Secuestro [The Story of Temple Drake] (1933) de Stephen Roberts

El pretender adaptar una novela tan visceral y provocativa como Santuario de William Faulkner en el puritano Hollywood de los años 30 puede considerarse como una de las decisiones más hilarantemente absurdas de la historia del cine. Sin embargo, el escándalo que envolvió al libro era demasiado suculento como para dejarlo escapar y pronto un estudio se hizo con los derechos del mismo. Una vez conseguida la obra ya solo quedaba lo más difícil: como pasar a la pantalla una historia tan sórdida plagada de personajes a cada cual más desagradable y que mostraba la violación y posterior conversión en prostituta de una joven. Aunque el implacable Código Hays de censura todavía no se había aplicado (pero estaba al caer), aquella era una época muy convulsa para Hollywood con numerosas polémicas sobre la supuesta influencia perniciosa del cine sobre la sana moral americana: los piquetes en los estrenos de películas controvertidas y los numerosos intentos de prohibir ciertos films por parte de asociaciones religiosas y demás guardianes de la moral pública eran el pan de cada día. Estrenar una película sobre una novela que ya había causado un gran revuelo obviamente respondía a estrictos motivos comerciales para beneficiarse del escándalo y atraer al público por curiosidad, pero implicaba también filtrar gran parte de sus contenidos para hacerla aceptable. Lo cual en este caso pasó necesariamente por cargarse por completo la novela.

Para hacer posible la adaptación, los guionistas de la película consiguieron (con cierto mérito) extraer de la novela algo parecido a una trama típicamente hollywoodiense con sus personajes prototípicos. Así pues, decidieron centrar el protagonismo de la trama en el personaje de la joven Temple Drake (quien en la novela no es la protagonista absoluta sino uno de los personajes principales) y convertir su infierno personal en la clásica historia de caída y redención. Por otro lado, el adúltero abogado protagonista en el film pasa a ser el joven e intachable prometido de Drake que tendrá el usual conflicto entre sentimientos personales y su deber como profesional, mientras que el ambiguo personaje de «Popeye» acaba rebautizándose con el más apropiado apodo de «Trigger» y pasa a ser un simple gángster.

Con esta impagable alteración de los personajes principales, la trama se simplificó bastante para llevarla a los derroteros habituales de Hollywood. Temple es una alocada joven que una noche acaba yendo a parar a una casa de contrabandistas y delincuentes que por supuesto se la querrán disputar. Se produce un asesinato y Trigger, el responsable del crimen, la secuestra. Un hombre inocente es acusado del crimen y su abogado defensor resulta ser Stephen Benbow, el prometido de Drake. Éste consigue llegar al escondite de Trigger convencido de que él es el culpable y descubre que su adorada Temple vive con él, presuntamente como su amante. No quedan demasiadas sorpresas por delante: para evitar que Trigger mate a su antiguo prometido, Temple finge no estar retenida contra su voluntad y se niega a testificar contra él; una vez Stephen se ha ido, se produce una pelea y ella mata a Trigger y huye; se celebra el juicio, Stephen sabe que si hace comparecer a Temple como testigo se demostrará la inocencia de su cliente aunque ella caerá en desgracia acusada de asesinato, pero si no lo hace, morirá un inocente.

Espero que el lector no crea que la he tomado con este film por hacer comparaciones con la obra original, puesto que era algo muy frecuente en Hollywood tomar complejas novelas y simplificarlas para adaptarlas a la gran pantalla. El problema es que esta comparación es el único punto de interés que nos ofrece Secuestro (una vez más, no puedo dejar de felicitar a los traductores del título original), puesto que analizándola como película en sí más que como adaptación sigue siendo fallida, gris y carente de cualidades a destacar.
Y de hecho no es casual que surgiera un film tan mediocre de una obra tan difícil de adaptar entonces, porque el problema del film es que quiere mantener algo de la novela al mismo tiempo que respetar las estrictas normas de censura de la época. El resultado es una película que queda tristemente en tierra de nadie: no se arriesga mostrando los aspectos más inquietantes y controvertidos del libro ni tampoco atreviéndose a hacer una adaptación totalmente libre que le dotara al film de nueva vida.

Lo único que nos queda pues es un film rutinario que se salva del desastre por el buen hacer de Miriam Hopkins, que ante un reparto tan poco lucido se hace con el protagonismo absoluto de la función sin muchos problemas. Pero ni ella consigue que la escena climática del juicio resulte interesante con un discurso de Stephen tan manido y poco convincente como la reacción de ella, decidida a sacrificarse por cumplir con su deber y que se haga justicia.

Únicamente tiene cierto interés por ver como los códigos morales de Hollywood (aún no oficializados) convierten una novela interesante en la más absoluta banalidad.

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