URSS-Rusia

Qué Difícil Es Ser un Dios [Trydno byt bogom] (2013) de Aleksey German

 

La idea es la siguiente: hay un planeta llamado Arkanar en el que se descubre que hay una civilización idéntica a la nuestra… pero que se ha quedado anclada en la Edad Media. Unos científicos acuden a investigar esta curiosa sociedad y uno de ellos es tomado por parte de sus pobladores como un hijo bastardo de Dios. La premisa sin duda suena muy prometedora, pero a la hora de afrontar Qué Difícil Es Ser un Dios (2013) hay que tener en cuenta un detalle muy importante o la película supondrá una absoluta decepción para el espectador: ésta no es una obra de ciencia ficción. De modo que de pronto descubrimos que la premisa sobre la que se construye el filme resulta ser un McGuffin. Porque en el fondo Qué Difícil Es Ser un Dios es básicamente una representación de la Edad Media.

Partiendo de ello, aquí nos encontramos con una de esas películas en que es crucial decidir si el espectador entra o no en el juego que propone el director, y que tiende a provocar una clara división de opiniones. Porque lo que nos ofrece aquí el veterano director Aleksey German – Control en los Caminos (1971), Veinte Años sin Guerra (1977) – en su obra póstuma es un viaje de tres horas a la Edad Media sin ningún tipo de cortapisas. Todo resulto confuso y caótico, y apenas hay un hilo argumental claro en el que apoyarnos más allá de los diferentes espacios por los que se mueve el protagonista. La clave está en que dicho filme es la mejor representación que he visto de la Edad Media en un filme, en gran parte porque transmite a la perfección cómo creemos que debería ser vivir en aquel ambiente. A causa de ello, Qué Difícil Es Ser un Dios es inevitablemente una película muy sucia, explícita, escatológica y en ocasiones desagradable, pero nunca gratuita. Jamás tengo la sensación de que German busque impactar fácilmente al espectador y de hecho todas las acciones que suceden en la pantalla son presentadas con la misma distanciada frialdad por muy desagradables que sean.

En ese sentido resulta absolutamente fundamental el estilo de dirección escogido por German, basándose en largos planos secuencia en que la cámara se mueve como si fuera un personaje más, dándonos por tanto la sensación de que somos espectadores ajenos a ese mundo asistiendo a esos horrores. Ahí es donde se justifica esa premisa de ciencia ficción de la que nace el argumento: ¿por qué inventarse la premisa de un planeta anclado en la Edad Medieval? ¿No es más fácil simplemente hacer un filme que suceda en esa época? La gracia de esta premisa es que el cineasta puede acentuar la sensación de extrañeza que nosotros, los espectadores/científicos que se encuentran en ese planeta, sienten al presenciar tamañas barbaridades, algo que se perdería de ser una película de época en que todos los personajes fueran contemporáneos a la acción que sucede – de hecho a efectos prácticos ese choque entre dos mundos distintos (el de los científicos y el del planeta que visitan) apenas se hace explícito más allá de algún momento puntual, como cuando el protagonista toca una melodía con un pequeño saxofón, un pequeño instante de ruptura respecto a lo que vemos a su alrededor.

Ésta es la diferencia que noto entre ésta y las otras dos grandes representaciones que conozco de la Edad Media en la gran pantalla: Andrei Rublev (1966) de Andrei Tarkovski y Marketa Lazarová (1967) de Frantisek Vlácil (una de las más grandes obras maestras del cine checo), que consiguen surmergirse de lleno no solo en la ambientación medieval sino en la forma de pensar de los personajes de la época, mientras que el filme de German busca expresamente ese distanciamiento y ese punto de extrañeza, haciendo énfasis en la miseria y la inmundicia entre la que se mueven los personajes. Las tres, cada una a su manera, son obras ejemplares que consiguen su propósito desde aproximaciones totalmente diferentes.

Obviamente Qué Difícil Es Ser un Dios no es una película para todos los gustos, pero en absoluto se trata tampoco de una mera recopilación de horrores medievales. Hay un trabajo de dirección cuidadísimo en el seguimiento de los personajes y una labor extraordinaria de ambientación que se apoya en una fotografía en blanco y negro muy nítida para que percibamos todos los detalles. Los espacios por los que se mueve la cámara nos resultan agobiantes, caóticos, desordenados, sucios y con gallinas y palomas por medio. Al optar por un tipo de puesta en escena en primera persona, la cámara literalmente nos sumerge en este mundo, convirtiendo el filme en una experiencia que puede resultar agotadora pero que no se puede negar que consigue su propósito.

Ciertamente, si algo no se le puede achacar es que no sea una película trabajada, de hecho a Aleksey German le llevó más de diez años completarla: inició su rodaje el año 2000 (y ya por entonces llevaba muchísimo tiempo queriendo llevarla adelante), lo fue interrumpiendo y retomando a lo largo de seis años y luego le llevó otros tantos lidiar con todo el metraje filmado. Finalmente pudo completarla en 2013 pero no llegó a ver su estreno, ya que murió ese mismo año. Es una suerte que como mínimo llegara a completar la que seguramente fuera la gran obra de su vida, al menos en magnitud. Ciertamente debe tratarse de uno de los cierres de carrera más únicos de la historia del cine.

Poema del Mar [Poema o More] (1958) de Yuliya Solntseva


Es gratificante comprobar como las inagotables cinematografías de algunos países no dejan de ofrecernos joyas por reivindicar y cineastas totalmente olvidados esperando el reconocimiento tardío que merecen. Aunque en todas partes hay indudablemente mucho por (re)descubrir, en mi caso personal las dos naciones que más me siguen dando la sensación de inabarcabilidad, de que literalmente uno nunca deja de rescatar obras más que interesantes cuando se sumerge en su pasado, son Japón y la antigua URSS.

Y uno de los nombres que más me sorprende que no se cite prácticamente nunca en el caso de la URSS es el de la directora Yuliya Solntseva, y más cuando en los últimos tiempos ha habido un fuerte movimiento de reivindicación de cineastas femeninas. Quizá influya la alargada sombra de su marido, un gigante como Aleksandr Dovzhenko con el que colaboró en algunas de sus últimas películas. De hecho, algunas de las mejores obras de Solntseva, como la que nos ocupa hoy o la preciosa El Desna Encantado (1964) invocan explícitamente a Dovzhenko (aun cuando en esa época ya había fallecido) no solo acreditándole como autor del guión, sino incluso dándole un puesto preferente en los créditos. Desconozco si eso fue una estrategia del estudio para aprovecharse del estatus de Dovzhenko o si fue su propia esposa la que quiso servirse de él. Pero en todo caso, es injusto catalogar a Solntseva como «la mujer de», ya que aunque estas películas tienen claras similitudes con alguno filmes de su marido, es más que notorio que ella tenía un enorme talento tras la cámara.

Poema del Mar (1958) podría considerarse como una obra coral, aunque formada más por pinceladas o retablos en torno a una serie de temas comunes que no por historias. Porque si algo queda claro desde el principio del film es que a Solntseva le importa un carajo preocuparse por el avance de la narrativa y prefiere quedarse con el aspecto más poético. El punto de partida es una presa que se va a construir en el río Dnieper – curiosamente en Ivan (1932) Dovzhenko también trataba sobre un tema muy parecido – que va a provocar que un pueblo cercano se inunde y que, por tanto, sus habitantes deban marcharse. Ante la inminencia del suceso, algunos antiguos habitantes que emigraron hace tiempo regresan allá, como un general con su pequeño hijo, mientras que en paralelo entre algunos de los implicados en el proyecto surgen algunos conflictos.

Desde sus primeros minutos, Poema del Mar deja clara una de las características que más me encandilan del film, y es su tendencia a dejarse llevar por disgresiones que nos apartan del punto en que nos encontramos y que puede que nos lleven de vuelta o que simplemente a otro sitio. El general camina por el campo y le vienen a la mente recuerdos de la guerra. Escuchamos ruidos de explosiones y de repente aparecen unos tanques. En un par de planos pasamos de la placidez de la naturaleza a estar sumergidos en la guerra. En otra escena, el padre de una hija que ha sido cruelmente engañada acude a visitar al joven culpable a su oficina y, mientras espera sentado evoca cómo se había imaginado la venganza, que visualizamos como una fantasía infernal. Pero mi favorita y, de hecho el momento más conmovedor del film (por no decir uno de los más emotivos que he visto últimamente) es cuando el general, de vuelta a su antigua casa, escucha una canción que le cantaba su madre de pequeño. A partir de ahí vemos una serie de planos sueltos que abarcan desde su infancia a diversos momentos de su vida; sin detalles, solo flashes que parecen resumir toda una vida que se le está escapando de las manos mientras rememora todas aquellas cosas que ya ha perdido por el camino. Pocas veces he visto evocar de forma tan clara el sentimiento de nostalgia en una película.

En lo que respecta al trabajo de Solntseva tras la cámara, sorprende que alguien capaz de hacer una película tan creativa y llamativa visualmente no haya adquirido más reconocimiento. El uso del color es extraordinario, no conozco otro cineasta que haya sabido filmar mejor los atardeceres que ella en ésta y las otras películas suyas que he visto. Además, recupera muy hábilmente esa concepción casi panteísta del cine de Dovzhenko, fundiendo a la perfección hombre y naturaleza. En una muestra de su voluntad por no poner ningún límite a su creatividad, la directora se permite además algunas rarezas que enfatizan ese tono poético e irreal: como la chica al principio de la película que cuando duerme afirma que se siente volando, lo cual nos lleva a un plano de ella en los aires como un ángel; o las dos breves escenas animadas, en una de las cuales un niño cree visualizar a un zar enterrado mientras que la otra relaciona a unos gansos volando en bandada con la idea de familia.

Poema del Mar es una obra melancólica, que celebra el progreso de la industria soviética (¡cómo no!) pero que al mismo tiempo muestra cómo esa idea de avance implica una ruptura con el pasado; que para seguir adelante hemos de destruir necesariamente algo que forma parte de nosotros mismos, que en este caso son los hogares donde la gente del pueblo ha vivido todas sus vidas. Ese breve retorno de algunos personajes al pueblo de su infancia a vislumbrar por última vez lo que fue una parte de sus vidas les supone también el enfrentarse a la idea de un pasado que no retornará, a un modo de vida que dejará de existir y que los jóvenes (como el mimado hijo del general) ya no podrán entender nunca.

El Gran Consolador [Velikiy uteshitel] (1933) de Lev Kuleshov

Hoy día tenemos la inmensa suerte de vivir en una época en que podemos ver con relativa facilidad multitud de películas antes inaccesibles y en la que, por tanto, deberíamos atrevernos a romper con las concepciones clásicas que se solían tener de ciertas etapas de la historia del cine. Por ejemplo, acabar con la idea de que la grandeza del cine soviético clásico se limita a su época muda, ya que en la era sonora son pocas las películas que han permanecido como clásicos míticos. Porque si uno se pone a rascar descubre por ejemplo que una de las mejores obras de Dovzhenko es precisamente la primera sonora de su carrera, Ivan (1932). O que sin estar a la altura de sus mayores logros, películas como Aerograd (1935) del propio Dovzhenko, El Desertor (1933) de Pudovkin y Entusiasmo (1931) de Vertov están repletas de creatividad y de formas audaces de tratar el sonido. O, centrándonos en el caso que nos ocupa, que en esa época Lev Kuleshov realizó uno de los films más curiosos de su carrera, una rareza totalmente olvidada llamada El Gran Consolador (1933).

¿Qué se suele tener en cuenta del camarada Kuleshov? Su enormísima importancia como teórico y mentor de algunos de los grandes cineastas de la época y algunas de sus películas mudas – especialmente Por la Ley (1924), seguramente su film más conseguido. Y resulta que entre sus primeras obras sonoras se halla esta pieza realmente insólita y, sí, irregular, pero también apasionante.

Presten atención al argumento, porque no es poca cosa. El film está basado tanto en la vida como en algunos relatos del escritor norteamericano O’Henry. Se nos muestra la época en que el escritor estuvo en la cárcel y cómo allá vivió con cierta comodidad al tener buena relación con el alcaide. Éste un día le propone que convenza a un presidiario experto en abrir cajas fuertes para que les haga un favor a cambio de su libertad. Pero una vez el preso les ha hecho el favor, es devuelto a su celda.

O’Henry entonces escribe un relato inspirado en este personaje, Jimmy Valentine, en el cual Valentine es justamente recompensado por el favor que ha hecho en lugar de ser engañado. Para rematarlo, en paralelo a esta historia conocemos a Dulcie, una inocente dependienta acosada por un agente de policía cuyo único vínculo con el resto de la trama es que es una gran admiradora de los relatos de O’Henry.

El Gran Consolador es de esas películas que parecen en ocasiones saturadas ellas mismas con todas las ideas y detalles que desean ofrecer al espectador. Es indudablemente una obra imperfecta, a ratos genial, a ratos fallida, pero siempre interesante. La forma como Kuleshov pone en contraste las dos historias de Valentine (la real y la ficcionada) resulta muy sugestiva: mientras que el pasaje real resulta cruel y realista, la versión ficcionada de esa historia es ligera y con un final feliz. Kuleshov enfatiza el contraste mostrando el relato ficcionado de O’Henry como una película muda humorística, que aparece insertada en mitad del film casi como un cortometraje aparte. De este modo no solo hace un contraste entre la dura realidad del mundo real y el mundo idealizado de ficción, sino que además realiza una parodia de los happy end de Hollywood que vemos que no tiene una correspondencia con el mundo real.

A cambio, la subtrama de Dulcie aparece algo descolgada. El vínculo entre las tres historias es el relato de Jimmy Valentine (la historia que sirve de inspiración, la historia en sí misma y cómo afecta a una lectora en su día a día), pero en el caso de Dulcie parece casi un aparte que podría haberse suprimido sin problema de la película; aunque eso nos dejaría sin la agradecida contribución de Aleksandra Khokhlova, una de las actrices más especiales de la era muda y presencia habitual en el cine de Kuleshov, que por cierto era su marido.

Para complicar más las cosas, Kuleshov cede el papel de O’Henry a un actor, Konstantin Khokhlov, que muestra más bien poco carisma como protagonista y de hecho el propio personaje no resulta muy atractivo al espectador, seguramente a propósito. Cuando al final de la película Kuleshov nos anuncia el «final feliz» y asistimos a un motín de la prisión mientras en paralelo vemos como Dulcie mata al hombre que la corteja, nos preguntamos si Kuleshov está siendo irónico o si de alguna manera realmente cree que ése era para él el final feliz para esas historias – o, quizá, ambas cosas a la vez.

Con su estilo extraño y desigual, El Gran Consolador es una de las reflexiones más interesantes que he visto sobre la relación del artista con el mundo y los efectos que puede tener su arte en los demás. También es sin duda una de las películas más fascinantes de Kuleshov, no solo por sus aciertos sino por sus detalles más extraños (por ejemplo la compañera de trabajo y habitación de Dulcie a la que solo vemos en forma de sombra y con una vocecita ridícula), que demuestran a un director lejos de querer seguir el camino convencional. Como es de suponer, en el difícil contexto de la Unión Soviética de los años 30, el inquieto Kuleshov estaba fuera de lugar y tras este film corrió la misma suerte que otros compañeros como Dovzhenko o Protazanov, condenados a hacer films menos personales siguiendo las líneas marcadas por el partido que, en el caso de Kuleshov, le permitió legar a la humanidad películas con argumentos tan apasionantes como una en que dos niños se proponen devolver a Stalin una pipa que ha perdido. En todo caso, antes de acabar teniendo que someterse a las imposiciones del stalinismo, Kuleshov aún tuvo tiempo de hacer algunos últimos experimentos en la era sonora como esta curiosidad que merece ser rescatada del olvido.

Ivan (1932) de Aleksandr Dovzhenko

Después de haber filmado una de las obras maestras más hermosas de la era muda, Tierra (1930), Dovzhenko irónicamente se encontraba en una situación muy conflictiva. Aunque la película fue aplaudida unánimemente en el exterior, ésta no gustó al régimen soviético, que empezó a presionar duramente al director ucraniano para que se adaptar a lo que realmente se le pedía y se dejara de cantos a la naturaleza.

Su siguiente proyecto, Ivan (1932), tenía que ser una obra más convencional que en este caso celebrara las bondades de la industrialización de Ucrania a través de la historia de unos campesinos que colaboraban en la construcción de una monumental presa en el río Pnieper. Pero de nuevo el incorregible Dovzhenko no pudo evitar tirar buena parte del metraje hacia su terreno, llenándola de ambigüedades y experimentos con el montaje y el sonido (se trataba de su primera película sonora). Sería una de las últimas ocasiones en que se podría permitir ese lujo.

De entrada debo decir que, a excepción de la magistral Tierra, tengo la impresión de que en las obras que he visto de Dovzhenko se alternan momentos absolutamente sublimes con otros que no acaban de funcionar – algo para mí especialmente visible en una de sus películas más importantes, Zvenigora (1928). En el caso de Ivan es más que palpable esa contraposición, sobre todo cuando el film parece ir basculando entre el estilo poético y transgresor típico de Dovzhenko y la propaganda soviética convencional. De hecho para mí la historia va claramente de más a menos, comenzando de forma absolutamente prometedora con esos bellos planos del río que nos hacen esperar una segunda parte de Tierra en cuanto a estilo y temática.

Al igual que sucedía en su anterior obra, Dovzhenko se recrea en el paisaje y nos regala esos planos tan característicos en que el cielo cubre la mayor parte de la pantalla; y al igual que en Tierra, la forma que tiene de contar la historia puede resultar algo confusa en los primeros visionados, al añadir cortes súbitos e inesperados entre diferentes espacios o situaciones: de esos planos del río se nos lleva a una charla en que un orador anima a los campesinos a unirse a la industrialización, y de ahí a una serie de planos individuales de campesinos opinando sobre el tema. Está claro que Dovzhenko no va a abandonar su forma de contar las cosas.

El protagonista es el joven Ivan (aunque, para hacer todo más confuso, hay otros personajes que también se llaman así), un campesino voluntarioso que participa junto a su padre en la construcción de la presa. En una de las escenas más extrañas de la película, Ivan trabaja duro construyendo unas vías y seguidamente todos le aplauden por el buen trabajo hecho. Pero la sorpresa llega cuando de repente oímos la voz de uno de los jefes echándole en cara el mal trabajo que ha hecho y de ahí un par de planos nos devuelven a la realidad: lo que hemos visto antes era una fantasía del propio Ivan, a quien en realidad están amonestando. Pongámonos en la situación del espectador de la época, no preparado aún para este tipo de juegos de montaje, que se esperaría el típico relato del héroe soviético que da título a la película y de repente se encontraba con esto. El bueno de Dovzhenko se estaba quedando con ellos, ofreciendo primero el clásico relato que todos esperamos (el joven trabajador que se gana la admiración de los demás por su dura faena) para luego defraudar nuestras expectativas. No está mal para ser una película hecha bajo la atenta mirada del gobierno.

Merece destacarse también la forma como Dozhenko maneja el sonido en esta escena, utilizando la voz en off del capataz para romper la fantasía antes de que veamos la realidad, pero la película está plagada de usos muy ingeniosos de esta nueva técnica. En la escena en que un trabajador muere en un accidente y la madre acude junto al cadáver, el director utiliza el silencio absoluto para acentuar la gravedad de la situación. Cuando ésta entonces va corriendo a la oficina a denunciar lo sucedido, Dovzhenko nos satura con una serie de sonidos industriales que remarcan el peligro y caos que supone trabajar en la presa. Se trata de una de las mejores escenas de la película que, ay, se viene abajo en su resolución: cuando la madre llega hasta al encargado, éste se encuentra denunciando por teléfono la falta de seguridad y exige cambios inmediatos. Al oír eso, la madre decide irse sin decir nada: lo importante es que se tomen medidas para que el resto de trabajadores estén seguros, ciertamente una postura muy poco creíble para una madre que acaba de perder a su hijo. Es uno de esos momentos en que el aspecto propagandístico del film gana terreno.

Uno de los personajes más memorables de la película es un pescador holgazán que se dedica a reprochar al resto que se pongan a trabajar. Lo encarna Stepan Shkurat, quien en Tierra interpretaba el inolvidable papel del padre y que aquí, escuchándolo hablar en uno de sus primeras películas sonoras, resulta reconfortante comprobar que tiene el vozarrón profundo que le imaginábamos. Teóricamente su personaje debería encarnar al antagonista, el que se antepone al progreso, pero de nuevo Dovzhenko nada a contracorriente, casi parece que le tenga más simpatía que al aburrido protagonista dotándole de más humanidad y proporcionándole algunos instantes humorísticos. Uno de éstos de nuevo se sirve de la novedad del sonido: por un megáfono alguien se dedica a burlarse de él y éste intenta huir de esa voz que parece omnipresente (más adelante también destruirá una radio, parece que al personaje no le gusta nada ese tipo de innovaciones sonoras). Incluso en un par de ocasiones se dirige directamente a cámara aumentando la complicidad con el espectador. Ciertamente Dovzhenko se estaba tomando muchas libertades.

Pese a estos y otros logros (las escenas de todo el funcionamiento de la maquinaria industrial son apabullantes) la película acaba decayendo en el tramo final cuando la propaganda finalmente se impone al estilo personal del director. Inevitablemente asistimos a muchos discursos, congresos del partido y aprendemos que la moraleja final es una apología a la educación de los jóvenes como Ivan por el bien de la sociedad. Lo cual no impidió que la película no llegara a funcionar en su época y fuera considerada un fracaso. Pero aun aceptando su estilo desigual, Ivan atesora tantos logros y detalles interesantes y demuestra de una forma tan rica la creatividad de su autor, que me sigue costando de entender el absoluto ostracismo en que se encuentra hoy día. Va siendo hora de rescatarla y disfrutar de ella.

Sol Blanco del Desierto [Beloe solntse pustyni] (1970) de Vladimir Motyl

La amplia y variada geografía de Rusia ciertamente da pie a la realización de películas de todo tipo, más allá de la imagen que normalmente asociamos al país vinculada con paisajes helados. De hecho la parte que comunica con Asia se reveló como el terreno ideal para filmar lo que se conoce como «ostern», es decir, una especie de equivalente de los westerns pero ambientado en los territorios de la Unión Soviética. Las películas no tenían que tratarse necesariamente de westerns en cuanto a temática, pero sí que tomaban del género la estética y el tipo de argumentos o conflictos, como es el caso del film que nos ocupa hoy.

Sol Blanco del Desierto (1970) no solo es uno de los ejemplos paradigmáticos de «ostern» sino que es una de las obras más famosas de la historia del cine soviético, hasta el punto de que ha trascendido a la cultura popular del país (como curiosidad, se instauró como costumbre que los astronautas rusos vieran el film antes de lanzarse al espacio como ritual de buena suerte).

Su historia es una curiosa combinación de elementos cogidos del western, gags puramente humorísticos y juegos con el choque entre culturas o tradiciones. Ambientada en la zona del Mar Caspio, su protagonista es el soldado Fyodor Sukhov, que tras haber combatido en la Guerra Civil, marcha en solitario por el desierto para regresar a su hogar y reunirse con su esposa. Por el camino se encuentra con un hombre llamado Sayid enterrado en la arena con la cabeza al descubierto, al que salva la vida permitiéndole que éste pueda partir en busca del bandido que mató a su padre.

Más adelante se encuentra con otros oficiales rojos que le encomiendan una misión: custodiar el harén de un famoso bandido huido (Abdullah) hasta un poblado, donde podrán esperar a que el pelotón de soldados rojos acuda a por ellas en unos días. Como ayudante se le confía al joven e inexperto Petrukha. Pero una vez llega al poblado, Sukhov no logra desentenderse del encargo tan rápidamente como le gustaría y debe fortificarse para esperar la llegada de Abdullah y sus cómplices.

Como puede intuirse, el argumento se sirve de una situación muy en la línea de Solo Ante el Peligro (1952) y Río Bravo (1959), en que el héroe debe hacerse fuerte en un pequeño poblado para prepararse para el ataque de unos bandidos, contando además con muy pocos aliados a su favor. La película parte de esta premisa tan atractiva para a partir de ahí moverse de forma muy hábil entre el cine de aventuras con toque western y la comedia pura y dura. Porque Sukhov, aparte de ser un combatiente hábil y muy inteligente, es ante todo un personaje de talante irónico al que se le ha asignado el papel de héroe a su pesar. Más que parecer preocupado por su difícil situación, parece alguien a quien todo le trae sin cuidado, resignado a salvar a esas damiselas en apuros porque no tiene más remedio.

De hecho uno de los puntos más destacables del film es la forma como juega con el choque de culturas, lo cual provoca que por ejemplo las mujeres del harén tomen al protagonista por su nuevo amo (lo cual da pie a una divertida fantasía en que se imagina en su hogar conviviendo con su mujer y todas esas jóvenes) o que cuando se vean sorprendidas intenten taparse la cara con su ropa… dejando irónicamente al descubierto sus mucho más sugerentes ombligos.

En paralelo tenemos otras pequeñas historias, como el dueño de un museo obsesionado con que no se dañen sus reliquias o un oficial de aduanas semirretirado que desea volver a entrar en acción pero lo tiene prohibido por su mujer, que teme quedarse viuda. En ese aspecto resulta curioso contrastar la visión del matrimonio representada por el harén de jóvenes serviciales respecto a la de ese oficial grandullón sometido al dominio de su esposa.

En conjunto, Sol Blanco del Desierto es una película notable que fluye perfectamente evocando tanto elementos del western como de la comedia pura (por ejemplo, esos ancianos fumando perezosamente sobre una caja de dinamita), con imágenes de poso melancólico (esas cartas del protagonista dirigidas a su añorada esposa) junto a otras más crudas (los ataques de los bandidos), al mismo tiempo que nos permite disfrutar de una parte poco explotada cinematográficamente de la geografía rusa. Muy recomendable.

El Camino de la Vida [Putyovka v zhizn] (1931) de Nikolai Ekk

Después de los agitados años que vivió Rusia a principios del siglo XX (que incluyen una guerra mundial y una revolución socialista), el país tuvo que lidiar con un problema que era consecuencia directa de todo ello: el dramático aumento de niños y adolescentes abandonados por sus familias o huérfanos. Para evitar que todos estos jóvenes se vieran abocados a la delincuencia como manera de subsistir, se crearon comunas y centros destinados tanto a darles cobijo como a enseñarles una profesión con la que ganarse la vida honradamente. De eso trataría la primera película sonora del cine soviético: El Camino de la Vida (1931) de Nikolai Ekk.

Los protagonistas son una serie de muchachos que malviven en la calle a base de pequeños hurtos hasta que la policía da con ellos. Como muchos de ellos son reincidentes, inicialmente se propone enviarlos a un correccional, pero Nikolai, un miembro del consejo encargado de decidir el futuro de los jóvenes, se opone. Éste sugiere enviarles a una comunidad libertaria, donde podrían aprender oficios útiles que les permitirían tener una forma honrada de subsistir. Después de hablar con los niños, liderados por uno apodado Mustapha el Dandy, éstos aceptan e inician una nueva vida bajo la atenta mirada de su protector.

El Camino de la Vida es obviamente una película aleccionadora que, como buena parte del cine soviético de la época, no esconde su faceta propagandística, que ensalza otra de las muchas maravillas de la Rusia comunista. Del mismo modo, la evolución de la trama hoy día nos puede parecer algo naif, dando a entender que casi todos los jóvenes delincuentes pueden reformarse con cierta facilidad salvo algunos episodios muy concretos.

Pero olvidemos por un momento esas dos pegas un tanto cínicas y disfrutemos simplemente del film, porque El Camino de la Vida es una obra preciosa, con un mensaje humanista y esperanzador que puede que no nos lo creamos pero que está enunciado de forma tan honesta como emotiva. La película incide en la idea de la confianza y la necesidad de los jóvenes de sentirse valorados de nuevo, de ahí que no intenten escapar de la comunidad donde por fin le pueden otorgar un sentido a sus vidas. En ese aspecto se nota que el guión está co-escrito por alguien muy versado en la materia, Anton Makarenko, un célebre pedagogo y educador social que basa la trama en sus experiencias personales – una propuesta alternativa de educación que me ha hecho venir a la mente las películas mudas que hizo King Vidor sobre el juez Brown, quien también aplicaba a los delincuentes juveniles penas que no se basaban tanto en castigarlos como en animarles a trabajar y hacer el bien.

En ese aspecto resulta fundamental su reparto, integrado en buena parte por huérfanos auténticos, pero que pese a su tono más colectivo tiene dos personajes que destacan claramente: Nikolai y Mustapha. En el caso del primero no es de extrañar, ya que lo interpreta un actor de gran talento como es Nikolai Batalov – cuyo papel más recordado en el cine es el de La Madre (1926) de Pudovkin. Éste no solo dota a su personaje de un gran carisma sino que hace que ese prototípico educador social enrollado sea totalmente creíble por los gestos, las miradas o la forma de interactuar con los jóvenes (la escena en que se gana su confianza ofreciéndoles tabaco es impagable). Se nota que Nikolai siente simpatía por ellos y no puede evitar reírse de algunas de sus travesuras. No obstante, el gran descubrimiento de la película es Mustapha, con esos ojos pequeños de pillo y su contagiosa risa sonora.

A cambio, se le puede achacar al guión alguna deriva innecesaria que le resta su tono tan auténtico, como la escena en que Nikolai y varios miembros de la comunidad van a una cabaña cercana donde se ofrece bebida y jovencitas alegres para atraer a aquellos débiles de espíritu. No deja de ser un tanto irónico que un educador como Nikolai que busca reformarlos para que abandonen el crimen les anime a tirar adelante una solución tan poco pedagógica como es irrumpir en el refugio con pistolas.

Por otro lado, uno de los motivos por los que El Camino de la Vida fue tan célebre en su momento es que se trata de la primera película sonora soviética pero también una de las primeras grandes obras sonoras europeas. De hecho en su momento tuvo un enorme éxito a nivel internacional y sirvió como modelo a otros autores respecto al uso del sonido.

El no tener una banda sonora omnipresente (un rasgo típico del primer cine sonoro) le da un estilo mucho más crudo que aumenta su realismo. En muchos planos tengo incluso la sensación de estar oyendo «mapas sonoros» meticulosamente construidos, en que Ekk cuida qué se escucha exactamente en cada momento: qué efectos de sonido se van utilizando, cuáles se han de ir realzando, cuáles deben irse apagando, cómo deben combinarse entre ellos, etc. Al no haber todavía técnicas tan avanzadas de registro, hasta el más mínimo sonido tenía que planificarse si se quería que se escuchara.

Además, lo que le da ese estilo tan especial a la película es que tiene esa crudeza del primer cine sonoro en combinación con un estilo de montaje y de uso general de la imagen heredero de la época muda. Una muestra clarísima de ello son los planos de la madre de uno de los chicos que acabará en la comunidad peinando su larga melena ante la mirada fascinada de su hijo. Más adelante, la muerte de la madre es recreada en un prodigio de montaje que demuestra que la innovación del sonido no tenía por qué acabar con los logros de la era muda. Por otro lado, la inauguración final del ferrocarril convertida en marcha funebre – que me recuerda a la escena final de esa maravilla que es Tierra (1930) de Dovzhenko –  es también una escena muy poderosa e inolvidable visualmente.

Una película preciosa surgida curiosamente en una época extraña con el inicio de las purgas stalinistas y el fin de la edad de oro del primer cine soviético. En ese contexto, El Camino de la Vida emerge como un canto al optimismo, una obra llena de esperanzas y buenas intenciones tan necesaria en el difícil momento en que salió a la luz como hoy día, en que su singular belleza y su conmovedor humanismo nos resultan llamativos por la pureza con que Nikolai Ekk los evoca.

Algunos Días en la Vida de Oblómov [Neskolko dney iz zhizni I.I. Oblomova] (1980) de Nikita Mikhalkov

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¿No les ha pasado en alguna ocasión que se han encariñado tanto con los personajes de una novela que casi desearían que el autor dejara de lado los conflictos que hacen avanzar la trama para permitirnos simplemente disfrutar de ellos? Esto es lo que creo que le sucedió al cineasta soviético Nikita Mikhalkov – recordado sobre todo por la laureada Quemado por el Sol (1994) –  cuando decidió adaptar la novela Oblómov (1859) de Iván Goncharov.

Este clásico es recordado especialmente por su protagonista, que se hizo célebre al convertirse en la máxima representación de «hombre superfluo», un prototipo de personaje muy habitual en la literatura rusa del siglo XIX. El hombre superfluo es alguien de posición acomodada que no necesita trabajar y mantiene una actitud eminentemente pasiva. También es alguien sensible y culto que es consciente de su inutilidad pero que se ve incapaz de ponerle remedio. Oblómov, propietario de unas tierras que se pasa todo el día tumbado en el sofá dormitando y rechazando propuestas que impliquen el más mínimo esfuerzo, es probablemente el hombre superfluo por excelencia.

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Pero he aquí lo que hizo Mikhalkov: cogió la trama de Goncharov y la redujo al mínimo, despojó al guión de todos los personajes negativos que provocan conflictos así como de la mayoría de sus subtramas, y concentró todo en el trío protagonista, es decir, Oblómov, su mejor amigo Stotlz y Olga, de la que éste se enamora. Incluso consiguió que la pereza exasperante de Oblómov nos parezca más justificada alternando continuamente flashbacks de su idílica infancia. De esta manera, más que un parásito, Oblómov nos parece un hombre extremadamente sensible que no ha sabido adaptarse a los tiempos.

Cuando en dos ocasiones Stotlz se lo lleva consigo a diferentes eventos sociales podemos ver cómo literalmente se ve incapaz de adaptarse a ese tipo de situaciones: en una reunión con un personaje importante éste se muestra extremadamente simpático con Stotlz e ignora por completo a su amigo, mientras que en la reunión de sociedad un violentado Oblómov intenta escaparse al considerarse el objeto de burla de los demás.

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Tal y como reza con toda honestidad el título del film, Algunos Días en la Vida de Oblómov (1980) concentra la acción a unos momentos muy concretos de su protagonista. Pero no aquéllos más importantes sino los que muestran mejor la interacción entre los personajes: las divertidas bromas que le gasta Stotlz así como sus reproches, los paseos por el campo o el entrañable episodio final de la bicicleta. De hecho, para sorpresa del espectador, la película prácticamente termina con esta última estampa tan idílica mientras una voz en off narra todo lo que sucedió con sus vidas en los años posteriores. ¿Realmente ese paseo en bicicleta merece más nuestra atención que los enlaces matrimoniales de los personajes y su llegada a la paternidad? En realidad, ¿por qué no? Creo que Mikhalkov se siente demasiado a gusto con ellos en estos pequeños momentos como para preocuparse por narrar lo que uno esperaría.

Sí que se le puede reprochar a la película, no obstante, su excesiva duración (dos horas y cuarto) además de su innecesario epílogo. En mi opinión tanto minutaje no encaja con la voluntad de la película de centrarse en un aspecto muy concreto de la novela y hace que en ciertos momentos se haga algo larga. No obstante, el balance general de Algunos Días en la Vida de Oblómov es más que satisfactorio y consigue el que creo que es el principal propósito del director: hacernos disfrutar de sus protagonistas.

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Crimen y Castigo [Prestuplenie i nakazanie] (1970) de Lev Kulidzhanov

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En el famoso libro de entrevistas que realizó François Truffaut a Alfred Hitchcock hay un momento en que el veterano director habla sobre la imposibilidad de realizar adaptaciones cinematográficas de grandes obras de la literatura, poniendo como ejemplo Crimen y Castigo (1866) de Fyodor Dostoievski.

Como es sabido, el director finlandés se animaría a hacer una versión del libro en 1983 para demostrar que eso no era cierto, pero en realidad ya existían otras adaptaciones precedentes que lo probaron, como una versión expresionista dirigida por Robert Wiene en 1923 y otra dirigida por Lev Kulidzhanov en la URSS en 1970, considerada esta última como la gran adaptación canónica del texto de Dostoievski.

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No le faltaba parte de razón a Hitchcock en el sentido de que es mucho más cómodo partir de un mal libro que de una obra maestra de la literatura. En este segundo caso no solo hay que soportar las inevitables comparaciones sino que, si se quiere hacer una versión fiel al original, hay que encontrar el término medio entre mantener su espíritu y los detalles que le dotan de grandeza, y adaptar su contenido a un lenguaje puramente cinematográfico. Si no, obtenemos como resultado la clásica adaptación literaria discursiva y plomiza, que está tan empeñada en ser fiel al libro que no se atreve a adquirir entidad fílmica propia, para mí el peor pecado posible.

Es por ello que por ejemplo tengo también en buena consideración la adaptación que hizo de esta novela Josef von Stenberg en Hollywood en 1935. Es cierto que no deja de ser una adaptación que, siguiendo los estándares de la industria, se pasa el libro por el forro, rescata los pocos elementos distinguibles y la reconvierte en el esperado producto hollywoodiense. Pero independientemente de eso es una buena película. Es cierto que no reflejaba bien el espíritu de la obra de Dostoievski pero a cambio nos dejó un buen film. En cambio una película absolutamente fiel pero sin vida nos daría como resultado un mal film exento de interés (¿para qué ver una traslación encorsetada de la novela pudiendo recurrir al libro?).

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Partiendo de esta idea, si la adaptación que tratamos hoy goza de tanto prestigio es porque efectivamente consigue ser un fiel reflejo del libro pero al mismo tiempo es una obra puramente cinematográfica. Siguiendo el camino que había abierto la monumental versión de Guerra y Paz (1966-1967) de Sergei Bondarchuk consistente en hacer las versiones fílmicas definitivas de grandes clásicos de la literatura rusa, esta adaptación de Crimen y Castigo acabó adquiriendo la extensa duración de casi cuatro horas que obligó a dividirla en dos partes, aunque sospecho que hay varias escenas que acabaron en el suelo de la sala de montaje.

En general, la película es una traslación cinematográfica muy fidedigna de la novela en que únicamente en ocasiones se nota la falta de algunas escenas ausentes del metraje final (algunas alusiones a Razumikhin, el mejor amigo del protagonista, en el último tramo de la película) y donde solo he encontrado dos escenas con un defecto muy corriente de este tipo de adaptaciones cinematográficas, la tendencia a acelerar el ritmo para tener tiempo de introducir todos los elementos de ese momento del libro: la primera escena de la comisaría y la de la trampa que tiende Luzhin a Sonya, que además son momentos de gran tensión que se beneficiarían de un ritmo más lento.

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Por otro lado, su amplia duración le permite a Kulidzhanov extenderse no solo en la historia del estudiante Rodion Raskolnikov, que asesina a una prestamista y su hermana, sino en las de todos los personajes secundarios que adquieren también una enorme importancia en la novela. Lo que no quita que de entre todo este enorme reparto ciertamente destaque con luz propia el actor protagonista Georgiy Taratorkin, una excelente elección como Raskolnikov, no solo por su interpretación sino por su aspecto y caracterización, que reflejan perfectamente la situación enfermiza y decadente del personaje. A modo de curiosidad, éste era uno de los primeros papeles de Taratorkin en el cine y tuvo que compaginar como pudo el rodaje con el trabajo que tenía por entonces en el teatro. Que Kulidzhanov le escogiera aun así para el papel demuestra la fe que tenía depositada el director en él.

A cambio, si bien todo el reparto hace un notable trabajo, creo que el decisivo personaje del inspector de policía no funciona. Y no porque no tenga ese carácter tan irónico y charlatán del libro – puesto que, tal y como he dicho, hemos de aceptar desviaciones de la novela – sino porque sencillamente carece de carisma. En su primera conversación con Raskolnikov a veces parece que se esté durmiendo de aburrimiento, y cuando se va convirtiendo en una amenaza más real para el protagonista su presencia no nos resulta intimidatoria. Siendo uno de los personajes clave de la novela, es una pena que precisamente sea el que peor funcione a nivel de reparto.

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A nivel de ambientación, Kulidzhanov consigue transmitir a la perfección esa estética sucia y malsana, claramente visible en el asfixiante apartamento del protagonista, que tanta importancia tiene en la novela. La elección del blanco y negro resulta muy acertada en este propósito, y más si tenemos en cuenta que el realizador rechazó una tentadora oferta de coproducción con Francia que quería que la película fuera una gran producción en color.

Como aliciente adicional, la película se permite incluso algunas pequeñas licencias respecto a la novela, como la escena inicial del sueño y detalles muy interesantes como la lectura de la carta de la madre Raskolnikov, filmada a modo de diálogo con ella. De todos modos quizá el cambio más significativo sea la ausencia de epílogo, donde Raskolnikov por fin parecía conseguir redimirse de su crimen y encontrar un sentido a su existencia. En este caso el film corta repentinamente con la confesión del protagonista, un final menos esperanzador pero mucho más impactante.

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Con ciertas desviaciones que capturan perfectamente el espíritu del libro, un sólido trabajo de dirección y un guión que sabe hábilmente qué pasajes elidir o resumir de la novela y cuáles respetar, no es de extrañar que esta versión de Crimen y Castigo se haya convertido en la adaptación canónica de la obra de Dostoievski; una película que puede resultar de interés tanto a aquellos que lleguen a ella a través de la obra original (esperando por tanto ver en imágenes lo que las ha ofrecido el libro), como aquellos que simplemente quieran disfrutar de un gran film sin conocer la novela. avlcsnap-2017-01-21-13h00m33s185

Pérdida de Sensación [Gibel sensatsii] (1935) de Aleksandr Andriyevsky

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En ocasiones hay películas que ya de entrada lo tienen todo ganado de antemano. En mi universo particular una película soviética de los años 30 sobre robots gigantes utilizados por perversos capitalistas como mano de obra más efectiva es apostar a caballo ganador. Pero cuando uno se adentra en el visionado de Pérdida de Sensación (1935) de Aleksandr Andriyevsky descubre que hay más.

Atentos al argumento: en un país capitalista imaginario el joven y ambicioso ingeniero Jim Ripple inventa unos robots capaces de hacer el trabajo de las personas en fábricas. Ripple se escuda en que si los robots acaban con el trabajo que le toca a las personas, éstas serán más libres para vivir por su cuenta y que a la larga eso acabará con el capitalismo (¿?). Su hermano mayor, Jack, es el líder del sindicato de trabajadores y se opone radicalmente a su invento, argumentando que traerá la desgracia a los obreros, que es lo que acaba sucediendo cuando los dueños de las fábricas prescinden de ellos por los robots. Si la idea de una historia anticapitalista con robots no les parece suficientemente atractiva, me permito añadir que Jim controla los robots tocando el saxofón, dando pie al impagable cartel de la película que tienen más arriba.

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Partiendo de una premisa absolutamente irresistible y como mínimo original, Pérdida de Sensación es un magnífico ejemplo de cómo se puede llevar el concepto de cine propagandista hacia terrenos insólitos. La finalidad de la película es clara, darnos a entender una vez más los perversos tejemanejes de los grandes empresarios capitalistas y la lucha del pueblo para reivindicar sus derechos, pero el camino que toma para ello es tan extravagante que no podría importarnos menos.

De hecho, se nota que el director y el guionista de la película disfrutaron de esta imposible amalgama de ciencia ficción, crítica social y humor. Hay un momento especialmente delirante en que Jim, totalmente alienado después de haber perdido el favor de su familia, se encierra en la fábrica a tocar el saxofón mientras los robots bailan a su alrededor. Escenas como ésta evidencian la voluntad más abiertamente lúdica que propagandística de sus responsables.

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Por otro lado, sin ser tampoco una gran joya oculta, Pérdida de Sensación es – excentricidades aparte – una obra notable que funciona más allá del aliciente de la combinación improbable de temáticas. El trabajo de realización de Aleksandr Andriyevsky es muy eficaz, destacándose en la última escena en que los robots destruyen el pueblo de los obreros hasta que éstos consiguen controlarlos enfrentándolos a los capitalistas. Aunque este tipo de escenas que dependen de monstruos o robots tienden a quedar algo desfasadas, Andriyevsky compensa las limitaciones «interpretativas» de los robots con una muy buena puesta en escena y modulando con buen pulso el suspense.

El problema con muchas películas que parten de una premisa tan excéntrica es que raramente la obra suele estar a la altura de las expectativas que genera, pero no es el caso de Pérdida de Sensación. Es un film realmente entretenido, bien acabado y que sabe aprovechar las posibilidades de los robots sin tomarse a sí mismo demasiado en serio. Además tiene el aliciente de ser una de las primeras películas que conozco en utilizar a hombres mecánicos, aparte de algunos curiosísimos precedentes de la era muda. Desafortunadamente en su época la película gozó de poca difusión a causa del cierre del estudio que la produjo, pero hoy día bien es una curiosidad que bien merece ser reivindicada.

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Nostalgia [Nostalghia] (1983) de Andrei Tarkovski

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Pese a ser un cineasta respetadísimo y aclamado por toda Europa, a principios de los 80 Andrei Tarkovski se encontraba en plena crisis, harto de batallar continuamente contra las autoridades soviéticas a causa de sus películas. Por ello, inevitablemente sus dos últimas obras se acabarían realizando fuera de su país: Nostalgia (1983), que se filmaría en Italia, y Sacrificio (1986) rodada en Suecia siendo ya un exiliado. El Tarkovski de esos años es un personaje impregnado de un sentimiento de tristeza que se reflejaría en sus películas, y que incluso no dudaría – igual que hizo en El Espejo (1975) – en incluir referencias autobiográficas en Nostalgia, comenzando por el nombre del protagonista (Andrei) y los diálogos sobre la situación en Rusia.

En Nostalgia, Tarkovski finalmente pareció desvincularse del todo de lo que concierne a la narrativa, desmigando el argumento hasta hacerlo casi inexistente. De esta forma se acercaba al concepto de la esencia del cine, utilizando la película como vehículo en el que dar cabida a sus inquietudes sin estar necesariamente supeditado al avance de un conflicto argumental, algo que ya se intuía de hecho en su obra anterior, Stalker (1979), pero que aquí está llevado al extremo. Los argumentos y conflictos cada vez le interesaban menos a Tarkovski y sus nuevos guiones preferían centrarse en el mundo interior de sus personajes, en este caso un escritor de viaje en Italia. La grandeza de su propuesta reside en cómo consigue reflejar de forma plenamente cinematográfica esas inquietudes y esa tristeza.

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Aquí intuimos a un Tarkovski desencantado que creía que la sociedad occidental estaba en plena decadencia por la falta de fe de los individuos. De esta forma, sus últimas películas intentaban rescatar esa faceta mística a la que parecían haber renunciado las personas. No obstante, para el cineasta esa falta de fe no va ligada a ninguna de las religiones tradicionales, sino que es un concepto más místico e individual. Esto queda reflejado en la escena inicial en que la traductora, Eugenia, entra en una iglesia a contemplar un cuadro que la emociona tanto que consigue hacerla llorar. En contraste, el sacerdote intenta obligarla a arrodillarse y a aceptar la religiosidad tradicional que practican las mujeres que hay en el templo, pero Eugenia es incapaz de hacerlo. La auténtica espiritualidad que consigue conmoverla está más en la contemplación de un cuadro que en los tradicionales ritos cristianos. Por otro lado, el personaje de Domenico, un loco que ha tenido a su familia encerrada siete años por creer que iba a llegar el fin del mundo, acaba siendo la persona que interesa más al protagonista, porque es alguien que aún mantiene intacta su capacidad de creer hasta sus últimas consecuencias, es la figura del chiflado iluminado.

Nostalgia por tanto invoca una serie de inquietudes trascendentales que en realidad no se restringen a esta película y que continuarían de hecho en la posterior Sacrificio (1986), sobre la cual se pueden intuir ya ciertos guiños (como la historia del hombre que quema la casa de sus amos en una especie de gesto redentor). En el caso de este film se contraponen dos imágenes de sacrificios que sus personajes llevan a cabo como actos de fe y liberación. El de Domenico es el ejemplo de sacrificio efectuado como acto público y ostentoso, que en ocasiones roza el ridículo quizá no tanto por culpa del personaje sino sobre todo por las personas que le rodean y se burlan de él (por ejemplo el que le cede el mechero y hace gestos deseando que se prenda fuego de una vez), una muestra de esa sociedad a la que Tarkovski acusa de haber perdido su espiritualidad y que ignora las proclamas de un hombre que sí tiene auténtica fe.

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En contraste tenemos el gesto efectuado por Andrei, que da pie a una de las escenas más recordadas y bellas de la filmografía de Tarkovski: un largo plano secuencia en que el escritor intenta atravesar una piscina con una vela encendida, una petición hecha por Domenico anteriormente. Uno de esos momentos que reflejan a la perfección la forma como el cineasta utiliza el tiempo, puesto que solo si experimentamos en tiempo real el esfuerzo y la dificultad que supone una tarea en apariencia tan menor, solo así podemos apreciar su valor. Un detalle interesante es lo poco dado que era el propio Tarkovski a juegos posmodernos de concebir escenas abstractas con la idea de que simbolizaran algo y dieran pie a numerosas interpretaciones. En este caso, el paseo por la piscina con la vela no es más que lo que dice la película: un acto de fe. Y la belleza de dicho plano está en precisamente no entenderlo más que de esa forma.

A nivel cinematográfico, seguramente Nostalgia sea la obra menos lograda de los siete largometrajes de Tarkovski, aunque posee todas las cualidades que hacen de su cine una experiencia tan única y especial (pocos directores saben alternar de forma tan sugerente y hermosa entre sueños, recuerdos y realidad). Pero igualmente está llena de interés no solo por su contenido sino también por mostrarnos el camino que estaba siguiendo en esos años su creador y que le conduciría hasta Sacrificio.

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