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El Gran Gabbo [The Great Gabbo] (1929) de James Cruze

De entrada, la idea de una película en que Erich von Stroheim interpretara a un ventrílocuo egomaniaco e intratable que acaba volviéndose loco podría parecer altamente prometedora. Pero sorprendentemente El Gran Gabbo (1929) consigue ser un enorme chasco partiendo de una combinación (Erich von Stroheim + muñeco de ventrílocuo) que no debería fallar. ¿Cómo puede ser?

Hemos de ser conscientes antes de nada de que El Gran Gabbo es una obra que queda lastrada por dos factores: ser una producción barata que tiene como único punto de apoyo su carismático protagonista y constituir una de esas obras típicas de inicios del sonoro que parecen estar planteadas como una forma de explotar las bondades de dicho invento. ¿Cuáles son las novedades que puede ofrecernos a finales de los años 20 una película con sonido sincronizado? En primer lugar, nos puede permitir filmar un número de ventriloquía, que seguramente era algo esencial que el cine necesitaba desde sus inicios. Y en segundo lugar, nos permite grabar números musicales. Partiendo de esa reflexión es como nació El Gran Gabbo, un filme cuyo mayor lastre es que en el fondo son dos películas en una – y ninguna de las dos especialmente memorable.

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Aleluya [Hallelujah] (1929) de King Vidor

King Vidor es un director al que seguramente no se le esté reivindicando lo suficiente más allá de unas pocas películas suyas que han perdurado como clásicos y de darle por sobreentendido como otro de esos buenos directores del Hollywood clásico al que, sin embargo, no se le hace especial caso. Ello quizá se deba a que es una figura curiosa, que no puede clasificarse como uno de aquellos realizadores con un estilo autoral claro que tanto gustaban a los críticos cahieristas, pero tampoco como uno de esos cineastas de oficio puro y duro, que hacían buenas películas (a veces excelentes) sin molestarse en seguir una línea propia definida. Esto provoca que sea un tipo que se resista a ser encasillado y por tanto hacia el que no es fácil aproximarse.

Y no obstante, su autobiografía – la recomendadísima Un árbol es un árbol – nos muestra a un tipo lúcido que nos ofrece una visión inusitadamente meditada y serena sobre su oficio, lejos de esas autobiografías más entretenidas pero llenas de fantasmadas y alimentadas de un nada nada disimulado egocentrismo (ése es el caso por ejemplo de las de Frank Capra y Raoul Walsh). La imagen que me dio Vidor en su libro es la de un cineasta inquieto que, a diferencia de otros compañeros más guerreros, con frecuencia no tuvo la oportunidad (o quizá simplemente las ganas o la audacia) de imponer sus ideas a los estudios para hacer el tipo de películas que ambicionaba, siendo Un Sueño Americano (1944) el ejemplo paradigmático de obra en que más se nota la enorme diferencia entre lo que Vidor tenía en mente y lo que acabó siendo. Que uno de sus últimos cortometrajes, realizados cuando ya estaba retirado, sea un ensayo sobre la metafísica (!) creo que es una más que valiosa pista de que Vidor era un tipo interesantísimo. Pero al margen de esa tentativa fallida y de este curioso corto, hay al menos tres momentos de su carrera en que Vidor logró ser un absoluto transgresor batallando con los estudios para llevar adelante una idea audaz y fuera de lo común en la que confiaba plenamente. Éstos son Y el Mundo Marcha (1928), El Pan Nuestro de Cada Día (1934) y Aleluya (1929).

Comentaba Vidor que tenía desde hacía tiempo la ambición de hacer una película protagonizada íntegramente por afroamericanos que reflejara sus costumbres y su manera de ser, algo que a éste le fascinaba desde su infancia. Obviamente el estudio en que trabajaba ni se planteó la idea cuando éste se la propuso. Pero he aquí que a finales de los años 20 llegó el sonido y Vidor vio ahí una oportunidad para desarrollar su idea, ya que le permitiría grabar también las canciones y la música de esa comunidad. No solo eso, estoy convencido de que el otro gran aliciente del sonido para Vidor era que esta invención implicaba dar unas mayores dosis de realismo a las películas, y como su propósito era precisamente retratar a esa gente tal cual eran (dentro de las posibilidades de una ficción de Hollywood, obviamente), el cine sonoro sin duda haría que el resultado final se beneficiara de ello. Así pues, valiéndose de su posición como uno de los grandes directores estrella del estudio – El Gran Desfile (1925) fue la película más exitosa de la era muda solo por detrás de El Nacimiento de una Nación (1915) – consiguió convencer al presidente de la Metro, vendiéndole la idea de que sería una película algo morbosa sobre la sexualidad desinhibida de la gente negra. La idea coló. Nació Aleluya (1929).

Lo que más le llamaba la atención a King Vidor de los afroamericanos a los que observaba de pequeño en su pueblo natal era la fuerte espiritualidad de esa comunidad pero también, al mismo tiempo, su marcada sensualidad. Eso sumado a su propósito de usar el sonido para capturar sus cánticos llevó al argumento de Aleluya, que captura todas esas facetas a través de la historia de Zeke Johnson, un recolector de algodón que cuando va a recoger el dinero para su familia lo acaba perdiendo en un bar de mala muerte engañada por la atractiva Chick y su amigo, el tramposo Hot Shot. Cuando en la trifulca que sigue muere por accidente el hermano pequeño de Zeke, éste se transforma y se convierte en un famoso predicador. Tiempo después, Zeke y Chick se reencuentran. Ésta se burla de sus discursos religiosos pero finalmente se acaba convirtiendo al cristianismo y se gana la confianza de Zeke. Inevitablemente, Chick acaba seduciendo al inestable Zeke y éste abandona la vida religiosa fugándose con ella. El último acto nos muestra a Zeke trabajando en un aserradero casado con Chick, que como es de esperar, no le será fiel.

Ciertamente, si algo se le puede reprochar a Aleluya es su guion un tanto desigual sobre todo a causa de sus personajes tan estereotipados. De hecho, aunque la finalidad de Vidor fuera legítimamente capturar a la comunidad negra tal cual es, hoy día nos resultan todo arquetipos que en su época la película paradójicamente ayudó a perpetuar. Ésa es la triste situación de los actores afroamericanos durante el Hollywood clásico: los estereotipos eran la única forma que tenían de ser aceptados por el gran público blanco… e incluso – y esto es aún mucho peor – ¡por buena parte del propio público negro, que disfrutaba de este tipo de caracterizaciones!

No obstante, aceptando la cinta como hija de su tiempo en ese aspecto, Aleluya sigue siendo una obra inusualmente valiente y transgresora para venir de un gran estudio de Hollywood. Recordemos: nos encontramos en los inicios del sonoro y la mayoría de cineastas aún estaban adaptándose a la novedad y pensando cómo utilizarla de forma adecuada. En cambio, el señor Vidor no solo no se asustó como otros compañeros suyos, sino que lo primero que quiso hacer fue una película arriesgadísima a nivel de contenido y que además implicaba un gran dominio de este nuevo invento para capturar de forma eficaz los diálogos y canciones. De hecho, desde su primera obra sonora Vidor ya estaba experimentando con sus posibilidades expresivas.

El inicio de la película es toda una declaración de intenciones cuando en los créditos iniciales escuchamos ya los cánticos de los protagonistas mientras estamos viendo aún el logo de la Metro (no sería hasta tiempo después cuando oiríamos al célebre león de la MGM rugiendo al inicio de cada película). Pero la cosa no se queda solo en la forma como captura las canciones y bailes: si nos fijamos en las escenas en el bar, en la fábrica o en la cantera notaremos un gran cuidado en reproducir el sonido ambiente de forma realista (puede parecer obvio dicho hoy día, pero créanme, en 1929 no lo era tanto),  e incluso el propio Vidor se enorgullecía de cómo en la escena final en los pantanos exageraron los sonidos por motivos expresivos. Hasta el sermón de Zeke usa el sonido, ya que éste interpreta a una especie de conductor de tren que debe salvar a los pecadores y para meterse en el papel imita incluso el sonido del ferrocarril con los pies. No conviene olvidar por otro lado que, para conseguir que sonoramente la película funcionara tan bien, hizo falta un trabajo absolutamente agotador por parte de Vidor y los montadores: muchas escenas tuvieron que grabarse sin sonido y añadirlo posteriormente, pero en aquellos primeros días del sonoro el proceso de sincronización era una absoluta pesadilla que requería de múltiples manualidades y una paciencia infinita. Que el resultado final siga siendo vigente hoy día es la mayor prueba de que lograron su propósito.

Aleluya es en definitiva una de esas curiosísimas rarezas típicas de inicios del sonoro, cuando los estudios iban tan perdidos sobre cómo utilizar el invento que se atrevían con cosas inusualmente atrevidas como ésta o esas comedias tan alocadas y surrealistas de principios de los 30 – sólo en este periodo unos auténticos anarquistas como los hermanos Marx habrían conseguido abrirse paso en la gran pantalla. También es la prueba de que King Vidor era sin duda un cineasta inquieto, con ganas de probar cosas nuevas y de arriesgarse (la jugada por suerte le salió bien: el filme fue un rotundo éxito). Pero además se nota una auténtica voluntad de capturar ese ambiente, no solo utilizando un reparto íntegramente afroamericano, sino queriendo plasmar las diferentes facetas de esa comunidad haciendo que la estructura del guion sea casi una excusa para pasar por todas ellas (el campo de algodón, la improvisada boda con los cánticos de celebración, el bar de mala muerte con la música urbana, el sermón espiritual…) y siendo lo más fidedigno posible al utilizar para la mayor parte del reparto a personas recogidas de distritos negros (¡y sirviéndose de predicadores auténticos como asesores para escenas como la del bautizo!). Aleluya es en definitiva la muestra de cómo incluso en una industria tan cerrada como Hollywood a veces era posible salirse de la norma.

  

Los Cuatro Cocos [The Cocoanuts] (1929) de Robert Florey y Joseph Santley

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A finales de los años 20, la novedad del sonido puso del revés a la industria de Hollywood que, ante la necesidad de encontrar nuevos artistas que supieran desenvolverse bien oralmente, hizo lo que mejor se le daba: buscar fuera nuevos talentos e importarlos a la Meca del Cine. De repente, todos los artistas de variedades estaban cotizadísimos y eran tentados con ofertas irresistibles. Los hermanos Marx, que por entonces tenían un enorme éxito, no fueron una excepción.

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Según parece, los Marx ya habían hecho previamente una película en 1921 llamada Humour Risk (1921), pero fue tan nefasta que acabó siendo enterrada para la posteridad, por tanto consideraremos a efectos prácticos Los Cuatro Cocos (1929)  como su auténtico debut cinematográfico – además ¿alguien se imagina a Groucho y Chico actuando en una película muda?

No obstante este segundo debut tampoco fue muy feliz para ellos, a quienes el film no les agradó demasiado y sugirieron no estrenarlo. Por suerte el estudio no les hizo caso y fue un enorme éxito que abrió paso a su carrera en el cine. Pero pese a que el público la recibió con los brazos abiertos, vista hoy día resulta lógica la reticencia de los Marx: Los Cuatro Cocos (1929) se nota que es todavía una versión en bruto de lo que serían sus siguientes films. Incluso si tenemos en cuenta que sus primeras películas hasta Sopa de Ganso (1933) eran especialmente alocadas, Los Cuatro Cocos tiene una crudeza especial que deja en evidencia las circunstancias en que se produjo.

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Básicamente la película es una traslación bastante exacta de una de sus obras más exitosas, y aquí es donde reside su mayor handicap: resulta demasiado obvio que no se ha trabajado especialmente en la adaptación de un material teatral a un contexto cinematográfico. No solo por la limitación espacial en que sucede la acción (el Hotel Cocoanut) sino incluso por la forma como está dirigida. No quiero ser tampoco duro con los pobres Robert Florey y Joseph Santley, los primeros de una lista de directores que tuvieron que afrontar la ardua tarea de enfrentarse a los Marx, con el inconveniente añadido de que en Los Cuatro Cocos los Marx eran más inmanejables que nunca por no entender (ni querer entender todavía) las diferencias básicas entre hacer su show habitual y convertirlo en película. A la práctica lo único que pudieron hacer los realizadores es dejarles a ellos desarrollar su espectáculo teatral y captar lo máximo posible con la cámara. El dominio de los Marx sobre la cámara es evidente, y eso hace que aunque la película sea divertida (puesto que al fin y al cabo ellos eran muy divertidos) acabe siendo la más floja de su primera etapa que abarca hasta Sopa de Ganso (1933), ya que se echa en falta un realizador que adapte los gags a una puesta en escena más cinematográfica.

También es cierto que el guión parece seguir la pauta de copiar el espectáculo original en vez de dar a los Marx el protagonismo absoluto que requerían y que tendrían en sus siguientes films. Nótese por ejemplo cómo Chico y Harpo no aparecen imperdonablemente hasta los 20 minutos de metraje. Hasta entonces Groucho ha tenido tiempo para solo un par de gags y el resto de escenas nos han mostrado la aburrida subtrama del robo de una joya y otros personajes que, francamente, nos importan bien poco. Peor aún es que, al ser una obra de los inicios del sonoro, tengamos que soportar la tendencia de algunos personajes a ponerse a cantar cuando les viene en gana (por suerte en nuestra era moderna existe el mando a distancia y el fast forward), ignorando que lo que nosotros queremos es ver a los Marx en acción y que lo máximo que estamos dispuestos a transigir es que sea uno de los hermanos el que cante.

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Una vez asumimos esas circunstancias y que Los Cuatro Cocos es más la traslación del espectáculo teatral de los Marx que una película de los Marx, el film sigue siendo muy disfrutable gracias a sus inigualables dotes como humoristas. Groucho y su lengua viperina arremeten contra la pobre Margaret Dumont, en su clásico papel de viuda relegada a la función de punching ball verbal. Chico con su inconfundible acento italiano protagoniza con su hermano una divertida escena llena de juegos de palabras intraducibles  y desempeña el papel principal en mi momento favorito del film: la subasta en que siempre sigue pujando. Y Harpo, bueno, es Harpo: persigue damiselas, rompe cartas, se bebe un tintero y cuando se relaja toca un poco el arpa. Mientras tanto, el pobre Zeppo está visiblemente incómodo en su papel de «el hermano Marx aburrido y normal» destinado a dar los pies para que el resto le devuelvan réplicas ingeniosas.

Los Cuatro Cocos, también lastrada por ser una de las primeras películas totalmente sonoras (puede notarse levemente cómo las voces de algunos actores se escuchan mejor que otras por su proximidad al micrófono), fue su primera y aún mejorable incursión en la gran pantalla sin contar su desaparecido film mudo. Todos los rasgos que nos gustan de los Marx ya están aquí puesto que en realidad llevaban años perfeccionándolos sobre el escenario. De hecho en la época en que filmaron la película, por las noches estaban representando su último espectáculo, es decir que aún ni se planteaban que el cine podría sustituir los escenarios. Hizo falta que la película triunfara para que se tomaran su paso por el cine más en serio y no como un dinero extra a ganar. De esta forma sus siguientes obras buscaron un equilibrio entre la anarquía marxiana que rompía con todos los estándares de Hollywood y un cierto respeto a ciertas convenciones cinematográficas que beneficiarían el resultado final.

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La Saga de Gunnar Hedes [Gunnar Hedes Saga] (1923) de Mauritz Stiller

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Décadas antes de que Ingmar Bergman se convirtiera en el gran director escandinavo por excelencia, ya hubo en la era muda dos cineastas suecos cuya maestría tras las cámaras les hizo famosos en el mundo entero: Victor Sjöstrom y Mauritz Stiller.

Ambos consiguieron su pasaporte a Hollywood, el primero sobre todo gracias a La Carreta Fantasma (1921) y el segundo con La Saga de Gosta Berling (1924). A día de hoy ha sido más recordado el primero gracias a que su carrera en Estados Unidos tuvo suficiente éxito y, por supuesto, por el papel que le brindó uno de sus mayores admiradores – el ya citado Bergman – en Fresas Salvajes (1957). A su lado, Stiller parece haber quedado algo más olvidado, pero en su momento su prestigio estaba al mismo nivel que el de su colega, y por las películas suyas que nos han llegado no resulta extraño que alcanzara fama más allá de su país.

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La película que hemos escogido está basada muy libremente en una novela de Selma Lagerlöf – famosísima escritora sueca que proporcionó el material base de muchas de las mejores películas de Sjöstrom y Stiller – y cuenta como protagonista con un joven llamado Gunnar Hede criado en una familia acaudalada. Su madre aspira a que se convierta en un hombre de negocios, pero él en realidad se siente fascinado por la figura de su padre, que fue un violinista itinerante. Como todo adolescente rebelde, desobedecerá los juiciosos consejos maternos y seguirá a un par de músicos itinerantes seducido por su bonita hija.

Uno de los aspectos por los que el cine escandinavo de la época se hizo tan célebre fue su – por entonces – innovador uso del paisaje. Por mucho que por ejemplo los westerns también se sirvieran de los entornos desérticos cercanos a la colonia de Hollywood, los cineastas como Sjöstrom y Stiller llevaron esa idea a su máxima expresión, fundiendo por completo a los protagonistas con los entornos nevados y haciendo que la salvaje naturaleza sea una expresión de los momentos de mayor dramatismo de la trama.

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Si en La Saga de Gosta Berling Stiller legó a la posteridad la impresionante secuencia de la huida de los protagonistas a través del hielo acechados por una manada de lobos, en este film anterior su equivalente es la secuencia del rebaño de renos en mitad de la tormenta. No obstante, lo mejor de la película es el tratamiento psicológico de su protagonista y el motivo recurrente de la música: Gunnar Hede abandonó su hogar siguiendo su instinto que le llevaba a seguir su vocación artística, y será al final la música la que le devolverá a la cordura. Otro aspecto en que films como éste o el anterior El Tesoro de Sir Arne (1919) destacan especialmente es la maestría a la hora de combinar un tratamiento realista de los personajes con elementos más fantásticos (las alucinaciones de Gunnar Hede, el sueño de la violinista) perfectamente integrados. Stiller nunca deja que los actores sobreactúen o que esos elementos desvirtuen lo que es un drama sobre las relaciones humanas, pero tampoco renuncia a la fascinación que nos pueden aportar esas imágenes.

Una de las mayores virtudes del cine escandinavo de esa época es la capacidad para armonizar el impresionante mundo exterior simbolizado por los imponentes paisajes naturales con el íntimo mundo interior de los personajes, aportándoles una psicología profunda. La Saga de Gunnar Hede es una buena muestra de ello.


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Lo Viejo y lo Nuevo (La Línea General) [Staroye i novoye] (1929) de Serguéi Eisenstein

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El cine de Eisenstein es en cierto modo una prueba de fuego para cinéfilos. Sus películas son tan discursivas y politizadas que a día de hoy es difícil que agraden a alguien que no sea un fanático de la Revolución Soviética o un cinéfilo acérrimo, que es mi caso e imagino que el de la mayoría de ustedes. No entiendan esto como una crítica negativa, ya que Eisenstein es indudablemente uno de los cineastas más importante de la historia con una filmografía breve pero apasionante. Pero así como la mayoría de obras maestras del cine se basan en mayor o menor medida en el atractivo de su argumento, en el caso de Eisenstein su fortaleza reside prácticamente en su forma, puesto que la mayoría de sus obras mudas carecen de un protagonista ni de un tratamiento convencional para atraer al espectador.

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La Línea General sería su último film mudo, realizado después de la afamada trilogía compuesta por La Huelga (1925), El Acorazado Potemkin (1925) y Octubre (1927). La temática ya se desmarcaba de las anteriores aunque obviamente continuaba viniendo impuesta por el partido. En este caso se situaba en una comunidad rural atrasada en la que se implanta una cooperativa y una serie de avances que acaban beneficiando a los campesinos.

A diferencia de sus films anteriores, en éste Eisenstein decidió crear un protagonista individual que se diferenciara de la masa: Marfa. Dado que sería la primera vez que utilizaría a una heroína, el director buscó durante mucho tiempo entre cientos de candidatas a la que idónea. Tenía que ser un rostro que generara simpatía al espectador y que además denotara su origen proletario. No podía ser una mera cara bonita, tenía que ser creíble que era una campesina de verdad. De hecho una de las mayores virtudes de los films de Eisenstein para mi gusto es la galería de rostros que exhibe el director, esos primeros planos que muestran los rasgos de esas caras auténticas y con personalidad.

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Después del desolador contexto inicial en que los campesinos malvivían empobrecidos e ignorantes, se nos muestra a Marfa, que representa el futuro y la prosperidad. Mientras el resto de campesinos intentan luchar contra su miseria amparándose en la religión (la procesión cristiana comandada por un sacerdote) o la superstición (las calaveras de vacas utilizadas expuestas en el campo), Marfa apuesta por la acción práctica. Pero no es un trabajo fácil, puesto que debe topar con la tozudez de los otros campesinos, que no ven la novedad con buenos ojos, e incluso contra la interminable burocracia.

Un aspecto que hace que el film tenga un interés añadido exento en las obras anteriores es que Eisenstein aquí se atreve a mostrar al proletario de forma poco amable. Los campesinos son avaros y quieren llevarse consigo el dinero recopilado en vez de emplearlo en el bien común. Por otro lado, los propietarios envenenan al majestuoso toro en un intento de frenar los avances de la cooperativa. Aquí el enemigo por tanto está en el mismo ámbito en que se mueve la protagonista.

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Pese a tener una persona concreta que encarne a la protagonista, Eisenstein no abandona del todo su estilo discursivo y combina la historia de Marfa con algunos segmentos más abstractos en que se ve la evolución de la cooperativa, como por ejemplo el crecimiento del ganado o algunos planos magníficos de los campos mecidos por el viento. Aunque a nivel de montaje ya es más comedido que films anteriores, no faltan algunas escenas memorables donde descompone todo en planos exhibiendo su estilo personal, siendo el más célebre el episodio de la desnatadora.

El desenlace por supuesto rezuma optimismo respecto al futuro de estos campesinos, que ya poseen tractores y han dejado atrás sus precarias condiciones de vida. Por supuesto, cualquier similitud con la triste realidad era pura coincidencia, ya que el destino de los campesinos soviéticos estaba lejos de ser tan próspero. Pero claro, eso ya es otro tema…

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El Doctor Mabuse [Dr. Mabuse] (1922) de Fritz Lang

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Sé que es altamente irregular que uno comente una película que le atañe tan de cerca, y ya me perdonarán si hoy cometo el acto egocéntrico de reseñar mi autobiografía. No obstante, dado que hoy se cumplen cinco años desde que este envejecido Doctor decidió abrir su gabinete, he pensado que sería una buena ocasión para rememorar no sólo tiempos mejores sino la que es una de las obras cumbre de Fritz Lang. Y es que bajo este genio del mal no deja de haber un nostálgico incorregible…

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Aunque ya había realizado algunas películas muy remarcables como Las Arañas (1919-1920) y sobre todo Las Tres Luces (1921), El Doctor Mabuse fue la película que colocó definitivamente a Fritz Lang en la primera liga de los directores alemanes de su época. Siguiendo el estilo a lo serial policíaco de Las Arañas, Lang consiguió elevar estos rasgos a otro nivel con la que acabó siendo una de las mayores obras maestras del cine de la República de Weimar. A diferencia de su precedente, El Doctor Mabuse es mucho más que un film de suspense: es al mismo tiempo la radiografía de una época especialmente convulsa, uno de los trabajos más asombrosos de Lang a nivel de dirección y, no cabe olvidarlo, un apasionante relato policíaco. Pero se trata también de una película larga y densa, que aspira a mucho más que entretener.

Obviamente el mérito no es únicamente de Lang. De entrada contaba con la inestimable ayuda de su guionista y futura esposa Thea von Harbou, junto a la cual tomó de referencia una historia policíaca de Norbert Jacques sobre el genio de mal que ustedes conocen de sobras. También tuvo a su disposición un excelente equipo técnico del que destacaba Carl Hoffman a la fotografía. Y por supuesto no cabe olvidar el reparto de primer nivel que abordaremos en detalle más adelante.

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Más que hacer una descripción del argumento, quizá sería más ilustrativo explicar quién es el Dr. Mabuse. Mabuse es un todopoderoso genio del mal con una organización tan poderosa que parece imposible de derrocar. Es el titiritero que controla los destinos de los personajes como si fueran sus marionetas. Es el hombre que lo sabe todo ya que tiene acceso a toda la información. Es el genio del disfraz que se oculta bajo varias identidades diferentes. Es el estafador que falsifica dinero y lo cuela en una sociedad capitalista. Es el hipnotizador de poderes casi sobrenaturales capaz de doblegar a la gente a su voluntad. Mabuse es la encarnación misma del mal en un mundo sumido en el caos.

Tal y como reza el título de la primera parte del film, Mabuse es un jugador. Pero no sólo por los segmentos que tienen lugar en una casa de juegos sino porque sus planes siempre son entendidos como apuestas, maquinaciones para provocar confusión y desestabilizar una civilización. En una conversación con la Condesa Told de hecho le confía que todo en el mundo es aburrido y carente de interés salvo “jugar con la gente y su destino”.

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El Doctor Mabuse es un genio del mal cuya mayor motivación no es amasar una fortuna sino conseguir poder, es decir, controlar el sistema y las personas que lo integran. De hecho, Mabuse podría robar fácilmente a sus víctimas hipnotizándolas sin necesidad de recurrir a las mesas de juego, pero él no quiere simplemente el dinero, sino el poder de manipular a las personas y ganarles en la mesa de juego. Hay un ejemplo muy claro de ello en cierta escena en que un sicario deja inconsciente al inspector Von Welk y le trae al Doctor sus objetos personales. Éste los examina para a continuación pedirle que le devuelvan al inspector el dinero que llevaba encima alegando: «Yo no soy un buitre«. Como jugador que es, Mabuse quiere respetar las reglas y se niega a aceptar un dinero robado de un hombre inconsciente. No es ese dinero lo que le interesa sino el poder robárselo en la mesa de juego mediante su control mental. El dinero no es más que la recompensa final, pero no el principal objetivo.

Mabuse es además un hombre cuya forma de actuar consiste en integrarse dentro del sistema para, desde dentro, destruirlo y hacerse con su control. Gran parte de su poder en una premisa muy interesante: ver y no ser visto. Él es quien articula el poder sobre su mirada, pero al mismo tiempo sale impune de sus crímenes porque nadie puede devolvérsela, nadie sabe quién es él. No es casual que en la claustrofóbica escena final quede atrapado no solo dentro de su perfecta maquinaria sino rodeado de ciegos, a los cuales no puede dominar con su poder de la mirada.

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A nivel visual, la película se encuentra entre lo mejor que jamás hizo Lang. El metraje está lleno de momentos evocadores que se quedan grabados en la retina, desde los decorados de las casas de juego y el escondite de Mabuse a escenas tan impactantes como las dos que se sirven del poder del hipnotismo y la sugestión. Hablar de expresionismo sería sólo quedarse en la superficie, puesto que Lang se sirvió más bien de todos los recursos visuales que pudo utilizar para dar forma a ese mundo caótico, de los cuales el expresionismo no era más que uno de ellos (recuérdense por ejemplo los escenarios art déco de los suntuosos locales de moda, igualmente inolvidables).

El reparto por otro lado a ratos parece una recopilación de algunos de los rostros más inolvidables del cine alemán, como Rudolf Klein-Rogge (para mí su nombre siempre será sinónimo de Doctor Mabuse), Bernhard Goetzke, Paul Richter o Alfred Abel. En cierto aspecto, esta combinación de talentos creativos hacen de El Doctor Mabuse una de las películas por excelencia del cine germánico de la época, no sólo por su innegable calidad sino por su capacidad de exhibir los rasgos de esta cinematografía y su potencial.

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Aunque desde su estreno la película ha sufrido varios remontajes de desigual duración, hoy día podemos disfrutar de una versión que parece definitiva de cinco horas. En su momento tenía que estrenarse en dos partes por separado (algo que se repetiría con Los Nibelungos), lo cual demuestra la confianza que se depositaba en este film al acceder a presentarlo en tal formato.

Fue una de esas felices ocasiones en que el éxito artístico y económico se cogieron de la mano. Durante el resto de su carrera en Alemania, los films de Lang serían garantía de éxito y de calidad situándole entre los más grandes realizadores de la historia del cine.

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El Cantor de Jazz [The Jazz Singer] (1927) de Alan Crosland

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La historia del cine está plagada de films icónicos que han acabado pasando a formar parte del imaginario colectivo por motivos no exactamente artísticos. Es por ejemplo el caso de El Cantor del Jazz, uno de esos títulos a retener por cualquier persona que considere cinéfila pero que está indudablemente por debajo de otras obras de la época. Hay docenas de películas realizadas en la transición entre el mudo y el sonoro cuyo valor artístico están por encima de ésta, pero su estatus de obra que propició la llegada del sonido le ha permitido erigirse por encima de éstas.

De hecho, ni siquiera es propiamente dicha la primera película 100% sonora: ya existían varios cortometrajes sonoros previos a El Cantor de Jazz y, al mismo tiempo, dicho film era un part-talkie que combinaba escenas mudas con sonoras. La primera producción enteramente sonorizada llegaría muy poco después, también de la mano de Warner Brothers: The Lights of New York (1928) de Brian Foy. No obstante tampoco busco restar méritos al film de Alan Crosland. Aunque no fuera estrictamente el primer film sonoro, sí que fue el que propulsó la implantación del sonido gracias a su enorme éxito.

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El argumento aborda el clásico dilema entre tradición y modernidad, entre ser fiel a la herencia de los antepasados o abrazar el progreso, en este caso vinculado más a la cultura judaica. El protagonista es Jakie Rabinowitz, hijo de un veterano jazán, es decir, el encargado de los cantos en las celebraciones religiosas en la sinagoga. Dicha tarea goza de un enorme prestigio en la comunidad judía, y por ello el padre de Jakie se enorgullece con razón de que su familia haya desempeñado siempre esa tarea tradicionalmente. Pero para su desgracia, su pequeño hijo prefiere emplear sus dotes como cantante en otro ámbito: la música popular. Ofendido por ese ultraje, Rabinowitz padre le expulsa de su hogar y reniega de él. Años después Jakie ha cambiado su nombre por el más comercial de Jack Robin y está empezando a destacar como cantante de jazz.

El problema principal que le encuentro a El Cantor de Jazz es el tratamiento demasiado lineal de la historia y sus personajes acartonados y estereotipados. Resulta indudable que el film es un vehículo de lucimiento para Al Jolson y la innovación técnica del sonido, y que por tanto la historia no es más que una mera excusa para que Jonson nos encandile a todos y podamos disfrutar de los segmentos sonoros.

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La trayectoria que sigue Jack hacia el estrellato nos es presentada como un camino recto y sencillo. Los personajes que le rodean como Mary, quien le apoya en ese ascenso al estrellato, no son más que sonrientes cómplices que nos remarcan lo endiabladamente encantador que es Jack/Al Jonson. No pretendo dar a entender que este tipo de argumento deba ir acompañado necesariamente de conflictos o que sea imperativo ofrecer una visión realista del mundo del espectáculo, simplemente creo que le falta algo a esta trama para dotarla de interés.

Ese «algo» obviamente sí que existía en su momento, lo que sucede es que hoy día no nos aporta gran cosa. Me refiero, claro está, al sonido. La película tenía como gran aliciente ofrecer varias interpretaciones musicales de la que era una de las más grandes estrellas de Broadway del momento, haciendo llegar al público de todo el país su repertorio, incluyendo su famosa frase «Aún no habéis visto nada«. Los saltos del mudo al sonoro cabe reconocer que son algo bruscos, pero pueden excusarse por ser una obra que aún experimentaba con las posibilidades del medio. Es de resaltar por ejemplo la conversación entre Jakie y su madre, único momento no musical con sonido, que repentinamente con la llegada del padre hace volver repentinamente el estilo mudo.

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El dilema entre tradición y modernidad llega a su momento cumbre con la previsible escena en que el padre se encuentra moribundo y pide a su hijo que cante por él en la ceremonia. Casualmente, eso sucede – ¡cómo no! – la noche de su gran estreno, y debe escoger entre su carrera o respetar la voluntad de su padre. No se preocupen, Jakie es un hijo modélico y en ningún momento dudaremos de que hará lo más correcto.

Desprovista hoy día de la novedad técnica que la hizo tan célebre en su época, El Cantor de Jazz es una obra que ha quedado expuesta a su desnudez dejando patente un guión demasiado simple que es evidente que necesita del aliciente tecnológico que le acompaña y la popularidad de Al Jonson para salir adelante. Más allá de su importancia histórica, es prescindible.

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La Marcha Nupcial [The Wedding March] (1928) de Erich von Stroheim

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En lo que respecta a la breve pero intensa carrera de Erich von Stroheim como director, La Marcha Nupcial es, dentro de lo que cabe, una de sus obras más asequibles y menos cínicas. Tras el mayor éxito de público de su carrera, La Viuda Alegre (1925), Stroheim estaba en una situación relativamente cómoda para embaucar a un incauto productor, que no era consciente de que el taquillazo de La Viuda Alegre iba a ser una excepción más que la norma a seguir en el resto de sus films, y no desaprovechó la ocasión.

Situada en la Viena anterior a la I Guerra Mundial, tiene como protagonista a una familia real en decadencia y sin valores. El protagonista es el príncipe Nicki, quien se encuentra en problemas por sus deudas crecientes. Por ello, sus padres le aconsejan que se case con una mujer adinerada, un plan que no parece desagradarle. No obstante, sufrirá un cambio drástico durante una celebración del Corpus Christi en que conoce a Mitzi, una encantadora mujer de clase baja prometida a un rudo carnicero llamado Shani. Nicki y Mitzi empiezan a encontrarse más a menudo y surge entre ellos un romance auténtico al que sin embargo no le augura un futuro prometedor, ya que los padres de cada uno de ellos están más interesados en que sus hijos tengan sus respectivos matrimonios de conveniencia.

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De entrada la idea de una joven pareja obligada a estar separada por formar parte de clases sociales distintas y que se ve abocada a matrimonios de conveniencia suena muy poco atractiva y nos lleva a la cabeza melodramas románticos baratos. Pero en el caso de La Marcha Nupcial no cabe olvidar de que estamos hablando de Erich von Stroheim, cuyo cine es recordado sobre todo por la contundencia con que aborda las relaciones humanas, la hipocresía y crueldad de la sociedad. Y eso es lo que hace de La Marcha Nupcial un film tan interesante incluso si uno no comparte el entusiasmo de Stroheim por la Viena de pre-Guerra o los sórdidos asuntos de alcoba de la alta sociedad.

El inicio sin ir más lejos es puro Stroheim, y el hecho de que él mismo interprete al príncipe nos hace esperar uno de sus famosos personajes cínicos y amorales. Vemos a Nicki despertarse en palacio y besando sin el más mínimo rubor a las doncellas de la casa que se encuentra a su paso. Sabemos que está arruinado por su continuo despilfarro en locales de juego y burdeles, y al final él mismo pide cínicamente a su madre que le encuentre una joven adinerada que solvente su situación.

Cuando su relación con Mitzi empieza a dar muestras de ser sincera, nos llevamos una sorpresa puesto que esperábamos ver a un príncipe aprovechándose de la inocencia de una atractiva doncella. Pero aunque sus escenas juntos son de una belleza innegable (inolvidables los planos de la pareja en la carroza con las hojas de manzano cayendo a su alrededor), Stroheim no se olvida de contraponerlas mediante un montaje alternativo con otras situadas en el burdel donde se encontraba Nicki con su padre. Mientras la pareja celebra su amor, paralelamente el padre del príncipe sentenciará su futuro acordando su alianza con la hija de un acaudalado burgués. El escenario romántico idealizado contrapuesto al prostíbulo donde se cierra el enlace matrimonial.
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La innegable belleza de los planos de la pareja contrasta con la crudeza de la orgía que presenciamos en el burdel, del mismo modo que Stroheim opone la respetabilidad y pompa de la nobleza que hemos presenciado en la larga e impresionante escena del Corpus Christi con la depravación y la falta de escrúpulos de la que todos hacen gala en la intimidad. Stroheim entendía La Marcha Nupcial también como un homenaje a esa Viena imperalista por entonces recientemente desaparecida, y para ello juega con una ambivalencia que se repetiría en toda su carrera: se recrea en escenas impresionantes como la de la boda final o el Corpus Christi (que incluye algunos planos en color) procurando mostrar con fidelidad todo el lujo que rodea a los monarcas, pero al mismo tiempo expone una crítica muy dura a esa nobleza que se ha acabado hundiendo y necesita de los nuevos burgueses acaudalados para subsistir. Se trata de una idea que años más tarde exploraría más a fondo y de una forma totalmente diferente Luchino Visconti en su obra maestra El Gatopardo (1963). En esta ocasión su personaje no es el causante del mal, pero tampoco un héroe, puesto que no le vemos luchar contra la boda impuesta por sus padres por mucho que le desagrade. Simplemente entiende y acepta que eso es lo que se debe hacer, del mismo modo que la bella y delicada Mitzi no tendrá más remedio que seguir con su repugnante pretendiente.La marcha nupcial (11)Como toda producción de Stroheim, la filmación y postproducción de La Marcha Nupcial fue altamente problemática. Aunque el rodaje funcionó bien (Stroheim procuró rodearse de una plantilla de actores que ya conocía de antes, además de una desconocida y por tanto moldeable Fay Wray como Mitzi), el director se excedió en gastos y plazos como siempre, y por supuesto el primer montaje tenía una delirante duración de seis horas, reducida a cuatro. Éste consiguió convencer a los productores para dividir el film en dos películas que se proyectarían por separado: La Marcha Nupcial y otra que se conocería como La Luna de Miel. Esta segunda parte continuaba justo donde se quedaba la anterior y narraba las últimas aventuras de los protagonistas, pero por desgracia a día de hoy se encuentra desaparecida.

En consecuencia hemos de conformarnos con una versión incompleta de lo que Stroheim había pensado… lo que venía a ser lo habitual con prácticamente todas sus películas. Aún así como película autónoma, La Marcha Nupcial sigue siendo una gran obra que funciona por sí sola y que nos ofrece la desencantada visión de Stroheim junto a una mirada nostálgica (y, por qué no, romántica) de la Viena que él había abandonado años atrás.

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El Que Recibe El Bofetón [He Who Gets Slapped] (1924) de Victor Sjöstrom

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Desde sus inicios, Hollywood ha tenido siempre un ojo puesto en la producción cinematográfica de otros países en búsqueda de nuevos talentos. La filosofía de los grandes estudios ya en los años 20 era estar atentos a intérpretes y cineastas que destacaran para importarlos a Estados Unidos, consiguiendo así eliminar posible competencia y traerse consigo un nuevo talento que daría un plus de calidad a las películas con su «toque europeo». De esta forma, las cinematografías europeas siempre se han encontrado doblemente indefensas, ya que no sólo debían competir contra la industria más grande sino que debían ver impotentes cómo sus mejores creadores se iban al otro lado del Atlántico.

En el caso del cine escandinavo, a principios de los años 20 dos talentos destacaron con nombre propio llamando la atención de los magnates de Hollywood: Victor Sjöstrom y Mauritz Stiller. Por tanto ambos fueron llamados a la Meca del cine a emprender una carrera, pero mientras el segundo no consiguió entenderse en ese contexto y regresó a Suecia (dejando, eso sí, a su talentosa joven estrella allá, una tal Greta Garbo), Sjöstrom consiguió llevar adelante una carrera exitosa tanto en el aspecto comercial como artístico que siempre me he preguntado hacia donde habría derivado de haber permanecido en Hollywood después de la llegada del sonoro.

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Su primer gran éxito que cimentó su carrera en Estados Unidos fue el film que nos ocupa, cuyo protagonista es Paul Beaumont, un científico que es traicionado por el que era su mecenas, el Barón Regnard, quien no solo se adjudica el mérito de un estudio al que ha dedicado años de su vida sino que le roba su mujer. Beaumont es humillado por la comunidad científica y su esposa, quienes se burlan de él hundiéndole por completo. Años después, Beaumont trabaja exitosamente como payaso en un circo bajo el nombre de «El Que Recibe El Bofetón», donde interpreta un número en que el resto de payasos se ríen de él y le abofetean continuamente, una forma de mantener su anonimato y de expiar sus demonios interiores al mismo tiempo.

Dentro del mismo circo trabaja Consuelo, quien está enamorada del jinete Bezano pese a que su padre está más interesado en adjudicarle un matrimonio de conveniencia con alguien acaudalado. Una noche, el Barón Regnard aparece entre el público y se enamora instantáneamente de Consuelo. Ésta por supuesto no le corresponde, pero su padre planificará el matrimonio contra su voluntad mientras Paul alias «el que recibe el bofetón» observa todo desde la distancia planificando su venganza.

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Aunque algunos de sus méritos pueden pasar más desapercibidos hoy día, en su momento El Que Recibe El Bofetón fue toda una hazaña artística. La impecable puesta en escena de Sjöstrom no pasó desapercibida por el público y la crítica de la época, que aplaudieron su novedoso uso de la iluminación y el cuidadísimo tratamiento de la factura visual de la película. Las escenas más oníricas en que el protagonista se ve rodeado de otros payasos eran un ejemplo de la maestría con que Sjöstrom sabía evocar motivos visuales inolvidables, al igual que la recreación de todo ese ambiente circense.

Por otro lado, no puede dejar de mencionarse la excelente interpretación de Lon Chaney en un personaje hecho a su medida: extravagante, patético y llevado a situaciones extremas emocionalmente. Por ejemplo, la escena en que se declara a Consuelo y ésta lo toma como una broma más por su parte es de una tensión casi insoportable por parte del espectador, y que Chaney sabe llevar adelante en cada gesto y mirada, hasta acabar rindiéndose ante la evidencia de que nadie le puede tomar en serio. Del resto del reparto debe destacarse también a dos nombres de prestigio como Norma Shearer y John Gilbert que aportan el único apunte de optimismo mediante su relación, no obstante ninguno de los dos puede aspirar siquiera a destacar compitiendo con un grande como Lon Chaney jugando en su terreno.

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El segundo film americano de Sjöstrom (rebautizado Seastrom para tener un nombre más fácil para el público americano, no sea que eso les espante de acudir al cine) sería, además de la primera película producida por la recién fundada Metro Goldwn-Mayer, un enorme éxito de taquilla que facilitó la adaptación del sueco en la industria americana. De hecho tal es así que el propio Chaney protagonizó al menos dos films más que tenían mucho en común con éste, como Garras Humanas (1927) de Tod Browning o Ríe, Payaso Ríe (1928) de Herbert Brenon.

En cuanto a Sjöstrom, el éxito de esta película consolidó su entrada en Hollywood, donde realizaría más películas de éxito hasta que decidió retirarse casi definitivamente del cine con la llegada del sonoro volviendo a su tierra natal.

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Asfalto [Asphalt] (1929) de Joe May

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Asfalto es una de las últimas grandes películas mudas de uno de los periodos cinematográficos más interesantes de la historia del cine: la cinematografía alemana de los años 20. De hecho también fue una de las últimas creaciones destacadas de la UFA, el estudio por excelencia de la mayoría de las obras maestras que aportó el país.

El protagonista es Albert Holk, un joven y responsable policía que lleva una vida tranquila con sus padres hasta que Else Kramer entra en su vida. Ella es una atractiva mujer de mala vida pillada in fraganti robando en una joyería. El policía la detiene y la lleva al lugar de los hechos, donde uno de los propietarios del negocio pide que la dejen ir, pero Albert se niega puesto que ha de cumplir con su deber. Else, lejos de darse por vencida, seduce al inocente joven para librarse de la condena.

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Joe May no es un director tan recordado como otros contemporáneos suyos con obras más artísticas como Fritz Lang o F.W. Murnau, pero aún así se trataba de un realizador más que competente que facturaba obras de gran calidad y éxito comercial. Asfalto, al igual que otras películas suyas es un excelente ejemplo de ese principio: es una film ligero pero que se sirve de los logros del cine alemán del momento para dar forma a su puesta en escena. Por ello es comprensible que gustara más al público que a la sesuda crítica, aunque no deja de ser algo injusto.

La puesta en escena de May es vibrante y dinámica. La primera escena semi-documental en que narra el ajetreo de la vida en ciudad introduce el tema urbano, una de las bases del film tal y como indica su título. En esta ambientación juegan un papel fundamental los decorados de Erich Kettelhut (cuyo nombre no es muy recordado pero solo por su trabajo en Metrópolis y Dr. Mabuse merece toda la consideración del mundo), quien reconstruyó en estudio tanto los interiores como las fastuosas escenas de ciudad. No obstante, Asfalto no forma parte – al menos no de forma directa – dentro del ciclo de cine de calle que se popularizó en la época con obras crudas y realistas, ya que prefiere apostar por una historia de amor tan tópica como efectiva.

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La base del film es la relación entre Albert y Else, el ya consabido conflicto de polos opuestos: ella inicialmente se aprovecha de él, se arrepentirá al ver la pureza e inocencia del policía y se redimirá para acabar uniéndose a él… ya me perdonarán que no avise de los spoilers, pero no he dicho nada que no se intuya enseguida. Y aunque ciertamente la flaqueza del argumento es el punto más débil de Asfalto, se compensa de sobras con la forma como es narrado. No solo a nivel de dirección sino con pequeños detalles a nivel de guión como la caja de cigarros que ella envía a Albert en agradecimiento. Cuando éste acude furioso a casa de ella se nota la disparidad de caracteres y de ética: ella no entiende qué le molesta tanto, lo ve como algo normal (él le ha hecho un favor y ella se lo devuelve), mientras que Albert se siente avergonzado porque ese gesto le da a entender que se ha aprovechado de él. Todo eso se intuye en esa escena sin apenas diálogos, he ahí la magia del cine mudo bien hecho.

Es de justicia dedicar también unas líneas a la pareja protagonista, especialmente a Betty Amann, que irradia sensualidad y coquetería. Su personaje destaca claramente por encima del resto por ayudado por el mimo con que May la retrata con ese look típicamente flapper de la época.

Una película de entretenimiento solvente, impecablemente realizada y entretenida. Merece la pena darle una oportunidad.


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