El Signo de Leo [Le Signe du Lion] (1962) de Éric Rohmer

Hay películas a las que uno tarda en pillarle el punto, y no es hasta cierto momento preciso cuando algo hace clic y empieza uno a verla con otros ojos. Y no me refiero necesariamente a que haya un cambio radical en el argumento o estilo, sino quizá a que uno se acostumbre a la propuesta y la vea con otros ojos, o simplemente que con el tiempo acabe entrando por fin en la película. Eso es lo que me ha sucedido con El Signo de Leo (Le Signe du Lion, 1962), el primer largometraje del que a la larga fue uno de los directores más célebres y prolíficos de la Nouvelle Vague, Éric Rohmer.

Vista hoy con perspectiva es inevitable hacerlo sabiendo lo que vino después, es decir, que Rohmer tendría una larga carrera con un estilo propio muy reconocible e imitado. Pero en 1962 esto no era más que el debut de otro de los escritores de la Cahiers du Cinéma, que además llegaba un poco más tarde que sus compañeros de revista y se notaba que era un esfuerzo hecho en colaboración con ellos (Claude Chabrol fue el productor y Jean-Luc Godard interpreta un pequeño y peculiar personaje sin diálogos que escucha insistentemente el mismo fragmento de una sinfonía durante una fiesta). Teniendo en cuenta todo ello, que el filme fuera un fracaso de taquilla que además provocó que Rohmer se tomara cinco años en rodar su siguiente largometraje, resulta comprensible. A Rohmer se le vería entonces como a otro cahierista intentando subirse al carro de la Nouvelle Vague a remolque del resto, y su primera propuesta era un filme interesante pero desde luego ni tan fresco ni innovador como el de sus compañero. De hecho Rohmer no empezó a florecer como cineasta hasta prácticamente diez años después del estallido de la Nouvelle Vague, pero a cambio se mantuvo ocupado durante ese tiempo dedicándose sobre todo a filmar documentales y cortometrajes mientras focalizaba sus esfuerzos en la Cahiers, donde acabaría entrando en conflicto con sus compañeros más progresistas como Jacques Rivette y Godard.

El protagonista del filme que nos ocupa es un americano asentado en París, Peter Wesselrin, que se entera de que va a recibir una enorme fortuna como herencia de una tía suya recientemente fallecida. Radiante de felicidad, organiza una fiesta a la que invita a amigos y conocidos en la que se deja el poco dinero que tiene, pero al cabo de unos días averigua que en realidad es su primo el único heredero. Dado que Peter no tiene un trabajo estable y malvive de la música, se encuentra de repente sin dinero con el que subsistir en mitad del verano, justo cuando todos sus amigos y conocidos están fuera de vacaciones y no pueden ayudarle. Poco a poco, la situación de Peter se va agravando hasta acabar sucumbiendo en la mendicidad.

Como comentaba al inicio, la primera mitad de El Signo de Leo no me convenció demasiado, y me pareció un filme algo rutinario y sin nada especial. Es cierto que, aunque todavía no posee los rasgos que definirían el cine de Rohmer, sí que se intuye su gusto por retratar un grupo de personas y las relaciones entre ellos. Pero aquí todavía no había logrado esa capacidad tan definitoria de su cine por dotar de auténtica humanidad a todos los personajes, conseguir que incluso los secundarios parezcan personas de carne y hueso con una personalidad perfectamente definida, y que los diálogos fluyan con tal naturalidad que parezcan tomados de la vida real. De modo que el transcurso de la fiesta y sus inmediatas consecuencias no me logran transmitir mucho.

La cosa se vuelve interesante cuando Peter empieza a quedarse sin dinero y sin amigos a los que recurrir. Porque aquí Rohmer se toma su precioso tiempo en ir retratando este lento proceso de degradación, captando algo que me parece interesantísimo: el momento en que una persona acaba desembocando en la mendicidad, el que entendamos que eso no es algo que suceda de un día para otro sino que va ocurriendo lentamente e implica algo tan importante como que la persona en cuestión vaya asumiendo su triste situación poco a poco. Quizá en el momento en que Peter acaba teniendo que dormir en el raso por primera vez es cuando ha dado ya el paso decisivo para aceptar su nueva condición, pero aun así Rohmer nos ha dado a entender ese cambio con varios pequeños detalles y situaciones, como el pasar de comprarse un líquido para limpiarse una mancha en los pantalones (es decir, todavía se preocupa por su imagen y gasta dinero en un producto que está lejos de ser una necesidad vital) a rebuscar un trapo en la basura con que atar una suela suelta.

El filme transmite muy bien además la dolorosa indiferencia del resto del mundo ante la desgracia ajena. Cómo mientras nuestra situación personal está en crisis, el resto de personas siguen pasando por nuestro lado totalmente ajenos a ello. Hay un plano que me gusta especialmente en que Peter se encuentra sentado en el Sena, ya hambriento y desesperado, y pasa detrás suyo un barco lleno de elegantes turistas disfrutando de las vistas de la ciudad. Para ellos Peter es otro elemento del paisaje. Y de hecho uno de los aspectos más remarcables del filme es el retrato que nos regala Rohmer del París de la época: las conversaciones que pillamos a medias, las parejas que disfrutan del buen tiempo junto al Sena, las cafeterías siempre llenas… Todo ello un reflejo de un París que ya no existe en que una monstruosa figura como la de Pierre nos rompe la armonía de la estampa típicamente parisina.

Existe en francés un término para denominar a los que nosotros llamamos «sin techo» que a mí me resulta bastante curioso como colmo de los eufemismos, que es «sans domicile fixe» («sin domicilio fijo»), un término que podría emplearse tanto para vagabundos como para nómadas digitales. El punto final de la caída en desgracia de Peter es, efectivamente, el no tener un sitio propio en el que refugiarse. La forma como Rohmer ha retratado este lento proceso de decadencia me ha hecho venir otras obras muy interesante a la mente. La más obvia es otro filme francés de la época Una Simple Histoire (1959) de Marcel Hanoun, que relata la misma idea a través de las desventuras de una madre soltera llegada a París pero con un estilo más interesante y coherente en su globalidad. Pero también hay pasajes que me recuerdan inevitablemente a Boudu Salvado de las Aguas (Boudu Sauvé des Eaux, 1932) de Jean Renoir, sobre todo la imagen de ese vagabundo ruidoso que queda de forma consciente al margen de la sociedad. Y si nos vamos a la literatura, otra obra que he tenido muy presente durante el visionado es El Palacio de la Luna del recientemente fallecido Paul Auster, con esa minuciosa descripción del proceso que lleva a su protagonista a dejarse llevar por las circunstancias adversas hasta quedarse sin recursos y verse obligado a dormir en la calle. Y si bien en el libro de Auster esto constituye un proceso consciente, en el caso del filme que nos ocupa en el fondo uno no puede evitar pensar que hay algo de eso, que en el fondo Peter, en su absoluta inconsciencia y en su cabezonería por no buscar de forma más activa una solución convencional a sus problemas, está en el fondo dejándose hundir por pura rabia ante la indiferencia del resto del mundo.

Más allá de eso, tanto el inicio como el final en que reaparecen los amigos de Pierre me resultan un tanto convencionales y menos interesantes. Pero solo por las imágenes de un valor casi documental del París de la época y ese largo tramo central en que se nos hace experimentar el calor, la fatiga y el proceso de dejarse abandonar hasta acabar en la miseria, solo por esos dos elementos este debut de Rohmer merece ser tenido en cuenta aún siendo una película menor, no solo en comparación con sus obras posteriores sino con los debuts de sus compañeros cahieristas.

2 comentarios

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.