Uno de los riesgos que debe aceptar un artista que sigue un camino por su cuenta, al margen de las reglas y tendencias imperantes, es el tener que asumir la posibilidad de perder la conexión con el público. Eso fue lo que le sucedió a Preston Sturges con Infielmente Tuyo (1948), una magnífica película que no obstante falló en taquilla y confirmó el inicio de un declive que se había iniciado con su anterior obra, Oh qué Miércoles (1947). Pero así como el film anterior podía entenderse que no funcionara por estar algo fuera de tiempo (¿una película slapstick de Harold Lloyd en 1947?), lo que condenó a Infielmente Tuyo era el ser una propuesta inclasificable que no casaba con ningún género concreto.
Por aquel entonces, Sturges, otrora uno de los guionistas y directores de comedia más prestigiosos de Hollywood, ya había demostrado de forma sobrada sus dotes humorísticas y se podría decir que estaba ya un poco por encima del género al que se le había encasillado. En su etapa en la Paramount ya había intentado desmarcarse un poco con el drama El Gran Momento (1944), y muy significativamente la única película de esos años que no fue una comedia resultó ser además la única que no funcionó en taquilla. Aun así tiempo después Sturges, lleno de ambición y confianza en si mismo, decidió intentar de nuevo algo diferente en su primer proyecto en la Fox rescatando un guión que había escrito en sus inicios como guionista pensado para Ernst Lubitsch.
La historia se centraba en un afamado director de orquesta británico, Sir Alfred de Carter, que un día en que tiene que dar un importante concierto le llega la sospecha de que su mujer Daphne le ha sido infiel con su secretario Tony. Durante la actuación, Alfred se encuentra visiblemente alterado y se imagina posibles desenlaces a ese conflicto mientras dirige la música.
El argumento como ven no es en sí mismo especialmente cómico, y aunque el metraje anterior al concierto apuesta por un tono más ligero, la parte central de la película en que se visualizan las diferentes alternativas sigue otros derroteros. Más que ofrecer al público una comedia pura y dura, Sturges prefiere juguetear con diferentes géneros en esas fantasías: en la primera se decanta por el criminal (Alfred planea cómo asesinar a su mujer e inculpar a su secretario), en la segunda por el drama redentor (Alfred decide de forma noble y generosa dejar que los amantes sigan juntos y le cede una generosa cantidad de dinero a su mujer), mientras que en la tercera apuesta por la tragedia (un juego de ruleta rusa entre los dos pretendientes).
Lo que yo encuentro particularmente interesante es que Sturges no parodia estos géneros de forma explícitamente cómica, sino que eso es algo que el avispado espectador debe intuir por algunos de los detalles que los adornan y por la forma como juega con los códigos de esos géneros. De esta manera, en Infielmente Tuyo lo que se nos ofrece es una comedia que alberga en su interior tres breves historias que no son realmente humorísticas. No era la primera vez que se atrevía a hacer algo así – ¿recuerdan todas las escenas de Los Viajes de Sullivan (1942) situadas en una cárcel de trabajos forzados? – pero la manera como el director salta de un registro a otro podía comprensiblemente desconcertar al espectador de la época.
Y por si alguien dudaba que Sturges no apostaba por la comedia pura porque no quería, y no porque hubiera perdido el punch, el tramo final de la película es el más abiertamente cómico de todos. Se trata de un segmento curiosísimo por apostar por un humor abiertamente slapstick en que el elegantísimo Rex Harrison es humillado continuamente en sus intentos por hacer realidad lo que ha imaginado. Cabe reconocer que Harrison hace una actuación extraordinaria, primero bordando el perfil del británico y elegante director de orquesta, y luego despojándole de toda dignidad protagonizando caídas y enfrentándose a una compleja grabadora que le impide llevar a cabo su plan.
Por otro lado, a diferencia de otras comedias de Sturges, se echa en falta a su habitual plantilla de secundarios que aparecían en todos sus films, y la única referencia al pasado es la presencia del actor Rudy Vallee, uno de los principales personajes de la divertida Un Marido Rico (1942). Curiosamente, los guiños a ese film son bastante explícitas, con una referencia a Palm Beach (el título original de dicho film es The Palm Beach Story) y la escena en que el marido sube la cremallera del vestido de su esposa, que en la obra anterior tenía consecuencias eróticas y aquí da pie a otro gag, como si Sturges se burlara de sus propias ocurrencias.
Se trata pues de una película que aunque tiene gags muy divertidos debe verse más como un relato basado en la relación entre la música y los fantasmas internos del protagonista. Sería además el último atisbo de genialidad de Sturges como guionista y, no lo olvidemos, también como director – aunque nunca ha sido un realizador que apostara por trucos virtuosos me fascina el travelling efectúa antes de cada fantasía hasta el interior del ojo de Rex Harrison – el cual a partir de aquí perdió la libertad creativa y el favor de los estudios, dejándonos con una carrera genial pero breve, terriblemente breve.
No obstante, volviendo a la película, resulta toda una declaración de intenciones que de todos los desenlaces a ese conflicto que se le plantea al protagonista el auténtico sea el abiertamente cómico, como si de todas las alternativas posibles a la hora de afrontar la realidad, Sturges prefiriera apostar por el humor. Un mensaje que ya dejó caer en Los Viajes de Sullivan y que resulta toda una filosofía de vida.