Italia

La Tavola dei Poveri (1932) de Alessandro Blasetti


Desde hace un tiempo siento una cierta debilidad por el cine de Alessandro Blasetti, especialmente por sus obras de los años 30 y 40, incluyendo aquellas que yo mismo reconozco que no son extraordinarias pero que tienen algo que me fascina. Por descontado adoro la magistral Cuatro Pasos por las Nubes (Quattro Passi fra le Nuvole, 1942)  o 1860 (1934), uno de sus filmes más prestigiosos que además es citado a menudo como una de las grandes inspiraciones del neorrealismo italiano por parte de sus precursores. Pero me gustan también películas suyas más particulares con ese tono a veces algo extraño típico de inicios del sonoro, como la curiosísima Resurrectio (1931) o Tierra Madre (Terra Madre, 1931), sobre la que me gustaría escribir algún día.

La Tavola dei Poveri (1932) no es tan buena como las citadas anteriormente ni tiene ya ese tono algo extraño y lírico de sus primeros filmes sonoros, pero sigue siendo una obra más que remarcable, con suficientes puntos de interés como para dedicarle un espacio en este humilde gabinete cinéfilo. Se trata de una comedia con tintes sociales que tiene como protagonista al marqués de Fusaro, un noble arruinado que sobrevive vendiendo todas sus posesiones mientras se ve obligado a mantener las apariencias, en gran parte en deferencia a su hija, enamorada del hijo de una mujer acaudalada. Un día se le presenta en casa un pobre que, sorprendentemente, ha ahorrado 7.500 liras que le pida que invierta por él. El marqués acepta pero, a causa de una confusión, un grupo caritativo local se piensa que esa cantidad es una donación de cara a un centro para los más necesitados, y el marqués se ve obligado a seguirles la corriente.

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En Nombre de la Ley [In Nome della Legge] (1949) de Pietro Germi

A estas alturas el tema de la mafia se ha explotado tanto en el mundo del cine que, aun siendo un tema innegablemente interesante, ha llegado un punto en que a mí personalmente a veces me da pereza. Es por ello que resulta especialmente interesante remontarse a las primeras obras que trataron un sujeto tan controvertido, aquellas que aún no estaban contaminadas por todo el imaginario popular cinéfilo sobre dicha temática. Un ejemplo paradigmático es el tercer filme del actor, guionista y director Pietro Germi, En Nombre de la Ley (In Nomme della Legge, 1949), considerada como la primera película italiana que trataba abiertamente dicha temática (una afirmación que no me atrevo a hacer mía, puesto que si algo me ha demostrado la experiencia es que seguramente haya algún precedente hoy día olvidado; pero sí que quizá podríamos decir que es el primer caso conocido y de ámbito popular).

El protagonista es un joven juez, Guido Schiavi, que llega a un pueblo siciliano donde la anterior persona a su cargo ha decidido pedir el traslado por verse incapaz de imponer la ley allá. Nada más llegar Guido se encuentra con un clima abiertamente hostil: multitud de casos acumulados en los registros, crímenes de los que nadie aparenta saber nada por miedo a las represalias y, sobre todo, el control de un cacique local mafioso, quien imparte justicia a su antojo. Guido deberá enfrentarse a dicho cacique, Turi Passalacqua, así como al barón Lo Vasto, que se niega a reabrir unas minas que dieron trabajo a la mayor parte del pueblo, y cuya clausura ha llevado a la población a una situación de empobrecimiento.

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El Reportero [Professione: Reporter (The Passenger)] (1975) de Michelangelo Antonioni


Uno de mis grandes misterios cinéfilos es cómo siendo un gran admirador de Michelangelo Antonioni no consigo entusiasmarme con El Reportero (Professione: Reporter, 1975), considerada únanimemente una de sus mejores obras. De hecho es, junto a esa autoparodia involuntaria llamada Zabriskie Point (1970), la película que menos me gusta de la etapa más celebrada de su carrera, la que se inicia con la trilogía de la incomunicación – y que ya viene anunciada por la magnífica El Grito (Il Grido, 1957) – y se cierra con ésta. Y resulta curioso que me transmita esa sensación, porque percibo muchos de los elementos característicos de su cine que tanto me funcionaron en obras precedentes, pero que aquí creo que no terminan de cuajar, como si la fórmula se le hubiera agotado, por usar una expresión un tanto tópica.

Ya en El Desierto Rojo (Deserto Rosso, 1964) me parece percibir un cierto desgaste respecto a obras maestras como La Aventura (L’Avventura, 1960) o El Eclipse (L’Eclisse, 1962), una cierta repetición de esquemas por cuarta vez consecutiva que, no obstante, supo solventar al probar nuevas vías expresivas con el excelente uso del color y el mejor retrato que le he visto hacer de esos decadentes paisajes industriales. Blow-Up (1966) suponía, esta vez sí, un cambio radical de registro manteniendo sus aspectos más interesantes como cineasta, y si bien sé que es una obra que genera mucha división de opiniones, para mí fue un cambio totalmente exitoso.

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El Especulador [Il Boom] (1963) de Vittorio De Sica

En los 60 Italia, al igual que muchos otros países del mundo, vivió un resurgimiento económico al que se le acuñó el término inglés de «boom» económico. Atrás quedaban los oscuros años de la posguerra, el capitalismo ofrecía a la sociedad su mejor cara con una creciente prosperidad que parecía no tener límites. El cine italiano, que por entonces se encontraba en plena edad de oro, no quedó ajeno a esta realidad y plasmó en varias de sus grandes obras la faceta más oscura de aquella época: desde la realidad menos agradable de un mundo laboral que seguía basándose en la precariedad hacia los trabajadores más humildes en la tragicómica El Empleo (Il Posto, 1961) de Ermanno Olmi a ese inolvidable retrato de la clase burguesa más decadente de La Dolce Vita (1960) de Federico Fellini, que tras su aparente lujo y una bellísima escena icónica como la de la Fontana di Trevi escondía una de las obras maestras más desencantadas y desesperanzadas de la historia del cine.

Este contexto era el caldo de cultivo ideal para que Cesare Zavattini, el gran guionista por excelencia del Neorrealismo Italiano, elaborara una comedia amarga sobre el reverso oculto de ese supuesto milagro económico: El Especulador (Il Boom, 1963). De entrada, se nos presenta a Giovanni Alberti, un hombre casado y que aparenta una posición económica elevada al incurrir en todo tipo de gastos y pequeños lujos. Pero mientras vemos a Giovanni pegarse la gran vida con su mujer, en paralelo se nos muestra una escena que choca con ese retrato de bienestar económico: la de su madre preguntándole si necesita dinero y ofreciéndole su libreta de ahorros. Giovanni está realmente arruinado, pero se ve incapaz de detener ese lujoso tren de vida al que su esposa, perteneciente a una clase más alta que la suya, no puede renunciar fácilmente.

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Yo la Conocía Bien [Io la Conoscevo Bene] (1965) de Antonio Pietrangeli

Hay dos detalles importantes sobre esta película de Antonio Pietrangeli que se reflejan en su título: Yo la Conocía Bien (1965). De entrada está el uso del pasado, algo que ya nos está anticipando que la protagonista, Adriana, no va a tener un desenlace muy prometedor. En segundo lugar está la ironía de que sea la típica frase que seguramente diría cualquiera de los muchos personajes que han tratado con ella a lo largo del filme cuando en realidad ninguno de ellos llega a conocerla bien. Ni siquiera los espectadores, me aventuro a afirmar.

Esta interesante película de Antonio Pietrangeli sigue las diversas vivencias de una atractiva joven de provincias que viaja a Roma en confiando hacerse actriz. De personalidad alegre, despreocupada e inconsciente, Adriana (una Stefania Sandrelli que se hace suyo el papel con tal eficacia que cuesta separarla del personaje) se mueve entre diversos amantes y entre frustrados intentos de alcanzar notoriedad, pero sin ninguna malicia. Parece una persona únicamente preocupada por disfrutar el momento, cuya mayor afición es bailar y coquetear con otros hombres. Es el tipo de personaje que tendría un rol totalmente secundario en cualquier otro filme: la chica fácil, no muy despierta pero simpática que incita a los hombres a que tonteen o bromeen con ella. Daría pie a alguna escena divertida con el protagonista y luego nos olvidaríamos enseguida de ella. Pero he aquí que Pietrangeli decide dedicarle una película entera.

En ciertos aspectos Yo la Conocía Bien me recuerda al cine de Fellini: el estilo episódico del guion en que además no se busca cerrar cada trama de una forma concreta, sino más bien mostrarnos flashes de momentos puntuales; el tono a medio camino entre la comedia y la tragedia; lo grotesco de algunas escenas (la escuela de interpretación con esa actriz veterana enseñando a los estudiantes diferentes tipos de risas) y por descontado la crítica a esa Italia moderna burguesa y ociosa, que tiene su máxima expresión en esa escena en que los asistentes a una fiesta se burlan de un anciano actor venido a menos haciéndole bailar claqué hasta casi provocarle un infarto, una humillación que éste acepta con la esperanza de lograr algún favor de un actor o productor para que le den un papel.

Pietrangeli opta muy inteligentemente por no imprimir a la historia un tono claro de denuncia pese a que la protagonista es utilizada descaradamente por todos los hombres con los que se topa, y en su lugar le da un tono de patetismo cómico, especialmente en las escenas que protagoniza con un agente que en realidad se dedica a explotarla descaradamente. En todo el filme los únicos hombres decentes con los que se topa son aquellos que se encuentran en una situación de inferioridad respecto a ella: el pobre boxeador que ha perdido el combate, simplón e inocente, que lleva en su maletín una foto de una mujer que nunca ha conocido en ausencia de una novia real que le cuide; el joven vigilante del garaje, que se le declara torpemente en cierto momento, o el adolescente hijo del portero del edificio, que se siente fascinado por esa atractiva mujer que le enseña a bailar. Pero Adriana no puede evitarlo: por quien se siente atraída es por el que la dejó tirada y que luego descubrimos que es un ladrón, o por un joven que en realidad la ve solo como un ligue de una noche, ya que está enamorado de otra. Los otros hombres que están subyugados por su efecto desaparecerán de su vida con la misma facilidad que han entrado sin dejar una huella remarcable en ella.

El punto de inflexión en esa improbable carrera hacia el estrellato de Adriana llega cuando va a un cine a ver en un noticiario la breve entrevista que le han hecho. Ahí descubre horrorizada que la han puesto en ridículo convirtiendo lo que ella pensaba que era una honesta entrevista a una aspirante a actriz en un pequeño gag cómico a su costa. Pero Pietrangeli tampoco llega a profundizar excesivamente en ese descenso de Adriana en un estado de depresión o frustración. Lo único que veremos nosotros en todo momento es una joven aparentemente simple y despreocupada, que solo deja traslucir una cierta crisis en una escena en su apartamento en que se acuerda de su hermana pequeña y las lágrimas manchan toda su cara de maquillaje, quizá el único instante en que no la vemos con una apariencia perfecta, lo cual es significativo.

Sí, todos conocían bien a Adriana. La habrán visto en películas tipo La Dolce Vita (1960) en alguna de las numerosas escenas de fiestas bailando, chillando y seguramente acostándose con algún hombre que no le convenía. Era una joven tan simpática, tan alegre que nadie imaginaría que detrás de ese rostro podría haber un trasfondo amargo. Más allá de los logros de la película (el estilo tan moderno de realización con esa narrativa difusa que prefiere ir saltando de una escena a otra antes que establecer una narración continua) y de sus carencias (un metraje quizá algo excesivo con alguna escena reiterativa, sobre todo en el tramo final) su principal interés está en dar el protagonismo a un prototipo de personaje de sobras conocido por nosotros pero cuyo trasfondo nunca se nos suele revelar.

Mi Nombre Es Ninguno [Il mio nome è Nessuno] (1973) de Tonino Valerii

Siempre me ha resultado llamativo (y un tanto penoso) ese enorme lapso de 13 años en la carrera de Sergio Leone entre ¡Agáchate, Maldito! (1971) y Érase una Vez en América (1984). ¿Qué podía haber estado haciendo este gran director italiano durante todo ese tiempo? ¿Lo dedicó íntegramente a la preparación de la que fue la obra más ambiciosa de su carrera? ¿Estuvo semirretirado? En realidad Leone no se mantuvo desocupado durante los años 70, y aparte de trabajar en la costosa y agotadora preproducción de Érase una Vez en América inició una carrera como productor. Aparentemente, después de Hasta que Llegó su Hora (1968) Leone había estado pensando en un retiro prematuro, quizá porque las únicas ofertas que le llegaban de productores eran para hacer otros westerns y consideraba que ya había agotado el género al máximo. Pero más que eso, pronto acarició la idea de retirarse entre bastidores y dedicarse a producir películas para otros. Esa idea por un lado podía colmar sus inquietudes creativas (él aspiraba a ser un productor a lo David O. Selznick, implicado en todos los procesos creativos del filme) y al mismo tiempo le permitía situarse discretamente a un lado para quitarse de encima la presión de estar haciendo «otro filme de Sergio Leone»… o eso creía.

A efectos prácticos, su primera tentativa al respecto fue fallida: como ya comentamos en su momento, ¡Agáchate, Maldito! debía haber sido su primera película como productor, pero se vio obligado a dirigirla él mismo al no llegar a un entendimiento con el primer director escogido para el proyecto, Peter Bogdanovich (por entonces todavía una joven promesa pero con una concepción muy diferente del cine a la de Leone), y al no aceptar la estrella del filme, Rod Steiger, que le dirigiera un desconocido, ya que quería participar en una obra de Leone. No son pocos los que creen que en el fondo Leone estaba deseando dirigir el filme y que su papel aquí fue el del típico que se hace de rogar para que sean otros quienes le obliguen a dar un paso al frente, y que quizá esa reticencia inicial era una forma de protegerse si el resultado final no estaba a la altura de las expectativas de un nuevo filme de Leone – como acabó sucediendo – para poder escudarse («yo solo quería producirlo, al final me vi obligado a entrar tardíamente como director para salvar la producción»).

Mi Nombre Es Ninguno (1973) fue pues su primera película en la que no ocupó oficialmente el cargo de director, si bien de nuevo no pudo evitar implicarse en su producción más de lo pactado inicialmente. La premisa original era suya y se centraba en la relación entre dos cowboys: Jack Beauregard, un célebre y veterano pistolero perseguido por todo el territorio que quiere tomar un barco para retirarse tranquilamente en Europa, y un joven que se apoda a sí mismo como «Ninguno» que es un gran admirador suyo y le sigue en sus últimas andanzas.

La base del filme es obviamente la idea del viejo western contemplado desde la admiración por el nuevo western, que cobra aún más sentido cuando los papeles protagonistas los encarnan Henry Fonda (actor habitual de los filmes de John Ford) y Terence Hill (por entonces en su pico de popularidad gracias a los westerns cómicos que realizó junto a Bud Spencer). Lo interesante es que Leone no se proponía solo una reflexión sobre el género, sino que además quiso condensar en la películas esas diferentes concepciones del western: las escenas de Fonda son por lo general más serias y reflexivas, mientras que las de Hill son absurdamente cómicas, al mismo tiempo que se añadían secuencias típicamente Leone como la inicial en la barbería, que es un calco del inicio de Hasta que Llegó su Hora (y que de hecho fue dirigida por el propio Leone) y otras más emparentadas con el universo de Sam Peckinpah, el otro gran renovador del género, que van desde un tiroteo filmado con su característico estilo ralentizado a la broma algo macabra de poner su nombre a una lápida de un cementerio. De esta forma, Mi Nombre Es Ninguno pretendía ser un compendio de todas las facetas del género.

Y ahora viene la gran pregunta: ¿qué papel tuvo exactamente Sergio Leone en este proyecto? Las tareas de dirección recayeron en Tonino Valerii, hombre de confianza suyo que estaba lejos de ser un amateur, ya que había filmado unos cuantos westerns. Pero Leone vigiló tan de cerca el proyecto que resulta inevitable percibir su sombra en buena parte de las escenas, y al igual que sucedió con Carol Reed y la participación de Orson Welles en El Tercer Hombre (1949), retrospectivamente se dio demasiado por sentado que Leone había dirigido a la práctica la mayor parte del filme o que, al menos, había «orientado» de forma demasiado marcada a Valerii.

En honor a la verdad, aunque se nota muy claramente la influencia de Leone (no en vano, la idea es suya y éste vigiló muy de cerca los aspectos visuales del filme), tampoco hay motivos para infravalorar la tarea de Valerii. De hecho a efectos prácticos se considera que Leone dirigió la escena inicial de la barbería, seguramente se implicó mucho en las escenas finales de la batalla y el duelo final y, lo más curioso de todo, ¡filmó la mayor parte de las secuencias cómicas de Terence Hill! Hay que tener en cuenta que en aquellos años Leone se sentía dolido por el enorme éxito de los westerns cómicos de Bud Spencer y Terence Hill, que habían llegado a superar en taquilla sus películas y dieron un giro inesperadamente burlesco a un género que él acababa de relanzar. Por ello resulta bastante significativo que cuando por problemas de producción Leone se vio obligado a dirigir parte del filme éste prefiriera encargarse de las escenas de Terence Hill y no las de una leyenda como Henry Fonda. Quizá quiso probar con este tipo de humor algo burdo protegiéndose del hecho de que él no era el director oficial de la película, pero en todo caso el resultado final no habla mucho en su favor. Las tontorronas secuencias de Terence Hill son claramente lo que peor ha soportado el paso del tiempo dentro de la película: demasiado alargadas (la competición de disparos a vasos), con el uso de recursos no especialmente afortunados (esos planos acelerados) y de humor bastante burdo (la escena en el urinario).

No obstante, haciendo de abogado del diablo, de alguna forma podría justificarse este choque entre las secuencias inapropiadamente cómicas y las más serias: ¿es justificable que un filme sea en su forma tan fiel a su contenido hasta el punto de perjudicar negativamente en su calidad? ¿Es disculpable pues que una película sobre el aburrimiento sea en sí misma aburrida? En este caso podríamos entender que Valerii «saboteara» lo que inicialmente podría ser un western crepuscular sobre la caída de los viejos héroes combinando escenas más serias con otras de un tono inapropiadamente burlesco, porque sería la forma de contraponer el western clásico (Fonda/Ford) con el nuevo y joven western (Terence Hill y sus películas con Bud Spencer). Pero mucho me temo que incluso aceptando ese argumento Mi Nombre Es Ninguno no acaba de funcionar, y aquí la culpa recae sobre todo en un guion confuso que ni sabe establecer de forma creíble la relación entre los dos protagonistas (que llega a resultarnos comprensible por lo familiar que nos resulta el vínculo fan-héroe, permitiéndonos así llenar los huecos que deja el guion, y no por la construcción de esa relación) y que se me antoja a ratos incomprensible respecto a las amenazas que asaltan a Jack Beauregard, sobre todo en relación con ese Grupo Salvaje (otra referencia a Peckinpah) formado por 150 pistoleros.

A cambio, en los aspectos positivos, Mi Nombre Es Ninguno arroja algunas reflexiones muy interesantes sobre la construcción del mito no muy alejadas en intenciones (aunque obviamente sí en calidad) a El Hombre que Mató a Liberty Valance (1962) de John Ford. De entrada la negativa de Jack a matar al hombre responsable de la muerte de su hermano, dejándonos tanto a Ninguno como a los espectadores sin el esperado enfrentamiento entre el héroe y el villano, quien por otro lado nunca llega a pagar por sus crímenes. Observado por un desilusionado Ninguno, Jack relativiza tanto la necesidad de vengar a su hermano (quien en realidad era un criminal, como la mayor parte de pistoleros del oeste) como la necesidad que parecen sentir los nostálgicos del viejo oeste porque se repitan esos códigos que tienen más de leyenda que de realidad (el clásico duelo cara a cara no era muy frecuente y abundaban más los disparos por la espalda… ¡pero éstos resultan muy poco heroicos!).

Es por ello que uno de los mayores aciertos de la película son las escenas finales, en que vemos los planos del tiroteo con el Grupo Salvaje convertidos en viejas imágenes de un futuro libro sobre el viejo oeste y en que el duelo final nos es mostrado de forma muy interesante desde el visor de una cámara de fotos (incluso el fotógrafo pide a Ninguno antes del duelo que se mueva a un lado para captarlo dentro del encuadre). Citando el filme antes mencionado de Ford, cuando la realidad y la leyenda chocan, siempre es preferible imprimir la leyenda, y al final no parece importar tanto el duelo (que luego descubrimos que es una farsa) como el resultado que ha dado: acabar de convertir a Jack en una leyenda y dejar a la posteridad una imagen icónica del salvaje oeste. Del mismo modo, Leone nos plantea que muchos de los seguidores del western clásico de su generación en realidad se enamoraron de un mito inexistente y recreado ante las cámaras para hacerlo lo más épico y legendario posible. Un mito que el propio Leone se propuso derribar en su trilogía del dólar dándole un toque de suciedad y reemplazando el concepto clásico de héroe por el pistolero oportunista que simplemente es más rápido y un poco menos cruel que sus adversarios.

En global Mi Nombre Es Ninguno resulta más una película interesante por sus intenciones que por su resultado final. Por mucho que reconozcamos el valor de Tonino Valerii tras la cámara, el toque Leone está demasiado presente y muy a su pesar desde su estreno se comercializó prácticamente como una película suya (incluso la banda sonora también es de Morricone, aunque tiene un sabor a refrito con un tema que parece calcado a la composición con guitarra eléctrica de Hasta que Llegó su Hora y una versión burlesca de Las Valquirias de Wagner). Entiendo que Leone en cierto modo se aprovechó de Valerii para dar forma a una película que por su tono burlesco desentonaría con lo que se esperaba de él pero en la que curiosamente creo que los aspectos que más fallan son responsabilidad suya (las escenas cómicas de Terence Hill) o del guion (que por otro lado partía de su idea). En futuras producciones no obstante Leone se mantendría más alejado de las cámaras relegando más la responsabilidad a sus directores, convirtiendo a Mi Nombre Es Ninguno en una curiosa rareza a medio camino entre su etapa de realizador y su etapa de productor puro y duro.

¡Agáchate, Maldito! [Giù la Testa] (1971) de Sergio Leone


Si hay algo que tampoco se le puede reprochar en exceso a Sergio Leone respecto a ¡Agáchate, Maldito! (1971) es no haber estado a la altura de las expectativas. No solo venía de realizar una serie de westerns magistrales que reformularon el género, si no que cada uno de ellos – especialmente los dos últimos, El Bueno, el Feo y el Malo (1966) y Hasta que Llegó su Hora (1968) – era más grande y épico que el anterior. Llegó un punto en que Leone sencillamente ya no podía ir a más, en que los ingredientes tan característicos de su estilo personal no daban para llegar más lejos. ¿Qué hacer en esa situación? La opción más segura es la que tomaría años después con Érase una Vez en América (1984): optar por un cambio de género donde podría explorar otras opciones y seguir en su senda de hacer películas cada vez más monumentales, pero sin riesgo de ser reiterativo (no obstante, aunque efectivamente Érase una Vez en América es aún más grande en todos los sentidos que las anteriores y se trata sin duda de una obra magistral, yo sigo creyendo que está unos escalones por debajo de los westerns antes citados; no siempre el ser «más grande» es sinónimo de ser mejor).

Pero en medio de lo que parece una escala perfectamente lógica en que cada película es más grande y épica que la anterior nos encontramos con este filme un tanto incómodo por estar fuera de lugar. Porque ¡Agáchate, Maldito! no solo es una obra menos colosal que las anteriores, sino el western menos logrado de su carrera, lo que ha llevado inevitablemente a usar la expresión seguramente injusta de «paso en falso». Sin duda el estar colocado entre una serie de películas tan magistrales e iconográficas le hace un flaco favor, y el hecho de haber sido un sonoro fracaso de taquilla en Estados Unidos en su momento ya predispone a pensar en una obra fallida. Sin embargo, revisionándola a día de hoy creo que está fuera de toda duda que nos encontramos ante una película notable que simplemente no colmó las expectativas.

De entrada merece la pena resaltar que inicialmente Leone no pensaba dirigir ¡Agáchate, Maldito! sino ceder a otro director la historia que él había escrito junto a los guionistas Sergio Donati y Luciano Vicenzoni. El escogido fue Peter Bogdanovich, pero como éste y Leone no se entendieron se cedió la tarea a Gioncarlo Santi, asistente de dirección en sus otros filmes. Sin embargo, uno de los protagonistas era Rod Steiger que como estrella de Hollywood que era no quería ser dirigido por un ex-asistente de dirección recién ascendido a director, y amenazó con abandonar el proyecto a menos que Leone se comprometiera a dirigirlo personalmente. Inevitablemente, Leone tuvo que dar un paso al frente y realizar una película de la que no había pensado encargarse inicialmente.

Ambientada en México en los años 10, es inevitable pensar que el trasfondo revolucionario de la historia se vería influenciado por el particular clima político que se vivía a finales de los 60 y principios de los 70, tal y como indican los rótulos iniciales que citan una frase de Mao Zedong: «La revolución no es una cena social, un evento literario, un dibujo o un bordado. No se puede hacer con elegancia y cortesía. La revolución es un acto de violencia«. Seguidamente se nos explica la relación entre dos personajes de mundos contrapuestos que se ven unidos por extrañas circunstancias en las revueltas revolucionarias de la época: Juan, un bandido mexicano que se dedica a asaltar diligencias junto a sus numerosos hijos, y John, un ex-miembro del IRA experto en explosivos.

Aunque Leone afirmaría que su intención no era hacer una película política, pocas escenas explican con mayor claridad y de una forma tan aparentemente sencilla la razón de ser de las revoluciones sociales como la que da inicio al filme. Juan es recogido en mitad del desierto por una diligencia de lujo en que viajan una serie de personajes de clase alta que se encuentran en mitad de su comida. Ignorando que en realidad Juan es un bandido que está esperando a sus cómplices para atracarles, los ocupantes de la diligencia se dedican a hacer todo tipo de comentarios despectivos e insultantes sobre la gente como él, que Leone remarca en primerísimos planos de sus rostros engullendo la comida. Juan no es ningún revolucionario, solo un bandido, pero tras el tratamiento que le han dispensado la venganza que se permite contra ellos nos parece incluso que se queda corta.

Sin embargo, no es en absoluto ¡Agáchate, Maldito! una película que glorifique las revoluciones, al contrario, si bien apunta que son necesarias la visión de los guionistas parece ir en la línea de lo que piensa John: que en el fondo lo que acaba sucediendo es que la gente de abajo se pelee por conseguir unas mejores condiciones de vida, pero al final el resultado es tener a otra gente diferente por encima. De hecho es en gran parte por esta visión tan acertamente desencantada de la revolución que la película ha soportado bien el paso del tiempo, con un Juan convertido en revolucionario a su pesar y un John de posición más bien ambigua antes que alguien que cree en lo que hace.

Pese a lo interesante que es contemplar la visión que da Leone de esta etapa revolucionaria de la historia y aun siendo (como era de esperar) técnicamente irreprochable el gran handicap del filme está en su guion. Si bien no se hace pesada en sus dos horas y media (Leone es de esos cineastas privilegiados capaz de hacer películas largas que no resulten agotadoras), el filme es narrativamente torpe, con algunos saltos extraños en la historia que resultan algo súbitos y deslavazados. Se podría justificar que la culpa es de los numerosos recortes de metraje que sufrió la película, pero también se eliminaron en su momento algunas escenas de El Bueno, el Feo y el Malo que ayudaban a entender mejor el progreso de la historia, y no obstante el resultado no se resintió. Por otro lado, también le perjudica un poco el hecho de contener elementos tan característicos del cine de Leone pero sin la brillantez de antaño: el recurso del flashback que se va repitiendo a lo largo de la trama, que aquí carece del impacto de Hasta que Llegó su Hora y resulta previsible (e incluso a veces demasiado ñoño, algo insólito en Leone); una muy buena banda sonora de Morricone pero realmente menos memorable que en sus anteriores obras; la ausencia de grandes escenas climáticas à la Leone como los duelos de las tres anteriores películas, etc.

Incluso Juan es una clara variante de Tuco de El Bueno, el Feo y el Malo, pero Rod Steiger no le pilla el punto cómico al personaje tan bien como lo hizo Eli Wallach. James Coburn, al que Leone llevaba proponiendo una colaboración desde Por un Puñado de Dólares (1964) en cambio sale mejor parado en este personaje heroico al estilo Eastwood, mientras que a cambio el antagonista aquí es un personaje mucho más ausente, compensando el hecho de no ser encarnado por un actor de renombre con la inteligente decisión de apenas hacerle hablar en toda la película, lo cual le da un aire siniestro y misterioso. Todo en su conjunto nos recuerda por qué Leone era un cineasta tan prodigioso pero al mismo tiempo nos sabe a poco, y si bien es comprensible que en su momento fuera un chasco, viéndola hoy día uno no puede dejar de lamentar que Leone tardara trece años en dirigir su siguiente y última película. Una de las grandes desgracias del cine seguramente es que alguien como él no se prodigara más tras las cámaras.

Mamma Roma (1962) de Pier Paolo Pasolini

Uno de los momentos más emotivos de Mamma Roma (1962) tiene lugar en un escenario aparentemente trivial. La protagonista que da nombre a la película acude a una trattoria donde trabaja su hijo adolescente de camarero para observarle de lejos en su primer día de trabajo. Ella y una amiga se sitúan a una distancia prudencial de las mesas que hay en la calle y observan atentas para ver si dan con él. Y entonces aparece Ettore desde el interior del local llevando platos, sirviendo mesas y desenvolviéndose con relativa soltura para un novato como él. Mamma Roma no puede evitar saludarle con un grito. El joven le devuelve una sonrisa y sigue con su trabajo. Y entonces sucede: Mamma Roma empieza inesperadamente a llorar y su amiga le pregunta qué le pasa. Lo que pasa es que algo que puede parecer tan irrelevante como ver a Ettore desempeñando un trabajo respetable para ella ha sido un auténtico via crucis.

Vayamos atrás. Mamma Roma era una prostituta que se libró de esa forma de vida después de que su proxeneta Carmine se case. Con el dinero ahorrado consigue lo que llevaba muchos años esperando: comprarse un piso en un barrio respetable, adquirir una licencia para vender fruta en el mercado y llevarse consigo a su hijo adolescente, que lleva años criándose en el campo a cargo de unos familiares. ¿Su gran obsesión? Que su hijo siga el camino adecuado y alejarlo del mundo en que ella se ha visto obligada a vivir.

Algo que encuentro muy remarcable del Pasolini de Mamma Roma y de su debut en el largometraje, Accattone (1961) es la forma como el cineasta consigue reflejar con absoluta autenticidad esos ambientes barriobajeros, tanto en la elección de los espacios (suburbios de Roma alejado de los puntos clave de sobras conocidos) como en la historia y los personajes. Si algo no se puede negar al cineasta es que llegó un punto aún más lejos que el neorrealismo clásico: mientras esta primera oleada de cineastas daba el protagonismo a personajes humildes pero normalmente de carácter positivo, los personajes de Pasolini a cambio son más realistas en su chabacanería, en su crueldad y en su egoísmo. Son auténticos desheredados que no conocen otra forma de actuar que la que han visto desde siempre, y es por eso que Mamma Roma intenta alejar a Ettore de esos ambientes confiando que éste seguirá el camino adecuado.

Pero ya de entrada resulta interesante que esa obsesión de la protagonista por mantener la «pureza» de Ettore se restrinja a llevar una vida respetable y burguesa, ya que cuando sabe de sus primeros escarceos sexuales con una chica no puede por menos que alegrarse de que su hijo ya sea un hombre. Del mismo modo, cuando el sacerdote de su parroquia le aconseja que haga trabajar a su hijo desde abajo como peón de obra, ésta se niega y urde un plan para chantajear al dueño de la trattoria con la ayuda de una amiga prostituta y su chulo. No, desde luego Mamma Roma está lejos de ser una clásica «madre coraje». Quiere alcanzar la respetabilidad pero no de forma respetable, sino usando los métodos que ha aprendido en la calle.

Lo que demuestra Pasolini a lo largo del filme es cómo ese ideal de la protagonista en realidad es falso. Cuando ella y Ettore van al primer piso de ésta en un barrio de los bajos fondos, el chico se fija en unos gamberros que hay jugando en la escalera y su madre le advierte que se aleje de ellos. Cuando llegan a su segundo hogar, éste ya en un barrio más respetable, Pasolini repite exactamente el mismo tipo de planos y otro encuentro idéntico con unos jóvenes de allá. En esta ocasión Mamma Roma le dice a su hijo que salga con ellos y se haga amigo suyo. Pero a la práctica estos muchachos de apariencia más respetable son unos primerizos delincuentes que roban objetos en los hospitales. No se puede escapar tan fácilmente del entorno, como la propia protagonista descubrirá cuando Carmine vuelva a ella a exigirle que siga trabajando en la calle.

A la hora de dar forma a sus personajes, Pasolini no los idealiza (como sí sucedía a veces con el neorrealismo más clásico) pero sí que logra otorgarles dignidad sin quitarles ni un ápice de suciedad. No podemos asegurar realmente si Ettore es o no un buen chico, lo que sí notamos es que es alguien demasiado moldeable que se ha criado en un ambiente poco adecuado y que nos resulta totalmente convincente cuando vamos viendo a lo largo del filme cómo se deja llevar por las malas influencias (y es que, después de todo, ¿no es en el fondo su madre también una mala influencia a su pesar?).

La película es seca y descarnada, pero al mismo tiempo posee numerosos momentos en que se dejan entrever las emociones de los personajes bajo su faceta más dura. Pasolini juega magistralmente con esa dualidad en escenas clave como el reencuentro inicial (una de las mejores escenas de la película, con esa sensación de extrañeza que hay entre esos dos personajes cuyas circunstancias aún desconocemos) y su primer instante de cierta intimidad, cuando bailan juntos en el apartamento y acaban cayéndose. Será el único momento idílico que protagonizarán junto al paseo que harán más adelante en motocicleta. Cuando posteriormente le preguntan a Ettore si quiere a su madre, éste responderá que sí porque «si se muriera supongo que lloraría». No se puede pedir más.

De esta forma Mamma Roma refleja perfectamente cómo el cine de Pasolini supone una mezcla de lo sublime con lo profano, de lo conmovedor con lo ridículo, de lo emotivo con lo bruto, algo que se nota en detalles tan significativos de este filme y Acattone como el choque entre esa armoniosa banda sonora de música clásica y la crudeza de sus imágenes. Y no obstante no nos da la sensación de que Pasolini enfrente estos dos polos como forma de chocar al espectador, sino que lo hace de forma armoniosa, como demostrando que hasta en los ambientes y personajes más bajos hay belleza. Y en esa mezcla de sentimientos es donde está la complejidad y el interés del personaje de Mamma Roma, una madre que envia a una amiga prostituta a que se acueste con su hijo para ayudarle con su mal de amores. Pasolini no juzga a sus personajes, se nota que se siente cercano a ellos y que no cree necesario hacerles parecer mejor de lo que son.

Otro aspecto que me gusta especialmente de la película es la forma como Pasolini juega con las elipsis, dejando algunos vacíos que el espectador debe ir llenando más adelante y saltándose algunos momentos teóricamente cruciales como el momento en que Ettore deja su trabajo o cuando descubre que su madre es prostituta. Todo ello hace que el espectador tenga que estar atento y en ciertos momentos se sienta desubicado, pero beneficia enormemente a la película. Del mismo modo resulta llamativo el recurso que ya empleó en Accattone de emplear música clásica como banda sonora: el contraste entre ese mundo sucio y desagradable con la belleza de la música.

Por último merece mención aparte sin lugar a dudas la gran protagonista de la película, una Anna Magnani descomunal, rozando en ocasiones lo excesivo pero sin que su personaje pierda por ello ni un ápice de realismo. La escena de su última noche como prostituta en que va paseando por la calle explicando su historia a varios conocidos que vienen y van mientras se despide de ese mundo, todo ello en un largo travelling sin cortes, es una auténtica proeza interpretativa. Y qué mejor muestra de sus dotes como actriz que ese inolvidable plano final cuya devastadora mirada lo dice todo.

Especial décimo aniversario: Ocho y Medio [Otto e Mezzo] (1963) de Federico Fellini


Este post forma parte de un especial que el Doctor Mabuse ha preparado para celebrar el décimo aniversario de la fundación de este gabinete cinéfilo. Podrán ver más detalles y la lista de películas escogidas en el siguiente enlace.

Siempre me ha parecido divertido que, cuando en una ocasión le pidieron a Federico Fellini que listara cuáles creía que eran las mejores películas de la historia, el célebre cineasta italiano tuviera la poca modestia de añadir una obra suya en su listado. Aunque no es la primera ni la última vez que un director demuestre quererse tanto a sí mismo (vean si no la lista de mejores películas de la historia enviada por el taiwanés Tsai Ming-Liang a la revista Sight & Sound para la votación que ésta organizó el 2012), el hecho de que Fellini tenga tanta estima a Ocho y Medio (1963) muy probablemente se deba no solo a su innegable calidad sino al ejercicio de franqueza y autoconfesión que suponía el filme.

Después de una serie de obras que le habían convertido en uno de los cineastas europeos más prestigiosos del mundo, el apabullante éxito de público y crítica de La Dolce Vita (1960) acabó de coronar a Fellini como uno de los directores del momento. Pero, ¿qué hacer después de una obra maestra de ese calibre, de una película tan ambiciosa con la que había diseccionado tan hábilmente el lado más oscuro de la sociedad de la época, aquella surgida en Italia a raíz del tan cacareado resurgimiento económico de los 60? La respuesta, como ya sabemos, fue tirar hacia el lado contrario, optar por un filme más íntimo y personal. Pero Fellini tardó un tiempo en dar con dicha idea.

Durante un tiempo el director estuvo trabajando en la preproducción de una película que no tenía muy claro sobre qué iría más allá de algunas ideas vagas: un hombre de éxito sufriendo la crisis de la mediana edad, la idea del creador atenazado por el bloqueo creativo, su incapacidad para lidiar con su vida afectiva y sexual… Todo eso estaba en el aire pero no tenía forma. En un intento por hallar la solución a su problema, Fellini estuvo meses viajando por Italia mientras batallaba con sus ideas, literalmente «buscando su película» en palabras suyas… pero sin resultado. Finalmente, una noche se dio por vencido y escribió una carta a su productor diciendo que renunciaba. Pero por suerte cambió de opinión al último momento por fidelidad a todos sus colaboradores que estaban pendiente de él para trabajar de nuevo.

Y entonces, el chispazo de inspiración. ¿Saben cuando una idea parece tan obvia y tan clara que uno es incapaz de verla precisamente por eso? ¿Cuando después de darle tantas vueltas al final uno descubre que la solución a sus problemas estuvo delante de sus narices desde el principio? Resulta que la solución pasaba por hacer que el protagonista fuera un director de cine. O lo que viene a ser lo mismo, por convertir esa nueva película en una especie de confesión donde utilizar a su protagonista como forma de canalizar sus dudas, sus fantasías y sus miedos. Aquí fue cuando por fin nacería Ocho y Medio (1963), la mejor película que se ha realizado sobre el mundo del cine y sobre el bloqueo creativo del artista – curiosamente otra de las mejores obras que se ha filmado sobre el pánico a la página en blanco también trata sobre el mundo del cine: Barton Fink (1991) de los hermanos Coen.

Porque Ocho y Medio es literalmente una representación artística del bloqueo creativo que había estado sufriendo Fellini en aquellos años, una forma brillante de servirse de sus problemas para hacer una nueva película a partir de ellos. El protagonista, Guido Anselmi (un magistral Marcello Mastroianni en una de sus mejores actuaciones), no hace falta remarcar que es un trasunto del propio Fellini porque resulta obvio: un director en crisis realizando una cura en un balneario mientras intenta llevar adelante la preproducción de una película que aún no sabe de qué irá. A partir de aquí, el director juega muy hábilmente sus cartas alternando personajes que son una clara referencia a personas reales (el productor parece ser que está inspirado en el célebre Carlo Ponti) con otros que se alejan de forma totalmente premeditada de los que deberían ser sus referentes (el personaje de la mujer de Guido, Luisa, no se parece en nada a Giuletta Massina ni físicamente ni en personalidad).

No conozco ninguna otra obra que haya sabido reflejar tan bien la angustia que supone el oficio de dirigir películas, la presión de tener a docenas de personas a tus órdenes demandando unos minutos de tu tiempo para que resuelvas sus cuestiones, y el engorro de estar continuamente expuesto a preguntas de críticos o intelectuales dispuestos a ponerte en evidencia, este último aspecto reflejado en forma del personaje de Carini, un pedante crítico marxista que cuestiona el dudoso guion de Guido. El director se ve pues abocado a representar una especie de dios que tiene respuestas para todo, que es capaz de crear arte de la nada, cuando en realidad no es más que un hombre que ni siquiera puede controlar su vida; que hace venir al balneario a su amante Carla y luego a su esposa en un intento desesperado de tener algo a lo que aferrarse, fallando estrepitosamente en ambos casos. La película se sirve del oficio de director de cine para transmitirnos una serie de inquietudes que en realidad son comunes al resto de mortales: el temor al fracaso, el pánico que a veces acompaña al éxito de no estar a la altura de las expectativas y que los demás descubran que eres un farsante, el miedo a decepcionar y, sobre todo, esa angustiosa sensación de que todo está yendo más rápido de lo que uno desearía, que la maquinaria está siguiendo su camino cuando nosotros aún no estamos preparados (la idea de esa película cuya producción sigue avanzando imparable cuando su creador aún no sabe siquiera de qué va).

No es de extrañar pues que la fantasía suprema de Guido sea poder dirigir su vida sentimental igual que dirige sus películas, algo que se refleja a la perfección en la escena del harén, en que Guido vive felizmente con todas las mujeres de su vida y que han poblado sus fantasías, que conviven juntas en perfecta armonía con la única finalidad de satisfacer sus deseos. Una fantasía que en el fondo tiene mucho de vergonzoso porque refleja cómo le gustaría a él que fueran todas esas mujeres: seres sumisos y sin personalidad, simplemente al servicio de sus deseos. No hay más que ver el contraste entre su mujer en la vida real, llena de carácter, con la versión que aparece en su fantasía, convertida en una esposa dócil preocupada solo por cuidarle y ser la ama de casa perfecta.

Gran parte del atractivo de la película está en la forma como combina tan inteligentemente realidad con sueños y fantasías, mezclando todo de manera que se hace difícil distinguir uno de otro. ¿Cuántas películas se les ocurre que empiecen mejor que ésta con esa escena onírica? Una secuencia que captura como pocos directores han conseguido la naturaleza angustiosa y surreal de las pesadillas (el protagonista encerrado en un coche que se está llenando de humo ante la mirada impasible de los conductores de su alrededor) además de su faceta más ensoñadora, que se refleja en el instante en que Guido empieza a volar… hasta que es atrapado por una cuerda.

En Ocho y Medio Fellini se desembarazó finalmente de las ataduras de la narración clásica y optó felizmente por despreocuparse de algo tan vulgar como contar una historia de forma lineal. En su lugar, la película está formada por vivencias que se combinan con pequeños flashes al pasado y algunas huidas fantasiosas. La puesta en escena potencia ese enfoque con multitud de travellings en que la cámara se va moviendo por los diferentes espacios mientras los personajes acosan y agobian al protagonista. De hecho otro de los grandes logros de Ocho y Medio es la desenvoltura con que Fellini maneja la cámara en complicidad con el impecable trabajo de fotografía de Gianni Di Venanzo, apoyado además por un colaborador habitual como Nino Rota en la banda sonora.

Todo ese pánico escénico de Guido ante esa película hacia la que todos tienen unas enormes expectativas pero que ni él mismo sabe hacia donde tirará está perfectamente reflejado en el enorme decorado a medias del cohete espacial, la representación perfecta de ese vacío, de ese absurdo. Un decorado gigantesco que sirve para enmascarar la más absoluta nada, puesto que nunca sabemos qué pinta en la película. Confrontado ante la prensa en ese decorado, Guido no puede seguir adelante y finalmente el filme se cancela. En el final original, Guido volvía a Roma con su mujer y mientras se perdía en sus pensamientos se encontraba con todos los personajes de la película (o, lo que es lo mismo, de su vida) mirándole mientras sonreían de forma inquietante. Pero afortunadamente se acabaría optando por otro desenlace.

Porque si antes me preguntaba cuántas películas tienen un inicio comparable al de Ocho y Medio, para cerrar esta reseña me pregunto cuántas tienen un final tan mágico, tan emotivo y tan bonito como el de ésta. Y no deja de ser irónico que este desenlace surgiera en realidad por accidente: Fellini rodó algunas escenas con todos los personajes en el enorme decorado incompleto de la nave espacial para un trailer, pero entonces se dio cuenta de que esas escenas serían un cierre perfecto. Justo cuando Guido se disponía a marcharse en coche con el crítico intelectual, aparece su amigo el mago y le invita a volver al decorado (una forma bastante clara de mostrarnos cómo, puestos a elegir, Fellini prefiere sin duda dar la espalda al intelectual y unirse al mago). Una vez ahí aparecen todos los personajes de su vida y esta vez Guido consigue dirigirles a todos para que se cojan de la mano y bailen juntos alrededor del escenario. Una vez conseguido eso, Guido y su esposa entran también a formar parte del baile. Parece ser que finalmente ha logrado entrar en armonía uniéndose a ellos como uno más. Es el desenlace perfecto, que demuestra la inteligencia de Fellini no solo para mezclar realidad y fantasía, sino para sugerir antes que aclarar de forma explícita, para cerrar la película pero no del todo, para crear un cierre que tiene sentido pero que conserva ese punto de imprevisible locura. Nunca antes o después lograría Fellini encontrar el equilibrio tan perfecto entre todas esas tendencias.

Especial décimo aniversario: Rocco y sus Hermanos [Rocco e i suoi Fratelli] (1960) de Luchino Visconti

 

Este post forma parte de un especial que el Doctor Mabuse ha preparado para celebrar el décimo aniversario de la fundación de este gabinete cinéfilo. Podrán ver más detalles y la lista de películas escogidas en el siguiente enlace.

Siempre he creído que si Rocco y sus Hermanos (1960) era la película favorita de las que filmó Luchino Visconti es, no solo por su innegable calidad, sino también porque supone una especie de retorno a sus raíces. Un retorno a su ciudad natal, Milán, donde se ambienta la película, pero también al tipo de cine que practicó en sus inicios, después de obras como Senso (1954) o Las Noches Blancas (1957) que se alejaban por completo del neorrealismo de sus primeros filmes. Y no obstante, Rocco y sus Hermanos no es en absoluto un paso atrás, sino que como veremos supone una reformulación de esos postulados neorrealistas, por entonces ya algo pasados de moda y que se movían por otros caminos como la visión irónica y enrarecida tan moderna de obras como El Empleo (1961) de Ermanno Olmi o el descarnado realismo del primer Passolini.

Este filme podría verse como un complemento de la magistral La Tierra Tiembla (1948) al tener ambas como protagonistas a familias del sur de Italia que se encuentran en la miseria. Pero en el caso que nos ocupa los Parondi (la madre Rosaria y sus cuatro hijos) han decidido huir de la pobreza emigrando a Milán, donde ya se ha establecido su hijo mayor, Vincenzo, que vive en casa de los padres de su prometida, Ginetta. La vida en Milán es dura para los recién llegados, que poco a poco se van estableciendo si bien dos de ellos siguen caminos contrapuestos: por un lado Simone, que inicia una carrera como boxeador y un idilio con la prostituta Nadia, acaba sucumbiendo a todas las tentaciones de la gran ciudad y cae en desgracia; por el otro, su hermano Rocco hace todo lo posible por mantener a la familia unida y ayudar a Simone con un sentimiento de bondad que provoca que los otros le vean como un santo.

Rocco y sus Hermanos fue una película muy polémica en su época entre otras cosas por la forma tan cruda como trataba un problema de sobras conocido en Italia pero que no era nada agradable de afrontar: las desigualdades económicas entre el norte y el sur del país, las corrientes migratorias de cientos de familias que no podían seguir subsistiendo en el campo, los prejuicios de la gente del norte hacia los emigrantes sureños. En otras palabras, la parte menos amable del boom económico que estaba experimentando el país. Eso queda más que patente en la escena inicial en el contraste entre la familia de Ginetta (milaneses de clase obrera pero ya establecidos) y la llegada un tanto embarazosa del clan de los Parondi, con su aspecto de campesinos empobrecidos que viajan casi literalmente con lo que llevan puesto. Más adelante oímos a los vecinos hablar despectivamente de ellos y solo cuando uno de los Parondi tiene éxito como boxeador puede la orgullosa mamma experimentar el placer de que le llamen «señora».

El retrato que hace Visconti de esta unidad familiar es cuidadísimo, permitiendo que incluso los hermanos que tienen un rol más secundario en la trama (que a la práctica gira en torno a Rocco y Simone) tengan también una personalidad definida. Tenemos a Rosario, arquetípica mamma magistralmente interpretada por la actriz griega Katina Paxinou, orgullosa de sus hijos y cuyo mayor sueño es verlos colocados después de pasarse toda la vida obligada a cultivar la tierra por culpa de su marido. No ha sido hasta la muerte del patriarca que ésta y los suyos han podido huir a buscar un futuro mejor en la ciudad. Vincenzo y Ciro son los que tienen un futuro más prometedor pero a costa de alejarse un tanto de los conflictos de la familia: el primero, pese a ser el mayor, desde el principio se distancia del resto casándose con Ginetta; mientras que el segundo no adquirirá protagonismo hasta el final de la cinta, siendo el elemento racional que no prioriza tanto mantener toda la familia unida como cortar por lo sano con el elemento disruptor del clan y alejarlo del resto para evitar su malsana influencia. Entre medio está el hermano menor, Luca, que observa todo lo que sucede y no tiene todavía capacidad de juzgar los actos de sus hermanos mayores. Y luego están Rocco y Simone (unos extraordinarios Alain Delon y, sobre todo, Renato Salvatori, quien ofrece una interpretación desbordante).

Aunque el título de la película le otorga el protagonismo a Rocco, en realidad la trama se centra por igual en ambos hermanos: el caído en desgracia y el que se empeña en hacer todo lo posible, más allá de lo racional, por salvar al primero. Aquí es donde el filme se desmarca de las clásicas obras neorrealistas de crítica social como las que realizó el propio Visconti años atrás y opta por un enfoque de gran tragedia, la caída de una gran familia como lo serían unos años después los Salina de El Gatopardo(1963) o los Essenbeck de La Caída de los Dioses (1969), pero siendo en este caso una familia eminentemente obrera. Así pues, en Rocco y sus Hermanos el motivo de desgracia de la familia no está solo en las circunstancias sociales que les ha tocado vivir – como era el caso de la familia de La Tierra Tiembla– sino en sus propios miembros: la incapacidad de Simone de enderezar su vida y de Rocco por ayudarle. Es un conflicto que tiene ecos bíblicos (es inevitable pensar en Caín y Abel) pero que también bebe mucho de El Idiota de Dostoyevski – cuyo príncipe Mishkin es demasiado similar a Rocco como para no sospechar que Visconti lo tuviera en mente – y, sobre todo, de Los Hermanos Karamazov del mismo autor, donde la relación entre Alioshka y Dmitri me recuerda profundamente a los protagonistas del filme.

Lo interesante del personaje de Rocco es que, en su afán por salvar a Simone, está dispuesto no solo a sacrificarse a sí mismo sino a otras personas. Cuando él y Nadia empiezan a salir juntos después de que ésta haya roto con Simone, el segundo siente celos y comete en compañía de unos amigos suyos un acto sumamente atroz: sorprenden a la pareja en un entorno desierto, los separan y obligan a Rocco a contemplar como su hermano viola a Nadia. Pero lo más chocante es que tras algo tan repulsivo, Rocco le pide más tarde a Nadia que vuelva con Simone, ya que creo que si su hermano hizo algo así es porque realmente la necesita y, en su mente, es esa necesidad lo que le ha hecho caer en desgracia. En ese sentido Rocco está lejos de ser el santo que otros ven en él, puesto que no siente ninguna compasión por los ruegos de ésta para que vuelva con él. Si algo queda claro en esta película es que la pura bondad, por muy bienintencionada que sea, no siempre es la solución. A lo largo de la cinta, Rocco intentará ir tapando las faltas de su hermano hasta al final verse obligado a hacerse boxeador profesional pese a ser una profesión que detesta, pero nada de ello impide que Simone caiga más y más bajo.

En ese sentido el miembro de la familia que hace realmente el gran sacrificio a mis ojos es Ciro, el otro hermano que está logrando estabilizar su vida en Milán (después de estudiar ha logrado un trabajo como mecánico en una fábrica de coches y además está saliendo con una joven con la que espera casarse). Ante la desidia de Vincenzo y la incapacidad de Rocco o su madre de enderezar a Simone, Ciro es el que intenta alejar a esa mala influencia del resto y quien, en última instancia, acaba denunciándolo a la policía, cometiendo así lo que a ojos de su madre y sus hermanos es el mayor crimen posible (puede que mayor que el que ha cometido Simone al llevar a cabo un asesinato): traicionar a un miembro de su familia.

El final de la película nos muestra el resultado de todas esas desavinencias: por un lado, Simone en la cárcel y Rocco condenado a ejercer una profesión que no le gusta y a acarrear de por vida un sentimiento de culpa por haber sido la causa de la caída en desgracia de su hermano por celos; por el otro, Vincenzo estabilizado con su familia y Ciro con un trabajo y una novia. Entre medio el pequeño Luca que desaprueba lo que ha hecho Ciro y que fantasea con volver al campo, donde cree que todo esto no habría sucedido. Es el único personaje del cual no conocemos su futuro, que dependerá de lo que haya aprendido (o no) de haber observado a sus hermanos.

Pese a toda la polémica que rodeó a la película (o quizá ayudada por eso) y a la censura que sufrió en diversos países por la violencia de algunas de sus escenas (la violación y el apuñalamiento), Rocco y sus Hermanos fue el primer gran éxito de taquilla de Visconti. Se trataba además de una de esas obras pobladas por rostros por entonces no demasiado conocidos que en breve se harían estrellas internacionales, como Alain Delon o Claudia Cardinale (quien hace el papel secundario de Ginetta) y que se beneficiaría además de la partitura de Nino Rota y el excelente trabajo de fotografía de Giuseppe Rotunno.

Pocas veces en su carrera realizaría Visconti una película tan completa como ésta, que consigue reflejar fielmente la crudeza de la situación de sus personajes pero sin recurrir al estilo sucio del neorrealismo; al contrario, sacando incluso belleza de esta historia y exceliendo como no lo había hecho hasta entonces en la puesta en escena (la escena del apuñalamiento a orillas del río es uno de los momentos que más se me han quedado grabados de toda su carrera). De esta forma, su última incursión en los ambientes más humildes fue al mismo tiempo una de las más grandes obras de su carrera.