Pocos directores han sabido reflejar tan bien como Douglas Sirk el lado más amargo del sueño americano, de la respetable familia americana de clase media-alta que vive en una bonita casa con criada. Sirk fue todo un experto en plasmar a la perfección esa visión tan idealizada que se vendía constantemente al público en anuncios y series de televisión para introducir un elemento desestabilizador que daba pie al melodrama. Por otro lado, si Sirk fue uno de los grandes creadores del melodrama cinematográfico es porque, aún sirviéndose de argumentos que a veces rozaban lo folletinesco, conseguía crear películas asombrosas, humanas y creíbles, que no se regodeaban en los sentimientos de los personajes y exponían el conflicto sin ir a la lágrima fácil. La sensación que tengo es que esa manera de proceder refleja que el director veía más el melodrama como un medio que como un fin en sí mismo.
El protagonista de Siempre Hay un Mañana (1956) es Clifford Groves, un empresario que posee un próspero negocio de juguetes y tiene una esposa y tres hijos. Pese a este marco idílico, su vida es aburrida y mediocre, y aún siendo el cabeza de familia se siente ignorado en su propio hogar. Por ello, para él resulta un cambio estimulante la reaparición en su vida de Norma, su antigua pareja, ahora una diseñadora de moda divorciada, ya que ella le hace volver a sentirse apreciado y recordar su juventud perdida. No obstante, su hijo mayor Vinnie sorprende a su padre en uno de sus encuentros con Norma y sospecha que está cometiendo adulterio.
Al contrario que en otras historias similares – por ejemplo Un Extraño en mi Vida (1960) de Richard Quine, que parte de una premisa idéntica -, en este caso Sirk nos muestra un adulterio que no llega a consumarse del todo. De hecho, el protagonista es un hombre demasiado bueno y casi inocente como para ser capaz de cometer un adulterio a la primera de cambio. En ese sentido el guión prácticamente se pone de su parte justificando esa tentación, ya que lo que vemos no es a un hombre sucumbiendo a la tentación, sino a un padre de familia bueno y cariñoso que al sentirse desatendido busca ese amor que no recibe en otra parte.
La tensa escena en que los dos hijos de Clifford van a hablar secretamente a Norma para reprocharle su conducta es un ejemplo de esta idea. Lo más lógico sería que los dos hijos, inocentes y encantadores, le echaran en cara a la pérfida adúltera que estuviera destrozando su familia. Pero en un sorprendente giro aquí se cambian las tornas y acaba siendo Norma la que critica a los dos adolescentes por utilizar a su padre sin ofrecerle nada a cambio. Si un hombre como Clifford se ha dejado tentar es para buscar lo que encuentra a faltar en su hogar. Aquí es donde el film de Sirk demuestra ser más interesante y casi innovador: en vez de condenar el adulterio en sí mismo pone de manifiesto lo que ha llevado a un hombre bueno e irreprochable a cometerlo, tampoco justificándole pero sí haciendo que nos sintamos identificados con él sin la peligrosa moralina de Hollywood, que condena todo lo que vaya contra los principios tradicionales americanos.
Aparte de ese planteamiento, el film se desmarca de lo que sería un melodrama convencional por la inteligente dirección de Sirk y un hábil guión que utilizan numerosos elementos para transmitir las ideas clave. Por ejemplo, la forma de utilizar el espacio sobre todo en lo que respecta a la casa, la máxima representación del hogar familiar, un entorno cerrado y sin intimidad donde sólo hay un teléfono, lo que hace casi imposibles las confidencias. En cierto momento Clifford le dice a su esposa que desea salir y verse libre, a lo que ella responde que no siente tal necesidad. Esta conversación muestra la disparidad de caracteres: Clifford anhela huir de ese tipo de vida mientras que su esposa está cómoda en su papel de madre ama de casa. Es por ello que Clifford se siente atraído por Norma cuando ésta le saca de ese espacio; de hecho, gracias a su aparición puede salir al teatro la primera noche de su encuentro. Más adelante, en una escena muy significativa, éste se ve incapaz de entrar en casa después de un encuentro con Norma, su esposa le acompaña creyendo que se encuentra mal pero inmediatamente vuelve a entrar cuando su hija le llama, dejándole solo.
Otra analogía que se menciona de forma explícita es la del juguete robot que Clifford quiere comercializar. Puede que sea una comparación algo ridícula pero la idea es bastante clara: Clifford dice sentirse como ese robot que sólo habla y camina, se siente como un hombre que se dedica a seguir la misma rutina y que al llegar a su hogar no interactúa apenas con su familia, quienes lo ven solo como ese elemento que les proporciona techo y comida. Sirk insiste en esta idea insertando planos del robot junto a Clifford en diferentes momentos de la película, especialmente al final, que pese a la apariencia de final feliz en realidad es bastante amargo: Clifford se ve condenado a permanecer ahí encerrado y contempla apesadumbrado el avión en que viaja Norma, su alternativa a una nueva vida más emocionante. Aunque sus hijos se muestran atentos con él, sospechamos que le espera una vida gris encerrado en esas cuatro paredes cumpliendo su papel de «robot».