90s

Qiu Ju, una mujer china [Qiu Ju da guan si] (1992) de Zhang Yimou

Hay de entrada un aspecto que descoloca de Qiu Ju, una Mujer China (Qiu Ju da guan si, 1992) y es el ser una película que rompe con la «lógica» que seguía la carrera de su creador, Zhang Yimou. Éste había sido un reputado director de fotografía cuya contribución fue fundamental en algunas de las obras más importantes de la que se conoce como la Quinta Generación de directores chinos, aquella que no solo renovó la cinematografía del país sino que le dio reconocimiento internacional. Yimou estuvo metido en ese movimiento desde el principio, fotografiando las dos grandes películas que iniciaron esta nueva era del cine chino: Uno y Ocho (Yi ge he ba ge, 1984) de Zhang Junzhao y Tierra Amarilla (Huang Tu Di, 1984) de Chen Kaige. El momento decisivo de su trayectoria sucedió en 1986, cuando el director y productor Wu Tianming le pidió que protagonizara su filme Viejo Pozo (Lao jing, 1986) a cambio de financiarle su primera obra como realizador. Fue de esta forma tan accidental que empezaría la carrera del director más conocido de China, ya que desde su debut Sorgo Rojo (Hong gao liang, 1988) consiguió un gran éxito de público y crítica a nivel internacional.

La fórmula que ofreció Yimou en su debut se perfeccionaría y revelaría infalible en sus siguientes obras: historias que enfatizaban el componente exótico de la trama (lo cual les garantizaba el éxito en el extranjero pero, no lo olvidemos, también funcionaban muy bien dentro de su país), una estética visualmente muy atractiva y un componente erótico bastante rompedor para el cine chino de la época. Si obviamos una extraña película de acción que parece hecha por encargo y de la que nunca he oído hablar, Code Name: Cugar (Daihao meizhoubao, 1989), sus dos siguientes obras seguían esa misma fórmula pero cada vez de forma más refinada, primero en Ju Dou: Semilla de crisantemo (Ju Dou, 1990) y luego en la que muchos consideramos su mejor obra, La Linterna Roja (Da hong Deng long Gao gao Gua, 1991).

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Pickpocket [Xiao Wu] (1997) de Jia Zhangke

Hay un aspecto de buena parte del cine chino contemporáneo hacia el cual reconozco que siento cierta debilidad: la forma como retratan el absoluto caos y desorden. Esas casas repletas de trastos acumulados de cualquier forma, las paredes con pintura ya gastada y muchas veces desconchándose, los patios con basura que nadie parece molestarse en recoger, las fachadas de esas casas tan viejas… A veces podría perderme simplemente en la contemplación de todos esos detalles y olvidarme de la trama, en ver los efectos de una sociedad que a finales del siglo XX abrazó la entrada a la modernización pero que, aun así, en muchos aspectos seguía evidenciando la pobreza de la que venía. La sensación de que la gente humilde ha reemplazado los corrales y las casuchas o barracas destartaladas por modernos habitajes en condiciones insalubres, repletos de trastos inútiles que simplemente están ahí para evidenciar que, ahora sí, están más cercanos al siglo XX que hacía 30 años.

En una escena de Pickpocket (Xiao Wu, 1997) el protagonista es conducido a una comisaría y de nuevo no puedo dejar de maravillarme por los detalles. La central de policía no es más que otro edificio viejo lleno de cachivaches, que no tiene para nada el aspecto que esperaríamos de un sitio así: impersonal, con aspecto oficial. Al contrario, de entrada por ahí deambula el nieto de uno de los comisarios, que seguramente esté cuidándolo porque su hija no puede hacerse cargo de él. Y cuando decide dejar al protagonista retenido a la espera de la llegada del oficial jefe, simplemente lo ata con unas esposas a una moto que, no sabemos cómo ni por qué, está plantada ahí en medio, y para que no se aburra le enciende un pequeño televisor colocado por ahí. Lo que me gusta de estas nuevas corrientes de cine chino es lo mucho que están diciendo en escenas como ésta más allá de lo que suceda a nivel de argumento.

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Un Día de Verano [Gu ling jie shao nian sha ren shi jian] (1991) de Edward Yang

A veces creo que no comentamos lo suficiente lo importante que es la calidad de las copias que vemos a la hora de hablar de la impresión que nos ha dado una película. Mi primer visionado de Un Día de Verano (Gu ling jie shao nian sha ren shi jian, 1991) del director taiwanés Edward Yang fue hace bastantes años a partir de una copia que circulaba por internet a no muy buena calidad y con subtítulos en chino incrustados. El filme me gustó mucho, pero no voy a negar que la calidad limitada de la imagen frustró un poco la experiencia, sobre todo tratándose de una obra que potencialmente puede resultar algo difícil en un primer visionado: cuatro horas de película y una historia tan coral, con tantos personajes involucrados, que es inevitable perderse entre tanto nombre y suceso.

Hace unos años la gente de Criterion sacó una versión restaurada a raíz de la cual el filme volvió a ser muy comentado en círculos cinéfilos, hasta el punto de que me llevé la sorpresa de ver que muchos lo situaron por encima de Yi Yi (2000), que yo consideraba como la obra cumbre de Edward Yang. Estaba claro que Un Día de Verano era muy buena película pero, ¿tanto como para estar por encima de la que se había citado siempre como su mejor obra (y, desafortunadamente, la última de su carrera, ya que murió después de estrenarla)? Espoleado por la curiosidad y también por mis ganas de revisionarla me hice con una copia de esta última restauración y tuve que rendirme a la evidencia: aunque yo me sigo quedando con Yi Yi no veo nada descabellado esa preferencia por la película que nos ocupa, que podría citarse sin problema como uno de los grandes filmes de los años 90.

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Contraté a un Asesino a Sueldo [I Hired a Contract Killer] (1990) de Aki Kaurismäki

Es una experiencia realmente reconfortante volver al cine de Aki Kaurismäki después de una temporada teniéndolo algo olvidado. Es como reencontrarse con un viejo amigo con el que sigues entendiéndote a la perfección. Bastan tan solo unos minutos de película para recordar por qué me gusta tanto su cine y preguntarme por qué no lo reivindicamos de forma más insistente como uno de los mejores cineastas de su generación, pues si bien no se puede decir que sea un director olvidado, tampoco creo que le tengamos tan en cuenta como merece. Seguramente eso se deba a uno de los rasgos más definitorios de su cine: su humildad, su tendencia a hacer películas sencillas y a menudo breves, que no se retienen tanto en nuestra memoria como otras mucho más grandes, ruidosas y no siempre necesariamente mejores.

En Contraté a un Asesino a Sueldo (1990) Kaurismäki se alejó de los escenarios de su Finlandia natal y de los rostros habituales de su cine para ambientar la trama en Londres, donde un francés llamado Henri acaba de perder su trabajo. Solo y sin amigos, decide suicidarse, mas no acaba de lograr su propósito, así que contrata a un asesino a sueldo para que lo mate. Pero entonces conoce a una vendedora de flores, Margaret, de la que se enamora, y recupera las ganas de vivir. El problema será convencer al asesino a sueldo de que ya no quiere tirar adelante el encargo.

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Eyes Wide Shut (1999) de Stanley Kubrick


Es de justicia reconocer cuando uno ha sido injusto con una película dejándose llevar por los prejuicios. Ni siquiera este poderoso genio del mal es ajeno a ellos, y por eso nunca está de más dedicarle un revisionado a aquellas obras que uno tenía catalogadas mentalmente como menores por si surge alguna sorpresa. Es lo que confiaba que me sucedería con la última obra de Stanley Kubrick, Eyes Wide Shut (1999), que en su momento me dejó un tanto indiferente si bien admito que quizá jugaron en su contra algunos factores externos. Por ejemplo, recuerdo cómo en la época de su estreno se hizo mucho hincapié en el morbo de que los protagonistas fueran una de las parejas de moda de Hollywood, Tom Cruise y Nicole Kidman, que además se suponía que protagonizaban algunas escenas con una alta carga erótica. También se comentó bastante el hecho de que fue un filme de bastante difícil gestación, 15 meses seguidos, que es todo un récord incluso para alguien tan meticuloso como Kubrick y que provocó la deserción de Harvey Keitel en uno de los papeles secundarios por tener que cumplir otros compromisos, siendo sustituido por Sidney Pollack. No obstante, la repentina muerte de Kubrick justo antes del estreno más la publicidad que se dio a la posibilidad de ver a la pareja Cruise-Kidman intimando en algunas escenas fueron motivos suficientes para aupar comercialmente la película, aunque a cambio me quedé con la sensación de que el filme había sido considerado mayormente un chasco a nivel artístico (si bien repasando ahora comentarios de entonces leo que la crítica fue más benevolente de lo que recordaba).

De modo que cuando me enfrenté a Eyes Wide Shut por primera vez, ya pasados unos cuantos años del estreno, lo hice con la impresión de que me enfrentaba a un Kubrick menor bañado de cierto sensacionalismo, y eso me hizo predisponerme quizá un poco en su contra. La película no me desagradó, es cierto, pero tampoco me dijo gran cosa. Y aprovechando que el año pasado se habló bastante de ella a causa de su vigésimo aniversario pensé que era el momento de darle una oportunidad, y más cuando cada vez leo a más gente reivindicándola.

Basada en un relato corto de Arthur Schnitzler, Eyes Wide Shut tiene como protagonistas a un joven matrimonio neoyorkino de clase alta: el Doctor William Harford y su esposa Alice. Aunque su vida aparentemente es perfecta (se mueven en ambientes respetables, viven en armonía y tienen una bonita hija), una noche se produce una conversación entre ellos en que ella le confiesa que tuvo una fantasía erótica con otro hombre en el pasado, y que si bien nunca le llegó a engañar con él reconoce que le habría sido infiel si hubiera tenido la ocasión. William se siente consternado ante esa confesión y sale de casa a emprender un paseo nocturno sin rumbo. Después de un intento fallido de acostarse con una prostituta, al final acaba colándose en una mansión donde se reúne una serie de misteriosas personas enmascaradas que celebran todo tipo de orgías.

Kubrick había comprado los derechos de la historia original, «Relato Soñado», en los años 60 en vistas de hacer una adaptación cinematográfica, pero tardó décadas en animarse a emprender el proyecto. Por aquellas mismas fechas tuvo lugar la propuesta de Terry Southern, su guionista de ¿Teléfono Rojo? Volamos Hacia Moscú (1964), de realizar juntos una película pornográfica de gran presupuesto con estrellas de cine conocidas, pero Kubrick la desechó (Southern la utilizaría para su novela Blue Movie). No obstante, el hecho de que esta anécdota sucediera en la misma época en que Kubrick se planteaba adaptar el texto de Schnitzler sumado al publicitado componente erótico de Eyes Wide Shut – que además contaba realmente con dos actores famosos protagonizando escenas supuestamente bastante explícitas – puede llevar equivocadamente a mezclar dos proyectos totalmente distintos. Pero eso sería un error: en ningún momento Kubrick planteó Eyes Wide Shut como una película pornográfica e, incluso me atrevería a afirmar que ni erótica (aunque eso no quiere decir que no tenga un componente erótico).

Visto en perspectiva, no es de extrañar las suspicacias que despertó Eyes Wide Shut entre ciertos críticos y espectadores: estaba la sospecha de que Kubrick se había aprovechado de la pareja de moda para atraer al público con el morbo de verles en escenas altamente eróticas y, por descontado, la duda sobre si pudo completar la película del todo debido a que murió justo antes del estreno. Pero hoy día podemos despejar ya ambas sospechas. En primer lugar, Kubrick sí llegó a completar el montaje final de la película antes de morir (e incluso la llegó a calificar como la mejor obra de su carrera) y, si bien el filme sufrió algunos retoques digitales del estudio para atenuar las escenas más eróticas, en líneas generales podemos afirmar que el filme es tal cual él lo planteó. Y en segundo lugar, sí, es innegable que Kubrick escogió expresamente Kidman y Cruise en parte por ser un conocido matrimonio en la vida real, pero no creo que tanto para despertar el morbo de los espectadores (aunque indudablemente debía ser consciente de que eso no le vendría mal al futuro comercial del filme) como para darle aún más fuerza a la que es la principal idea de la película: cómo un matrimonio aparentemente perfecto y respetable (ya sea el de los Hatford o el de Cruise-Kidman) en el fondo necesita escudarse bajo una serie de mentiras y acostumbrarse a una cierta dosis de frustración sexual derivada inevitablemente de la monogamia. O cómo llega un punto en que tenerlo todo (dinero, un trabajo estable, una hija encantadora, estatus social… vamos, lo mismo que tienen tanto los Hatford como los Cruise-Kidman) no es suficiente, y llega un punto en que uno necesita algo más para llenar ese vacío.

En los primeros minutos de película Kubrick nos deleita con lo que parece un matrimonio casi insufriblemente perfecto, que se llevan bien entre ellos, que vive en una casa lujosamente decorada y que asiste a una gran fiesta de Navidad de uno de los clientes de Bill, Victor Ziegler (respecto a las casas de lujo que vemos, me llama la atención cómo Kubrick, que era un fanático detallista en todo lo que concernía la puesta en escena, consigue recrear una especie de versión moderna neoyorkina de lo que debía ser la lujosa Viena de principios del siglo XX del relato original). En la fiesta vemos algunos indicios de «peligro»: dos jovencitas que intentan llevarse a Bill aparte para lo que parece ser un menage à trois, un hombre seduce a una Alice que ha bebido más de la cuenta y el anfitrión llama aparte a Bill para que atienda a una prostituta con la que estaba teniendo relaciones sexuales que ha sufrido una sobredosis. Al final los Hartford volverán a su confortable apartamento habiendo salido «limpios» de todas estas situaciones, no nos enfrentamos pues a otro argumento sobre un adulterio, sino a algo más complejo. Porque ese choque entre ese mundo propio idílico y confortable que se han construido y ese mundo exterior tan sexualizado y tentador inevitablemente provoca algunas tensiones en su relación, que se ponen de manifiesto cuando después de fumar marihuana Alice discute con Bill y le hace la confesión que desencadena el conflicto.

Lo más fascinante de Eyes Wide Shut es que no se trata de una película sobre un adulterio, sino sobre una fantasía sexual que luego provoca a su vez un intento frustrado de adulterio. Lo interesante es cómo Kubrick expone que, por muy fieles que sean los dos miembros de un matrimonio, siempre existe esa esfera de lo fantasioso, lo deseado, lo reprimido. Alice es una esposa intachable, pero reconoce que se sintió tan atraída por un hombre concreto que se habría acostado con él de haber tenido la ocasión. El hecho de que en la escena inicial de la fiesta la veamos rechazar a otro hombre nos hace desechar la idea de que sea una esposa frustrada sexualmente que busca una aventura rápida: su fantasía se restringe a ese hombre del pasado, pero eso no lo hace menos preocupante a ojos de Bill, porque se da cuenta de que ya no es la única persona que ocupa sus pensamientos íntimos. De hecho otro de los aspectos más interesantes de la cinta es la suprema inocencia de Bill, quien en esa discusión con Alice niega la posibilidad de que las mujeres tengan tantos deseos sexuales como los hombres y no concibe que alguna paciente suya pueda fantasear con él (algo en realidad altamente probable cuando se trata de un médico con la apariencia de Tom Cruise). Por ello el descubrimiento de esa faceta de su esposa le resulta tan intolerable, tal y como se refleja en una escena en que contempla atónito cómo Alice ayuda a su hija con los deberes y luego se la imagina en un tórrido encuentro con ese hombre con el que ella fantaseaba: ¿puede ser que su mujer, esa madre ejemplar, sea la misma que ha tenido ese tipo de fantasias sexuales?

Esta revelación es lo que le mueve a ese paseo nocturno en que él intenta dar rienda suelta también a sus fantasías y que, visto desde cierto punto de vista cínico, no deja de tener cierto deje casi humorístico. Porque lo que estamos presenciando en realidad es no es más que un hombre que quiere acostarse con otra mujer y no logra hacerlo pese a tener todos los medios para lograrlo, una especie de variación de la eterna comida de El Discreto Encanto de la Burguesía (1972) que nunca llega a materializarse. Este recorrido nocturno no deja de ser una especie de viaje iniciático (tardío) que lleva a Bill a conocer aspectos de la sexualidad humana que son nuevos para él: en la tienda de disfraces descubre cómo la hija adolescente del dueño se acuesta con hombres adultos e incluso le hace una proposición al oído que lo deja atónito (y más lo estará cuando al día siguiente descubra que su padre ha decidido dar el vistobueno poniendo un módico precio a su hija), mientras que el encuentro con la prostituta resulta un tanto incómodo para nosotros por la torpeza con que se desenvuelve… ¿no es curioso comprobar cómo alguien que ha llegado tan lejos en ámbitos sociales y profesionales sea tan incapaz de afrontar situaciones así? Por ello cuando Bill llega a esa misteriosa reunión secreta en que se celebran orgías no tenemos la más mínima duda de que no va a salir airoso; no solo porque sea un intruso, sino porque su inocencia le hace un participante altamente improbable de lo que sucede allá. Cuando finalmente es descubierto y se le ordena que se desnude se deja entrever la idea de que va a ser sometido a un castigo de índole sexual, que sería la forma definitiva y más traumática de hacerle entrar en ese mundo tan extraño y ajeno a él, pero al interceder una mujer en su lugar Bill es perdonado y vuelve a casa.

Las averiguaciones que hace al día siguiente le descubrirán los peligros que conlleva adentrarse en ese mundo desconocido para él: la prostituta con la que estuvo a punto de acostarse tenía sida, y las dos personas que fueron cómplices suyos para dejarle entrar en la reunión secreta han salido malparadas. En ese sentido su mujer, que se ha limitado al mundo de la fantasía, ha sido más astuta que él, y éste, incapaz de sobrellevar por más tiempo esa mentira y todos los peligros que ha corrido, le confiesa todo entre lágrimas.

Es entonces, hacia el final del filme, cuando confirmamos que en realidad Alice es un personaje mucho más fuerte que Bill. Si bien ella se ha guardado para sí misma durante años esa fantasía sexual, Bill es incapaz de esconderle esta pequeña aventura y resulta un personaje tan inocente y manejable que acepta sin rechistar la explicación que le da Ziegler al día siguiente de lo que sucedió en la orgía sin corroborarlo posteriormente. Es por eso que tiene que ser ella la que solucione ese momento de crisis que surge entre ellos, despachándolo de la forma más fácil de todas: invitándole de nuevo a que se acuesten juntos, por tanto perdonándole de forma implícita y aceptando que para que su vida matrimonial funcione tendrá que ser aceptando ese componente de frustración sexual y, en el caso de ella, el tener que guardarse necesariamente fantasías como las que le confesó días atrás. En un mensaje no muy lejano al que exponía Woody Allen en Maridos y Mujeres (1992): en el fondo lo más práctico es esconder lo que no funciona bajo la alfombra y quedarse con lo bueno para seguir adelante.

Indudablemente a nivel de guion no se puede negar que el filme consigue hacer una reflexión muy interesante sobre las relaciones matrimoniales, pero tampoco creo que llegue a brillar en ningún momento. Obviamente a Kubrick le interesa más explotar esta idea en forma de esa suerte de viaje iniciático de Bill antes que explorando la psicología de los personajes y confrontándolos, pero aunque a nivel formal es irreprochable tampoco parece alcanzar las altas cotas de antaño. La escena más destacada y conocida, la de la misteriosa orgía, es la que más nos recuerda al Kubrick del pasado y resulta plenamente exitosa por la forma como sugiere por un lado la depravación que tiene lugar en esa mansión y por el otro el ambiente misterioso casi de secta que le envuelve (en el relato original los personajes iban disfrazados de monjas y monjes, y creo que fue una gran idea cambiar ese atuendo por las máscaras venecianas que llevan en la película). Pero tampoco creo que esté a la altura de las secuencias más memorables de su filmografía ni que consiga transmitir del todo esa sensación semionírica de haber vivido algo que no estamos seguros de si ha sido real o un sueño, que era uno de los aspectos que más le interesaba a Kubrick, ya que suprimió del guion original algunos diálogos de Ziegler que aclaraban un poco más lo que Bill había presenciado. Y por otro lado, si bien es cierto que no se hace excesivamente larga en sus dos horas y media, también lo es que en algunos pasajes parece atascarse como por ejemplo en la tienda de disfraces. También se le puede reprochar que el supuesto erotismo de las escenas de Kidman y Cruise en realidad se reduce exhibir mucho más el cuerpo de Kidman desnuda que el de Cruise, lo cual me hace sospechar si a Kubrick le interesa más recrear un ambiente erótico o el simple placer voyeur de desnudar a Nicole Kidman ante la cámara.

No obstante, haciéndole justicia hay que reconocer que Eyes Wide Shut es una película que atesora bastantes virtudes y más bien pocos defectos, y que lo único que se le puede reprochar es que no llegue a deslumbrar del todo siendo una obra de un cineasta que a lo largo de su carrera mantuvo un nivel medio más bien alto. En ese aspecto dentro de sus obras menos espectaculares me parece claramente inferior a la excelente adaptación de Lolita (1962), con la que guarda bastantes aspectos en común (el tratamiento de la sexualidad frustrada en la mediana edad, la polémica que rodeó su estreno, etc.), pero sigue siendo un cierre de carrera más que reivindicable.

Maridos y Mujeres [Husbands and Wives] (1992) de Woody Allen


Existe una corriente de opinión bastante extendida que dice que Woody Allen es un grandísimo guionista pero un director más bien del montón, algo que siempre me ha parecido muy injusto simplemente porque sus guiones sean tan brillantes que eclipsen su trabajo de realizador y porque por regla general Allen siempre haya preferido un estilo de dirección menos vistoso y más bien invisible (en la línea de cineastas como Frank Capra o Billy Wilder, que afirmaban que una película bien dirigida es aquella en que no te das cuenta del trabajo que ha hecho el director). Se me ocurren varias objeciones a esa injusta creencia, pero creo que hay dos que hablan por sí solas: en primer lugar, si uno compara la forma como Allen ha filmado películas de géneros y estilos radicalmente diferentes a lo largo de su carrera resulta obvio que ha sabido emplear un tipo de recursos distintos dependiendo de las necesidades de cada filme; y en segundo lugar, las fantásticas interpretaciones que nos ha regalado su vasta filmografía son fruto no solo de la calidad de los intérpretes de los que se ha rodeado, sino de su excelente trabajo como director de actores. Pero si quieren un argumento más conciso y concreto iré al grano: cualquiera que afirme que Woody Allen no es un gran director tendrá que explicarme entonces cómo se sacó de la manga algo como Maridos y Mujeres (1992), donde creo que ofrece uno de sus mejores trabajos como realizador y además haciendo gala de un estilo que no es el habitual en él.

El filme, inspirado abiertamente en Escenas de un Matrimonio (1973) de su adorado Ingmar Bergman, explica la historia de dos matrimonios veteranos que están sufriendo una crisis: por un lado el escritor y profesor de universidad Gabe Roth (el propio Woody Allen) y su mujer Judy (Mia Farrow), y por el otro sus mejores amigos, Jack (Sydney Pollack) y Sally (Judy Davis), que un día les hacen saber que han decidido separarse amistosamente. No obstante, al final la separación no es tan afable como parece: cuando Sally descubre que a Jack le ha faltado tiempo para emparejarse con su joven profesora de aerobic entra en crisis, así que su amiga Judy intenta emparejarla con Michael, un amigo de su trabajo. En paralelo, Gabe empieza a intimar con una alumna de la universidad, Rain, impresionado por su talento como escritora.

Si Woody Allen es uno de los cineastas que mejor ha sabido diseccionar las relaciones de pareja, Maridos y Mujeres es a su vez una de las obras en que ha logrado plasmar de forma más eficaz los conflictos matrimoniales y la crisis de la mediana edad. Lo interesante de esta premisa, que muestra la historia de las dos parejas en paralelo, es que nos va mostrando por un lado cómo la pareja que inicialmente seguía unida se va distanciando y cómo la que había decidido separarse en el fondo no eran tan incompatibles como pensaban. Si bien inicialmente Jack alardea ante su amigo de cómo con su nueva pareja vive más relajado sin la constante presión de ser criticado por todo lo que hace, a medida que pasa la excitación de los primeros meses se va sintiendo avergonzado por la aparente simplicidad de su nueva compañera e incluso descubrimos cómo él en el fondo no es tan diferente de la criticona e intransigente Sally… ¡al contrario, son muy similares! Del mismo modo ambos miembros de la pareja se sienten incómodos cuando saben que el otro ha encontrado a otra persona pese a que inicialmente ambos habían pactado amistosamente esa ruptura. Esa contradicción quedará reflejada en la novela que está escribiendo Gabe, en que dos vecinos, uno un hombre apaciblemente casado y otro un insaciable mujeriego, se envidian mutuamente: lo que en el fondo quieren es mantener la seguridad de la vida de casado al mismo tiempo que la excitante vida de soltero, algo aparentemente difícil de conseguir.

Para plasmar este estudio de personajes de la forma más realista posible, aquí Allen optó por un estilo de dirección muy poco usual en su carrera basado en numerosos planos filmados con cámara al hombro, que le da a las escenas más tensas un tono casi agobiante que contrasta con su estilo normalmente más sobrio y «limpio», así como un montaje más abrupto en que a menudo corta las escenas en mitad de un diálogo, delatando en ambos puntos una más que marcada influencia del cine de John Cassavetes. La voluntad de Allen era dotar a Maridos y Mujeres de un estilo casi documental, alternando esas escenas de tono más realista con otras en que los personajes dialogan con un psicólogo que se encuentra siempre fuera de campo. De hecho pocas veces se ha visto en un filme suyo tanta crudeza y violencia como en algunas escenas de Maridos y Mujeres (me vienen a la mente la discusión de Jack con su nueva novia después de que ésta le avergüence en una fiesta o su súbita entrada en la casa de Sally pillándola casi in fraganti con Michael en la cama), y por mucho que el humor sigue estando presente para atenuar un poco el tono grave del filme no sería hasta Match Point (2005) cuando Allen volvería a optar por una historia tan cruda aunque, obviamente, con un tono totalmente distinto – si bien la historia no es tan diferente como podría parecer, al fin y al cabo el protagonista de este otro filme querrá lo mismo que los protagonistas masculinos de Maridos y Mujeres: la comodidad de la vida de casado junto a la excitación que le aporta su amante.

Aunque Allen aseguraría que la película no tiene tintes autobiográficos porque el guion llevaba escrito hace tiempo e inicialmente le propuso a Mia Farrow (con la que llevaba por entonces varios años emparejado) el personaje de Sally y no el de su pareja, es inevitable pensar que el hecho de que el rodaje coincidiera con la ruptura entre él y la actriz de alguna manera influyó en el estilo o tono del contenido. Algo que me gusta de los casos en que una relación sentimental viene de la mano de una colaboración profesional es que viendo las películas que realizaron ambos uno no puede evitar tener la tentación de «leer» a través de ellas la evolución de dicha relación. Creo que en muchos casos realmente el cineasta consigue transmitir con la cámara lo que siente hacia esa otra persona aunque sea de forma sutil, y en el caso de Allen tengo la impresión de que viendo sus numerosas colaboraciones con Mia Farrow cambia de alguna manera la forma como la captura con la cámara a lo largo de los años. En este caso hay incluso un componente que a muchos espectadores les debió parecer atractivamente morboso de escuchar algunas discusiones de la pareja que podrían tener correspondencia con la vida real. Pero sea así o no, en honor a la verdad hay que decir que Allen deja en mejor lugar al personaje de Farrow que al suyo, y que en los ecos autobiográficos de su personaje hay una autocrítica consciente hacia sus defectos (por ejemplo cuando Rain, hablándole del manuscrito que Gabe acaba de escribir, critica la visión que éste da del sexo femenino o que a veces simplifique el proceso de seducción tirando hacia el humor podría parecer que estamos presenciando una conversación real de una joven fan de Woody Allen criticando algunos aspectos de sus filmes).

Y del mismo modo que Allen optó por darle a la cinta un tono mucho más documental y realista, en su desenlace se muestra mucho más escéptico que en otras obras anteriores en que trataba un tema muy similar – véase Alice (1990). De hecho, la resolución final que nos da de los problemas de pareja parece más apoyada en el conformismo que otra cosa: Jack y Sally siguen con los mismos problemas que cuando se separaron (de hecho reconocen francamente que no han podido solucionar sus conflictos sexuales) pero la solución que invocan es tan poco satisfactoria como «esconderlos debajo de la alfombra». Seguir adelante sabiendo que, aunque no es lo mejor, la alternativa que encontraron no les resultó más satisfactoria. Desde luego incluso admitiendo el componente de amargura que ya subyacía en otras obras suyas anteriores como Hannah y sus Hermanas (1986) o Delitos y Faltas (1989) es innegable que en pocas películas dio una visión más desencantada de las relaciones de pareja que en Maridos y Mujeres.

Safe (1995) de Todd Haynes


La primera parte de Safe (1995) podría servir como ejemplo de manual sobre cómo utilizar el sonido en una película de forma creativa. Durante varios minutos asistimos al rutinario día a día de Carol, una ama de casa acomodada que vive con su marido y su hijastro en un lujoso suburbio. No sucede nada especialmente relevante más allá de cómo se equivocan con el sofá nuevo que le traen a casa, los arreglos que aún se están haciendo en el hogar, una clase de aerobic y una cita con una amiga en un café. Pero bajo estas escenas inocuas subyace algo que puede resultar irritante al espectador: el sonido. En la mayoría de estas escenas no cesamos de escuchar radios y televisores de fondo y aparatos domésticos. Incluso en la conversación íntima que tiene Carol con su amiga en la cocina de su casa se escucha de fondo un leve ruido blanco proveniente seguramente de algún electrodoméstico, que no llega a superponerse al diálogo pero que está muy presente. Del mismo en la conversación que tienen  en la cafetería el ruido de los coches está a un volumen más alto del que acostumbraríamos a oír en una película.

¿Se han dado cuenta del pánico que hay en nuestra sociedad hacia el silencio? Ascensores, salas de espera, gimnasios… en todos lados siempre hay música de fondo o emisoras de radio que nos acompañan (nos guste o no) para que no nos expongamos a un incómodo silencio. En ese sentido, esos primeros minutos de Safe en ocasiones me han recordado a la novel Ruido de fondo (1985) de Don DeLillo por la idea de ese ruido que tapa las incómodas inquietudes e incertidumbres que podemos tener tras nuestro acomodado modo de vida. Y lo más curioso es que los momentos en que se utiliza una banda sonora extradiegética ésta tiene un tono inquietante, casi de filme de terror, que choca por completo con la inocuidad de lo que estamos viendo, consiguiendo que tengamos una sensación de extrañeza ante un escenario aparentemente normal.

Si algo sorprende de Safe es el ser una película que se resiste continuamente ser encasillada. Inicialmente uno esperaría encontrarse ante una crítica hacia la aburrida vida de la ama de casa protagonista, un poco en la línea de Jeanne Dielman, 23 Quai du Commerce, 1090 Bruxelles (1975) de Chantal Akerman. Pero cuando Carol empieza a enfermar de forma misteriosa, teóricamente por una excesiva sensibilidad a los productos químicos, el guion da un giro inesperado. De modo que a ratos parece que estamos contemplando una diatriba contra ese modo de vida lujoso pero inocuo, en otros parece que la historia va a tirar hacia una denuncia ecologista que se insinúa pero sin llegar a materializarse y al final uno apostaría porque el principal punto de mira es la filosofía new age de baratillo. En ningún momento Haynes acaba de decantarse por ninguno de estos caminos, pero al mismo tiempo tampoco renuncia del todo a ninguno de ellos.

Por ejemplo, en el devenir de la trama comprobamos cómo el marido de Carol es una figura semiausente pero sin llegar a convertirse en un personaje claramente antipático para el espectador. Sí, está inmerso en este tipo de vida acomodada y no está pendiente de las necesidades de su mujer (la primera escena en que les vemos juntos lo da a entender de forma clarísima: una escena de sexo en que ella no parece estar disfrutando del todo sino más bien asumiendo su papel esperado como esposa). Pero Carol nunca llega a rebelarse, de hecho parece sentirse cómoda en este papel de esposa servicial y efectiva. Más bien somos nosotros como espectadores quienes sacamos esa conclusión desde fuera. Y cuando en el tramo final Carol decide unirse a esa especie de comunidad new age para curarse en ningún momento vemos la esperada negativa de su escéptico marido ni surge ningún conflicto visible entre ellos.

Lo que sí está claro es que el cineasta sitúa en un lugar predominante la experiencia de Carol por encima de cualquier mensaje explícito. Lo notamos en la relación entre Carol y su marido, así como en las enseñanzas de esa extraña comunidad a la que acude para curarse, que a nosotros nos parece algo turbia pero sobre la cual nunca llegan a hacerse explícitas nuestras sospechas de que están estafando a la gente (solo un pequeño detalle apunta a ese sentido: el comentario dicho de pasada por uno de los personajes sobre la espectacular casa en la que habita el gurú espiritual de dicha comunidad).

Una vez Safe se sumerge en este ambiente por un lado la película pierde algo de interés por alejarse de esa crítica tan bien urdida sobre la vida cotidiana de la protagonista, pero por otro resulta interesante ni que sea por lo inesperado del cambio de temática. Carol entiende esta comunidad alejada de la civilización y situada en mitad del campo como el único lugar en que se siente comprendida y por tanto donde su enfermedad puede ser curada. Se da a entrever la interesante idea de cómo esa extrema sensibilidad a los productos químicos y la polución es una especie de alergia al siglo XX y a un tipo de vida que damos ya por hecho, de modo que este tipo de personas son en cierta forma inadaptados a nuestros tiempos. Pero luego durante el proceso de curación el gurú de la comunidad transmite la contradictoria idea de que el origen de sus enfermedades está en ellos mismos: les está culpando en cierta forma a ellos de haberse puesto enfermos.

De esta manera, entenderemos que la curación de Carol no será posible, y que ese ambiente puro alejado de la civilización no es más que un placebo. Y de hecho a medida que avanza la trama comprobamos cómo Carol se va debilitando cada vez más (aquí merece aplaudirse el excelente trabajo de Julianne Moore en el papel protagonista) mientras ella sigue convenciéndose de que va camino a la curación. En última instancia lo que contemplamos es cómo Carol, estigmatizada por su misteriosa enfermedad que nadie comprende, se aisla de la sociedad para vivir en esa extraña comunidad y, finalmente, acaba trasladándose en esa especie de iglú antiséptico que confía la ayudará a restablecerse mejor que la cabaña en que estaba habitando hasta entonces. No vemos ninguna mejoría pero sí como la protagonista emprende el camino de aislarse cada vez más del mundo hasta acabar en un diminuto habitáculo higiénico y aparentemente seguro, citando el título del filme.

Una de las ideas más aterradoras de Safe es que nunca llegamos a saber realmente qué enfermedad ha contraído Carol de repente. Los médicos no le encuentran ninguna anomalía y sugieren una depresión nerviosa que debe tratarse mediante ayuda psiquiátrica. Los baratos mensajes new age están muy lejos de dar una respuesta a sus problemas. La idea que subyace tras esto es cómo la vida aparentemente acomodada y, una vez más, segura de una madre de familia puede venirse por completo al garete por causas completamente desconocidas y sin ninguna forma realmente efectiva de paliar la enfermedad.

En su entorno esa especie de alergia a todos esos elementos que vemos normales de nuestro día a día del siglo XX y XXI es visto como una especie de estigma. Y quizá lo peor de todo no es solo que Carol padezca esa extraña enfermedad sino el comprobar cómo ante una dolencia que la impide adaptarse a nuestra sociedad no le queda otra opción que aislarse y encerrarse en sí misma. Por ello nos resulta comprensible que instintivamente como única solución recurra a aislarse de un mundo en el que al principio de la película parecía moverse con soltura pero al que en realidad no ha logrado adaptarse del todo.

Miedo y Asco en Las Vegas [Fear and Loathing in Las Vegas] (1998) de Terry Gilliam

Pocas personas se me ocurren más apropiadas que Terry Gilliam para trasladar a la gran pantalla el universo tan delirante que recrea el histriónico periodista Hunter S. Thompson en su novela Miedo y Asco en las Vegas (1971), en la que habla de dos viajes que realizaron él y su abogado de origen samoano a Las Vegas para cubrir una carrera de motos y un encuentro de policías de todo el estado para discutir los problemas de la drogadicción. El libro es una alucinada descripción no solo de las locuras que los dos cometieron en Las Vegas sino sobre todo del arsenal de drogas y sustancias tóxicas que consumieron a lo largo de esos días, dando toda clase de detalles (casi didácticos se podría decir) sobre los efectos que provocan y la forma como van afectando a su comportamiento. Es un libro prácticamente sin argumento que podría llegar a hacerse algo pesado en su acumulación de anécdotas desfasadas, pero que a cambio se beneficia mucho de su constante tono irónico y de una visión totalmente desencantada de la sociedad americana que sobrevuela por todas las páginas.

La idea de adaptarlo en forma de película ya había pasado por la cabeza de varios directores, entre ellos Alex Cox, que empezó el proyecto hasta que el propio Thompson le echó por no quedar satisfecho con su versión. Aquí entró en juego el imaginativo Terry Gilliam, cuya desbordante creatividad encajaba como anillo al dedo para filmar esa orgía psicodélica de drogas, y que vio el proyecto de forma clara desde que supo que podría contar con Johnny Depp y Benicio del Toro para los papeles protagonistas. El director descartó por completo el guión de Cox y elaboró otro de cero que satisfizo al exigente e impredecible escritor, mientras que Depp estuvo un tiempo con Thompson para estudiarle de cerca de cara a su interpretación (la preparación Del Toro de su personaje fue más agradecida: engordó una cantidad considerable de kilos a base de alimentarse masivamente de donuts).

El Miedo y Asco en Las Vegas (1998) de Gilliam realmente captura a la perfección el espíritu del libro, incluso en las pequeñas desviaciones que se permite del mismo a la hora de mostrar las alucinaciones de los protagonistas (por ejemplo el tema de los hombres convertidos en reptiles y, más adelante, la extraña cola gigante de lagarto que el protagonista se encuentra adosada después de varios días de desfase). El director entendió a la perfección cómo aprovechar un escenario tan delirante, colorido y estimulante como Las Vegas no solo como un entorno que complementa a la perfección los viajes psicodélicos de los personajes sino como reflejo de la faceta más superficial de la sociedad americana.

Gilliam muy acertadamente muestra también en su película ese desencanto vivido por muchos a principios de los 70, la era del post-hippismo, cuando pasaron de creer que podrían cambiar el mundo a darse cuenta de que habían perdido y que lo que habían vivido no fue más que un sueño. En retrospectiva se tiende a ser muy cínico con esa época tachando de ingenuos a a todos aquellos que se pensaron a finales de los 60 que realmente podrían cambiar la sociedad para bien, pero tal y como reflejaron tanto Thompson como Gilliam en su momento el movimiento contracultural era tan poderoso que realmente parecía posible. El salvaje hedonismo de nuestro protagonista podría entenderse pues como una forma de escapar a ese sentimiento de decepción tan generalizado: ya que no hemos logrado cambiar esta sociedad, al menos disfrutemos al máximo lo que nos ofrece y saboteémosla al máximo (cosa que Thompson hace de forma ejemplar con coches y habitaciones de hotel, a la altura de una estrella de rock).

Hacia el final de la película, cuando el protagonista y su abogado tocan fondo se nos muestra la parte más oscura de Las Vegas, el lugar donde según él van a parar los perdedores, que queda reflejado en esa cafetería nocturna de mala muerte donde su abogado se enfrenta a una camarera. No solo han tocado fondo al acabar ahí después de haber habitado en hoteles de lujo, sino al intimidar de forma tan cruel a una humilde mujer con cara de estar harta de todo. Un pequeño detalle genial: cuando el abogado se va de la cafetería después de ese tenso encuentro, el protagonista inicialmente se lleva su plato consigo (puesto que aún no lo ha acabado), en la puerta se lo piensa y finalmente lo deja en la barra a regañadientes. Una muestra de que las excentricidades de Thompson no se limitan a las locuras cometidas por las drogas sino a pequeños detalles como éste.

En el momento de su estreno, Miedo y Asco en Las Vegas fue un desastre económico y de crítica. Gilliam, que nunca ha sido muy apreciado por los críticos, fue acusado de haber hecho una película sin sentido que no hacía más que mostrar un desfase tras otro (en realidad el libro es así) y a Depp se le acusó de ofrecer una interpretación caricaturesca de Hunter S. Thompson (Gilliam dijo que quien opine de esta manera es porque no ha tratado con el de verdad). Lo cierto es que, sin encontrarse entre sus grandes películas, yo siempre he considerado Miedo y Asco en Las Vegas una obra más que notable dentro de su trayectoria, gracias no solo al trabajo de dirección de Gilliam sino a las memorables interpretaciones de la pareja protagonista, apoyada además por la muy acertada selección musical de bandas de rock de la época. Una película injustamente vilinpediada que personalmente sigo encontrando tanto divertida como muy interesante.

Metropolitan (1990) de Whit Stillman

Siempre he sentido una cierta debilidad por la inocencia y ese encanto tan especial que tenía el cine alternativo americano de finales de los 80 y principios de los 90. Esas películas pequeñas que se nota que están realizadas con poco presupuesto y las mejores intenciones por parte de unos cineastas que ni buscaban hacer un cine abiertamente comercial pero tampoco pasarse de listos. Y de entre las numerosas obras de esa época que encajan en esos parámetros el debut de Whit Stillman, Metropolitan (1990), es una de mis favoritas.

De entrada, un film que se inicia con la brillante frase que le suelta la madre de una de las protagonistas a su hija («No hagas caso de lo que dice tu hermano, no sé de nadie que sepa menos de anatomía femenina«) ya tiene todas las de ganar conmigo. Pero además el guión de Stillman va directo al grano comenzando con la pequeña confusión que da pie a la historia: una noche durante las fiestas de Navidad, Tom Townsend, un humilde universitario neoyorkino, comparte un taxi con otros jóvenes de clase alta que le invitan a una pequeña fiesta. Allí, llevado casi a rastras, conoce al grupo de siete que suelen verse habitualmente para charlar, beber alcohol y divertirse. Aunque Tom es muy serio y reservado, cae en gracia y éstos le invitan a ser uno de ellos. Reticente al principio por su estrato social y sus convicciones políticas (es un ferviente socialista), acaba haciéndose amigo suyo, especialmente de Nick Smith (un cínico presumido pero no por ello exento de encanto) y de Audrey Rouget, una encantadora chica que acaba enamorándose de él.

Basculando entre la comedia y el drama, Metropolitan es una deliciosa película que tiene como principal virtud la forma como Stillman consigue que nos encariñemos de todos sus personajes, incluso con sus defectos: el protagonista con sus ínfulas socialistas y sus prejuicios (ataca la literatura de Jane Austen pero reconoce abiertamente que se basa solo en opiniones de críticos, porque no ha leído nada suyo), el charlatán miembro del grupo que está constantemente teorizando y que parece una especie de Woody Allen de clase alta, o el personaje de Nick Smith, con el cual el guión consigue algo realmente complicado, y es que comprobemos que es un tipo realmente repelente pero que al mismo tiempo no podamos evitar que nos caiga bien (haciendo justicia, gran parte del mérito es también del actor Chris Eigeman, que le da al personaje ese punto engreído pero transmitiendo un cierto encanto).

E incluso cuando las chicas al final deciden pasar del grupo para salir con hombres mayores que ellas y muestran una actitud más engreída con sus antiguos amigos, no puedo evitar seguir teniéndoles cariño porque no dejan de ser unas adolescentes con ganas de aparentar más madurez de la que tienen. De hecho la película consigue que pasemos por el mismo proceso de Tom: de los prejuicios iniciales hacia estos jóvenes mimados de clase alta a sentir simpatía hacia ellos incluso aunque sus defectos nos sean claramente visibles.

Por otro lado, mientras disfruto de las conversaciones de esta pandilla de jóvenes y de los pequeños conflictos que ponen en peligro la unidad del grupo, no puedo evitar preguntarme en qué momento el cine de los últimos años decidió escoger como tendencia predominante el cinismo y la brutalidad hacia sus personajes. En qué momento parece que se ha popularizado tanto en cierto tipo de películas exponer las miserias de sus protagonistas y tratarlos con la máxima crueldad posible, como si hacer sufrir al espectador fuera una condición indispensable para una buena película. Y quizá es en parte por eso que Wes Anderson ha acabado siendo uno de mis cineastas favoritos actuales, porque trata con cariño a sus personajes y se nota que los quiere, por muy egoístas y locos que sean.

En ese sentido me gusta recordar la anécdota de cuando en el rodaje de El Asesinato de un Corredor de Apuestas Chino (1975) su director, el genial John Cassavetes, tenía que filmar la escena del asesinato que da título al film y se bloqueó. El problema era que no quería matar a ese personaje, algo que era inasumible puesto que ese crimen era la base del argumento. Y el motivo por el que se resistía era ni más ni menos que le había cogido aprecio, lo cual resulta curioso puesto que se trataba de un personaje totalmente secundario del que no se explicaba casi nada. Y no obstante, Cassavetes como creador suyo se veía incapaz de matarle, no quería hacerlo y se resistió hasta que le hicieron ver que sin esa escena no habría película. ¿No deberían a veces los directores sentir tal cariño hacia sus personajes que sintieran recelos a matarlos o hacerles sufrir?

Volviendo a Metropolitan, la película está impregnada de la nostalgia hacia esos pequeños momentos felices que tienen una duración muy concreta, pero al mismo tiempo no cae en sensiblerías. Nada de romances, simplemente reconciliaciones entre los personajes y la sensación de que hemos compartido con ellos un momento especial de sus vidas.

En el plano final vemos a tres de ellos caminando en busca de un medio para volver a sus casa. Tres personajes perdidos casi en mitad de la nada, una imagen que también refleja el punto de incertidumbre en que se encuentran sus vidas, y cómo tras todas esas sesudas discusiones nocturnas en el fondo se encuentran unos jóvenes que aún no han aprendido a lidiar con los problemas de la vida real.

La Bella Mentirosa [La Belle Noiseuse] (1991) de Jacques Rivette


Es interesante enfrentarse al visionado de películas especialmente largas en que el tiempo es un factor clave para entenderlas, es decir, en que realmente uno ha de sentir cómo pasa en el tiempo todo el proceso que se narra; en que para que el film funcione uno ha de notar realmente el esfuerzo que se ha hecho. Un esfuerzo que a veces tiene un componente hasta físico para el espectador; cuando uno pasa muchas horas viendo una película  a veces el cuerpo se llega a cansar, y si el visionado es a altas horas de la noche (la hora favorita de este Doctor para ver películas) implica luchar contra el sueño y hacer pausas para tomar el aire, como un corredor de larga distancia que se da unos minutos de refresco antes de seguir adelante. Guardo recuerdos muy concretos del primer visionado de algunas películas de estas características que me han gustado especialmente, como Sátántangó (1994) de Béla Tarr y las ya reseñadas por aquí Jeanne Dielman, 23 Quai Du Commerce, 1080 Bruxelles (1975) de Chantal Akerman o Eureka (2000) de Shinji Aoyama; no solo por lo mucho que me gustó su contenido, sino porque además fue una experiencia en sí mismo por su larga duración. No siempre he acabado congeniando con films que dilaten tanto el tiempo (aún me estoy recuperando de mi primera experiencia con el cine de Lav Diaz), pero cuando sucede es especialmente gratificante porque son obras que literalmente te hacen sumergirte en ellas.

Jacques Rivette es uno de los cineastas que más persistentemente ha explorado el tiempo en su cine, de hecho la mayor parte de sus metrajes suelen ser bastante largos. Uno de los más célebres es La Bella Mentirosa (1991), en que un viejo pintor casi retirado, Edouard Frenhofer (un excelente Michel Piccoli) se propone retomar un proyecto antiguo destinado a ser su gran obra maestra: «La bella mentirosa». Para ello, decide utilizar como modelo a una joven que acaba de conocer, Marianne, la pareja de un artista admirador suyo que ha ido a visitarle.

Pese a que sus casi cuatro horas puedan asustar, este es uno de esos casos en que esta desmesurada duración está más que justificada porque el gran tema de la película no es tanto el fin en sí mismo que persigue Frenhofer (pintar su obra maestra) como el tortuoso proceso, una idea que Rivette ya había explorado décadas atrás en el mundo del teatro con la también extensa L’Amour Fou (1969) – un film en el que no obstante no conseguí entrar, aunque lo encuentro interesante por sus intenciones y la absoluta fidelidad de su creador a ellas. Pese a que me consta que existe una versión más reducida de poco más de dos horas, soy incapaz de imaginarme cómo podría La Bella Mentirosa durar menos sin perder su esencia. Porque lo más interesante de este metraje es sentir cómo nos sumergimos en este arduo proceso de exploración, en busca de la esencia de esa obra maestra.

Frenhofer hace mención a que necesita que haya sangre en sus cuadros. Lo que busca tan insistentemente es captar la esencia auténtica de su modelo, ver más allá de su cuerpo y trasladar ese «algo» imposible de describir en palabras en el lienzo. Una vez modelo y pintor han perdido el rubor inicial de enfrentarse al cuerpo desnudo de la joven, el artista la hace pasar por el duro proceso de posar una y otra vez en todo tipo de posturas a cada cual más incómoda. Llega un punto en que tanto el pintor como nosotros nos acostumbramos a su cuerpo desnudo y casi se podría decir que desaparece el erotismo, puesto que la cuestión estriba en deconstruir todo ese cuerpo, conocerlo en todas las posturas y desde todos los ángulos posibles, descomponerlo en cientos de bocetos hasta que el pintor consiga llegar a su esencia.

En cierto momento, Liz, mujer de Frenhofer y su antigua musa, avisa a la joven sobre el peligro que supone embarcarse con el pintor en ese proceso hasta el final. Éste intentó diez años atrás pintar ese cuadro con ella como modelo pero abandonó por no ser capaz de llegar hasta las últimas consecuencias. La visión que nos da la película de la supuesta gran obra maestra es la de una pieza que implica horas de exploración y de un esfuerzo físico, no solo para la modelo posando en posturas imposibles durante horas, sino para el artista (en cierta ocasión es la propia modelo la que le propone al pintor hacer una pausa, puesto que el esfuerzo que le supone este proceso también le está desgastando a él). De hecho, si Frenhofer fue incapaz de llegar hasta el final con Liz es precisamente porque la quería, como si se sintiera mal por conducir a un ser querido hasta las últimas consecuencias de un proceso que ella misma define más adelante de impúdico. Como antigua modelo y mujer de Frenhofer, la postura de Liz es ambivalente al respecto. Aunque tienen una convivencia plácida y agradable, en el fondo lamenta que no consiguiera acabar el cuadro con ella aunque eso implicara que su relación no pudiera ser la misma. De hecho Frenhofer, buscando romper lo máximo los vínculos del cuadro con Liz, en cierto momento hace un boceto a partir de un retrato de su mujer que borra por completo para hacer pruebas de su nuevo cuadro.

La consecuencia final es una obra maestra que nunca se muestra al espectador pero que cuando la contempla Marianne, la deja totalmente en shock y desarmada. El pintor ha conseguido efectivamente plasmarla en el lienzo tal cual es, sin máscaras, más allá de lo físico, y su reacción natural es encerrarse y posteriormente intentar huir. En un último acto de humanidad, Frenhofer decide esconder el cuadro y pintar otro más anodino haciéndolo pasar por el auténtico. El coleccionista de arte, menos sensible a estos temas, lo da por bueno; pero Nicholas, que es también artista, lo rechazará decepcionado.

Más allá de todas las ideas que sobrevuelan la película, La Bella Mentirosa resulta fascinante por ser con toda probabilidad uno de los films que mejor ha sabido captar el proceso de pintar, recordándome a documentales como El Misterio de Picasso (1956) de H.G. Clouzot y El Sol del Membrillo (1992) de Víctor Erice. Pero siendo en este caso una ficción, Rivette consigue darle una meritoria autenticidad a todas las escenas en que se muestra el trazado de los bocetos, mostrándonos en tiempo real los primeros dibujos del artista en que intenta enfrentarse por primera vez al cuerpo de la joven. De hecho  mi momento favorito de la película son los minutos previos a la primera sesión, en que un Frenhofer algo oxidado tras años de inactividad prepara todo de forma minuciosa antes de empezar a pintar. Rivette muestra con detalle cómo el pintor va recogiendo y apartando utensilios, colocándolos de una forma muy determinada que denota años de práctica trabajando de una forma determinada, además de una serie de manías propias como dar la vuelta al resto de lienzos del estudio o la necesidad de encontrar una silla muy determinada en la que sentarse. Son esos pequeños detalles que normalmente se pasarían por alto los que dan autenticidad a una película como ésta.

No tengan miedo a su duración, busquen un momento adecuado y déjense sumergir en una de las mejores películas que este Doctor ha visto sobre el proceso de creación artística.