Checoslovaquia

Y el Quinto Es el Miedo […a páty jezdec je Strach] (1965) de Zbynek Brynych


La nueva ola checoslovaca ha legado a la posteridad algunas de las mejores películas en tratar la ocupación nazi, además abordando el tema desde perspectivas de lo más variadas: filmes que basculan entre el drama y la comedia como la soberbia La Tienda de la Calle Mayor (Obchod na Korze, 1965) de Ján Kadar y Elmar Klos, otros que apuestan más abiertamente por el humor negro como El Incinerador de Cadáveres (Spalovac Mrtvol, 1969) de Juraj Herz  o el costumbrista como la célebre Trenes Rigurosamente Vigilados (Ostre sledované vlaky, 1966) de Jiří Menzel, y obras que reducen el conflicto a una historia personal mínima de pura supervivencia, como la especialísima Diamantes de la Noche (Démanty noci, 1964), o a un conflicto entre unos pocos personajes, como es el caso de Carruaje a Viena (Kocár do Vídne, 1966) de Karel Kachyna.

Ello nos ha permitido conocer diferentes perspectivas de un conflicto complejo y traumático que la población checa vivió en primera persona, evitando la tentación de reducirlo todo a historias de buenos y malos o de hazañas heroicas (una opción que, tampoco nos pongamos puristas, no es desdeñable y puede dar pie también a grandes películas, pero resulta menos interesante y potencialmente nos ayuda menos a comprender las complejidades de dicho periodo). Dentro de esa variedad de filmes en tratar un periodo por entonces aún cercano históricamente tenemos Y el Quinto es el Miedo (A pátý jezdec je strach, 1965) de Zbynek Brynych, cuyo título quizá podría entenderse mejor en su traducción más exacta: «Y el quinto jinete es el miedo», es decir, una referencia a los cuatro jinetes del Apocalipsis.

La película trata pues principalmente del miedo, y tiene como personaje principal a Armin Braun, un doctor judío que se ha visto obligado a dejar su profesión por imposición de los nazis y que ahora se dedica a una faena burocrática: colocar a nuevos inquilinos en los pisos que han quedado vacíos porque sus antiguos ocupantes han sido encarcelados o asesinados. Un día un vecino de su bloque de pisos le pide un favor especial: que opere a un miembro de la resistencia herido de gravedad que ha venido a esconderse a su piso. Braun se niega por no querer verse involucrado en una situación tan peligrosa, pero finalmente acepta.

La operación es un éxito pese a llevar tantos años sin practicar cirugía y eso le hace reconciliarse un poco consigo mismo. Pero el paciente va a necesitar morfina para soportar el dolor, de modo que no le toca otra que salir a buscar una dosis pidiendo ayuda a un ex-colega suyo. De vuelta al bloque de pisos le esperará además una desagradable sorpresa: unos oficiales nazis están registrando el edificio en busca del fugado.

Un primer aspecto a resaltar de Y el Quinto es el Miedo es su magnífico inicio, que para mí se trata claramente de lo mejor de la película. Antes de que nos situemos en la historia y sus personajes vemos una serie de planos aparentemente descontextualizados de diferentes espacios, carteles con el emblema nazi, música disonante y misteriosa, nuestro protagonista moviéndose por una sinagoga extrañamente convertida en una oficina burocrática repleta de libros y papeles… Durante los primeros 15 minutos no abandonamos este clima tan enrarecido, incluso cuando el protagonista llega a su habitación tan espartana. Sin necesidad de entrar en demasiados detalles se nos ha transmitido perfectamente su malestar y esa incapacidad de sentirse cómodo ni siquiera en su propio departamento.

A partir de aquí la cámara abandona temporalmente a Braun y nos muestra el que será uno de los principales elementos del filme: el bloque de pisos. Porque la clave de la película se encuentra no tanto en la hazaña que Braun llevará a cabo como en la forma como reaccionan los diferentes vecinos a ese clima de miedo y delación. De hecho la película podría resumirse como una muestra de cómo diferentes personas se comportan en un clima de terror constante: tenemos a un vecino llamado Vlastimil Fanta que es un delator en potencia por pura cobardía, a una anciana un tanto chiflada, al carnicero que ayuda al miembro de la Resistencia pero no quiere poner en peligro a su mujer y su hija y, quizá el más interesante de todos, un respetable médico de clase más acomodada que vive con su mujer, su hijo y una criada. Todos ellos se vendrán inevitablemente abajo cuando los oficiales nazis les obliguen a encerrarse en el sótano mientras registran sus pisos, de forma que ese sótano acaba teniendo casi la apariencia de un manicomio entre gritos, sollozos e histerismos varios.

De hecho a lo largo del filme llegaremos a ver un manicomio de verdad, porque en su búsqueda nocturna de una dosis de morfina Braun acude a un bar donde la gente se emborracha quizá huyendo de los malos tiempos que les ha tocado vivir y luego a un sanatorio mental en que, no casualmente, por un momento toman al doctor por otro paciente. Este segmento no obstante es el que menos me gusta de la película por romper un poco el ritmo y alejarse del sitio que encuentro más interesante: el bloque de pisos con la interacción entre los diferentes vecinos.

A cambio la película remonta decisivamente en su tramo final con un desenlace que puede decepcionar a algunos por su frialdad. No veremos grandes gestos heroicos, ni tampoco matanzas o torturas; no se nos dejará regodearnos en la crueldad de los nazis. Todo es mucho más sencillo y cotidiano: los nazis vuelven al edificio, los vecinos se vuelven histéricos al saber que ha habido una delación y, una vez los oficiales ya han acabado su trabajo, se les deja salir del sótano aunque, eso sí, obligándoles a pasar por delante de un cadáver, lo cual da pie a la que creo que es la gran idea del filme: el hecho de que ahora todos ellos van a tener que seguir conviviendo juntos pero con el recuerdo de ese cadáver y de ese hecho traumático que ha sucedido en su bloque. Lo que nos ofrece Y el Quinto Es el Miedo no es un retrato de la brutalidad nazi, sino de cómo toda una serie de personas normales se han visto expuestas a ese shock y a seguir conviviendo con ese recuerdo toda su vida.

Los planos finales de la película nos muestran de nuevo las calles en su día a día cotidiano, como si nada hubiera sucedido. El mundo sigue y esa pequeña colmena de vecinos continuará probablemente con sus pequeñas trifulcas personales y su existencia normal pero de algún modo la imagen de ese cadáver siempre quedará como recuerdo.

Hablemos de Otra Cosa [O necem jinem] (1963) de Vera Chytilová

Recordada hoy día sobre todo por la alocada y surrealista Las Margaritas (1966), Vera Chytilová fue una de las figuras esenciales de la nueva ola checa de los 60 que por desgracia no tuvo una carrera muy estable en el cine por sus constantes choques con la censura del régimen. Hablemos de otra Cosa (1963) es su interesantísimo debut al largometraje, en que narra en paralelo dos historias diferentes: por un lado el aburrido día a día de Vera, una ama de casa con un hijo pequeño que acaba buscándose un amante, por el otro el duro entrenamiento de la gimnasta Eva Bosáková para prepararse una importante competición. Y de entrada el primer elemento de interés es que no hay ninguna conexión aparente entre las dos historias: el montaje paralelo entre ambas no parece buscar nexos de unión entre ellas ni tampoco se puede decir que Chytilová transmita alguna idea concreta al contrastarlas. Y eso es de hecho es el primer desafío que supone el filme.

Obviamente no es casual que las protagonistas de ambas historias sean mujeres, siendo además Chytilová una cineasta con un ideario feminista especialmente marcado (la anarquía de Las Margaritas en el fondo supone entre otras cosas destruir el ordenado mundo creado por los hombres). Pero mientras que Vera representa una mujer con un tipo de vida convencional al que puede aspirar casi cualquiera, Eva (interpretada por una gimnasta de verdad) es en cambio la que tiene una vida atípica y extraordinaria. El único momento de toda la película en que ambas se ven conectadas es en la escena inicial, cuando el hijo de Vera está viendo en la televisión a Eva compitiendo. En ese instante ambas mujeres están exhibiendo su exitosa faceta pública: Eva ganando una competición y Vera haciendo de anfitriona en una cena con unos amigos, la atleta triunfadora y la feliz madre de familia. Pero a partir de aquí el filme pasa a mostrarnos que es lo que hay detrás de esa apariencia de éxito y no ven el resto de personas: en el caso de Eva las agotadoras sesiones de entrenamiento, y en el de Vera una vida familiar aburrida con un marido que la ignora casi por completo.

Chytilová nos muestra pues cómo esas dos mujeres que en principio son felices con el tipo de vida que han escogido en el fondo están subyugadas a otros personajes masculinos, que si bien les tienen aprecio, las tratan de forma más bien ruda (el entrenador exigiendo a Eva que repita los extenuantes ejercicios) o indiferente (el marido y su exasperante afición a leer el diario a todas horas ignorando por completo a su esposa). En otras palabras, la directora parece indicar que los dos roles femeninos que les ha permitido seguir la sociedad implican pasar siempre por la dominación masculina. Y si digo «parece indicar» es porque la película está filmada con un estilo casi documental, evitando el tono más dramático y sin que se note en el tono el punto de vista de la directora.

Si la vida diaria de Eva está constreñida por la continua repetición de ejercicios que debe ir perfeccionando más y más, en contraste la de Vera tiene el problema de no tener ninguna meta definida más allá de hacer las tareas del hogar y cuidar a su hijo. Por ello resulta inevitable que la aburrida madre de familia acaba teniendo un romance con otro hombre, pero paradójicamente ahí tampoco encontrará la libertad que buscaba fuera del hogar, ya que éste se acaba revelando como un amante posesivo al que ella tiene que mantener a raya. ¿Por qué ese acto de liberación del yugo del hogar acaba convirtiéndose en otra atadura con otro hombre que quiere marcar qué puede hacer y no?

En ese sentido es una película que no tiene nada de moralizante y que evita las conclusiones o las escenas excesivamente dramáticas. Aunque Eva gana la competición el filme no celebra su logro y se mantiene fiel al tono estrictamente documental, ya que en su afán por no darle las ideas masticadas al espectador, Chytilová no nos da a entender si para Eva ha valido la pena todo ese enorme esfuerzo o no. Por otro lado, cuando Vera descubre que su marido a su vez estaba teniendo también un affair por su cuenta se vuelve histérica y le implora que no abandone a su familia, pese a que ella ha sido también adúltera. Por mucho que sea seguramente el marido más aburrido del mundo y por mucho que ella haya tenido que buscarse otro amante, no concibe perder su hogar familiar y al final todo conduce a una reconciliación a la que realmente vemos poco futuro.

Lejos de ofrecernos respuestas a las dudas que plantean estas historias, Chytilová nos deja estos interrogantes abiertos. ¿Están realmente ellas insatisfechas con sus modos de vida o simplemente los aceptan porque son lo único que conocen? ¿No se ven ellas capaces de reconducirlas hacia lo que les gustaría (algo que al final parece que sí va a conseguir la gimnasta, pero no la ama de casa)? Puede parecer fácil pero, siendo una mujer tras la cámara con una ideología muy marcada sobre el tema, tiene mérito que Chytilová sea fiel en todo momento a su idea de ofrecer una visión lo más distanciada del tema y dejar que sea el espectador el que se devane los sesos intentando entender el por qué de lo que ha visto.

The River [Reka] (1933) de Josef Rovenský

Josef Rovenský era un actor checo que consiguió hacerse una carrera bastante respetable a nivel internacional, participando en películas tan significativas como la alemana Tres Páginas de un Diario (1929) de G.W. Pabst y en algunas de las obras más reseñables realizadas en su país en la era muda. En paralelo a su carrera de intérprete, Rovenský dirigió también algunas películas, entre las cuales destaca The River (1933), que le valió un premio al mejor director en el Festival de Venecia y que puso en el mapa el cine checo, que por entonces se asociaría con un estilo muy lírico y visual gracias al éxito de esa película y de otro filme bastante reputado en su momento, el documental La Tierra Canta (Zem Spieva, 1933) de Karel Plicka y Alexander Hammid.

Centrándonos en The River, se trata de una de esas películas casi carentes de argumento y que más bien optan por sumergirnos en la ambientación rural y en el estado de ánimo de su protagonista: Pavel, un joven muchacho que ha acabado el colegio y que quiere comprarle unos zapatos a su compañera Pepička, de la cual está enamorado. Pavel es por otro lado el hijo del alcalde Sychra, quien de joven era un bala perdida que se pasaba el día cazando en el bosque y que teme que su hijo haya salido a él, así que planea enviarle a estudiar fuera.

No esperen que The River trate sobre las desventuras que sufre la joven pareja protagonista, ni siquiera sobre las travesuras que realiza Pavel (a quien en la escena inicial vemos robando las manzanas de un árbol junto a otros muchachos). Lo más parecido a un conflicto que presenciaremos será la lucha de Pavel con un enorme lucio que pretende pescar para, con el dinero que le den por él, comprarle unos zapatos a Pepička, lo cual desembocará en un pequeño drama. Pero a Rovenský parece interesarle tan poco que apenas explota sus elementos más dramáticos ni nos deja presenciar su resolución final con el esperado reencuentro de la pareja.

A cambio el director nos ofrece una de las películas que mejor ha sabido captar la relación entre el hombre y la naturaleza en su sentido más lírico. El filme está repleto de planos bellísimos de nuestros protagonistas en ese entorno rural, no tanto porque se busque un preciosismo visual sino por la forma como capta ese espíritu tan inocente y alegre que armoniza tan bien con la naturaleza. En The River nos da la sensación de que Pavel y Pepička son dos elementos más en perfecta armonía con el resto de su entorno, y esto que en la teoría podría parecer demasiado naif funciona a la perfección gracias a la sensibilidad que el director consigue captar de las imágenes.

Hay dos escenas en The River que me resultan especialmente emotivas pese a que aparentemente se desvían no diremos de la trama (casi inexistente) sino del flujo que sigue la historia, centrándose en las vivencias de Pavel. La primera es aquella en que el profesor lanza un discurso de despedida a sus alumnos en el último día de clase, en que les anima a lanzarse al mundo pero sin olvidar quiénes son y de dónde vienen, alentándoles incluso a que en algún momento se acuerden de ese anciano profesor y vayan a verle cuando sean adultos. Pese a que la primera escena del filme nos podía hacer sospechar que este personaje sería el prototípico profesor duro y de mal carácter, aquí nos resulta incluso vulnerable en ese discurso que constituye no solo una despedida sino una forma de entender la enseñanza como preparación a la vida, que tiene mucho que ver con el argumento de otra pequeña joya de inicios del sonoro como es la soviética El Camino de la Vida (1931) de Nikolai Ekk.

La segunda escena parece inicialmente aún más fuera de lugar: después de que Pavel entre en una tienda a comprar los zapatos para Pepička, su dueño se queda divagando solo cuando el joven se ha marchado. Inicialmente habla de lo buen muchacho que es Pavel y de lo feliz que sería si fuera su padre, pero poco a poco su discurso deriva en un lamento por no haber tenido nunca hijos, que su mujer escucha apesadumbrada y sintiéndose culpable. Ambas escenas coinciden no casualmente en mostrarnos a personas adultas que observan tristes y nostálgicos el paso del tiempo en los más jóvenes, como recordándonos que esa visión del mundo tan bucólica y sencilla que vemos en los encuentros entre Pavel y Pepička es algo efímero y solo presente en la juventud. Es uno de los pocos instantes tristes en una cinta que por lo general opta por un tono más jovial (en que la entrada de un muchacho mojado y en bañador con el gigantesco cadáver de un lucio en una concurrida sala de baile no es motivo de queja como esperaríamos sino de admiración por su pesca), como dejando entrever que tras toda esa alegría que experimentan los protagonistas en el campo hay un reverso más melancólico asociado a la vida adulta que tiene lugar en interiores.

El Boxeador y la Muerte [Boxer a smrt] (1963) de Peter Solan


Los títulos de crédito de El Boxeador y la Muerte (1962) nos muestran a un hombre entrenándose con un saco de boxeo en lo que parece un gimnasio improvisado en una especie de barracón. Después de unos minutos de intensa actividad, deja el entreno. Una mujer (su esposa, suponemos) acude a ayudarle y le felicita por mantenerse en tan buen estado físico mientras éste se cambia fuera de plano. Todo bastante trivial hasta que él sale del vestuario y nos enfrentamos a un detalle que hace que veamos toda esta escena con otros ojos: el boxeador es un comandante nazi.

Efectivamente, el comandante Kraft, quien está a cargo de un campo de concentración, es un exboxeador profesional que dedica sus ratos libres a seguir entrenando para no perder su técnica en esos años de guerra. Un día se topa con un prisionero condenado a morir por haber intentado escaparse que descubre que también es un exboxeador. Por diversión, se lo lleva a su gimnasio particular e improvisa un combate en el que lógicamente le noquea en menos de dos minutos, ya que el prisionero está desnutrido y débil. Aunque su primera idea es seguir adelante con la ejecución, el doctor del campo le hace saber que el prisionero, que responde al nombre de Komínek, parece tener buena planta y que quizá con mejores cuidados podría ser un contrincante digno. Kraft acepta y le concede a Komínek un trato especial proporcionándole más comida para que engorde con la esperanza de tener alguien con quien competir. Una vez éste va recuperándose, Kraft mantiene los favores al prisionero hasta el punto de indultarle de ciertos castigos físicos para cuidar su forma. Komínek entonces se enfrenta a un dilema: cree que con el tiempo podrá derrotar al comandante, pero aunque éste le insiste para que boxee en serio, ¿no es más seguro dejarle ganar siempre para que le mantenga con vida?

 

El Boxeador y la Muerte (1962) es otro de los magníficos exponentes de la Nueva Ola Checoslovaca, un movimiento que aparte de suponer una gran renovación a la cinematografía del país solía aportar una visión muy interesante y fuera de lo normal de la barbarie nazi. Véanse sino otros ejemplos tan variados como Carriage to Vienna (1966) de Karel Kachyna, La Tienda de la Calle Mayor (1965) de Elmar Klos y Ján Kádár, Diamantes de la Noche (1964) de Jan Nemec o El Incinerador de Cadáveres (1969) de Juraj Herz.

El filme que nos atañe ahora es una obra seca, exenta de heroísmo pero también de excesos melodramáticos: no hay hermandad o compañerismo entre los prisioneros del campo, que enseguida mirarán a Komínek con desprecio por los favores que se le conceden, a lo que éste responde, con toda la razón del mundo, que está haciendo lo necesario para sobrevivir, nada más; ni tampoco se nos muestran escenas de estimulante heroísmo (cuando al final éste se rebela es más bien un acto de despecho que a efectos prácticos no servirá de nada a nadie). Del mismo modo, aunque la película retrata las duras condiciones de vida de los prisioneros, tampoco se recrea en ello: las pocas muertes que tienen lugar apenas se ven en pantalla y la que seguramente es la escena más angustiosa del filme es una en que el subalterno de Kraft por puro despecho humilla a un prisionero obligándole a bañarse y revolcarse en el barro. Aunque la muerte está más que presente en la película (véanse los escalofriantes planos del humo saliendo de las chimeneas, que nos dan a entender toda la magnitud del horror sin más detalles), el tema esencial tiene más que ver con las humillaciones que se ven obligados a sufrir los prisioneros.

Aquí entra en juego el gran dilema del filme: ¿hasta qué punto será Komínek capaz de seguirle el juego al comandante Kraft para asegurarse su vida? Éste insiste en que Komínek pelee en serio con él, pero en todo momento nos preguntamos si sería capaz de aceptar tan fácilmente una derrota. De hecho tiene algo de absurdo ver a un comandante al mando de un campo de concentración hablar sobre la nobleza de los valores del deporte porque Kraft no se corresponde en absoluto con la figura del oficial nazi a su pesar. Al contrario, no siente el más mínimo remordimiento a la hora de matar a prisioneros o tratarlos como moscas (el término que utilizan los nazis en referencia a ellos), y todo ello le da aún más complejidad a la visión que da el filme sobre un tema tan espinoso como el nazismo.

A partir de aquí Komínek se ve enfrentado a una difícil situación en que se mezclan el instinto de supervivencia, el orgullo tras verse pisoteado continuamente, las ansias de venganza pero, al mismo tiempo, la soledad al saber que no cuenta con aliados en el campo salvo un anciano que hace a su vez de entrenador suyo. Este tipo de dilemas tan difíciles de resolver y sin una clara respuesta aparente son muy típicos de obras checas como las ya citadas, que hacen que las aproximaciones de este movimiento a un episodio tan aterrador de la historia moderna sean de lo más interesante y aún vigentes.

Happy End [Stastny konec] (1967) de Oldrich Lipský

¿Cómo convertir en una comedia la historia de un carnicero que pilla a su mujer en flagrante adulterio, la asesina y descuartiza, es atrapado por la policía y luego guillotinado? Pues muy sencillo: rebobinándola. Eso es lo que decidió hacer el director Oldřich Lipský en Happy End (1967): explicar la biografía de un hombre pero marcha atrás, empezando por su muerte y acabando en su nacimiento.

Este originalísima y divertida propuesta es un ejemplo de las ansias de experimentar que existían en el cine checoslovaco de la época, una de las cinematografías que para mi gusto más destacó entre las nuevas olas de los años 60. Happy End nos muestra pues cómo ese espíritu renovador no se tenía por qué materializar necesariamente en forma de películas más serias o intelectuales. Al contrario, precisamente uno de los rasgos más característicos de la nueva ola checa es el estilo tan lúdico por el que apuestan muchos films – véase el ya comentado por aquí Who Wants to Kill Jessie? (1966) – que demuestran que se pueden hacer obras que jueguen con el lenguaje cinematográfico sin renunciar por ello al sentido del humor.

A lo largo de su metraje, Happy End va discurriendo a medio camino entre el humor de gags puros y duros y un estilo más cercano al surrealismo o el absurdo, en que nos enfrentamos a imágenes que nos son muy familiares pero vistas desde una perspectiva totalmente distinta; como aquella que tiene lugar en el matadero y vemos cómo la faena de nuestro protagonista pasa a consistir en dar vida a las reses introduciendo en su interior sus órganos vitales.

En su aspecto más puramente humorístico, resulta hilarante como se retuercen algunas situaciones dando la vuelta a los nacimientos y las defunciones (el nacimiento de su hija en realidad es visto como un fallecimiento tras una larga enfermedad que ha ido empequeñeciendo y debilitando a la niña hasta convertirla en un bebé) así como a ceremonias como la del matrimonio (convertido aquí en una forma elegante de devolver su esposa a sus padres por infiel). Mis instantes favoritos y de humor más negro son cuando asistimos al descuartizamiento de su mujer que, en retroceso, adquiere la forma de alguien que está montando una especie de muñeca a tamaño real; o cuando salva a su rival de morir ahogado, que en retroceso se convierte en un intento de ahogarlo mientras el resto de bañistas le aplauden por llevar a cabo tal proeza.

Visionando Happy End me vienen a la cabeza cierto tipo de películas de la era muda, como las de slapstick o las pertenecientes a cierto tipo de vanguardias, en que los directores no se inhibían lo más mínimo a la hora de utilizar cualquier recurso cinematográfico con tal de sorprender al espectador: mezclar animación e imagen real, ralentizar la cinta, romper la cuarta pared, etc. Y esto me lleva a preguntarme por qué en cierto momento el cine clásico se volvió tan «formal», temeroso de romper las normas que establecían su estilo renunciando a ese tono más juguetón, y cuan desaprovechadas han estado muchas de sus posibilidades.

Éste es quizá el gran mérito de Happy End más allá de su valor como comedia: el recuperar esa voluntad por salirse de las normas sin renunciar por ello a un tono saludablemente lúdico.

La Oreja [Ucho] (1970) de Karel Kachyna

    

En el tumultuoso contexto de la República Checa de mediados y finales de los 60, surgieron un buen número de excelentes películas que criticaban la situación política de forma alegórica. Dicha situación se extiende desde obras tan surreales como La Fiesta y los Invitados (1966) de Jan Němec a films que han querido verse como alegorías políticas, como ¡Al Fuego, Bomberos! (1967)  pese a que su propio autor lo haya negado en repetidas ocasiones – lo cual no quiere decir que sea así, puesto que ya sabemos que los artistas a menudo tienden a dar visiones expresamente contradictorias de su propia obra.

Lo que destaca a La Oreja (1970) de todas esas otras películas es que ésta no se trata de una alegoría, sino de una crítica directa al partido sin ningún tipo de tapujos, convirtiéndola en una de las obras más valientes de la época. Eso, obviamente, trajo como consecuencia inevitable que el film fuera prohibido en su época y que no pudiera verse hasta 20 años después, a finales de 1989, justo cuando la República Checa entraba en la democracia.

La película se sucede a lo largo de una agitada noche teniendo como protagonista a Ludvík, un ministro del Partido Comunista, y su mujer Anna, con la que tiene una tormentosa relación que la ha convertido prácticamente en una alcohólica. Después de una velada oficial, la pareja regresa a casa y descubren una serie de indicios que le hacen sospechar a Ludvík que alguien ha entrado mientras ellos estaban fuera. A partir, de aquí empieza a recordar ciertos detalles de la fiesta (donde se enteró de que su superior fue recientemente detenido sospechoso de ser anticomunista) que le hacen temer que será el siguiente miembro del partido en ser encarcelado.

Ludvík se vuelve paranoico por la presencia de micrófonos en ciertas habitaciones de la casa y por su estrecha conexión con una persona ahora detenida, y a lo largo de esa misma noche intenta destruir una serie de documentos que puedan resultar incriminatorios mientras en paralelo discute con su mujer.

El cineasta Karel Kachyna logró con La Oreja realizar una de las películas más interesantes de la Nueva Ola Checoslovaca, no solo por la valentía de su contenido, sino por su magnífica puesta en escena, con la que transmite a la perfección esa sensación de paranoia y malestar de su protagonista. Con un excelente uso de su fotografía en blanco y negro y de esos espacios interiores (en ocasiones opresores), la cinta transmite fielmente la angustia y paranoia de un personaje que se siente escuchado en su propia hogar y que debe analizar cada mínimo detalle de su última velada en busca de errores cometidos. De esta forma, la existencia para Ludvík (que los guionistas retratan claramente como un oportunista interesado en escalar puestos) no se puede basar únicamente en la hipocresía, sino prácticamente en representar un papel hasta el final.

El guión combina muy inteligentemente los sucesos en presente con breves flashbacks de la fiesta que acentúan el tono confuso, y también salta de la intriga política a la crisis matrimonial de la pareja protagonista, que conviven casi por inercia y se destruyen mutuamente. Esta segunda trama, que podría parecer accesoria al conflicto central del film, resulta especialmente interesante en el acto final, cuando Ludvík sospecha que va a ser detenido en breve y Anna pasa entonces a convertirse en una sufrida esposa que se preocupa por él. Se trata de una de esas difíciles relaciones en que ambos miembros no se soportan pero se necesitan al mismo tiempo. Y en lo que respecta al conflicto político, la escena final de la película nos ofrece un inesperadísimo giro que la dota aún de más valor y que quizá ustedes no quieran conocer, en cuyo caso les recomiendo dejar de leer aquí.

Una vez Ludvík confirma que han sido escuchadas incluso aquellas conversaciones que él había mantenido en habitaciones donde se pensaba que no había micrófonos, una vez sabe que aquellos que le espían conoce hasta aquello que él pretendía ocultar y da por hecho que va a ser detenido; una vez sucede todo eso, Ludvík recibe la noticia de un inesperado ascenso, el mayor contrasentido que uno podría imaginar… ¿o no? Después de todo puede que al partido precisamente le interese un oportunista sin talento como Ludvík, alguien del que ya conocen todos sus puntos flacos y que saben por donde pueden pillar si se hiciera necesario. Lejos de acoger la noticia con alegría, los protagonistas parecen ser conscientes de todo ello. No en vano lo último que dice Anna antes de que acabe la película es «Tengo miedo».

Imprescindible.

Who Wants to Kill Jessie? [Kdo chce zabít Jessii?] (1966) de Václav Vorlícek

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Henry es un hombre con una vida aburrida y monótona casado con Rose, una importante científica de carácter mandón que tiene en sus manos un gran descubrimiento: un elixir que, aplicado a alguien dormido, permite cambiar sus sueños. Mientras ella consigue su momento de fama en la presentación de dicho experimento, él encuentra en la oficina un cómic sobre una superheroína, Jessie, que tiene unos guantes que le dan una fuerza sobrehumana y que intentan arrebatárselos una especie de Supermán y un vaquero.

Por la noche, Henry sueña con escenas de ese cómic y su esposa, llena de celos, le aplica el elixir para que no sueñe con una bonita joven. Lo que sucede es que el efecto secundario de esa fórmula provoca que los sueños se vuelvan realidad, de modo que al día siguiente se encuentran con que Jessie y sus dos antagonistas han cobrado vida.

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Who Wants to Kill Jessie (1966) es una de esas muchas y maravillosas películas de la nueva ola checa que en aquellos años se rebelaba contra el sistema político. A diferencia de otros ejemplos de la época, esta obra de Václav Vorlícek apuesta por un tono de comedia fantástica que, a primera vista, no tiene nada que ver con su contexto político.

No obstante, más allá de ser una divertida película, a lo largo del metraje se suceden todo tipo de frases que reivindican los sueños y la fantasía: como el personaje de cómic que escapa de la casa en que está encerrado proclamando libertad para los sueños, y las continuas acusaciones a Henry por parte de su esposa o sus superiores sobre que debería dejar de soñar. De hecho en el juicio que se celebra posteriormente se acusa a Henry por haber tenido ese sueño («Si hubieras soñado conmigo nada de esto habría pasado«, argumenta su resentida mujer). Más tarde, los intentos por parte de las autoridades por destruir esos sueños viene a hacer énfasis en esa idea, en como el sistema pretende acabar con ese caos y locura que ha aportado ese mediocre oficinista para dar color a su vida.

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Más allá de su imaginativa idea, la película combina muy hábilmente recursos del mundo del cómic con la película, como esos bocadillos de diálogo con que los personajes de cómic se comunican al resto y el tipo de situaciones absurdas en que se ven envueltos (incluyendo escalar edificios, destrozar paredes, etc.). De esta manera el propio estilo del film barre con las propias limitaciones realistas que se autoimponen las películas haciendo que todo sea posible.

Aunque cobra más sentido en un país como la Checoslovaquia de la época (en que films como éste servían de válvula de escape a sus creadores)Who Wants to Kill Jessie? puede verse en general como uno de los mayores alegatos a favor de la fantasía, la imaginación y los sueños en contraste con la aburrida vida rutinaria.

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El Incinerador de Cadáveres [Spalovac mrtvol, 1969] de Juraj Herz

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Pocas películas se me ocurren que tengan un inicio más sugerente que el de El Incinerador de Cadáveres (1969). Un padre de familia en un zoológico contemplando la jaula del leopardo junto a su esposa, mientras recuerda cómo ambos se conocieron allá tiempo atrás. El montaje rápido y la excelente fotografía en blanco y negro hacen que esta pequeña escena nos entre ya por los ojos: mientras ese hombre habla en off sobre las bondades de su familia (una hija adolescente y otro hijo menor), la frenética sucesión de planos de sus rostros, de las jaulas y de los animales nos resultan confusos. El contraste entre la placidez de su discurso y la casi violencia de las imágenes nos resulta chocante. Y para acabar un plano muy significativo: el reflejo de esta familia aparentemente perfecta desde un espejo que distorsiona su imagen.

La acción sucede en la Checoslovaquia de los años 30. Karel Kopfrkingl es el encargado de un importante crematorio que tiene una existencia en apariencia ordenada totalmente entregado a su trabajo. En una mezcla de espiritualidad de andar por casa y una curiosa obsesión con la cultura tibetana, Karel cree que al quemar los cuerpos está liberando las almas de esos seres que luego se reencarnan en otros. No obstante, su vida tan apacible tendrá que enfrentarse con la amenaza del nazismo, que viene anunciada por un amigo que le intenta convencer de las ventajas de unirse al régimen y renunciar a su faceta checa, argumentando tener sangre alemana. Obviamente solo faltaba unir la barbarie nazi a una mente tan perversa y desequilibrada como la de Karel para dar pie a una serie de hechos catastróficos.

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De todas las maravillosas películas que salieron de la fructífera hornada del nuevo cine checo de los 60, El Incinerador de Cadáveres es una de las que ha perdurado más con el paso del tiempo, y con razón. Quizá influya el hecho de que su historia no esté unida a la situación política de la época como la de otras obras que, en su necesario afán por denunciar la realidad del momento, han quedado quizá demasiado ligadas a un contexto concreto. O quizá sea su tono, menos enigmático y metafórico y más marcadamente humorístico, aunque no por ello exento de escenas alucinatorias.

Más que sugerir ideas a interpretar por el espectador, El Incinerador de Cadáveres es una película que bascula entre el humor negrísimo y un tono casi asfixiante, en que notamos que la desgracia va a sucederse de un momento a otro (un tipo como Karel sencillamente es una bomba de relojería). En ese aspecto la dirección de Juraj Herz es absolutamente magistral, su estilo casi nervioso en algunas escenas (enfatizando primeros planos, saltando de un plano a otro) mantiene al espectador en constante tensión y contribuye a crear ese ambiente enrarecido. Del mismo modo, pequeños detalles como esas imágenes surrealistas en que una extraña aparición le anuncia que es el nuevo Dalai Lama o esos destellos de las personas a las que envía a la desgracia enriquecen la película y nos sumergen en ese extraño mundo del protagonista.

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Porque es de justicia reconocer que el otro gran factor por el que la película funciona tan bien tiene nombre y apellidos: Rudolf Hrušínský. Un rostro habitual del cine checo de la época – pueden verle en varias películas de Jirí Menzel, quien por cierto aquí tiene un pequeño papel secundario, como en Alondras en el Alamabre (1969), Los Hombres de la Manivela (1979) o Mi Dulce Pueblecito (1989) – Hrušínský está aquí absolutamente descomunal, bordando a la perfección ese personaje frío, hipócrita y calculador escondido bajo ese aparente padre de familia impecable. Sus miradas y sus pequeños gestos (fíjense en el detalle de cómo peina los cadáveres e, ipso facto, usa el mismo peine en su cabeza), conjugado con su obsesión con la muerte (la escena en que muestra el crematorio es espeluznante) y un oportunismo atroz (repitiendo textualmente los mismos argumentos pro-germánicos que otros le han dado); todo ello hacen de Karel un personaje inolvidable que sustenta prácticamente la película.

El Incinerador de Cadáveres es una obra que no esconde su crítica a ese oscuro episodio del nazismo, pero que tampoco lo convierte en el principal pilar de la historia. El film prefiere centrarse en el estilo a medio camino entre el humor negro y el horror, ahorrándonos detalles de las purgas nazis y en su lugar mostrándonos cómo alguien con obsesiones tan peculiares logra labrarse una prometedora carrera (no olvidemos que esa extraña pasión por la cultura tibetana era compartida por Heinrich Himmler, hasta el punto de financiar expediciones al Himalaya, ¿casualidad o buscado expresamente por el autor de la novela?). De hecho, a día de hoy se trata de mi película favorita de la nueva ola checoslovaca junto a La Tienda de la Calle Mayor (1965), que coincide en el uso de comedia junto a los horrores del nazismo.

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Los Hombres de la Manivela [Bajecni muzi s klikou] (1979) de Jirí Menzel

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 Cuando un director decide abordar una película sobre los inicios del cine, ya tiene mucho ganado de antemano ante humildes cinéfilos como nosotros. Las historias sobre la infancia del medio tienen de por sí mucho de romanticismo: el cine visto como novedad de feria ambulante, los primeros cineastas fascinados por esa maquinaria que permitía capturar imágenes en movimiento, los diferentes pioneros que corrieron desigual suerte, etc. Es por ello que resulta a veces algo difícil juzgar películas sobre dicha temática, ya que uno, por mucho que sea un exigente crítico o incluso un poderoso genio del mal, no puede evitar dejarse contagiar por el sincero cariño que a menudo los cineastas dejan entrever en obras de este estilo. Por tanto, reivindicar a pioneros olvidados siempre es algo especialmente atractivo, ya sean reales – como era el caso de la británica The Magic Box (1951) de John Boulting, centrada en la figura de William Friese-Greene – o inventados, como la película que abordamos hoy.

Aun así, en principio no deberíamos preocuparnos de que Los Hombres de la Manivela (1979) acabe siendo una insulsa historia sobre los orígenes del cine checo, ya que tras la cámara hay un narrador tan interesante como Jirí Menzel – recordado sobre todo por Trenes Rigurosamente Vigilados (1966) – y en el papel protagonista está el magnífico Rudolf Hrušínský, rostro habitual en la cinematografía checa de esos años, con papeles inolvidables en otros trabajos de Menzel así como en obras imprescindibles como la negra negrísima El Incinerador de Cadáveres (1968) de Juraj Her. La presencia del primero asegura que el film no se va a contentar con una mera descripción de la época, mientras que la elección de un actor de carácter como Hrušínský se aleja del típico panegírico sobre algún oscuro pionero que merezca nuestro respeto.

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Y ciertamente la película empieza de forma muy prometedora: un proyeccionista ambulante de películas, Pasparte, se pasea de pueblo en pueblo acompañado de su hija exhibiendo películas y haciendo números de magia. A ellos se les añade una atractiva mujer que ha quedado huérfana, hija de un compañero de profesión de Pasparte que le ha pedido en su lecho de muerte que la cuide. Pero al llegar a Praga una antigua amante, ahora una viuda acomodada, le tienta para que se quede con ella, lo cual le hace acariciar la idea de producir películas de calidad eminentemente checas.

La introducción del film es inmejorable: casi sin diálogos nos explica la situación de los personajes, su carácter (Pasparte es un incorregible mujeriego) y además transmite muy bien el carácter fascinante del cine de los orígenes, cómo esas sencillas historias cautivaban al público y lo mágico que resultaba ver cómo efectivamente los personajes de la pantalla se movían (entrañable y también muy significativo el detalle de cómo en una escena de violencia la proyeccionista retrocede varias veces para atrás el golpe que le propina un personaje a otro, una práctica muy habitual en la época que incidía en la magia del movimiento capturado por la cámara). Mejor aún resultan esos breves momentos en que el propio Pasparte se imagina ciertas escenas de su vida como si fueran una película muda, como aquella en que su amigo le cede el cuidado de su atractiva hija; pero es de lamentar que un cineasta tan original y libre como Menzel no explote más esta idea.

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De hecho, a medida que avanza el film uno tiene la sensación de que la propia película se acaba domesticando y que pierde ese tono algo juguetón que veíamos al principio salvo pequeños destellos repartidos por todo el metraje (uno de mis favoritos: los dos protagonistas mirando directamente a cámara tras haberse casado para decir que están viviendo un final feliz como el de las películas). Seguramente Menzel en esta ocasión prefirió abandonar un poco su tono de pura comedia para centrarse en la historia, en este homenaje a una forma de arte que sentía demasiado cercana como para tratarla con más frivolidad – el hecho de que se reserve él mismo el papel de Kolenatý, el cineasta amateur, nos confirma esta idea.

No obstante, sin ser una de las mejores obras de Menzel, la película está repleta de ideas muy interesantes sobre el papel del cine en sus primeros años de vida: el cineasta amateur que se niega a rodar sketches cómicos y que quiere capturar la realidad para generaciones futuras, la diva de teatro que no quiere rebajarse a aparecer en películas por ser un entretenimiento circense o la ya prematura invasión del mercado americano y de los principales países europeos a la hora de aportar material fílmico.

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Es innegable que Menzel siente cierto cariño hacia su cínico y mentiroso protagonista porque, pese a todo, no deja de ser un loco que intenta cumplir su sueño imposible de hacerse célebre con sus películas. Quizá lo que piensa Menzel en el fondo es que hay que estar loco para meterse en este mundo, y por ello, como implicado directo, no podía evitar sentirse identificado con su protagonista.

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The End of August at the Hotel Ozone [Konec srpna v Hotelu Ozon] (1966) de Jan Schmidt

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A veces menos es más, y precisamente lo que hace que un film gane puntos es partir de una premisa bastante escueta y sencilla, sin complicaciones añadidas y explicando lo mínimo al espectador. Es el caso de esta película checa de ciencia ficción.

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¿La situación? Un futuro incierto en que el ser humano se ha extinguido prácticamente del todo. ¿Los protagonistas? Una anciana y unas jóvenes supervivientes que deambulan por el mundo en busca de más personas, a poder ser hombres con los que poder perpetuar la raza humana. Una vez expuesta la premisa, no hacen falta más detalles para hacer una película interesante.

No sabemos cuándo, por qué ni cómo ha sucedido este holocausto. En cierto momento se habla del último periódico publicado y que un día de repente dejaron de llegar. Y aunque nos gustaría leer ese ejemplar que suponemos esbozaría algunas claves de lo que pasó, el film sigue adelante sin satisfacer nuestra curiosidad.

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The End of August at the Hotel Ozone es un relato de pura supervivencia, mujeres que deambulan por los campos y edificaciones en ruinas sin rumbo fijo, simplemente buscando más personas. De hecho el hotel al que hace referencia el título y que introduce un nuevo elemento en el film (la aparición de otro superviviente) aparece a la mitad del metraje. Hasta entonces vemos a las chicas y la anciana en su rutina habitual, inspeccionando terrenos, recogiendo lo que les pueda servir y avanzando inexorablemente.

La anciana es el único vínculo con el mundo antiguo, la que debe explicar a las jóvenes cómo era antes y que recuerda nostálgica imágenes de su pasado. Asimismo es la que ejerce de líder: las castiga cuando se comportan de forma inmadura (por ejemplo con el fuego que provocan al principio) y las ayuda cuando se quedan bloqueadas y necesitan a alguien que les inspire confianza para guiarlas (la escena de la iglesia en ruinas).

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Ellas a cambio se comportan como puras amazonas salvajes. Montan diestramente a caballo, manejan con facilidad las armas de fuego y, lo más destacable de todo, no parecen sentir ningún tipo de sentimientos, son casi más animales que personas. Ello lo demuestran en algunas escenas en que se encuentran con otros animales como un perro o una serpiente y los acaban matando sin ningún motivo concreto. Dichas escenas pueden resultar bastante desagradables al ser auténticas, culminando con el asesinato y posterior descuartizamiento real de una vaca. La escena ya es de por sí desagradable, pero lo más destacable a nivel fílmico es que nos muestra cómo las chicas realizan ese acto con toda la naturalidad del mundo, incluso contentas por haber encontrado comida. Cualquier atisbo de la anterior civilización se ha perdido, a cambio nos queda una generación de jóvenes desprovistas de sentimientos, comportándose como niñas y atacando por inercia.

La breve duración del film (hora y cuarto) contribuye a que éste no llegue a hacerse pesado aún teniendo un estilo bastante contemplativo, pero igualmente es inevitable dejarse fascinar por sus imágenes y su premisa.

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