

Este post forma parte de un especial que el Doctor Mabuse ha preparado para celebrar el décimo aniversario de la fundación de este gabinete cinéfilo. Podrán ver más detalles y la lista de películas escogidas en el siguiente enlace.
Siempre me ha parecido divertido que, cuando en una ocasión le pidieron a Federico Fellini que listara cuáles creía que eran las mejores películas de la historia, el célebre cineasta italiano tuviera la poca modestia de añadir una obra suya en su listado. Aunque no es la primera ni la última vez que un director demuestre quererse tanto a sí mismo (vean si no la lista de mejores películas de la historia enviada por el taiwanés Tsai Ming-Liang a la revista Sight & Sound para la votación que ésta organizó el 2012), el hecho de que Fellini tenga tanta estima a Ocho y Medio (1963) muy probablemente se deba no solo a su innegable calidad sino al ejercicio de franqueza y autoconfesión que suponía el filme.
Después de una serie de obras que le habían convertido en uno de los cineastas europeos más prestigiosos del mundo, el apabullante éxito de público y crítica de La Dolce Vita (1960) acabó de coronar a Fellini como uno de los directores del momento. Pero, ¿qué hacer después de una obra maestra de ese calibre, de una película tan ambiciosa con la que había diseccionado tan hábilmente el lado más oscuro de la sociedad de la época, aquella surgida en Italia a raíz del tan cacareado resurgimiento económico de los 60? La respuesta, como ya sabemos, fue tirar hacia el lado contrario, optar por un filme más íntimo y personal. Pero Fellini tardó un tiempo en dar con dicha idea.

Durante un tiempo el director estuvo trabajando en la preproducción de una película que no tenía muy claro sobre qué iría más allá de algunas ideas vagas: un hombre de éxito sufriendo la crisis de la mediana edad, la idea del creador atenazado por el bloqueo creativo, su incapacidad para lidiar con su vida afectiva y sexual… Todo eso estaba en el aire pero no tenía forma. En un intento por hallar la solución a su problema, Fellini estuvo meses viajando por Italia mientras batallaba con sus ideas, literalmente «buscando su película» en palabras suyas… pero sin resultado. Finalmente, una noche se dio por vencido y escribió una carta a su productor diciendo que renunciaba. Pero por suerte cambió de opinión al último momento por fidelidad a todos sus colaboradores que estaban pendiente de él para trabajar de nuevo.
Y entonces, el chispazo de inspiración. ¿Saben cuando una idea parece tan obvia y tan clara que uno es incapaz de verla precisamente por eso? ¿Cuando después de darle tantas vueltas al final uno descubre que la solución a sus problemas estuvo delante de sus narices desde el principio? Resulta que la solución pasaba por hacer que el protagonista fuera un director de cine. O lo que viene a ser lo mismo, por convertir esa nueva película en una especie de confesión donde utilizar a su protagonista como forma de canalizar sus dudas, sus fantasías y sus miedos. Aquí fue cuando por fin nacería Ocho y Medio (1963), la mejor película que se ha realizado sobre el mundo del cine y sobre el bloqueo creativo del artista – curiosamente otra de las mejores obras que se ha filmado sobre el pánico a la página en blanco también trata sobre el mundo del cine: Barton Fink (1991) de los hermanos Coen.
Porque Ocho y Medio es literalmente una representación artística del bloqueo creativo que había estado sufriendo Fellini en aquellos años, una forma brillante de servirse de sus problemas para hacer una nueva película a partir de ellos. El protagonista, Guido Anselmi (un magistral Marcello Mastroianni en una de sus mejores actuaciones), no hace falta remarcar que es un trasunto del propio Fellini porque resulta obvio: un director en crisis realizando una cura en un balneario mientras intenta llevar adelante la preproducción de una película que aún no sabe de qué irá. A partir de aquí, el director juega muy hábilmente sus cartas alternando personajes que son una clara referencia a personas reales (el productor parece ser que está inspirado en el célebre Carlo Ponti) con otros que se alejan de forma totalmente premeditada de los que deberían ser sus referentes (el personaje de la mujer de Guido, Luisa, no se parece en nada a Giuletta Massina ni físicamente ni en personalidad).

No conozco ninguna otra obra que haya sabido reflejar tan bien la angustia que supone el oficio de dirigir películas, la presión de tener a docenas de personas a tus órdenes demandando unos minutos de tu tiempo para que resuelvas sus cuestiones, y el engorro de estar continuamente expuesto a preguntas de críticos o intelectuales dispuestos a ponerte en evidencia, este último aspecto reflejado en forma del personaje de Carini, un pedante crítico marxista que cuestiona el dudoso guion de Guido. El director se ve pues abocado a representar una especie de dios que tiene respuestas para todo, que es capaz de crear arte de la nada, cuando en realidad no es más que un hombre que ni siquiera puede controlar su vida; que hace venir al balneario a su amante Carla y luego a su esposa en un intento desesperado de tener algo a lo que aferrarse, fallando estrepitosamente en ambos casos. La película se sirve del oficio de director de cine para transmitirnos una serie de inquietudes que en realidad son comunes al resto de mortales: el temor al fracaso, el pánico que a veces acompaña al éxito de no estar a la altura de las expectativas y que los demás descubran que eres un farsante, el miedo a decepcionar y, sobre todo, esa angustiosa sensación de que todo está yendo más rápido de lo que uno desearía, que la maquinaria está siguiendo su camino cuando nosotros aún no estamos preparados (la idea de esa película cuya producción sigue avanzando imparable cuando su creador aún no sabe siquiera de qué va).
No es de extrañar pues que la fantasía suprema de Guido sea poder dirigir su vida sentimental igual que dirige sus películas, algo que se refleja a la perfección en la escena del harén, en que Guido vive felizmente con todas las mujeres de su vida y que han poblado sus fantasías, que conviven juntas en perfecta armonía con la única finalidad de satisfacer sus deseos. Una fantasía que en el fondo tiene mucho de vergonzoso porque refleja cómo le gustaría a él que fueran todas esas mujeres: seres sumisos y sin personalidad, simplemente al servicio de sus deseos. No hay más que ver el contraste entre su mujer en la vida real, llena de carácter, con la versión que aparece en su fantasía, convertida en una esposa dócil preocupada solo por cuidarle y ser la ama de casa perfecta.

Gran parte del atractivo de la película está en la forma como combina tan inteligentemente realidad con sueños y fantasías, mezclando todo de manera que se hace difícil distinguir uno de otro. ¿Cuántas películas se les ocurre que empiecen mejor que ésta con esa escena onírica? Una secuencia que captura como pocos directores han conseguido la naturaleza angustiosa y surreal de las pesadillas (el protagonista encerrado en un coche que se está llenando de humo ante la mirada impasible de los conductores de su alrededor) además de su faceta más ensoñadora, que se refleja en el instante en que Guido empieza a volar… hasta que es atrapado por una cuerda.
En Ocho y Medio Fellini se desembarazó finalmente de las ataduras de la narración clásica y optó felizmente por despreocuparse de algo tan vulgar como contar una historia de forma lineal. En su lugar, la película está formada por vivencias que se combinan con pequeños flashes al pasado y algunas huidas fantasiosas. La puesta en escena potencia ese enfoque con multitud de travellings en que la cámara se va moviendo por los diferentes espacios mientras los personajes acosan y agobian al protagonista. De hecho otro de los grandes logros de Ocho y Medio es la desenvoltura con que Fellini maneja la cámara en complicidad con el impecable trabajo de fotografía de Gianni Di Venanzo, apoyado además por un colaborador habitual como Nino Rota en la banda sonora.

Todo ese pánico escénico de Guido ante esa película hacia la que todos tienen unas enormes expectativas pero que ni él mismo sabe hacia donde tirará está perfectamente reflejado en el enorme decorado a medias del cohete espacial, la representación perfecta de ese vacío, de ese absurdo. Un decorado gigantesco que sirve para enmascarar la más absoluta nada, puesto que nunca sabemos qué pinta en la película. Confrontado ante la prensa en ese decorado, Guido no puede seguir adelante y finalmente el filme se cancela. En el final original, Guido volvía a Roma con su mujer y mientras se perdía en sus pensamientos se encontraba con todos los personajes de la película (o, lo que es lo mismo, de su vida) mirándole mientras sonreían de forma inquietante. Pero afortunadamente se acabaría optando por otro desenlace.
Porque si antes me preguntaba cuántas películas tienen un inicio comparable al de Ocho y Medio, para cerrar esta reseña me pregunto cuántas tienen un final tan mágico, tan emotivo y tan bonito como el de ésta. Y no deja de ser irónico que este desenlace surgiera en realidad por accidente: Fellini rodó algunas escenas con todos los personajes en el enorme decorado incompleto de la nave espacial para un trailer, pero entonces se dio cuenta de que esas escenas serían un cierre perfecto. Justo cuando Guido se disponía a marcharse en coche con el crítico intelectual, aparece su amigo el mago y le invita a volver al decorado (una forma bastante clara de mostrarnos cómo, puestos a elegir, Fellini prefiere sin duda dar la espalda al intelectual y unirse al mago). Una vez ahí aparecen todos los personajes de su vida y esta vez Guido consigue dirigirles a todos para que se cojan de la mano y bailen juntos alrededor del escenario. Una vez conseguido eso, Guido y su esposa entran también a formar parte del baile. Parece ser que finalmente ha logrado entrar en armonía uniéndose a ellos como uno más. Es el desenlace perfecto, que demuestra la inteligencia de Fellini no solo para mezclar realidad y fantasía, sino para sugerir antes que aclarar de forma explícita, para cerrar la película pero no del todo, para crear un cierre que tiene sentido pero que conserva ese punto de imprevisible locura. Nunca antes o después lograría Fellini encontrar el equilibrio tan perfecto entre todas esas tendencias.

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