José Antonio Nieves Conde

El Inquilino (1957) de José Antonio Nieves Conde

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La historia es como sigue: Evaristo (magnífico como siempre Fernando Fernán Gómez) es un padre de familia con cuatro hijos al que desahucian de su piso, pero no logra encontrar una vivienda para su familia que se ajuste al poco dinero que gana. Mientras prueba suerte pidiendo ayuda en vano a una agencia inmobiliaria, al promotor que ha adquirido el bloque o a un banquero, los obreros encargados del derribo sienten pena por ellos y les dejan vivir en el último piso que van a derribar, en la planta baja. Así pues, mientras todo el bloque se va derrumbando a su alrededor, Evaristo y su mujer Marta deben encontrar un nuevo hogar a contrarreloj.

Ahora vuelvan a mirar en el título de este post su año de estreno: 1957. No se trata de una película actual sino de hace casi 60 años. Pero tanto el argumento como los detalles que denuncia podrían trasladarse al contexto actual de forma casi idéntica y seguiría siendo igual de válida. Resulta terrible, ¿verdad?

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Más allá del valor que tiene por tratar esa realidad social presente tanto en el franquismo como hoy día, El Inquilino es una más que notable comedia negra que parte de una situación terrible – el desahucio de una familia sin recursos – convirtiéndola en una premisa humorística llevada al absurdo. Pero lo más valioso de este guión es que las diferentes situaciones que representa son divertidas por lo extravagantes que resultan, al mismo tiempo que no pierden de vista el referente real que denuncian: por ejemplo todo el absurdo papeleo burocrático que deben rellenar para adquirir un piso de protección o la absoluta indiferencia tanto del antiguo propietario (que no recuerda a cuál de las muchas casas que posee se refiere Marta) como del consejo de administración de la empresa que está derribando el edificio (la escena de la reunión parece digna de un slapstick por su tono delirante).

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De esta manera sus creadores consiguieron moverse en ese peliagudo terreno ambivalente que les permitiría sortear la censura. Las escenas son francamente divertidas, de manera que podían justificar el film como una mera comedia, pero al mismo tiempo la base sobre la que construyen los gags era un realidad de sobras conocida y, en ese aspecto, si despojamos a la película de su tono de comedia costumbrista nos encontramos que por debajo hay un poso de profunda amargura y mucha mala leche.

Quizá se le puede reprochar al guión que tiene algunas escenas más acertadas que otras. Por ejemplo, la escena final de corte taurino parece metida con calzador y no resulta especialmente divertida. A cambio, tiene otras tan delirantes que demuestran que el film se defiende perfectamente como comedia pura y dura, destacando para mi gusto el apartamento desastroso que le muestra al protagonista un personaje interpretado con mucho brio por José Luis López Vázquez. También merece una mención una secuencia que coquetea ya con el humor surrealista y más absurdo en que acuden al piso de un hombre que acaba de morir, enfrentándose a otros contrincantes con la misma idea. De igual forma, la escena onírica puede parecer quizá algo fuera de lugar respecto al contexto realista del resto de la película, pero creo que funciona muy bien como fantasía casi de tebeo. Otro tema es el desenlace, que comentaré en el párrafo siguiente y quizá prefieran no conocer.

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Debo confesarles que el final de la película me cogió totalmente desprevenido puesto que, siendo una obra hija de su época, no podía sospechar que sus creadores se atreverían a llevar hasta las últimas consecuencias su mensaje. Uno seguramente se pasa todo el film esperando ese golpe de suerte que les dará el piso que tanto buscan y que cerrará la película con el inevitable final feliz que exige una comedia (como sucederá con el desenlace que más tarde impondría la censura). Pero no es así, en la versión que he podido ver la familia de Evaristo no encuentra piso y se quedan en la calle. No se dejen engañar por el abrazo final de la familia y la música amable que intenta justificarnos ese desahucio como el gag final en que se instalan en mitad de una avenida. La realidad es que no han logrado encontrar piso pese a sus esfuerzos y que deberán dormir en el raso. Esa entrañable familia con cuatro hijos literalmente acaba en la calle. Absolutamente desolador.

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El director de la cinta es un viejo conocido de este gabinete, José Antonio Nieves Conde, realizador de dos películas fundamentales del cine español de los 50: Surcos (1951) y Los Peces Rojos (1955). Perteneciente a una generación algo olvidada al ser anterior a nombres tan conocidos como los de Berlanga y Bardem, Nieves Conde pagó su atrevimiento con este film quedando relegado al ostracismo y viendo cómo su carrera se hundía por completo tras el estreno de El Inquilino.

Años después, los ya mentados Bardem y sobre todo Berlanga, tomaron el relevo con otros films que, ocultos bajo las consignas de unos géneros cinematográficos clásicos, hacían gala de una durísima critica social. Ciertamente, El Inquilino no está a la altura de obras maestras como Plácido (1961) y El Verdugo (1963), pero a cambio resulta si cabe más meritoria por el atrevimiento de ser una de las primeras comedias en atreverse a criticar una realidad social. Es de justicia por tanto reconocer el valor de El Inquilino no solo por sus cualidades intrínsecas sino como precedente de otras grandes obras que seguirían su camino.

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Surcos (1951) de José Antonio Nieves Conde

Surcos se trata indudablemente de una de las obras más importantes de la historia del cine español al ser una de esas películas que abrió el camino a futuros cineastas. En una época en que el medio cinematográfico se encontraba asfixiado por las presiones de la censura y el fomento hacia cierto tipo de cine que no motivaba la creatividad, el director José Antonio Nieves Conde se desmarcó con un durísimo film de claras influencias neorrealistas que suponía un desafío por su contenido. Lo más curioso de todo es que Nieves Conde estaba muy lejos de ser un disidente contrario al regimen franquista, ya que era de ideología falangista y seguramente fueron sus buenos contactos los que le permitieron pasar un guión que en otras manos jamás habría conseguido la aprobación necesaria para su rodaje.

La película narra la clásica historia de enfrentamiento entre campo y ciudad: la familia Pérez son unos humildes campesinos que abandonan su pueblo para irse a vivir a Madrid con la esperanza de ganar dinero de una forma más fácil que trabajando en el campo. Como es de imaginar, la vida no resulta tan fácil como pensaban y los diferentes miembros de la familia pasan por diferentes pruebas: el anciano cabeza de familia se verá absolutamente incapaz de adaptarse a la ciudad y tendrá que soportar la humillación de ser el blanco de las burlas de su mujer, al igual que su hijo Manolo, cuya inocencia le hace perder su primer empleo al ser robado. Mejor suerte corren los otros dos hijos pero de forma menos honrada: Pepe se une a una banda de delincuentes comandada por un burgués conocido como el Chamberlán, el cual acaba a su vez convirtiéndose en el amante de su hermana Tonia.

La gran novedad en el film de Nieves Conde no residía en el tema, puesto que no solo no era de sobras conocido sino que además tenía cierto tono moralizador y casi conservador, ya que la moraleja parece ser que la gente de campo debe permanecer en su tierra. La ciudad es vista como un sitio corrupto e inmoral en que por ejemplo Pepe, el hijo mayor, sustituye al padre como jefe de la familia y se permite libertades como dormir en la misma cama que su novia sin haberse casado, algo que provoca la furia del padre por el poco respeto que se le tiene al cometer ese tipo de actos en sus narices. Del mismo modo, la novia de Pepe es caprichosa y le exige una vida de lujos que éste no puede permitirse, algo que contrasta con el carácter más dulce de su hermana Tonia, criada en el campo, que hace gala de un comportamiento más modesto e inocente hasta que los lujos de la ciudad la pervierten.

Lo novedoso por tanto no estaba en ese punto sino en la forma tan dura de mostrarlo, en el retrato descarnado y pesimista de la vida en la ciudad y, en definitiva, de la España de la época. Detalles como el bloque de pisos en que viven con los pasillos siempre llenos de niños mal vestidos y sin ningún atisbo de intimidad, la necesidad de llevar a cabo trabajos ilegales o poco decentes para subsistir (la venta ambulante de tabaco, el robo de camiones, convertirse en la amante del jefe de la banda de malhechores), el descarado machismo de todos los personajes y, en general, la humillación que sufre la familia Pérez al sufrir ese choque.

Todos estos elementos vienen heredados del neorrealismo, al que se hace referencia explícita en la película cuando dos personajes van al cine y uno comenta que ahora se llevan las películas neorrealistas, y a continuación explica qué son. El rodaje en barrios reales de Madrid y la ausencia de un poco creíble final feliz en favor de ser fiel a la realidad nace de esa misma voluntad. Como es natural, esta visión tan cruda no gustó a la censura, quien obligó a Nieves Conde a cambiar su final.

En el final original, la familia volvía al campo y, al último momento, Tonia se escapaba en la estación de trenes para seguir en la ciudad. Prefería convertirse en la amante del Chamberlán con las comodidades que eso implica a vivir honradamente en el campo. Ese fragmento tuvo que ser cortado, de forma que la familia vuelve al campo tras haber aprendido la lección y con las ideas morales más firmes: el padre de familia, que hasta ahora había acabado desempeñando tareas de ama de casa mientras era humillado por su mujer, retoma las riendas de la familia como patriarca (un elemento que nos deja entrever como en el fondo subyace cierta ideología más bien conservadora) y les insta a volver al campo, donde su castigo será soportar las burlas de sus vecinos y trabajar duro para recuperar el tiempo perdido.

Pese a la escasez de recursos y lo previsible que puede resultar el guión en ciertas situaciones, el film funciona y sobre todo lo consigue en gran parte por la efectiva dirección de Nieves Conde y su fiel retrato de la España de la época, que podría ser otro de los alicientes de la película. Aunque su carrera no le daría un nombre tan importante como el de los directores que tomarían su relevo, Nieves Conde dio un primer paso muy importante abriendo la cinematografía española a influencias extranjeras y permitiéndose un componente crítico contra la España de la época, algo que luego llevarían aún más lejos los cineastas que le seguirían: Berlanga, Bardem o Fernando Fernán Gómez.

Los Peces Rojos (1955) de José Antonio Nieves Conde

Una noche de invierno llega a un hotel de Gijón una pareja: el escritor Hugo Pascal y su amante, la actriz Ivón, quienes piden una habitación para tres. La tercera persona es el hijo de Hugo, Carlos, a quien el recepcionista no llega a ver porque sube a la habitación más tarde. Mientras cenan, los tres deciden ir a dar una vuelta por un acantilado desde el cual hay una magnífica vista del mar. Horas más tarde, Ivón llega al hotel implorando ayuda a gritos seguido por su desconsolado amante: su hijo se ha caído por el acantilado. Mientras la policía investiga el suceso, Hugo va recordando todos los acontecimientos que les han llevado hasta ahí.

Magnífica muestra de cine negro español, un género que no se prodigaba mucho en la época por lo problemático que resultaba a nivel de censura (crímenes, femmes fatales, protagonistas al margen de la ley…) pero que no obstante dio forma a algunas obras magníficas, sobre todo en la posterior década, como el pequeño clásico A Tiro Limpio (1963). Los Peces Rojos es un ejemplo de cómo pese a esa circunstancias se podía contar una historia criminal interesante, muy bien planteada y con los clichés del género: una misteriosa muerte, pasiones desbordantes y una sorpresa final.

Los Peces Rojos planteaba un argumento tan peliagudo y enrevesado como un triángulo amoroso en que padre e hijo compiten por la misma mujer. Carlos en cierto modo es la versión perfeccionada de Hugo: es joven, guapo, inteligente y con dinero. Ángela, una tía de Hugo, le pasa a Carlos una generosa pensión además de nombrarle principal heredero, en cambio le ha retirado la palabra a Hugo por haber tenido ese hijo ilegítimo, por lo que el padre debe vivir del dinero que recibe su hijo hasta que le publiquen su novela. El hecho de que no se nos muestre a Carlos hace que se acabe convirtiendo casi en un ser abstracto, una persona tan perfecta que tenemos idealizada tanto nosotros como el personaje de Ivón, lo cual le dota aún de más fuerza. Es un caso similar al que sucede en Rebeca (1940) de Hitchcock o en Carta a Tres Esposas (1949) de Mackienwicz, en que la ausencia del personaje sobre el que se vertebra el relato y alrededor del cual giran el resto hace que cobre aún más fuerza, como un fantasma.

Cuando Ivón descubra que Carlos es un admirador suyo, se encontrará con el dilema moral sobre si seguir fiel a su padre o si dejarle por ese partido tan prometedor. Desgraciadamente, Hugo se entera de ello y empezará a sentir unos terribles celos de su hijo, que recibe todo lo que a él se le niega: el dinero y cariño de su tía Ángela y el amor de su amante. Es casi como un enfrentamiento con un doble, con una versión de sí mismo, que es lo que viene a ser su hijo.
Esta idea se acabará de redondear cuando se desvele en la parte final del film un sorprendente hecho que recomiendo al lector que no lea si aún no ha visto la película y que descubriré en los siguientes párrafos de la reseña.

Este hecho es ni más ni menos que Carlos no existe, es una invención de Hugo que le permite sonsacar dinero a su tía Ángela para subsistir. Pero ¿ése es el único motivo por el que Hugo inventó a Carlos? Ni mucho menos, ya que el propio Hugo es consciente de que cuando su tía fallezca no podrá heredar, ya que se descubrirá todo. Para entenderlo debemos recurrir a una de las ideas más interesantes del film que está presente en la escena en que Hugo se enfrenta con un editor que se niega a publicar su novela por ser demasiado fantasiosa. Ambos tienen una acalorada e interesante discusión: su editor le habla del neorrealismo, de mostrar la realidad tal cual es, a lo que Hugo replica furioso que detesta el neorrealismo y que la realidad para él son los sueños y fantasías de las personas que les ayudan a seguir viviendo. El editor se queja además de que sus personajes no son realistas, irónicamente desconoce que Hugo ha inventado a un personaje tan real que casi ha adquirido vida propia: Carlos.

Carlos es por tanto producto de ese deseo de Hugo de tener una fantasía propia y vivirla con tanta fuerza que es capaz de adaptarla a su vida personal, hasta el extremo de proporcionarle una habitación con libros y ropa propias y comportarse como si ese hijo realmente existiera. El triángulo amoroso con Ivón se convierte entonces en algo más peligroso: está compitiendo con un ser que no existe y que ha creado de forma tan idealizada que es imposible competir con él. Es más, en realidad está compitiendo consigo mismo, y de la misma manera que él ama a Ivón, Carlos también la ama y por eso tiene unas fotos de la actriz en su escritorio y Hugo mencionará que le pilló besándolas. Sin embargo la fantasía llega a cobrar tanta fuerza que acaba apoderándose de Hugo.

Cuando la tía fallece y Hugo confiesa a Ivón la verdad, se ven obligados a «matar» a Carlos para que no se descubra todo. Pero aún así, Hugo siente remordimientos. Aunque no ha muerto nadie real, para él sí que ha muerto ese hijo al que acabó cogiendo cariño y sintiendo como si existiera de verdad. Esa fantasía suya para él era tan real como los personajes neorrealistas que le reclamaba su editor, por ello al final pensará en suicidarse, puesto que ha matado ya a una parte de sí mismo a la que estaba fatalmente unido.

José Antonio Nieves Conde conduce la película con buen pulso y ritmo. Aunque la historia de Carlos y Hugo es más bien un drama psicológico, los tintes criminales típicos del cine negro aparecen constantemente con la investigación policial que discurre al mismo tiempo que esos flashbacks sobre el pasado de Hugo. No falta pues el astuto sabueso que va descubriendo la forma como la pareja urdió el crimen, con la diferencia de que él cree que está desentrañando un asesinato mientras que nosotros sabemos que lo que está desvelando es la farsa que montaron para hacer creer que Carlos existe y a la que dieron forma con una serie de elementos perfectamente coordinados (Ivón bajando a firmar en nombre de Carlos antes de que baje el recepcionista, el disco con una voz para simular una conversación con ese hijo inexistente…). El magnífico guión de Carlos Blanco toma la inteligente decisión de desvelar la sorpresa antes del final de forma que el espectador puede entender aún más lo que significa que Hugo esté atormentado por este «crimen», además de crear escenas de auténtico suspense como cuando el policía pone para relajarse un disco que desconocen que tiene grabada la falsa conversación con Carlos.

Una película memorable con una historia llena de geniales ideas (el doble, el temor a ser superado por un hijo, la necesidad de tener un mundo propio de fantasía…) muy bien insertada en el mundo de cine negro. Una obra a reivindicar.