Basada en un caso real, La Última Orden narra la historia de un prestigioso general zarista que con la revolución comunista cae en desgracia y emigra a Hollywood, donde se intenta ganar la vida participando como extra en películas. El film se estructura a partir de un flashback que tiene lugar cuando el protagonista, Sergius Alexander, se prepara para interpretar a un general en una película.
El principal atractivo del film se encuentra indudablemente en el actor germano Emil Jannings, quien interpreta el típico papel masoquista que tan bien se le daba, el del personaje respetable que acaba siendo humillado (véase El Último y la posterior El Ángel Azul, dos de sus papeles más recordados). Esta película fue una de las más importantes de su breve carrera en EEUU que finalizó con la llegada del sonoro debido a su marcado acento alemán. Aunque estuvo muy poco tiempo en Hollywood, consiguió el hecho anecdótico de ser el primer actor en ganar un Oscar por la interpretación que hizo en este film y en la desaparecida El Destino de la Carne (1927). No obstante, aunque él es el principal punto de interés del film, también destaca como curiosidad la aparición de un joven William Powell en un papel muy alejado de aquellos en que se especializaría posteriormente.
Aparte de estos detalles y de la esmerada dirección de Josef von Sternberg, La Última Orden acaba siendo una película menos interesante de lo que presagia su prometedora premisa. En gran parte eso es debido a que el grueso del film lo conforma el flashback, es decir, las vivencias de Sergius en Rusia y su caída con la revolución comunista. Además aparece también una tópica y poco creíble historia de amor entre Sergius y la revolucionaria Natalie Dabrova, quien por algún motivo que no llegamos a entender se enamora de él.
Así pues, esta historia de humillación acaba siendo al final la típica historia de amor y sacrificio que tiene como principal interés su desenlace. Por una diabólica casualidad, el director de la película en la que él actúa en Hollywood es un revolucionario al que hizo detener años atrás y del que se burló despiadadamente. Ahora se han cambiado los papeles y Sergei es quien debe obedecer órdenes y soportar la humillación. En la escena final (claramente el mejor momento del film), el director le pone en situación en una escena que le recuerda a su glorioso pasado defendiendo Rusia y enloquece hasta morir. El último intento de redimir al personaje no tiene mucho sentido, con el director defendiéndole como un gran hombre aún cuando no tiene motivos para pensarlo, pero no deja de ser un tópico inevitable de Hollywood.
Aunque no es la joya oculta que uno esperaría, no deja por ello de ser un film que se defiende sobre todo por la maestría de los implicados en su producción, que justifican su visionado.