Los Mejores Años de Nuestra Vida [The Best Years of Our Lives] (1946) de William Wyler

Hay películas que, más allá de sus innegables cualidades fílmicas, parecen tener un efecto catalizador en el público del momento al haber coincidido su estreno con un momento muy delicado para la sociedad de la época. Dos de los ejemplos más claros creo que son dos filmes americanos que conectaron especialmente bien con el trauma de posguerra de los Estados Unidos en dos momentos de su historia: El Cazador (The Deer Hunter, 1978) de Michael Cimino – un filme que en otro contexto sería absolutamente inverosímil imaginarlo como éxito de taquilla dada su duración y estilo – y, por supuesto, Los Mejores Años de Nuestra Vida (The Best Years of Our Lives, 1946) de William Wyler, que si bien no resulta sorprendente que fuera un taquillazo con el reparto que tenía, sí que puede chocar que lo fuera a tales niveles, hasta el punto de convertirse en una de las películas de Hollywood más taquilleras de los años 40.

Estando ante un absoluto clásico en mayúsculas tengo la impresión de no poder aportar mucho a todo lo que se ha escrito sobre él, pero después de un último revisionado me apeteció dedicarle un rincón en este gabinete. El filme explica la historia de tres excombatientes de la II Guerra Mundial que vuelven a su pueblo: el Sargento Al Stephenson, el Capitán Fred Derry y el suboficial Homer Parish. Pese a que todos desean retomar sus vidas, también se encuentran nerviosos ante la perspectiva de regresar tras tanto tiempo. Al tiene una mujer, dos hijos ya crecidos y un empleo estable en el banco, pero en su primera noche prefiere salir a emborracharse por no sentirse cómodo en casa. Fred tiene a su mujer, Marie, con la que se casó estando en el ejército pero apenas ha convivido con ella. Y por último Homer perdió sus manos en un ataque en el barco donde estuvo y en su lugar tiene dos ganchos.

De entrada creo que el gran aspecto a destacar de esta monumental película (por duración, reparto y, por extensión, ambiciones) es el tratar el que era uno de los grandes dramas del momento, la llegada de tantos excombatientes de la II Guerra Mundial a sus hogares, sin un tono grandilocuente o trágico. La historia nunca pierde su todo de cotidianedad; las discusiones y enfrentamientos entre personajes tratan sobre su vida y su futuro, pero apenas mencionan la guerra directamente, se entiende como un trauma que sobrevuela sin acabar de concretarse salvo en algunos momentos puntuales que comentaremos más adelante. Y en ese aspecto creo que merece de entrada aplaudirse el magnífico guion de Robert E. Sherwood, que además tiene el mérito añadido de no hacerse cansino pese a tratar varias historias diferentes en las que, en realidad, no sucede casi nunca ningún gran conflicto impactante y que aun así no se hacen aburridas.

La idea del hombre que ha pasado de estar varios años adiestrado para matar a otras personas y luego debe volver a su vida normal ha sido tratada a menudo en cine y literatura, de hecho se ve reflejada casualmente en un popular libro que estoy leyendo ahora, El Hombre del Traje Gris de Sloan Wilson, una desencantada crítica a la América próspera de los años 50. Pero en este filme el fantasma de la guerra se ha dejado de lado y lo que se evoca aquí es una idea más universal: la de unos hombres que no encajan en una sociedad que ido avanzando mientras estaban fuera, la incapacidad de retomar sus vidas allá donde las dejaron años atrás, esa sensación de que «ya nada será como antes» y que ese hogar que recordaban con nostalgia es cosa del pasado.

Lo interesante de este filme es que ese mundo al que intentan adaptarse no es necesariamente hostil o injusto contra ellos. A Al le espera una familia encantadora y un ascenso en el banco, mientras que los padres de Homer están orgullosísimos de él y su novia Wilma está deseando casarse con él. Solo la historia de Fred resulta algo más tópica – aunque no por ello deja de ser muy real – con esa mujer con la que se casó impulsivamente y que descubre que no tiene nada en común con él, ello sumado además a la necesidad de retomar su empleo de poca monta en la tienda donde trabajaba con su antiguo ayudante ascendido ahora a ser su superior.

Y si bien la historia de Fred discurre por un patrón más hollywoodiense con el descubrimiento de su verdadero amor (Peggy, la hija mayor de Al) y una escena más violenta en que se enfrenta a un cliente de su tienda, las de Al y Homer no siguen el patrón típico. El personaje de Al nunca llega a parecer del todo cómodo en su nuevo trabajo y al final del filme da la impresión de que se volverá un alcohólico, mientras que el punto de inflexión que permite a Homer casarse con Wilma no viene a raíz de ningún hecho significativo, sino de la insistencia de su novia y un diálogo en el que finalmente rompen la barrera que se interpuso entre ellos. No parece material muy hollywoodiense y tengo la impresión de que la subtrama de Fred, algo más «peliculera» (no por ello desdeñable en absoluto) sirve para dar un poco más de sabor a un filme que podría resultar potencialmente aburrido al público de la época, una película que, no lo olvidemos, se toma casi una hora en presentar a los personajes y mostrarnos su primer día en su pueblo, antes de que las diferentes historias empiecen a avanzar.

Y desde luego ese tono tan reposado, que se toma su tiempo en dejar que nos familiaricemos con los personajes, funciona tan bien en gran parte por su excelente reparto, que sostiene la historia incluso en los numerosos momentos en que aparentemente no está sucediendo nada relevante: de entrada tenemos a estrellas como Fredrich March, Dana Andrews e incluso una Myrna Loy en un papel algo desaprovechado para su talento pero en que irradia encanto y una química muy particular como mujer de Al. Mención aparte merece Teresa Wright como Peggy, la hija de los Stephenson, encarnando a la que es objetivamente la joven perfecta de la que es imposible no enamorarse: inteligente, ingeniosa, bonita, con sentido del humor y responsable. Sobre el papel un personaje así no se sostendría por no ser creíble, pero de alguna forma Wright consigue que nos parezca totalmente real.

Tanto Virginia Mayo encarnando a la caprichosa mujer de Fred como la encantadora Cathy O’Donnell como la sensible novia de Homer resultan secundarias de primer nivel, pero incluso los actores no profesionales funcionan muy bien. Hoagy Carmichael era un compositor de éxito que apareció también en algunas obras de Hollywood en papeles pequeños – quizá le recuerden como el pianista de Tener y no Tener (To Have and To Have Not, 1944) de Howard Hawks – y aquí tiene un papel muy pequeño como el tío de Homer, dueño de un bar, que en sus pocas escenas transmite una personalidad dulce y compasiva pese a que su personaje esté muy poco desarrollado. Y por descontado la gran sorpresa del filme es Harold Russell, un excombatiente real sin dotes actorales, en su único papel en el cine encarnando a Homer. Su interpretación está cargada de una sensibilidad y de una dignidad que jamás harían sospechar que no era un intérprete profesional, y es una muestra de lo adecuados que en ocasiones son los amateurs cuando están bien dirigidos, como es el caso.

De hecho, relacionado con esta eficaz galería de actores principales y secundarios, otro aspecto que me gusta mucho de la película es cómo algunos de los personajes secundarios dan la sensación de que tienen una vida propia más allá de lo que vemos en el filme, algo que queda más que patente en las pocas y breves escenas en que Fred visita a su padre. ¿Qué vemos? Una casucha miserable, un anciano que rebosa orgullo y cariño hacia su hijo y un Fred que corresponde a sus atenciones pero quiere vivir por su cuenta. Los caracteres de la pareja de ancianos (él más retraído, ella mucho más expansiva) están perfectamente definidos en sus pocas interacciones con Fred. Y un detalle nada menor: Fred llama a la mujer que vive con su padre por su nombre de pila, pero no se refiere a ella como «mamá», por tanto es improbable que sea su madre.  A partir de aquí se puede intuir toda una historia detrás en la que no se profundiza pero que transmite la sensación de que estos personajes totalmente secundarios no se dedican simplemente a dar la réplica a Fred, sino que tienen vida propia más allá de las historias principales de la película. Son el tipo de detalles que dan más color a un filme y demuestran un enorme cuidado no solo de los personajes principales sino de todos los que conforman este pequeño universo.

Aunque Los Mejores Años de Nuestra Vida no es una película que busque crear «grandes» momentos para mí contiene al menos dos instantáneas absolutamente inolvidables y muy poderosas que están vinculadas con los problemas internos de los personajes. Una es la escena en que Homer se va a dormir y le pide a su padre que le ayude. Hasta ahora habíamos visto cómo se apañaba sorprendentemente bien con sus ganchos sustituyendo sus manos, de hecho era uno de los aspectos más llamativos del personaje y que entendíamos que fomentaba su deseo de que nadie le ayudara o sintiera compasión por él. Pero he aquí que en la intimidad de su dormitorio Homer realmente necesita a alguien para desvestirse e irse a dormir. Y Wyler nos muestra ese momento con una contención y respeto hacia Homer admirable. No le da dramatismo, no pone énfasis en el hecho de que se encuentre desvalido, simplemente nos muestra esa rutina ya aceptada por él y su padre preservando esa sensación de intimidad con planos muy cerrados, como si estuviéramos en un espacio privado en que Homer no quiere que entre nadie más.

Cuando más adelante Wilma y él tienen la conversación a raíz de la cual se reconciliarán, el punto decisivo radicará en el momento en que Homer le mostrará precisamente ese ritual que tanto le avergüenza porque pone en evidencia que, por mucho que no dé esa imagen en el mundo real, seguirá siempre dependiendo de alguien. La manera como Wilma le acompaña con tanta ternura y amor convierte a esta escena en el momento más emotivo de la película, una instantánea que de nuevo da tal sensación de intimidad y conexión entre los dos que parece casi que nos hayamos colado en una habitación donde no debiéramos estar.

La otra escena para mí más remarcable de la película es toda una exhibición de las dotes de dirección de William Wyler y el soberbio trabajo de fotografía de Gregg Toland, una instantánea en que por primera vez el director trata de forma directa los traumas de la guerra pero de nuevo sin ser explícito ni salirse del interior del personaje. Fred, sin trabajo y sin mujer, decide marcharse del pueblo pero antes pasa por un cementerio de aviones de guerra que ahora ya no tienen ninguna utilidad en tiempos de paz, una metáfora muy obvia sobre él mismo.

Después de pasear entre ellos, se sube a uno y por unos minutos vuelven a él las sensaciones de cuando estuvo pilotando un bombardero en la guerra, y por un momento sufre una pequeña crisis nerviosa. No es un instante que Wyler subraye excesivamente, no hay gritos ni flashbacks traumáticos, pero consigue el efecto esperado sirviéndose de la composición de planos y el montaje, que va creando una cierta tensión hasta que un hombre llama la atención a Fred y éste vuelve a la realidad.

El desenlace de la película curiosamente solo ofrece un final realmente satisfactorio a la subtrama de Homer con la conmovedora escena de la boda, pero no a las demás. No tenemos claro que Al vuelva a sentirse cómodo en su trabajo y que su afición al alcohol sea una fase pasajera (aunque con una mujer como Mirna Loy a su lado es obvio que estará en muy buenas manos), y por otro lado, ¿qué futuro les espera a Fred trabajando de chatarrero junto a una chica tan sofisticada y criada en una familia de bien como Peggy? Nada nos hace augurar que les vaya a ir necesariamente mal, pero tampoco lo contrario.

Quizá lo que hace de ésta una película tan remarcable respecto a los dramas de su época es esa voluntad de no ofrecer soluciones satisfactorias al tema que trata, ni tampoco de abordar los problemas de los protagonistas como conflictos típicamente hollywoodienses con sus puntos bajos y sus momentos álgidos. Más bien es un retrato de una serie de personajes que no consiguen retomar sus vidas donde las dejaron y que, como todo el mundo, simplemente se ven obligados a seguir adelante como pueden. Algo que no deja de ser aparentemente banal pero tremendamente complicado de abordar de una forma tan sobresaliente en una película regida por los patrones narrativos del Hollywood clásico.


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6 comentarios

  1. Vaya vaya, mi querido Doctor, qué inmenso favor acaba de hacerme…
    No sé si a usted le ocurre lo mismo, pero a mí me pasa que hay algunas películas que me parecen tan grandes y en algún sentido inabarcables que no me veo capaz de escribir sobre ellas, aunque sean sobre las que quizá más tendría que decir.
    Los mejores años de nuestra vida es un film que, desde la primera vez que lo vi, tuve una sensación muy fuerte, que en parte creo que usted describe muy bien en su crítica, de estar ante algo que llega a lo más alto desde la mayor mesura.
    Siendo como es, bien dice usted, un producto absolutamente clásico del más clásico de los creadores de la más clásica de las industrias, sin embargo se desenreda con una naturalidad y una humanidad tan francas, tan sencillas e intemporales, que por momentos cuesta recordar que estamos en una peli de ficción con un plantel de estrellas conocidas que se llevaría muchos oscars.
    No sé qué más decir, es una peli que me gusta tanto, me parece tan grande… que me quedo sin palabras. Gracias que está usted para ponerlas, y que sea por muchos años, los mejores de nuestras vidas, espero, aunque les falte media estrella.

    Un abrazo muy muy agradecido

    1. Claro que me sucede, muy a menudo. Y de hecho cuando revisioné ésta no fue con la intención de reseñarla después, pero hubo un par de momentos que me calaron muy hondo en este revisionado (las escenas que he destacado de Homer desvistiéndose antes de dormir y la de Fred en el cementerio de aviones) que me animaron a intentar hacerle justicia.

      Creo que lo que sucede con esta película es lo que usted dice y yo intenté desmenuzar en mi reseña. Es el sistema de estudios de Hollywood en su vertiente más profesional pero con una sensibilidad especial, como si sus creadores quisieran tratar el tema con una delicadeza extrema. Ya son varios los que me han comentado por redes sociales que ésta es una de sus películas favoritas, así que realmente no es cosa nuestra, algo tendrá. Celebro pues que le haya gustado mi reseña… y que me perdone la media estrella que le faltaba (aunque le aseguro que estuve dudando sobre si dársela o no, pero en caso de duda soy bastante rácano para poner las 5, no me lo tenga en cuenta).

      Un abrazo.

  2. William Wyler es un director que reivindico mucho y que hoy me parece poco revalorizado. Explicas perfectamente en tu texto brillante las peculiaridades y puntos fuertes de esta película, que me gusta muchísimo. Sin embargo, me gustaría recordar también que ese mismo año Edward Dmytryk en la RKO estrenó una película muy olvidada y con mucha menos repercusión en su momento, pero con la misma temática y que también me parece brillante en muchos aspectos, «Hasta el fin del tiempo» (Till the End of Time,1946). Cuenta también la vida de tres soldados que regresan y sus dificultades. Y hay momentos que no pueden olvidarse o por lo menos yo no olvido.
    Seguro que la has visto y si no es así, creo que va interesarte un montón.

    Beso
    Hildy

    1. Querida Hildy, cada comentario tuyo es sinónimo de nuevos deberes para mí… ¡pero maravillosos deberes! Porque siempre me traes alguna película que no he visto o, directamente, no conocía, como es el caso. Apuntadísima queda.
      Sobre Wyler, creo que tuvo un bajón de popularidad entre estudiosos hace tiempo por influencia de esa nueva generación de críticos que arremetió contra él – entre otros – por representar el cine de Hollywood de calidad a la vieja usanza, pero desde hace un tiempo creo que ya no es así. Cuando lo menciono casi siempre oigo alabanzas y respeto ante una carrera que habla por si sola.
      Un abrazo.

  3. Esta valiente y sincera película, realizada en el momento justo en que debía hacerse, significó un aldabonazo en la conciencia de una sociedad que pretendía «ignorar» que había habido una guerra, pasando muchas veces por encima de los dramas personales de quienes fueron a ella sin desearlo. El proverbial barro­quismo y ampulosidad que habían conformado hasta entonces la arquitectura narrativa de los melodramas de William Wyler, (a los que acudiría de nuevo, dos años después, en la recargada y sombría LA HEREDERA) coherentemente desaparecen en esta crónica, merced a una cámara que se desnuda para captar con precisión toda la fuerza de unos personajes y unas situaciones que de ningún modo admitían la retórica. Así, todos los elementos del film, desde el excelente guión de Robert E. Sherwood, hasta una minuciosa dirección de actores, pasando por el soberbio trabajo de Gregg Toland (operador habitual en los films de Wyler y Welles) contribuyeron a convertir la película que nos ocupa en el trabajo de mayor alcance, más redondo e inspirado de su autor.

    1. Hola Teo,
      Coincido totalmente en lo que dice sobre cómo Wyler cambió su estilo de dirección para adaptarlo al tono que requería una historia que, ciertamente, salió en el momento justo y necesario. Una muestra más de lo gran director que era Wyler, y que no se trataba de un simple mercenario que hacía buenas películas de prestigio impersonales.
      Un saludo y gracias por su comentario.

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