Los años 60 supusieron por fin una época de mayor apertura en Hollywood, en la que empezaron a aparecer en las pantallas algunos temas delicados que hasta entonces habian sido tabú. Eso provocó entre otras cosas el nacimiento de un cine político más atrevido que denunciaba sin miedo la delicada situación de entonces, con obras como El Mensajero del Miedo (1962) y Siete Días de Mayo (1964) de John Frankenheimer o El Mejor Hombre (1964) de Franklin J. Schaffner. La obra que nos ocupa de Otto Preminger fue también otro de los ejemplos más destacados.
El film se centra en una controversia política provocada cuando el presidente de los Estados Unidos designa como candidato para ocupar el nuevo cargo de secretario de Estado a Robert Leffingwell, un personaje controvertido cuyas ideas pacifistas no son bien vistas por varios miembros del Senado. Para despejar cualquier duda se crea una comisión especial que investiga el pasado del candidato, a lo largo de la cual se mezclarán los conflictos de varios personajes. El presidente, ya envejecido, insiste en mantenerle como candidato pese a la polémica, y el senador del partido mayoritario intenta apoyarle moviendo hilos para asegurar su elección. Sin embargo, el senador de Carolina del Sur, Seabright Cooley, se propone impedir el nombramiento a cualquier precio. Mientras tanto, el propio Leffingwell intenta hacer valer su posición mostrando su máxima integridad.
Tempestad sobre Washington tiene como primera cualidad a destacar el ser una película de diálogos que no se hace pesada y que incluso avanza a buen ritmo en su primera mitad. Sin dramatismos ni excesos, el film se basa ni más ni menos en los diferentes enfrentamientos de todos los políticos para reafirmar su postura. La imagen que da el film es que los sucesos más importantes tienen lugar fuera del Senado, en reuniones extraoficiales en pasillos o fiestas donde se planifica todo de cara a los encuentros oficiales y públicos.
Dada la naturaleza del film, resulta razonable que la dirección de Preminger se base sobre todo en los actores, y por ello se escuda con un reparto de primer nivel entre los que destacan los nombres de Charles Laughton, Henry Fonda, Walter Pidgeon y Franchot Tone. Sin embargo, uno de los rasgos más interesantes de la película y que también remarca su tono moderno, más allá de la elección del tema, es que carece de un claro protagonista. En primera instancia podría parecer que el personaje de Henry Fonda podría ocupar ese papel encarnando al clásico americano honesto y con ideales, pero sorprendentemente es un personaje secundario que desaparece en la última hora de film. Inicialmente es el líder del partido mayoritario quien más se acerca a ocupar ese papel, pero a mitad de película el protagonismo pasa a ser del joven senador Anderson.
De todos ellos sin embargo el actor que más destaca es el siempre infalible Charles Laughton, quien no desaprovecha el personaje tan jugoso que le ofrecen y que tan bien se adapta a su estilo de interpretación. Su senador de Carolina del Sur es no solo una muestra del típico político chapado a la antigua y prejuicioso, sino también el clásico viejo zorro que se conoce todos los trucos y mueve todos los hilos a su antojo como quien disputa una compleja partida de ajedrez. Éste sería el último papel de su larga carrera.
El núcleo del film se basa en dos conflictos morales bastante polémicos en la época que acaban relacionándose entre sí. En primer lugar, Robert Leffingwell coqueteó en su juventud con el comunismo, algo que si se llega a saber le descalificaría automáticamente para ese cargo. Para defenderse de esa acusación y escudar al presidente, se ve obligado a mentir a la comisión de investigación cometiendo por tanto perjurio. El tema de la paranoia comunista y el mccarthismo todavía seguía caliente en los años 60, y sin embargo aquí Preminger ataca sin ningún tipo de rubor ese sistema que condena a hombres simplemente por simpatizar con ciertas ideas políticas.
Más delicado es sin embargo el siguiente tema que trata el film: la homosexualidad, un sujeto absolutamente tabú durante décadas que a principios de los 60 comenzó a aparecer en films como la británica Víctima de Basil Dearden o La Calumnia de William Wyler (ambas de 1961). Si por algo se había caracterizado Preminger a lo largo de su carrera era por desafiar valientemente a la censura de la época y tratar abiertamente temas que estaban prohibidos en Hollywood desde la implantación del Codigo Hays: en La Luna Es azul (1952) sentó un precedente histórico al desafiar el Código de Producción realizando una película que trataba la sexualidad abiertamente y consiguiendo que se estrenara sin el pertinente sello de aprobación, en El Hombre del Brazo de Oro (1955) mostraba sin tapujos los problemas de la drogadicción y en Anatomía de un Asesinato (1959) hacía el seguimiento de un juicio por violación. Por tanto, el que Tempestad sobre Washington incluyera el espinoso tema de la homosexualidad no era nada nuevo para él.
En este caso el tema surge cuando el senador Anderson, presidente del comité de investigación, se niega a dar su aprobación porque Leffingwell ha cometido perjurio. Un senador del partido intenta presionarle haciéndole chantaje sobre un episodio oscuro de su pasado en que Anderson tuvo una breve relación homosexual. En mi opinión el gran mérito de esta subtrama que ocupa una buena parte del metraje es el hecho de que trata el tema con total naturalidad, sin enfatizarlo como si fuera un conflicto especial, del mismo modo que por ejemplo en Anatomía de un Asesinato se mostraban con naturalidad las pruebas referentes a la violación.
Por ello uno de los pocos detalles que le achaco al film son las breves escenas entre Leffingwell y su hijo. Le restan a la película la naturalidad y rigurosidad que tenía hasta entonces, con los clásicos diálogos morales sobre decir la verdad y un padre intentando explicar a su hijo que el mundo es más complejo de lo que parece. También se le podría achacar que la última parte de la película se hace algo más lenta cuando se pierde de vista el senado y se trata el tema de Anderson y su homosexualidad, sobre todo en algunas de las conversaciones con su mujer.
Esos detalles sin embargo no empañan el resultado final. El desenlace por ejemplo resulta admirable y una muestra más de la rigurosidad de Preminger y su rechazo a caer en el dramatismo fácil. No hay buenos ni malos (el chantajista de Anderson era un senador que apoyaba a Leffingwell, y el senador Cooley al final resulta ser medinamente benevolente al decidir no airear el pasado de Leffingwell permitiendo que se elija su candidatura con una votación), ni tampoco ganadores ni perdedores. El presidente fallece durante la votación y, cuando ésta queda en empate, el presidente del Senado decide sencillamente no dar el voto que falta para Leffingwell. Ningún personaje se escandaliza con la conclusión, de hecho ni siquiera vemos a Leffingwell (a quien hemos perdido de vista a mitad del film). Simplemente se aceptan los hechos como son. Y ésa parece ser la idea que subyace tras la película, pese a los sórdidos tejemanejes de los que somos testigos, todo sigue discurriendo con normalidad, como si estas conspiraciones fueran algo normal en el día a día del mundo político.