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En su segundo largometraje como director, Michelangelo Antonioni quiso tratar un tema de máxima actualidad: las historias de actrices que habían pasado de una vida humilde y modesta a convertirse en grandes estrellas a raíz de ser descubiertas por su belleza. De hecho para su personaje protagonista quiso contar con Gina Lollobrigida, que se había hecho un hueco en el mundo del cine a raíz de su participación en el concurso de Miss Italia, pero ésta acabó rechazando el papel. Al final el rol principal iría a parar a Lucia Bosè, que de hecho también había sido descubierta a raíz de ganar el título de Miss Italia y había protagonizado el primer largometraje de Antonioni.
La Señora sin Camelias (La Signora Senza Camelie, 1953) explica la historia de Clara Manni, una dependienta en una tienda de ropa que es descubierta por un director de cine, Gianni Franchi, para protagonizar una película que tiene un éxito extraordinario. Pero aunque su carrera no ha hecho más que empezar, Gianni la fuerza a casarse con ella y abandonar el mundo del cine, celoso de que le hagan encarnar papeles en que se explota de forma descarada su físico. Tras un fallido intento de retorno con una ambiciosa adaptación de la vida de Juana de Arco, Clara se encuentra en la difícil situación de querer remontar su carrera y decidir qué hacer con su fallido matrimonio, mientras en paralelo inicia un romance con un diplomático llamado Nardo Rusconi.

Se suele denostar con demasiada facilidad la carrera de Antonioni anterior a sus célebres películas de los años 60, pero lo cierto es que en los años 50 ya nos ofrecía obras más que interesantes que, incluso, dejan entrever algunos de sus rasgos en los que luego ahondaría más profundamente. La Señora sin Camelias de entrada no parece más que la enésima crítica del mundo del cine hecha desde dentro centrándose en su capacidad de crear estrellas efímeras. Pero aquí hay bastante más que rascar.
Por ejemplo la escena inicial en que la propia Clara acude a un cine a contemplar su propia imagen en la gran pantalla es muy prototípica, pero sigue siendo muy efectiva, sobre todo teniendo en cuenta que es la carta de presentación del personaje (no se nos presenta como la estrella que es, sino como la chica que está todavía fascinada por su propia imagen de actriz de éxito). O la primera secuencia en que vemos el rodaje de la película, que consiste en una historia de amor. Antonioni aquí muestra lo complejo que debe ser el arte de actuar en el mundo del cine, en que un actor debe interpretar una escena determinada de la película rodeado de un montón de desconocidos sin encontrarse necesariamente en el contexto adecuado para ponerse en situación. En esta secuencia vemos cómo Clara pasa de conversar con el productor y el actor protagonista a, seguidamente y sin casi darle tiempo a ponerse situación, interpretar muy eficazmente una tórrida escena de amor en la cama. Un instante que, dentro del montaje de la película, tendrá su lógica y se verá como consecuencia del desarrollo de la relación entre ambos personajes, pero que en la vida real tuvo que filmarse en frío. Se suele despreciar a los actores de cine en detrimento de los actores teatrales, ya que éstos no gozan de ciertas ventajas como poder repetir tomas y mostrar por tanto solo sus mejores momentos, pero no es nada desdeñable esa capacidad de poder interpretar un papel en «fragmentos» que ni siquiera tienen que seguir la lógica cronológica del personaje.

Hay otra instantánea que muestra la faceta más cruel del mundo del cine y en la que además Antonioni apenas se detiene. Se está preparando una importante escena en exteriores pero Clara, recién llegada de su luna de miel, se retrasa. Mientras se la espera se intenta filmar algunos planos con una doble, pero el director se queja de que la chica escogida carece por completo de la gracia de Clara y que apenas puede hacer nada con ella. La escena continúa, llegan Clara y su marido, se desata una discusión porque éste no quiere que su mujer siga participando en la película y al final el rodaje se detiene. Y entonces, inesperadamente, Antonioni nos muestra a la chica que hizo de extra, abandonada mientras todo el equipo se marcha, sentada solitaria y llorando. La joven aspirante actriz como Clara confiando que llegara su momento y que ha recibido esa crítica tan brutal del director delante de todo el mundo y luego ha sido abandonada a su suerte. A nadie le importa, no es nadie, simplemente el doble de otra. Tal es así que alguien inquiere «¿Y ésta quién es?«. Antonioni no dedicará más tiempo a este personaje, que es meramente circunstancial en la trama, pero en apenas dos pinceladas nos deja entrever otro drama menos glamouroso e interesante que el principal, pero mucho más frecuente.

Donde creo que mejor funciona La Señora sin Camelias es en esta primera parte mostrando el mundo del cine desde dentro, incluyendo además el estreno de esa pomposa adaptación de Juana de Arco que es un desastre. Desde el principio es innegable que no puede funcionar el matrimonio de Clara con Gianni, manipulador, celoso y cobarde (en el estreno del filme de Juana de Arco dirigido por él se va porque tiene miedo de las opiniones del público, dejándola a ella tirada a su suerte; y cuando se ahoga con las deudas simula un intento de suicidio que, tal y como indica el médico, es fingido, ya que es imposible que no supiera que la dosis de pastillas ingeridas no podía ser letal). Clara a cambio se nos ha mostrado hasta este punto como una joven inexperta y carente de personalidad que se ha dejado arrastrar y, llegada a esta situación, empieza a tener voluntad propia para liberarse.
Aquí el filme pierde algo de fuerza pero, significativamente, a cambio empieza a mostrar dejes del futuro Antonioni. La aventura superficial que tiene con Nardo recuerda a algunas de las relaciones sentimentales que filmaría años después que parecen más una vía de escape del hastío que fruto de un romance auténtico. Incluso en las escenas finales en los estudios de Cinecittà nos ofrece unos planos de Clara y Gianni en esos espacios casi abstractos, rodeados de descampados y edificios industriales, que es imposible que no hagan pensar ya en planos de La Aventura (L’Avventura, 1960) o El Desierto Rojo (Il Deserto Rosso, 1964).

El final resulta descorazonador, y si bien Lucia Bosè es una actriz con ciertas limitaciones, aquí parece entender perfectamente el personaje que interpreta. Harta de vagar sin rumbo acaba sucumbiendo a lo que todos esperan de ella, tanto en el terreno artístico como sentimental. Lo paradójico es que en realidad continúa su carrera por el camino que habría seguido desde el principio de no haberse cruzado Gianni en su vida.
Ese intento de resituarse como actriz seria a raíz de una charla que tuvo con su compañero de reparto (el único personaje que parece ser 100% honesto con ella en toda la película, si bien el consejo que le da no estoy seguro de que le haga bien) y la frustración de no lograrlo acaban provocando que, volviendo al punto de partida, éste ahora le resulte amargo e insatisfactorio. Una de las paradojas de la naturaleza humana: lo que antes llenaba nuestras ilusiones y ambiciones puede parecernos poco después insatisfactorio. Lo que ha cambiado no es la situación, sino la propia persona. Clara nunca podrá volver a ser esa joven ilusionada por ser una estrella de cine por mucho que su carrera vuelva a tener el éxito de antaño.
