En este gabinete se ha hablado ya de dos magníficos films del alemán William Dieterle, Jennie (1948) y Cartas a mi Amada (1945), que para mí destacaban sobre todo por ese deje sobrenatural que hacía tan especiales sus respectivas historias. En El Hombre Que Vendió Su Alma, anterior a esos dos dramas románticos, Dieterle ya pudo dar rienda suelta a esa faceta suya al tratarse de una adaptación moderna del mito de Fausto y, por tanto, una película abiertamente sobrenatural en su planteamiento.
Ambientada en un pequeño pueblo de New Hampshire, su protagonista es el humilde granjero Jabez Stone, cuya continua mala suerte le lleva a vender su alma al diablo a cambio de una fortuna. A raíz del trato que hace, la suerte cambia para Stone y no solo puede pagar sus deudas con el dinero adquirido sino que se convierte en un poderoso terrateniente que tiene en sus manos al resto de granjeros del pueblo. No obstante, su mujer y su madre notan un cambio en el carácter de Jabez Stone, que se ha vuelto frío y ambicioso, y la primera decide pedir consejo a Daniel Webster, un pequeño político que goza de muy buena reputación entre los granjeros por el apoyo que les da y su carácter cercano.
El Hombre Que Vendió Su Alma es una de las obras que más me ha sorprendido del Hollywood clásico, ya que por estilo parece casi más germana que americana. Y no lo digo por la nacionalidad del director, sino por ese estilo tan surreal y onírico, lleno de metáforas e instantes que rompen con la armonía de una narración clásica hollywoodiense. Es cierto que el material de base da mucho juego para todo ello, pero la forma como Dieterle lo explota denota claramente sus orígenes en la industria cinematográfica alemana de los años 20. Todo el film tiene ese halo romántico y tenebroso en su puesta en escena, muy ayudado por la excelente fotografía de Joseph H. August (que colaboró de nuevo con Dieterle en Jennie). Además se trata de una obra maravillosamente visual, hasta el punto de que a veces parece casi una película muda por la forma tan expresiva de tratar las imágenes. Hay por ejemplo algunos primeros planos que están insertados de una forma que tiene más que ver con el cine mudo que con el sonoro (por ejemplo el rostro de la madre mirando gravemente en ciertas escenas), por no hablar de algunos trucos de montaje muy inusuales que parecen demasiado bruscos en el contexto de un film de Hollywood.
El momento culminante en este aspecto se encuentra al final, cuando un acaudalado Stone organiza una fiesta en su mansión a la que nadie acude. Repentinamente aparecen en el salón principal varios personajes invitados por su amante Belle (que está íntimamente vinculada con el demonio). Toda esa escena es filmada con un tono difuminado dándole un aire irreal y casi terrorífico cuando los personajes empiezan a bailar y Belle inicia una danza mortal con el usurero del pueblo, que también había hecho un trato con el diablo, y muere en manos de ella. La última escena nos muestra a su vez un juicio en que Daniel Webster intenta defender a Stone antes de que se lo lleve el diablo. El jurado y el juez son una serie de personajes famosos por sus malas acciones que también habían vendido su alma. Aunque la escena está destinada a desembocar en el típico discurso de Webster en favor de la libertad, lo que la convierte en un momento tan magistral es de nuevo la dirección de Dieterle, que se sirve de nuevo de pequeños trucajes para aumentar el tono sobrenatural.
Resulta curioso que de todo el reparto el que menos se luzca de todos sea el protagonista, interpretado por James Craig. A cambio tenemos al siempre maravilloso Edward Arnold como Daniel Webster, la seductora Simone Simon como la atractiva Belle y, sobre todo, Walter Huston como el diablo. Huston, uno de los mejores intérpretes que jamás haya aparecido en la gran pantalla, aquí se regodea en un papel que es una golosina para cualquier actor de carácter robando las escenas al resto del reparto cada vez que aparece por la pantalla.
No obstante el verdadero protagonista del film es Dieterle, quien coge una historia clásica conocida de sobras por el público y la transforma en una fantasía visual sugerente y terrorífica que tiene lugar en el improbable contexto de la América rural. Solo ese final extrañamente idílico con guiño al público incluido por parte de Huston rompen un poco con el estilo del resto, pero eso no quita que El Hombre Que Vendió Su Alma sea una de las películas más curiosas y únicas que se hayan realizado en un gran estudio del Hollywood clásico.
‘El hombre que vendió su alma’ (1941, William Dieterle), es una interesante reflexión sobre la condición humana y las debilidades del ser llevadas al límite. El cineasta germano nos presenta su visión más personal de la intemporalidad sellada por Goethe una fantasía visual onírica que embellece su relato, aunque sin alcanzar la perfección del maestro Jean Cocteau.
Doctor Mabuse, le felicito por sus interesantes publicaciones de las que espero aprender tanto como me sea posible.