Cuando un director decide abordar una película sobre los inicios del cine, ya tiene mucho ganado de antemano ante humildes cinéfilos como nosotros. Las historias sobre la infancia del medio tienen de por sí mucho de romanticismo: el cine visto como novedad de feria ambulante, los primeros cineastas fascinados por esa maquinaria que permitía capturar imágenes en movimiento, los diferentes pioneros que corrieron desigual suerte, etc. Es por ello que resulta a veces algo difícil juzgar películas sobre dicha temática, ya que uno, por mucho que sea un exigente crítico o incluso un poderoso genio del mal, no puede evitar dejarse contagiar por el sincero cariño que a menudo los cineastas dejan entrever en obras de este estilo. Por tanto, reivindicar a pioneros olvidados siempre es algo especialmente atractivo, ya sean reales – como era el caso de la británica The Magic Box (1951) de John Boulting, centrada en la figura de William Friese-Greene – o inventados, como la película que abordamos hoy.
Aun así, en principio no deberíamos preocuparnos de que Los Hombres de la Manivela (1979) acabe siendo una insulsa historia sobre los orígenes del cine checo, ya que tras la cámara hay un narrador tan interesante como Jirí Menzel – recordado sobre todo por Trenes Rigurosamente Vigilados (1966) – y en el papel protagonista está el magnífico Rudolf Hrušínský, rostro habitual en la cinematografía checa de esos años, con papeles inolvidables en otros trabajos de Menzel así como en obras imprescindibles como la negra negrísima El Incinerador de Cadáveres (1968) de Juraj Her. La presencia del primero asegura que el film no se va a contentar con una mera descripción de la época, mientras que la elección de un actor de carácter como Hrušínský se aleja del típico panegírico sobre algún oscuro pionero que merezca nuestro respeto.
Y ciertamente la película empieza de forma muy prometedora: un proyeccionista ambulante de películas, Pasparte, se pasea de pueblo en pueblo acompañado de su hija exhibiendo películas y haciendo números de magia. A ellos se les añade una atractiva mujer que ha quedado huérfana, hija de un compañero de profesión de Pasparte que le ha pedido en su lecho de muerte que la cuide. Pero al llegar a Praga una antigua amante, ahora una viuda acomodada, le tienta para que se quede con ella, lo cual le hace acariciar la idea de producir películas de calidad eminentemente checas.
La introducción del film es inmejorable: casi sin diálogos nos explica la situación de los personajes, su carácter (Pasparte es un incorregible mujeriego) y además transmite muy bien el carácter fascinante del cine de los orígenes, cómo esas sencillas historias cautivaban al público y lo mágico que resultaba ver cómo efectivamente los personajes de la pantalla se movían (entrañable y también muy significativo el detalle de cómo en una escena de violencia la proyeccionista retrocede varias veces para atrás el golpe que le propina un personaje a otro, una práctica muy habitual en la época que incidía en la magia del movimiento capturado por la cámara). Mejor aún resultan esos breves momentos en que el propio Pasparte se imagina ciertas escenas de su vida como si fueran una película muda, como aquella en que su amigo le cede el cuidado de su atractiva hija; pero es de lamentar que un cineasta tan original y libre como Menzel no explote más esta idea.
De hecho, a medida que avanza el film uno tiene la sensación de que la propia película se acaba domesticando y que pierde ese tono algo juguetón que veíamos al principio salvo pequeños destellos repartidos por todo el metraje (uno de mis favoritos: los dos protagonistas mirando directamente a cámara tras haberse casado para decir que están viviendo un final feliz como el de las películas). Seguramente Menzel en esta ocasión prefirió abandonar un poco su tono de pura comedia para centrarse en la historia, en este homenaje a una forma de arte que sentía demasiado cercana como para tratarla con más frivolidad – el hecho de que se reserve él mismo el papel de Kolenatý, el cineasta amateur, nos confirma esta idea.
No obstante, sin ser una de las mejores obras de Menzel, la película está repleta de ideas muy interesantes sobre el papel del cine en sus primeros años de vida: el cineasta amateur que se niega a rodar sketches cómicos y que quiere capturar la realidad para generaciones futuras, la diva de teatro que no quiere rebajarse a aparecer en películas por ser un entretenimiento circense o la ya prematura invasión del mercado americano y de los principales países europeos a la hora de aportar material fílmico.
Es innegable que Menzel siente cierto cariño hacia su cínico y mentiroso protagonista porque, pese a todo, no deja de ser un loco que intenta cumplir su sueño imposible de hacerse célebre con sus películas. Quizá lo que piensa Menzel en el fondo es que hay que estar loco para meterse en este mundo, y por ello, como implicado directo, no podía evitar sentirse identificado con su protagonista.