Trust es un film que no se anda con rodeos. Empezamos con un primer plano de una adolescente que pide con total descaro cinco dólares a sus padres. Éstos se enfrentan a ella porque ha dejado el instituto. Ella replica que su única ambición es casarse con un compañero que la ha dejado embarazada. Su padre la insulta. Ella le propina una bofetada y se marcha furiosa. Mientras tanto, su padre muere de un infarto debido a la impresión. No está mal, ¿verdad?
Hal Hartley es uno de los nombres clave dentro de la escena indie norteamericana de los 90, que incluye también a cineastas como Gus Van Sant o Steven Soderbergh. Este tipo de films para mí siempre han tenido un encanto especial que ya justifica por sí solo su visionado: ese estilo tan auténticamente noventero, ese estilo tan fresco a medio camino entre el cine europeo de autor y las convenciones de la tradición norteamericana, esas tramas que encaran conflictos generacionales y en ocasiones temas tabú como el sexo (Sexo, Mentiras y Cintas de Vídeo) o las drogas (Drugstore Cowboy) y un estilo saludablemente modesto y austero.
Este largometraje podría considerarse uno de los mejores exponentes de este tipo de cine. Nos narra en paralelo la historia de Mary y Matthew: dos personas desubicadas con mucho en común. Ambos están en conflicto con sus familias disfuncionales y no acaban de encontrar su lugar en la sociedad. Entre ellos empieza a surgir una relación que Hartley evita muy inteligentemente tratar como una historia de amor. No hay confesiones románticas ni siquiera contacto físico. Simplemente un aprecio y respeto mutuos que les lleva a protegerse y ayudarse mutuamente.
Ese enfoque tan delicado que evita caer en las redes del romanticismo es uno de mis aspectos favoritos de la película, reforzado especialmente por los actores protagonistas: Adrienne Shelly y Martin Donovan. Shelly consigue pasar de forma armoniosa de la adolescente caprichosa que se gasta en cerveza los únicos cinco dólares que posee, a ser una persona inquieta que empieza a ser consciente de sus responsabilidades y su futuro. Donovan por otro lado le imprime un carisma especial a su personaje lunático, que ataca a la gente sin motivo alguno, lleva consigo una granada (símbolo bastante obvio de que un día va a estallar) y sin embargo demuestra una lucidez poco común.
Ambos se ven enfrentados al gran tema del film: la necesidad del ser humano a asimilar los roles que impone la sociedad. Mary al principio sólo aspira a ser la madre y esposa de un hombre acomodado económicamente. Más adelante conocerá a una mujer de edad avanzada casada con un hombre que cumple esos requisitos pero que no parece ser precisamente un ejemplo de feliz vida conyugal. De hecho, al final sabemos que tanto su madre como su hermana se quedaron embarazadas a la misma edad que Mary y ambas tuvieron que soportar unos matrimonios frustrados, por tanto la pequeña de la familia no hace más que seguir el modelo femenino que se le ha impuesto en casa.
Por otro lado, Matthew es un prodigio a la hora de reparar aparatos electrónicos pero sufre la frustración diaria de tener que arreglar televisores, precisamente el aparato que más odia de todos por lo que representa. Ante la búsqueda de un nuevo empleo se ofrece a cobrar menos a cambio de no tener que reparar televisores, pero ése es precisamente el aparato que más demanda genera. Cuando intenta llamar la atención a sus jefes sobre una pieza que causa siempre problemas, éstos le piden que continúe haciendo su trabajo, no quieren que piense. Y finalmente, tras haberse obligado a aceptar ese rol de trabajador responsable que debe mantener una familia, sucumbe al más grave pecado de todos: al llegar a casa mira la televisión. Uno de mis comentarios favoritos del film tiene lugar cuando Mary intenta taparle la caja tonta y éste le recrimina que no puede ver a las víctimas de un terremoto, a las cuales quiere contemplar para poder sentir compasión por ellas. Un comentario breve pero muy lúcido sobre el acto de mirar imágenes televisivas.
Tanto uno como otro deben acarrear consigo ese peso que les impone la sociedad además de la muerte de sus progenitores, que les condena a pasar el resto de su vida con su padre y su madre en el caso de cada uno. Pese a que estos elementos parecen los ingredientes de un melodrama, Hartley consigue dosificarlos gracias a un estilo más ligero que no apuesta abiertamente por la comedia (no comparto la opinión de muchos críticos que la clasifican como «comedia romántica») pero que permite distanciarse de los hechos que se exponen. Sin ir más lejos, los maltratos que sufre Matthew por parte de su padre tienen algo de surrealismo como su obsesión por la limpieza del baño, o por ejemplo el enfrentamiento entre la madre de Mary y Matthew que acaba desembocando en una competición alcohólica.
Cabe resaltar también los excelentes diálogos entre todos los personajes: veloces, punzantes y reflexivos, para mí uno de los puntos fuertes de la película. Un retrato muy auténtico de la América de clase media de principios de los 90 poniendo en cuestión los roles que impone la sociedad.
Muy recomendable.