Después de los agitados años que vivió Rusia a principios del siglo XX (que incluyen una guerra mundial y una revolución socialista), el país tuvo que lidiar con un problema que era consecuencia directa de todo ello: el dramático aumento de niños y adolescentes abandonados por sus familias o huérfanos. Para evitar que todos estos jóvenes se vieran abocados a la delincuencia como manera de subsistir, se crearon comunas y centros destinados tanto a darles cobijo como a enseñarles una profesión con la que ganarse la vida honradamente. De eso trataría la primera película sonora del cine soviético: El Camino de la Vida (1931) de Nikolai Ekk.
Los protagonistas son una serie de muchachos que malviven en la calle a base de pequeños hurtos hasta que la policía da con ellos. Como muchos de ellos son reincidentes, inicialmente se propone enviarlos a un correccional, pero Nikolai, un miembro del consejo encargado de decidir el futuro de los jóvenes, se opone. Éste sugiere enviarles a una comunidad libertaria, donde podrían aprender oficios útiles que les permitirían tener una forma honrada de subsistir. Después de hablar con los niños, liderados por uno apodado Mustapha el Dandy, éstos aceptan e inician una nueva vida bajo la atenta mirada de su protector.
El Camino de la Vida es obviamente una película aleccionadora que, como buena parte del cine soviético de la época, no esconde su faceta propagandística, que ensalza otra de las muchas maravillas de la Rusia comunista. Del mismo modo, la evolución de la trama hoy día nos puede parecer algo naif, dando a entender que casi todos los jóvenes delincuentes pueden reformarse con cierta facilidad salvo algunos episodios muy concretos.
Pero olvidemos por un momento esas dos pegas un tanto cínicas y disfrutemos simplemente del film, porque El Camino de la Vida es una obra preciosa, con un mensaje humanista y esperanzador que puede que no nos lo creamos pero que está enunciado de forma tan honesta como emotiva. La película incide en la idea de la confianza y la necesidad de los jóvenes de sentirse valorados de nuevo, de ahí que no intenten escapar de la comunidad donde por fin le pueden otorgar un sentido a sus vidas. En ese aspecto se nota que el guión está co-escrito por alguien muy versado en la materia, Anton Makarenko, un célebre pedagogo y educador social que basa la trama en sus experiencias personales – una propuesta alternativa de educación que me ha hecho venir a la mente las películas mudas que hizo King Vidor sobre el juez Brown, quien también aplicaba a los delincuentes juveniles penas que no se basaban tanto en castigarlos como en animarles a trabajar y hacer el bien.
En ese aspecto resulta fundamental su reparto, integrado en buena parte por huérfanos auténticos, pero que pese a su tono más colectivo tiene dos personajes que destacan claramente: Nikolai y Mustapha. En el caso del primero no es de extrañar, ya que lo interpreta un actor de gran talento como es Nikolai Batalov – cuyo papel más recordado en el cine es el de La Madre (1926) de Pudovkin. Éste no solo dota a su personaje de un gran carisma sino que hace que ese prototípico educador social enrollado sea totalmente creíble por los gestos, las miradas o la forma de interactuar con los jóvenes (la escena en que se gana su confianza ofreciéndoles tabaco es impagable). Se nota que Nikolai siente simpatía por ellos y no puede evitar reírse de algunas de sus travesuras. No obstante, el gran descubrimiento de la película es Mustapha, con esos ojos pequeños de pillo y su contagiosa risa sonora.
A cambio, se le puede achacar al guión alguna deriva innecesaria que le resta su tono tan auténtico, como la escena en que Nikolai y varios miembros de la comunidad van a una cabaña cercana donde se ofrece bebida y jovencitas alegres para atraer a aquellos débiles de espíritu. No deja de ser un tanto irónico que un educador como Nikolai que busca reformarlos para que abandonen el crimen les anime a tirar adelante una solución tan poco pedagógica como es irrumpir en el refugio con pistolas.
Por otro lado, uno de los motivos por los que El Camino de la Vida fue tan célebre en su momento es que se trata de la primera película sonora soviética pero también una de las primeras grandes obras sonoras europeas. De hecho en su momento tuvo un enorme éxito a nivel internacional y sirvió como modelo a otros autores respecto al uso del sonido.
El no tener una banda sonora omnipresente (un rasgo típico del primer cine sonoro) le da un estilo mucho más crudo que aumenta su realismo. En muchos planos tengo incluso la sensación de estar oyendo «mapas sonoros» meticulosamente construidos, en que Ekk cuida qué se escucha exactamente en cada momento: qué efectos de sonido se van utilizando, cuáles se han de ir realzando, cuáles deben irse apagando, cómo deben combinarse entre ellos, etc. Al no haber todavía técnicas tan avanzadas de registro, hasta el más mínimo sonido tenía que planificarse si se quería que se escuchara.
Además, lo que le da ese estilo tan especial a la película es que tiene esa crudeza del primer cine sonoro en combinación con un estilo de montaje y de uso general de la imagen heredero de la época muda. Una muestra clarísima de ello son los planos de la madre de uno de los chicos que acabará en la comunidad peinando su larga melena ante la mirada fascinada de su hijo. Más adelante, la muerte de la madre es recreada en un prodigio de montaje que demuestra que la innovación del sonido no tenía por qué acabar con los logros de la era muda. Por otro lado, la inauguración final del ferrocarril convertida en marcha funebre – que me recuerda a la escena final de esa maravilla que es Tierra (1930) de Dovzhenko – es también una escena muy poderosa e inolvidable visualmente.
Una película preciosa surgida curiosamente en una época extraña con el inicio de las purgas stalinistas y el fin de la edad de oro del primer cine soviético. En ese contexto, El Camino de la Vida emerge como un canto al optimismo, una obra llena de esperanzas y buenas intenciones tan necesaria en el difícil momento en que salió a la luz como hoy día, en que su singular belleza y su conmovedor humanismo nos resultan llamativos por la pureza con que Nikolai Ekk los evoca.