Joseph H. Lewis

Relato Criminal [The Undercover Man] (1949) de Joseph H. Lewis


Una de las grandes paradojas del cine de gangsters es que, por imposiciones de la época, todas las películas del género acababan con los criminales o bien en la cárcel pagando por los delitos que han cometido o bien muertos – véanse los rifirrafes entre Howard Hughes y la oficina Hays en el caso de Scarface, el Terror del Hampa (1932)  – cuando en la vida real el crimen gracias al cual se consiguió meter entre rejas al célebre Al Capone fue una «mera» evasión de impuestos. El punto de partida de Relato Criminal (1949) de Joseph H. Lewis es no solo reconocer francamente este hecho sino otorgar el protagonismo a los que lograron dicha hazaña, ofreciéndonos como protagonista no a un duro detective sino a alguien potencialmente tan poco carismático como un agente del Tesoro (ya me perdonarán los lectores que trabajan en dicho departamento), que responde al nombre de Frank Warren.

Tal y como indican los rótulos iniciales, lo que pretende Relato Criminal (1949) es reivindicar a esas personas que hicieron un trabajo tan duro por el bien de la sociedad y que no son suficientemente recordadas. En ese sentido, el filme se adscribe en un breve ciclo que tuvo lugar en Estados Unidos después de la II Guerra Mundial de películas policíacas que aspiraban a ofrecer una visión más realista del género, como es también el caso de La Ciudad Desnuda (1948) de Jules Dassin. Era pues una tendencia que se desmarcaba de muchos de los patrones característicos del cine negro (un universo tan oscuro y opresivo que a veces parecía más bien algo irreal y pesadillesco) pero que no alcanzó – al menos en esos años – la relevancia del noir, sobre todo a raíz de que muchos de sus exponentes acabaran siendo engullidos por la caza de brujas.

El gran reto aquí de Joseph H. Lewis – quien en adelante se decantaría más por el noir puro con obras clave del género como El Demonio de las Armas (1950) – es conseguir que la historia de un tipo que básicamente se dedica a revisar cuentas resulte interesante. No es poca cosa. Es muy loable reivindicar el trabajo de estos currantes, pero ¿cómo podemos convertir su faena en algo cinematográfico? La respuesta es, obviamente, añadiendo algo de condimento a la historia. El efectivo Glenn Ford no es quizá la imagen que tendríamos de un agente del Tesoro, pero aquí da el pego y sirve para recordarnos que los contables también pueden ser tipos duros. La subtrama de la esposa que se siente medio abandonada por el trabajo de su marido no aporta gran cosa a la trama pero añade más peso en el apartado de reivindicación de estos héroes anónimos, que frecuentemente deben darse de bruces con una realidad en que parece imposible hacer justicia.

Y, por descontado, aunque aquí la clave sean los balances de cuentas, en un filme sobre gangsters no pueden faltar los tiros y las escenas de suspense. El gran mérito de los guionistas y el director es conseguir un balance bastante equilibrado entre dichas secuencias de corte más policíaco con aquellas de tipo más realista, en que los protagonistas batallan infructuosamente contra una organización criminal demasiado poderosa para ellos, comandada por «el Gran Hombre», cuyo rostro nunca vemos y que es una referencia más que obvia a Al Capone.

Pero quizá el gran antagonista del filme no es tanto el Gran Hombre como su abogado Edward H. O’Rourke (un excelente Barry Kelley transmitiendo ese tipo de falsa simpatía que resulta más repelente que otra cosa), una suerte de versión perversa del propio Frank Warren: dos hombres cuyo trabajo tiene lugar en despachos y oficinas pero que han decidido situarse en los dos lados contrarios de la ley. Paradójicamente es el abogado sin escrúpulos el que goza de una vida más lujosa y acomodada mientras que el honrado Warren, que se niega a aceptar cualquier soborno, lo máximo a lo que puede aspirar es a retirarse a la granja de sus suegros. Sí, al final se nos dirá que los criminales siempre acaban pagando, pero eso no quita que durante el resto de película hayamos visto cómo o’Rourke le restriega su prosperidad a Warren en sus narices y como éste, al final del filme, acaba quedando en la misma situación económica que antes simplemente con la sonrisa del que ha hecho un buen trabajo honrado. Todavía es demasiado pronto para que una película de este calibre se atreva a ahondar más a fondo en este tipo de injusticias y paradojas, pero resulta un buen precedente.

En el aspecto más negativo cabe añadir algunos tics del género muy forzados como para querer darle un extra de dramatismo innecesario a la película (por ejemplo, el suicidio de un agente de policía muy cogido con pinzas y que no acabamos de entender). En el positivo, merece destacarse también ese retrato de la humilde familia italiana de uno de los trabajadores del Gran Hombre, que en unas pequeñas pinceladas nos muestra un hogar desestructurado y casi en la miseria. De nuevo, estamos en una fecha demasiado temprana para que la cámara se atreva a profundizar más en este tipo de entornos, pero es un gran avance que ya se haya dado un primer paso en el umbral de ese hogar para darnos una pequeña pincelada de duro realismo viniendo de un filme de Hollywood.

Terror en una Ciudad de Texas [Terror in a Texas Town] (1958) de Joseph H. Lewis

Pocos inicios de westen más peculiares se me ocurren que el de Terror en un Pueblo de Texas (1958). Antes siquiera de que aparezcan los títulos de crédito vemos a su protagonista, encarnado por Sterling Hayden, cruzando decidido el pueblo para enfrentarse a un misterioso pistolero. De entrada dicha imagen no tendría nada de particular si no fuera porque dicho personaje utiliza como arma un arpón.

Hayden encarna a Georg Hansen, un emigrante sueco que ha acudido a Estados Unidos para ayudar a su padre en su granja, pero que al llegar descubre que ha sido asesinado. El responsable es un pistolero, Johnny Crale, contratado por el ambicioso Ed McNeil, un hombre acaudalado que planea hacerse con todas las tierras de la zona a la fuerza, ya que contienen petróleo.

Así pues nos encontramos con un western sumamente interesante desde su particular premisa. No, el héroe no es un rápido pistolero, de hecho en ningún momento le vemos empuñar un arma, es un ballenero. Tampoco destaca Georg por ser especialmente inteligente ni lleva a cabo ningún plan particularmente brillante, si ocupa el rol de héroe en la película es por dos rasgos que le hacen destacar por el resto de personajes del pueblo: su testarudez a no renunciar a la granja de su padre y su valentía. El guión estaba firmado por un «blacklisted» de la triste caza de brujas, y puede que se note algo de ello en esa imagen del pueblo lleno de cobardes, que ante una injusticia acometida a un vecino prefieren callar por interés propio en lugar de enfrentarse juntos a ese problema.

La historia de hecho tiene un tono seco y desencantado exento por completo del glamour de los westerns. Apenas hay enfrentamientos, y en el primero de ellos contemplamos impertérritos cómo nuestro protagonista es apalizado sin piedad. Tampoco se hace justicia al final, con esos bandidos y ese sheriff corrupto marchando del pueblo felizmente con los bolsillos llenos, pero está claro que a los guionistas no les importa dar esa visión de justicia y centrarse en los protagonistas, convirtiendo el petróleo en un McGuffin en toda regla (la última mención de un personaje al respecto es «¡Al diablo con el petróleo!»).

Aparte de destacar a un magnífico Sterling Hayden como protagonista, cabe mencionar a Nedrick Young como el pistolero Johnny Crale. Un bandido que parece más hastiado que otra cosa, cuya amante dice que sigue con él porque necesita estar con otra persona que esté aún más por debajo de ella. Un pistolero que ni siquiera parece especialmente cercano al hombre que le contrata (el clásico ricachón insoportablemente hablador y falsamente simpático) y que lleva impreso el signo de la muerte en su rostro.

Queda para la historia ese peculiar duelo final que parece casi humorístico (¿qué arma utilizaría un sueco para enfrentarse a un vaquero?) pero que está resuelto con tanta dignidad que funciona a la perfección. La despedida de Joseph H. Lewis del campo del largometraje (a partir de entonces se especializó en la televisión) fue por todo lo alto: un más que recomendable western que sin duda tiene personalidad propia.

El Demonio de las Armas [Gun Crazy] (1950) de Joseph H. Lewis

Bart ha estado toda la vida obsesionado con las armas de fuego. De pequeño esa pasión le sirvió para poder destacar en algo diferente al resto de chicos, pero por desgracia le llevó también a cometer su primer delito al intentar robar una pistola. Años después, Bart vuelve a su pequeño pueblo después de haber pasado por un reformatorio y el ejército. Es un hombre nuevo que no sabe hacia donde llevar su vida, hasta que conoce a Annie, una pistolera que trabaja en una feria ambulante en un número de tiroteo. Después de ganarla en un reto, Annie le propone que se una a la feria para utilizar sus dotes de pistolero. Será el inicio de su apasionado romance.

«Sólo sirvo para disparar. Sólo eso me gusta. Eso haré cuando crezca«. Una de las ideas que me viene a la cabeza al ver El Demonio de las Armas es hasta que punto Bart ya está condenado desde el momento en que hace esta confesión al juez. Por otro lado, es un niño que vive condicionado por su obsesión con las armas pero también por un incidente que vivió de pequeño que le marcó de por vida. Jugando con su escopeta de aire comprimido, Bart disparó en el jardín de su casa a diversos objetos hasta que se le ocurrió probar cómo sería matar a un ser vivo, a los pollitos de casa. Inocentemente disparó a uno y descubrió qué es la muerte y qué se sentía al quitar la vida a un ser vivo. Este hecho traumático le marcaría para siempre, seguiría obsesionado por las armas pero también por su incapacidad para matar a nadie.

Cuando se cruza Annie por su camino, vive un tórrido romance marcado por la dependencia de ambos hacia las armas pero desde dos puntos de vista distintos: él tiende hacia la rectitud, ella aspira a más de lo que la vida ha ofrecido y quiere aprovechar sus virtudes como pistolera para ello. Su pasión, en la línea de los mejores romances de cine negro, creará entre ellos un vínculo irrompible y fatal, un vínculo que les hace depender totalmente el uno del otro hasta las últimas consecuencias, igual que en obras tan míticas e inolvidables como Solo se Vive una Vez (1937) de Fritz Lang, Perdición (1944) de Billy Wilder o El Cartero Siempre Llama Dos Veces (1946) de Tay Garnett, en que el destino de la pareja está sellado desde el momento en que su romance queda unido por un crimen.

La película tiene todas las virtudes de las grandes obras del cine negro destacando su ritmo y fluidez narrativa. Después de haber descrito en el prólogo el carácter y psicología de Bart, la película no malgasta ningún minuto en dar información innecesaria desde el momento en que él y Annie se conocen. Un buen ejemplo es la escena en que se nos muestran los primeros días de casados de la pareja en que vemos una serie de planos fundidos entre sí de su acomodado estilo de vida hasta acabar en un plano en que acuden al escaparate de un prestamista, signo inequívoco de que se han quedado sin dinero. Así mismo, no se dan detalles de las conversaciones preliminares sobre pasarse a la vida criminal, simplemente ella menciona algo de un plan que habían hablado previamente. No hace falta esa información, los espectadores ya sabemos que van a acabar irremediablemente abocados a ese mundo por su pasión por las armas y su necesidad de encontrar dinero, cuando presenciemos el primer atraco no nos habrá hecho falta ver qué les ha llevado a dar ese paso.
A cambio el guión se centra en las conversaciones en que Bart duda sobre si están haciendo lo correcto y su continua fobia a matar. En uno de los diálogos más interesantes, reflexiona sobre el hecho de que al haberse decidido por este tipo de vida se han condenado a quedar solos para siempre, sin tener a nadie a quien acudir para ayudarles cuando lo necesiten. El crimen les une pero al mismo tiempo les aisla del mundo.

A nivel de dirección, la película es apabullante y visualmente muy atractiva. Joseph H. Lewis hace un trabajo excelente que consigue que el film destaque por encima del resto de films criminales de serie B por su factura visual e incluso le dota de cierto tono bastante moderno para la época. Hay muchas escenas que merecerían ser comentadas, pero hay dos que destacan especialmente.
La primera es un largo plano secuencia filmado desde el asiento trasero de un coche que muestra uno de sus atracos. Todo el plano está rodado desde el coche sin ningún corte y, como novedad, opta por no seguir a Bart mientras comete el atraco y se centra en la figura de Annie, que espera en el coche y tiene que intervenir para quitar de en medio a un policía que pasaba justamente por ahí.
La segunda que destacaría es la escena final en el pantano, donde ambos se refugian envueltos por una espesa niebla. El ambiente tenebroso de esa escena hace que parezca más bien una pesadilla en que los dos amigos de infancia de Bart intentan salvarle de ese mundo de perdición al que se ha abocado.

En mi opinión una de las mayores joyas del cine negro de serie B, una película fatalista, magníficamente rodada y que hace reflexionar sobre una sociedad demasiado obsesionada con las armas como es la estadounidense.