recuperación económica que experimentó Japón en los años 50 después de una dura posguerra ha sido tildada literalmente de «milagro» por muchos historiadores. Pero ese proceso de crecimiento no vino por si sólo, ya que contó con el apoyo de los Estados Unidos, quienes no desaprovecharon la oportunidad para importar su modelo económico (y, ya de paso, cultural), introduciendo en el país del sol naciente las nociones del capitalismo más salvaje. En consecuencia, toda esta prosperidad vino de la mano de una «americanización» y una asimilación de la filosofía ultracompetitiva del capitalismo. Lo cual incluyó a su vez un boom del mercado publicitario para dar a conocer a los ciudadanos (a partir de ahora, consumidores) una serie de productos que quizá no sabían que necesitaban y que de repente se volvieron imprescindibles.

En su segunda película, Gigantes y juguetes (Kyojin to gangu, 1958), Yasuzo Masumura esbozó una sátira sobre esa sociedad consumista y superficial a través de las feroces campañas de publicidad que enfrentan a las tres grandes empresas manufacturadoras de caramelos del país: World Candy, Giant y Apollo (primer apunte: no es casual que sus nombres estén en inglés). Al frente de la campaña de World Candy se encuentra Mr. Goda, un ambicioso empresario que para vencer a sus rivales propone una doble estrategia en colaboración con su aprendiz Yousuke Nishi: regalar premios relacionados con la imaginería aeroespacial y, en paralelo, crear una nueva estrella de moda a partir de una humilde taxista llamada Kyoko, para luego contratarla como imagen de su marca.

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Une Simple Histoire (1959) de Marcel Hanoun


Empezamos con la voz de una señora mayor que comenta a otra persona que ha visto por la ventana a una mujer que ha pasado la noche en la intemperie junto a una niña pequeña. Baja a la calle, se acerca a esa mujer y le dice en un tono quizá más imperativo que compasivo que suba a su casa. Le ofrece un café, se va a trabajar y deja a esa completa desconocida el piso a su disposición. Esta mujer, abrumada por tanta amabilidad y sin saber qué hacer (¿irse avergonzada? ¿Quedarse ahí aun a costa de abusar de la buena voluntad de esa anciana?) decide finalmente permanecer en el apartamento y empieza a recordar los hechos que la han llevado a esa situación.

Una de las cosas que más me gustan de Una Simple Histoire (1959) es su absoluta austeridad, llevada a extremos que nos pueden parecer casi chocantes. De entrada no sabemos prácticamente nada del pasado de esta mujer, ni siquiera su nombre. Solo que llega a París con una niña pequeña, se aloja temporalmente en casa de una amiga, busca trabajo y, al no encontrar nada, el poco dinero que traía consigo se va reduciendo hasta conducirla a la situación que hemos visto al inicio de la película. ¿Es viuda? ¿Divorciada? ¿Madre soltera? No lo sabemos ni importa. El único dato que nos da es que su padre vive en otra ciudad pero no quiere acudir a él porque no se lleva bien con su madrastra, y ni siquiera se incide en ello.

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El Río [The River] (1951) de Jean Renoir


Permítanme una digresión antes de entrar en la película a comentar hoy. A veces pienso que hay dos tipos de grandes películas: por un lado, aquellas que resulta obvio por qué son tan buenas y funcionan tan bien y, por el otro, aquellas que encierran cierto misterio no fácilmente descifrable. Para mí un ejemplo clarísimo de la primera categoría serían las mejores obras de Billy Wilder: guiones ejemplarmente estructurados con unos diálogos maravillosos, un trabajo de dirección impecable, buenos repartos… en definitiva, el cine de género de Hollywood en su mejor expresión. No es de extrañar que sean películas tan buenas, todos los ingredientes son de primera calidad. Obviamente sabemos que esto no es una ciencia exacta, y no son pocos los ejemplos de filmes que lo tenían todo para arrasar y no acabaron funcionando, pero cuando se da el caso no creo que haya dudas del por qué.

El segundo grupo de grandes filmes lo constituyen obras que, sí, también tienen directores, guionistas, actores y un equipo técnico de primera… pero cuya grandeza reside en algo más difícil de concretar. Es entonces cuando a veces los críticos o cinéfilos usamos palabras tan vagas como «magia» o expresiones del tipo «tiene algo especial», comodines para decir que hay ahí algo que se nos escapa más allá de sus valores cinematográficos. En esta categoría yo pondría obras maestras como Amanecer (Sunrise, 1927) de F.W. Murnau y Ordet (1955) de Dreyer, por citar dos.

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Alma Solitaria [Saddle Tramp] (1950) de Hugo Fregonese

Alma Solitaria (Saddle Tramp, 1950) se inicia con lo que parece ser un gag. Tenemos a Chuck Conner, un cowboy encarnado por el habitual del género Joel McCrea, paseando tranquilamente con su caballo por un paisaje desértico y reflexionando sobre lo tranquila que es su vida vagabundeando por el país en este tipo de parajes naturales. De repente un disparo, empieza la acción. Chuck se oculta tras una roca dispuesto a un enfrentamiento. Sin embargo quien ha disparado resulta ser un viejo ganadero algo chiflado pero inofensivo que simplemente quería llamar su atención para tener algo de conversación. Chuck retoma su camino y al poco rato está disfrutando de un buen café y una sencilla comida sentado al lado de un río. ¡Qué placer la vida en el campo! Pero entonces aparecen unos jinetes a caballo que rompen con la tranquilidad y tiran toda su comida por los suelos. Presuntamente son unos ladrones de ganado a quienes el vejete de antes está persiguiendo pero, qué más da, otra vez han fastidiado al bueno de Chuck.

Esta introducción en realidad nos está marcando el tono que tendrá la película más adelante, aunque aún no seamos conscientes de ello. De momento Chuck va a visitar a un amigo viudo a cargo de cuatro hijos pequeños. Durante la noche su amigo sale a echar un vistazo en los alrededores y desaparece. Cuando Chuck acude en su búsqueda lo encuentra muerto al lado de su caballo: al parecer el animal, criado en un rodeo, se encabritó y lo tiró al suelo rompiéndole el cuello. Y así es como de repente nuestro Chuck se ve a cargo de cuatro mocosos. Tras unos días de viaje encuentra empleo en un rancho, pero su excéntrico dueño se niega a dar trabajo a gente que venga con niños, de modo que Chuck los deja acampados a las afueras y combina su trabajo con escapadas para llevarles comida. Dos datos más complican la historia: el enfrentamiento de ese ganadero con otro que no para de robarle sus vacas y la llegada de una chica al campamento-escondite huyendo de su tío.

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A Puerta Cerrada [Huis Clos] (1954) de Jacqueline Audry

La necesaria reivindicación que estamos viviendo en estos años del papel de las mujeres en la historia del cine nos ha permitido rescatar algunos nombres olvidados durante mucho tiempo, como por ejemplo el de Jacqueline Audry. Empezó su carrera como directora en los años 40, en unos tiempos en que era casi imposible que una mujer pudiera aspirar al rol de realizadora a no ser que tuviera la tenacidad y confianza en sí misma de las que hizo gala Audry. Un dato significativo de lo injusta que ha sido la historia con pioneras como ella: cuando alcanzó el éxito (especialmente con su versión de Gigi (1949), que aún no he podido ver) se la publicitó como «la primera directora de cine francesa», cuando ese papel recae en Alice Guy, que no es que fuera «simplemente» la primera realizadora francesa, sino que fue una de las cineastas más importantes de los primeros años del cine. Ese olvido tan injusto que sufrió Guy durante décadas recaería también en Audry hasta nuestros días.

En el filme que nos ocupa, A Puerta Cerrada (1954), Audry se encarga de adaptar una obra teatral ni más ni menos que de Jean-Paul Sartre. Los protagonistas son tres personas que han llegado al infierno… pero no a un infierno tal y como concebimos tradicionalmente. Aquí es una habitación de hotel con una espantosa decoración anticuada en la que se encierra a tres personas: el periodista de origen sudamericano Garcin fusilado por sus creencias pacifistas en tiempos de guerra, Inès que se ha suicidado junto a su amante, una joven mujer casada, y ha descubierto consternada que su compañera ha sobrevivido, y Estelle, que se ha casado con un anciano rico por dinero y tiene un pasado turbio de romances y un embarazo no deseado. El anciano botones reúne a los tres y cierra la puerta. ¿Dónde está la trampa? ¿No va a suceder nada más? ¿Eso es el infierno?

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Medalla Roja al Valor [Red Badge of Courage] (1951) de John Huston


Resulta más que significativo el que existan tan pocas películas sobre la cobardía. O, si concretamos mejor, películas sobre la cobardía que no acaben con el protagonista venciendo sus miedos y convirtiéndose en un hombre valiente. La cobardía es poco cinematográfica si no deviene en un relato ejemplarizante de superación personal. Pero paradójicamente es mucho más realista que los cientos de relatos bélicos que disfrutamos y nos ha ofrecido el cine. De eso trata de entrada Medalla Roja al Valor (The Red Badge of Courage, 1951), un filme de John Huston que a veces ha sido añadido a esa fatídica lista de obras que fueron hipotéticas obras maestras en su primer y extenso montaje, pero que luego quedaron empequeñecidas tras un remontaje que reducía radicalmente su duración (ése sería el caso también de La Vida Privada de Sherlock Holmes (The Private of Sherlock Holmes, 1970), una película que si bien es magnífica en su versión actual parece ser que Wilder concibió en un montaje original mucho más ambicioso como la gran obra de su carrera).

La historia de la producción de dicha película va como sigue: John Huston se interesó por la novela de mismo título que explicaba la historia de un joven soldado de la Guerra de Secesión que, ante el miedo de enfrentarse a su primer combate, huye justo antes de entrar en acción convirtiéndose en un desertor. Huston se volcó en el proyecto a fondo y realizó un primer montaje de dos horas y cuarto que muchos de los que lo vieron calificaron de excelente o incluso de obra maestra. Desafortunadamente, el preestreno con público fue un absoluto desastre en que muchos espectadores dejaron la película a medias. El estudio, asustado, empezó a meterle tijeretazos e hizo algunas modificaciones que ahora comentaremos. Huston, en vez de defender el filme, se desentendió al encontrarse enfrascado en un proyecto que le interesaba mucho más: La Reina de África (The African Queen, 1951), ya que su rodaje en exteriores en África le permitiría aprovechar para ir de cacería de elefantes entre toma y toma, algo que mucho me temo le parecía más prioritario que salvar su anterior filme del que estaba tan orgulloso. De forma que el propio creador de Medalla Roja al Valor abandonó su creación a su suerte dejando que los productores la redujeran a apenas 70 minutos.

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Crepúsculo en Tokio [Tokyo boshoku] (1957) de Yasujiro Ozu

Una de las muchas cosas que me gustan especialmente de los dramas familiares de Ozu y Naruse son esos primeros minutos de película en que aún no conoces la relación que tienen entre sí los diferentes personajes, o cuál es la situación del núcleo familiar que protagoniza el filme. Eso seguramente provoque que en los primeros visionados algún espectador se pueda sentir algo impaciente o frustrado ante este tipo de películas, ante la sensación de no entender del todo lo que está pasando o qué vínculo exacto tienen entre sí los distintos personajes. Nada le habría costado a Ozu o Naruse aclarar desde el principio estos vínculos con alguna frase casual, pero no es ése su estilo, y para mí es algo que suma a su favor: el evitar darnos de antemano todos los detalles para que situemos la posición de cada personaje en el drama y luego veamos cómo se comporta.

Aquí la estrategia es la contraria: primero les vemos interactuar entre sí casi siempre desconociendo algún dato crucial sobre ellos (ya sea su vínculo o algún hecho decisivo del pasado que determine sus relaciones) y luego, poco a poco, a medida que les vamos conociendo mejor, entendemos su comportamiento y nos implicamos más en su drama. Es, por decirlo de alguna forma, una estrategia más sutil, en que se da preferencia a que nos vayamos introduciendo tímidamente en este universo familiar y solo se nos revelen los detalles pertinentes cuando ya les hemos cogido confianza.

Por otro lado, Crepúsculo en Tokio (Tokyo Boshoku, 1958) es, como todas las películas de Ozu, una obra en que todo parece muy elusivo, en que ese carácter tan reservado típico de la cultura japonesa se materializa en un filme donde a menudo nos puede parecer que la esencia de los conflictos se esquiva. El padre de familia, Shukichi, en cierto momento quiere sincerarse con su hija mayor, Takako, quien harta de soportar a su marido se ha venido a refugiar a su casa con su hija pequeña. Shukichi, al conocer lo desafortunado que ha sido el matrimonio de su hija, le pide disculpas porque fue él quien le animó a escoger ese hombre. No obstante, Takako rehúye continuamente esa conversación, se levanta a atender otras tareas del hogar y al final va a tomarse un baño. Shukichi, sin saber qué más decir, se queda mirando un juguete de su nieta. Dicha conversación, que nos parece fundamental por lo que encierra (el padre reconociendo que ha contribuido a arruinar la vida de su hija eligiendo un mal marido para ella), en realidad no volverá a producirse en todo el filme. Pero eso no quiere decir que el tema se deje de lado. La idea subyacerá ahí pero a través de otros detalles, y sobrevolará a lo largo del metraje en la forma que tendrán de comportarse los personajes protagonistas.

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Tú y Yo [An Affair to Remember] (1957) de Leo McCarey

Esta entrada ha sido concebida como complemento a la dedicada a la primera versión de Tú y Yo (1939), así que recomiendo leer antes la anterior, ya que aquí no volveré a resumir el argumento y haré referencia a escenas que se explicaron en el post anterior.

Me resultan muy interesantes los casos de directores que deciden hacer un remake de una película propia, ya que a menudo este proceso conlleva la idea de mejorar lo hecho anteriormente con más medios o experiencia. Lo podemos ver claramente en las últimas obras de Yasujiro Ozu, quien había ido depurando tanto su estilo que tenía sentido que quisiera rehacer algunas de sus películas antiguas como Historia de una Hierba Errante (Ukigusa Monogatari, 1934). También en la definición que daba Hitchcock de sus dos versiones de El Hombre que Sabía Demasiado, al decir que «la primera era obra de un aprendiz talentoso y la segunda de un profesional». O a veces todo responde a algo mucho más sencillo: si John Ford decidió rehacer El Juez Priest (Judge Priest, 1934) es porque se quedó con la espina clavada de que no le dejaran mantener una escena de un linchamiento, de modo que en El Sol Siempre Brilla en Kentucky (The Sun Shines Bright, 1953) pudo repetir la misma historia añadiendo esa subtrama.

En una de las entrevistas que Peter Bogdanovich hizo a Leo McCarey, éste dijo que la decisión de realizar un remake de Tú y Yo (1939) respondía a que había sido uno de los mayores éxitos de su carrera, y quería hacérsela llegar al público joven de aquella época que jamás se acercaría a ver la versión antigua por ser demasiado vieja (una película de, oh cielos, ¡20 años! ¿Quién iba a ver una antigualla como ésa?). Yo me aventuro también a pensar que respondía a cierto agotamiento creativo después del éxito de sus dos películas con Bing Crosby a mediados de los años 40, ya que a partir de entonces sus nuevos trabajos se van espaciando más en el tiempo, y el último que había hecho entonces era la incomprendida Mi Hijo John (My Son John, 1952), que fue para él una mala experiencia a causa de la repentina muerte del protagonista a medio rodaje. Después de cinco años sin trabajar, volver a uno de sus mayores éxitos con dos actores taquilleros era seguramente una forma de ir sobre seguro.

Habiendo visto las dos versiones de Tú y Yo en días casi seguidos realmente es una experiencia curiosa revivir de nuevo una serie de situaciones e incluso diálogos que son casi idénticos de una versión a otra dichos por otros actores y con un acabado visual tan diferente. Pero no es menos curioso comprobar que, pese a que los actores son tan buenos o mejores que los de la original (al menos Cary Grant me parece mucho mejor que Charles Boyer, en cuanto a Irenne Dunne vs Deborah Kerr lo dejo en empate) y pese a que a nivel técnico entiendo que a la mayoría de espectadores les parecerá superior la versión moderna por la fotografía en color y el estilo más depurado, aun así yo sigo prefiriendo la original, una opinión compartida por el propio McCarey – un pequeño comentario aparte sobre los actores: resulta muy significativo que el protagonista masculino de este remake sea un actor que podía haber protagonizado perfectamente el primero por edad y la fama que ya tenía entonces; en cambio Deborah Kerr en 1939 aún no había debutado en el cine, e Irene Dunne, la protagonista de la primera versión, estaba ya retirada del cine en 1957. Hollywood como sabemos no tiene problemas en colar a hombres ya más que maduros como galanes en sus películas, pero es inflexible para conceder ese tipo de papeles a mujeres de la misma edad.

Hay en el primer Tú y Yo una especie de pureza que no está en el remake. Por inconcreto y vago que sea decirlo así, no tiene el mismo ambiente o tono. Es en definitiva una demostración de cómo el cine es una forma de arte a veces caprichosa, en que no hay una fórmula mágica para conseguir una buena película: el tener mejores medios y poder realizar un filme técnicamente superior no se traduce necesariamente en una película mejor o que, sencillamente, transmita más.

Y no obstante, estoy siendo injusto con esta nueva versión de Tú y Yo porque estoy basándome en una comparación con la anterior. Pero si tomáramos esta película por sí sola es innegable que estamos ante una obra más que notable. El papel protagonista parece hecho a la medida de Cary Grant, dándole pie a su humor elegante pero también a esa faceta más sensible que intenta esconder bajo una fachada siempre irónica. Uno de los aspectos más destacables de Grant como actor es cómo en tantas películas conseguía dar a entender los dilemas internos de sus personajes ocultándolos bajo esa pose de eterno seductor que aparentaba tener todo bajo control. Es por ello que supo desenvolverse tan bien entre la comedia y el drama resultando creíble pese a mantener casi siempre el mismo prototipo de personaje. En cuanto a Deborah Kerr es seguramente la gran sorpresa de la película. No se le hace demasiada justicia hoy día a esta gran actriz, y aquí demuestra su versatilidad para mantener perfectamente el mismo tono ligero y juguetón que imprime su compañero demostrando estar también más que dotada para la comedia.

Hay por otro lado algunos pocos detalles que se diferencian de la primera versión que son especialmente remarcables, como el primer beso entre ambos, que sucede mientras suben unas escaleras, de modo que no vemos sus rostros pero entendemos todo lo que sucede por la posición de sus cuerpos. Es un momento especialmente ansiado por el espectador, ya que continuamente parece que va a suceder pero se acaba postergando. Y es aquí donde el genio y la sutileza de McCarey se hacen patentes al jugar con nosotros manteniendo oculto ese instante tan esperado, pero al mismo tiempo dotándole de una gran hermosura.

Pero mayormente los añadidos respecto a la primera versión (el filme dura media hora más) creo que no aportan mucho. La entrevista del personaje de Cary Grant con su prometida por televisión la encuentro algo forzada y no especialmente cómica pese a que se nota un esfuerzo por conseguirlo, y me parece quizá una forma un tanto forzada de modernizar la trama insertando la novedad respecto a 1939 del mundo televisivo. Tampoco la ruptura de ella con su pretendiente (que en el primer filme no presenciábamos) creo que aquí aporte gran cosa. De hecho al dedicar más minutos a los prometidos de ambos personajes se pierde esa sensación de intimidad de la primera versión, de estar viviendo algo especial y privado con esa pareja de personajes.

Donde creo que falla McCarey no obstante es en su afán de forzar ciertos sentimientos al espectador enfatizando de forma innecesaria algunos momentos. Por ejemplo, la cena en el barco en que se sitúan en mesas separadas para evitar rumores sobre su relación, en la que acaban siendo la comidilla de todo el salón porque se han sentado en mesas anexas, y que aquí se traduce de forma totalmente antinatural en un plano de los pasajeros riendo en voz alta de algo que en realidad no es tan hilarante, como queriendo enfatizar lo violento y cómico de la situación. O las inevitables escenas de ella con el coro de niños, que si bien ya existían en la original aquí se hacen más largas y empalagosas (esta afición de McCarey por este tipo de escenas de hecho ya le venía de sus dos películas de sacerdotes con Bing Crosby). En la versión de 1939 el cineasta era más sutil, no necesitaba remarcar tanto que quería hacernos reír o emocionarnos según el caso.

Concediendo pues que en estos detalles McCarey estuvo no desacertado pero sí menos acertado, por todo lo demás creo que esta nueva versión de Tú y Yo sigue siendo un más que notable melodrama, que entiendo que pueda resultar más atractivo a los espectadores actuales por la presencia de Cary Grant o simplemente porque el acabado visual resulta más atractivo. A mí curiosamente me entra mejor la estética y la forma de hacer películas de los años 30, sobre todo en el ámbito del melodrama, y es por ello que por ejemplo prefiero las versiones originales de Imitación a la Vida (Imitation of Life, 1934) o Sublime Obsesión (Magnificent Obsession, 1935) de John M. Stahl a los remakes de Douglas Sirk, aun cuando reconozco que las versiones de Sirk están mejor realizadas y tienen una mayor riqueza.

Pero más allá de esa preferencia personal creo que resulta muy interesante hacer esta doble sesión para comprobar cómo una misma historia narrada por el mismo director y con un guion casi idéntico puede transmitir sensaciones un tanto diferentes, sin que ello quite que ambas hayan logrado trascender como sendos clásicos del melodrama.

Calabuch (1956) de Luis García Berlanga

Tras acabar el último revisionado de Calabuch (1956) no he podido evitar preguntarme por qué una película de tono tan amable y naif me ha dejado un ligero poso de tristeza. Y tras repasar mentalmente lo que había visto he llegado a la conclusión de que lo que sentía no era tanto tristeza como melancolía ante una historia que para mí evoca de forma indirecta las vacaciones de verano de mi infancia. Repasemos el argumento.

El profesor George Hamilton es un importante científico nuclear que ha desaparecido misteriosamente sin dejar rastro de su paradero. En realidad se encuentra de incógnito en un pequeño pueblo costero mediterráneo, Calabuch, donde hace amistad con uno de los personajes más famosos del lugar, el Langosta, hombre multidisciplinar que hace de trompetista en la banda del pueblo, ejerce de proyector de películas, realiza reparaciones eléctricas y también se dedica al contrabando. Con el tiempo George, aquí apodado Jorge, acaba ganándose las simpatías de todos los habitantes, quienes desconocen su identidad.

Como comentaba, Calabuch es una película que entre otras cosas me evoca la idea de vacaciones veraniegas no solo por el entorno costero sino por la imagen de George huyendo de su deber y obligaciones, tomándose un paréntesis en que no debe preocuparse de nada más que de su día a día. Seguramente el tono tan inocente del filme hace que tenga más presente esa impresión, incluyendo ese final en que los habitantes del pueblo intentan proteger a su invitado organizando una improvisada estrategia de guerrilla con las pocas armas que tienen y los disfraces de romanos de las procesiones locales, lo cual tiene mucho más de juego infantil que de auténtica ofensiva bélica – de hecho, una vez se descarta esa batalla, ¿no son esos planos de las lanzas de romanos flotando en el agua una imagen muy de finales de verano, como juguetes olvidados en la playa por los niños antes de volver a sus casas?

En ese sentido resultan sorprendentes las similitudes de este filme con Novio a la Vista (1954), que esta vez sí mostraba a un grupo de niños disfrutando de sus vacaciones veraniegas que además luego se rebelaban también contra los adultos; y digo sorprendente porque tengo entendido que Calabuch no es un proyecto que naciera de Berlanga, sino que le vino ya escrito. Ciertamente la historia del cine está repleta de coincidencias muy curiosas.

De hecho, aunque no lo parezca por su tono más bien modesto, Calabuch era un filme de bastante mayor envergadura que las obras previas de Berlanga. Se trataba de una coproducción con Italia que contaba además con un reparto internacional: el entrañable actor inglés Edmund Gwenn en su última actuación y los italianos Franco Fabrizi y Valentina Cortese encarnando al Langosta y a la maestra del pueblo, quienes conviven con algunos actores más berlanguianos como Pepe Isbert o Manuel Alexandre (que por algún motivo no se dobló a si mismo en sus escenas y se hace extraño oírle con otra voz). En ese sentido es natural que aunque el filme no esté exento de elementos costumbristas típicos de Berlanga, en general funcione más como una entrañable parábola que idealiza la tranquila vida rural y despreocupada en contraste con los problemas del mundo civilizado, en el cual George tiene el papel poco agradable de estar trabajando con energía atómica.

Pero aunque Calabuch es un filme que nunca pierde el tono amable no conviene desdeñar dos pequeños momentos en que el guion deja entrever el lado menos agradable de esa vida que George/Jorge tiene tan idealizada: la maestra le habla de que cuando llega el invierno y la luz del sol se va temprano los días se hacen insoportables, mientras que el Langosta al final hace referencia a escapar de ese pueblo donde está atrapado. Aunque Berlanga nunca rompe la ilusión de Calabuch como una especie de pequeño refugio idílico donde la gente campa a sus anchas, estos diálogos nos dan a entender que sus creadores son conscientes de que dicha ilusión solo se aguanta mientras dure el verano.

Más allá de estas cualidades, el otro elemento que más me gusta de Calabuch es la casi ausencia de conflicto. El guion apenas explota la idea de que George deba ocultar su identidad, ni tampoco hay un personaje realmente negativo en todo el pueblo. Es de esas películas que se basan ni más ni menos en el encanto de sus personajes y de sus situaciones cotidianas: el farero (deslumbrante como siempre Pepe Isbert pese a la brevedad de su personaje) jugando al ajedrez con el cura usando el teléfono; la cárcel del pueblo que George y el Langosta utilizan más como pensión, de la que entran y salen con toda libertad (y que de hecho en el plano final el protagonista mira casi como con nostalgia); el pintor de barcas que habla de su trabajo como si fuera un artista (me encanta la sencillez con que describe qué letras le cuesta más pintar), etc.

De hecho los potenciales conflictos que se dejan entrever apenas llegan a profundizarse. La batalla final de los pueblerinos contra los que van a llevarse a George no llega a formalizarse, y la relación entre el Langosta y la maestra tampoco acaba desarrollándose como subtrama. En realidad ni siquiera hay demasiado dramatismo en la escena en que George deja el pueblo, que sucede de forma tan repentina que apenas nos da tiempo a asimilar que la película ha llegado a su fin. Puede que esto se vea como un defecto, pero a veces agradezco ver filmes que apuesten de forma consciente por la ligereza, aunque también es cierto que el romance que se intuye entre el Langosta y la maestra está demasiado poco definido y podría haberse prescindido por completo de él.

Calabuch supuso por otro lado la película que marcó un antes y después en la carrera de Berlanga, separando sus primeras obras de tono más inocente, en que las críticas a la sociedad o los valores de la época se ocultaban bajo una pátina de humor blanco, de aquellas en que profundizaría en su conocida mordacidad, empezando por Los Jueves, Milagro (1957), que no en vano le supuso un complicado enfrentamiento con la censura.

Siendo ésa la etapa de mayor esplendor de su carrera, yo no puedo dejar de reivindicar también sus primeras obras de tono más amable pero repletas de imaginación y que tampoco renunciaban a ridiculizar entre líneas la sociedad española de su época, aunque fuera en forma de un cuento como es el caso de Calabuch.