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Poco a poco sigo indagando en la filmografía de Tomotaka Tasaka, un cineasta muy interesante del que ya comenté por aquí algunas de sus películas. En los años 30 hizo una serie de películas que tienen muy buena fama y que aún no he visto como Five Scouts (Gonin no sekkohei, 1938) o Mud and Soldiers (Tsuchi to heitai, 1939). Por desgracia fue víctima de la bomba atómica en Hiroshima al final de la II Guerra Mundial y eso provocó que tuviera que mantenerse varios años inactivo hasta que lograra recuperarse. Los filmes que he visto yo pertenecen a la segunda etapa de su carrera y me llamaron la atención por su inusitada larga duración, destacando sobre todo el melodrama familiar A Slope in the Sun (Hi no ataru sakamichi, 1958).
En Cold Rice, Osan and Chan (Hiya-meshi to Osan to Chan, 1965) sus tres horas están más que justificadas al ser una película que adapta tres relatos de Shugoro Yamamoto, todos ellos ambientados en el periodo Edo, que además están protagonizados por el mismo actor, Kinnosuke Nakamura (quien curiosamente ya había interpretado a diferentes personajes en una misma película en Bushido (Bushidô zankoku monogatari, 1963) de Tadashi Imai).

La primera de ellas muestra a Daishiro, el hijo más joven de una familia que tiene un flechazo, aparentemente correspondido, con una mujer con la que se cruza a diario por la calle. El problema es que al ser el hijo menor, Daishiro (cuya afición a coleccionar libros antiguos enseguida le hace ganar nuestra simpatía) está condenado a no poder hacer carrera como sus hermanos mayores, y se le designa con un nombre que no sé muy bien cómo traducir en español y que en la copia que vi se titula como «cold ricer», que entiendo que hace referencia a la metáfora de que se ve obligado a vivir de arroz frío. Eso impide por tanto que pueda casarse y asentarse fuera de su hogar familiar.
Es la historia de tono más ligero y a veces casi humorístico de las tres. Pese a que la trama es bastante convencional, el guion de Naoyuki Suzuki se las apaña para darle más empaque jugando por ejemplo con la cronología (los hechos no se explican en orden estrictamente cronológico y a veces una narración en flashback nos hace volver atrás a recoger información nueva que desconocíamos). A su vez Tasaka añade pequeños detalles muy vistosos como esos planos de unas flores que se aparecen cada vez que el protagonista ve a la joven, como dando a entender la sensación de belleza y pureza que le transmite.

La segunda historia es en mi opinión la mejor o, como mínimo, la más especial de las tres. El protagonista es Santa, un hombre que se ha casado con una mujer llamada Osan, con la que tiene una relación muy intensa a nivel sexual. El problema es que en el momento de mayor éxtasis sexual, ella pronuncia el nombre de otro hombre, lo cual lleva a Santa a abandonarla durante un tiempo al sentirse engañado. Cuando vuelve a buscarla, descubre que en su ausencia Osan ha tenido varias relaciones igualmente intensas con otros hombres que también se han acabado sintiendo confusos con ella.
Resulta sorprendente encontrar una película que trate con tanta franqueza el tema de la sexualidad femenina además sin condenar o dar una visión peyorativa de Osan, sobre todo teniendo en cuenta que Tasaka era un cineasta de la vieja escuela. Aunque durante el relato los hombres que han sido sus amantes han acabado de una forma u otra trastocados, ella nos es mostrada como una mujer sin malicia, entregada al goce sexual y rebosante de encanto. Pese a que la historia inicialmente parece algo lenta y puede resultar algo confusa por los saltos temporales, ésta va creciendo poco a poco con algunos de los mejores aciertos de puesta en escena del filme: la conversación del protagonista con uno de los amantes de Osan, en que los sonidos del bar se desvanecen y Tasaka nos muestra solo al amante dejando en todo momento fuera de plano a Santa, haciendo de ésta una escena especialmente intensa; o el desenlace de tintes fantasmagóricos en que da a entender la presencia del fantasma con el cambio en el paisaje.

En la última historia Nakamura se convierte en Jukichi, un fabricante de braseros artesano que tiene una amplia familia a la que mantener pero que está completamente alcoholizado. ¿El motivo? Sus braseros de concepción artesanal no venden lo suficiente para mantener a los suyos, que deben dedicarse a otros trabajos para subsistir, y en paralelo dos antiguos colegas suyos, que se han hecho ricos fabricando braseros en serie, le intentan convencer para que abandone sus técnicas tan artesanales.
Éste es quizá el episodio menos conseguido de todos y el que más desconcierte al espectador, porque una vez planteado el punto de partida no sucede ningún gran acontecimiento que haga cambiar la trama. Pero para mí en realidad el problema no está en ese hecho sino en que el disfrute de la historia va condicionado a cuantas escenas es capaz de aguantar el espectador de Nakamura haciendo de borracho, ya que muchas resultan innecesariamente reiterativas. Llama la atención cómo pese a su condición de borracho, sigue siendo un hombre genuinamente querido por todos: una mujer que está enamorada de él y regenta un bar se preocupa de cuidarle sin segundas intenciones (aunque sus cuidados pasan por ofrecerle alcohol en abundancia, lo cual no me parece especialmente acertado dadas las circunstancias) y su mujer e hijos le quieren pese al tipo de vida que lleva (y cuya excesiva tolerancia hacia sus excesos tampoco parece una buena solución).

Resultan conmovedores pequeños detalles como los niños pequeños jugando a representar una típica escena familiar en que la que hace de madre debe cuidar al que hace de padre estando borracho, mostrando como los más pequeños han interiorizado ese tipo de instantes como algo normal en su cotidianedad. Y al final la base de la historia estará en el hecho de que, aunque Jukichi piensa que lo mejor para los suyos sea irse de casa (y de hecho objetivamente es así), se acaba dando cuenta de que ellos prefieren mucho antes esa vida caótica pero a su lado. El momento culminante es una larga conversación entre Jukichi y su esposa en que tratan ese tema, que se inicia en plano general y va progresivamente acercándose a ambos hasta acabar convertido en un plano corto en el momento más climático y emocional de la charla. Y todo ello sin que el espectador se dé cuenta, con una sutileza encomiable, en que no se percibe el truco hasta que la cámara ya está al lado de los personajes. Es un episodio en el que realmente no sucede nada remarcable pero que a cambio creo que resulta genuinamente emotivo.
En global Cold Rice, Osan and Chan es pues un más que notable filme que me reafirma en mi sospecha de que Tasaka es un cineasta muy interesante al que vale la pena seguir la pista. Aunque no suele emplear recursos muy llamativos, a menudo te sorprende con alguna idea visual o de puesta en escena que enriquece la película o con detalles muy bien buscados como hacer que cada una de las tres historias empiece con un plano de Nakamura caminando de espaldas, para darles cierta conexión entre sí. Así pues, habrá que seguir indagando en su filmografía y continuar reivindicando su nombre.
