Preston Sturges

Poder y Gloria [The Power and the Glory] (1933) de William K. Howard

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Cuando Preston Sturges llegó a Hollywood con su primer guión para una película, resultó obvio enseguida para el productor Jesse L. Lasky que no se encontraba ante un escritor cualquiera. Con un currículum que hasta entonces incluía algunas obras de éxito en Broadway, Sturges quería infiltrarse en la Meca del cine a su manera. No pretendía simplemente vender su guión a un estudio, sino que exigía además que ningún otro guionista lo retocara y tener el control absoluto sobre la película que se realizara a partir de él; unas exigencias que denotaban que ese joven o desconocía las normas de funcionamiento del sistema de estudios o, más probablemente, le daban igual. Su estrategia un tanto arrogante funcionó: el guión gustó, le pagaron muy generosamente por él y la película se realizó bajo su supervisión.

Preston Sturges era un hombre que tenía muy claro lo que quería. Desde su llegada a los estudios no quiso contratar a ningún agente que lo representara y expresó muy poco interés por unirse al sindicato de guionistas. Su filosofía era que solo necesitaba su talento para triunfar, y cuantos menos intermediarios hubiera en el camino, mejor. La cuestión es que Hollywood sencillamente no funcionaba así. Ahí el guionista era uno más de los muchos trabajadores de la cadena de producción, y los guiones pasaban por múltiples revisiones hechas por personas diferentes antes de rodarse. El concepto individualista que trajo Sturges consigo era contraproducente, pero de alguna forma consiguió hacerlo valer en su primer trabajo fílmico: Poder y Gloria (1933), que pasaría a ser dirigida por el eficaz pero algo rutinario William K. Howard.

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La película era la biografía narrada en flashback de un magnate de los ferrocarriles, Tom Garner, que se ha suicidado estando en la cumbre de su carrera. Así pues, mientras la Warner Bros estaba lanzando sus famosos dramas policíacos de crítica social que denunciaban la difícil situación económica del país – como Soy un Fugitivo (1932) de Mervyn LeRoy – Preston Sturges, en cambio, elaboró la biografía de un pez gordo donde no escondía su admiración hacia ese tipo de personajes: un hombre de carácter firme y hecho a sí mismo, que pasa de la miseria a la absoluta riqueza gracias a su tenacidad.

No es de extrañar que Sturges admirara a su personaje, puesto que no dejaba de ser un reflejo de sí mismo, o quizá de aquello en que aspiraba convertirse. Antes de ser guionista, el joven Sturges había pasado por varios empleos (incluyendo dirigir un importante negocio familiar) y había probado suerte como inventor diseñando varias patentes. Era por tanto un hombre ambicioso e independiente, cuya sonada entrada en Hollywood nos encaja con esta biografía. Su Tom Garner viene a ser una especie de celebración de los emprendedores en unos tiempos de recesión, extender la idea de que cualquier persona de talento puede llegar lejos si trabaja duro.

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No le faltaban a Sturges motivos para mostrarse tan arrogante con su guión, puesto que su estructura era muy original para la época y de hecho se avanzaba varios años a Ciudadano Kane (1941) de Orson Welles – otro artista de la costa este que hizo una entrada aún más sonada y triunfal en Hollywood. En vez de seguir el orden cronológico convencional, Sturges hacía que el mejor amigo de Tom fuera narrando los momentos más relevantes de su vida dando saltos atrás y adelante en el tiempo. Welles llevaría esta idea a un virtuosismo brillante en Ciudadano Kane añadiendo diversas voces narrativas, pero es innegable que en Poder y Gloria tenemos ya un interesante antecedente.

No solo eso, sino que al ser una obra de inicios del sonoro, Sturges tuvo la idea de hacer que varias escenas no tuvieran diálogos, y que fuera la voz en off la que narrara lo que está sucediendo en la pantalla, un concepto que en el cartel de la película podemos ver que tiene acuñado el extraño término de «narratage» – y que por cierto reutilizaría llevado al extremo el portugués Miguel Gomes en el segmento principal de su film Tabú (2012). Un ejemplo de esta técnica es la escena cómica en que Tom quiere declararse a su novia en un paseo a la montaña pero no se atreve, así que van escalando más y más alto mientras ella espera oír la ansiada proposición. Lo interesante de la escena está en que nunca les oímos pronunciar sus diálogos y los actores tienen que representar todo con mímica. Era una forma de rescatar la forma de trabajar del cine mudo (la actuación sin diálogos) pero aplicado al mundo sonoro (con una voz en off), una de los muchos pequeños experimentos que se realizarían en Hollywood en esos años hasta que la gramática del cine hablado acabara de estandarizarse.

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Pero pese a que el guión de Sturges era innovador en muchos aspectos, también es cierto que en otros flojeaba. El personaje de Tom Garner presenta algunas contradicciones demasiado evidentes, como que pese a su carácter ambicioso al principio se pretenda conformar con un empleo humilde y sea su esposa la que le conduzca a su brillante carrera. También puede resultar algo molesto al espectador actual la forma como Sturges despacha la escena de la huelga de obreros, en que Tom aparece en mitad de una reunión amenazando fanfarronamente a sus ingratos empleados. Más adelante se produce un altercado y un incendio en que mueren varias personas, pero nada de eso parece interesar mucho a Sturges, que salta de una forma casi grotesca a los problemas maritales de Tom.

En realidad, pese al saber hacer de Spencer Tracy (y una Colleen Moore en un papel extrañamente antipático comparado con los que suelo asociar a ella de su época muda) a lo largo de la película parecemos presenciar solo destellos de ese gran hombre, pequeños momentos en que se nos muestra ese carácter fuera de lo común, ambicioso y capaz de conseguir todo. Y cuando al final descubrimos el secreto tras su muerte nos damos cuenta de que en realidad no hay ningún dilema para el personaje. No se trataba de la biografía de un gran hombre que se cuestione en algún momento su forma de ser. Y tampoco haría falta que lo fuera si Sturges no lo quería así, pero a cambio habría agradecido que nos hubiera ofrecido algo más. Incluso hubiera preferido que el guionista se deleitara sin rubor con la faceta más agresiva y capitalista del personaje aunque no coincidiéramos con él. O quizá que hubiera desarrollado algo más su amistad con el narrador, que al final acaba siendo un personajillo cuya única función es idolatrar a su amigo y jefe (al que, según él, «no podemos juzgar por los estándares normales», dicha en un tono que roza casi la adoración). Pero tal y como queda, Poder y Gloria parece más un primer esbozo con ideas brillantes y otras por perfeccionar que un guión redondo, como los que sí escribiría su autor unos años después.

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De todos modos este proyecto le serviría a Preston Sturges para abrirle las puertas de Hollywood y convertirle en un guionista de prestigio. Pero al igual que su Tom Garner, Sturges era ambicioso y aspiraba a lo más alto: dirigir películas. No solo eso, sino dirigirlas con total libertad. Estar en el sistema de estudios de Hollywood que le permitiría enriquecerse y al mismo tiempo ser libre. Una contradicción. Algo absolutamente imposible. Y lo consiguió.

Fue uno de los primeros guionistas de renombre al que le permitieron dirigir sus propias historias, algo por entonces vetado dada las rígidas separaciones entre departamentos. La famosa anécdota cuenta que Sturges lo logró tras ofrecer gratis al estudio el guión de El Gran McGinty (1940) si le dejaban dirigirlo. El trato se cerró pagándole la suma simbólica de 10 dólares porque era ilegal no retribuirle nada por un guión (que por otro lado quizá sea el más barato que haya ganado el Oscar).

Tras el enorme éxito de la película, Preston Sturges consiguió el inaudito trato de poder escribir, dirigir y producir sus películas en libertad dentro del estudio. Enfatizando esa idea del «estudio Sturges dentro de la Paramount», éste llegó a hacerse de forma extraoficial con una troupe de actores (casi todos secundarios) que utilizaba en todas sus películas. Pero en el fondo al estudio le molestaba que este tipo se hubiera salido con la suya y, después de una serie de maravillosas comedias, esta breve edad de oro llegó a su fin. Por el camino, otros guionistas como John Huston y Billy Wilder siguieron sus pasos haciéndose directores de sus propios guiones. Sturges, cuyas comedias eran brillantes, ingeniosas y éxitos de taquilla; que en cierto momento llegó a ser una de las tres personas mejor pagadas de Estados Unidos, acabaría exiliado de la Meca del cine y en la ruina. Quizá todas las historias de grandes hombres necesitan de un final trágico para ser completas.

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El Gran Momento [The Great Moment] (1944) de Preston Sturges

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¿Cuántos directores del Hollywood clásico se les ocurren que empiecen a hacer ya cosas originales en los títulos de crédito? Yo como mínimo conozco a uno: nuestro viejo amigo Preston Sturges. A veces tengo la sensación de que su creatividad era tan desbordante en su edad de oro (ocho películas escritas y dirigidas por él en cuatro años), que no podía ni esperarse a que pasaran los tradicionales créditos sobre un fondo neutro para empezar a desplegar su arsenal de ideas. Ya su anterior película, la maravillosa Un Marido Rico (1942), daba comienzo con un recurso increíblemente moderno para la época: insinuando una trama en los créditos iniciales. En El Gran Momento (1944) Sturges hace cosas aún más raras: combina los títulos de crédito con unas imágenes del desenlace de la historia (¡¿en los primeros minutos de película?!) filmadas en un formato que da la imagen de un falso noticiario. Si esto ya les parece curioso, sigan leyendo porque esto va a más, y eso que estamos hablando de la obra menos conseguida de su etapa en la Paramount.

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Pocos géneros hay que me provoquen más hastío que los biopics. Si de por sí siempre me han dado pereza, hoy día he llegado a aborrecer este tipo de films por culpa de la terrible tendencia del Hollywood actual a convertirlos en una sucesión de tópicos seguidos uno tras otro de la forma más terriblemente previsible (historias de autosuperación, genios que acaban descendiendo a los infiernos o se ven traicionados, las inevitables redenciones…). Cabe reconocer que tiene cierto mérito: toda esta serie de cineastas han conseguido que las vidas de personas apasionantes me parezcan insípidas y aburridas en sus películas.

Partiendo de esa base, difícilmente podía yo sentir algún interés por El Gran Momento, el biopic que todos estábamos esperando sobre el inventor de la anestesia. Sin negar el enorme mérito de William Thomas Morton que nos ha hecho a todos la vida mucho más fácil, difícilmente se me ocurre de entrada un personaje menos cinematográfico que el dentista creador de la anestesia. De entre todos los personajes posibles, ¿por qué escogió éste Preston Sturges para protagonizar su primera (y en realidad única) película seria? Quizá la pista radique en que Sturges fue inventor y sentía interés por el proceso de descubrimiento y experimentación de un nuevo hallazgo, así como las luchas de su responsable para patentarlo. En todo caso, contra todo pronóstico, la película funciona y resulta interesante.

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De entrada hemos de ser conscientes que la versión que podemos ver de El Gran Momento – absurdísimo título impuesto por el estudio en vez de «El Triunfo sobre el Dolor», sugerido por Sturges – no es la que su creador tenía en mente. La Paramount no acababa de sentirse cómoda con la idea de que su principal director de comedias hiciera una película seria, y tras unos pases previos que funcionaron muy mal la volvieron a montar sin consentimiento suyo. Aun así, lo que podemos ver deja entrever igualmente las virtudes de Sturges.

Para empezar tenemos un montaje sorprendentemente caótico que en los primeros minutos de película nos narra los hechos desordenados cronológicamente: los títulos de crédito empiezan con el triunfo de Morton, seguidamente se va a una época futura en que éste ha muerto y su viuda y su socio recuerdan su pasado, vemos un flashback sobre el momento en que perdió la patente y luego otro en que cortejó a su futura mujer. Y entonces, después de habernos mareado durante unos 15 minutos, Sturges se digna a narrar la historia siguiendo un cierto orden. Si hoy día nos parece algo caótico, imaginen para el público de 1944. Y por cierto, si les parece que todo esto es un intento de emular la famosa estructura de flashbacks de la formidable Ciudadano Kane (1941), les recordamos que ese recurso ya se usaba en el primer guión de Sturges para Hollywood, Poder y Gloria (1933) de William K. Howard. No está mal, ¿verdad?

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A partir de aquí la película parece debatirse entre la estructura convencional elegíaca de un biopic y ciertas escenas cómicas que recuerdan al Sturges anterior. Teniendo en cuenta que el estudio cambió el montaje a su antojo, es difícil saber si esta tensión ya estaba en la idea original de Sturges o si en realidad éste quería hacer un biopic más convencional, pero sea quien sea el causante, me gusta el resultado final.

De hecho el discurso de la sentida viuda sobre los logros de Morton nos resulta tan aburrido a nosotros como al personaje del socio, que parece escucharla arrepentido de haber sacado el tema. Más interesante me resultan las escenas cómicas que dan algo de ligereza al film, como el pobre Morton ahuyentando a los pacientes, su primer intento fallido de aplicar su sistema de anestesia o las peleas con su mujer. No por ello la película pierde su seriedad: Sturges de hecho no se corta ni un pelo a la hora de insertar explicaciones reales sobre los elementos químicos utilizados (mientras Morton consulta un libro técnico aparecen impresas en la pantalla las explicaciones) y la escena final es de lo más melodramático que he visto en una película dirigida por Sturges.

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Otros puntos a favor están en el reparto, que cuenta con muchos de los rostros habituales de la factoría Sturges destacando su favorito de todos, William Demarest, en uno de sus papeles de mayor importancia. Otro de los papeles secundarios más destacados recae en un rostro nuevo en el cine de Sturges, Harry Carey, que gozaba de una gran reputación por sus westerns y aquí está magnífico en su papel de médico íntegro. También me gusta mucho el protagonista, Joel McCrea, el típico actor que nunca llegó a trascender al nivel de ser una estrella de primera división pero que desprendía mucha honestidad y que tenía cierto carisma a su humilde manera. Sturges como mínimo vio algo en él, ya que le ofreció el papel protagonista en tres de sus películas, convirtiéndole en el actor al que más veces recurrió para ese rol.

No teman por tanto acercarse a El Gran Momento. No negaremos que no es una película tan conseguida como otras de su autor, y que quizá habría sido aún mejor con el montaje original de Sturges. Pero su personalidad sigue siendo más que evidente y, sobre todo, mantiene la principal cualidad que yo tanto aprecio de su cine: es una película especial. Si El Gran Momento nos narra el triunfo del protagonista sobre el dolor, tras la cámara también podemos presenciar otro triunfo, el del infatigable cineasta sobre un género terriblemente insípido del que consigue extraer una película interesante.

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Infielmente Tuyo [Unfaithfully Yours] (1948) de Preston Sturges

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Uno de los riesgos que debe aceptar un artista que sigue un camino por su cuenta, al margen de las reglas y tendencias imperantes, es el tener que asumir la posibilidad de perder la conexión con el público. Eso fue lo que le sucedió a Preston Sturges con Infielmente Tuyo (1948), una magnífica película que no obstante falló en taquilla y confirmó el inicio de un declive que se había iniciado con su anterior obra, Oh qué Miércoles (1947). Pero así como el film anterior podía entenderse que no funcionara por estar algo fuera de tiempo (¿una película slapstick de Harold Lloyd en 1947?), lo que condenó a Infielmente Tuyo era el ser una propuesta inclasificable que no casaba con ningún género concreto.

Por aquel entonces, Sturges, otrora uno de los guionistas y directores de comedia más prestigiosos de Hollywood, ya había demostrado de forma sobrada sus dotes humorísticas y se podría decir que estaba ya un poco por encima del género al que se le había encasillado. En su etapa en la Paramount ya había intentado desmarcarse un poco con el drama El Gran Momento (1944), y muy significativamente la única película de esos años que no fue una comedia resultó ser además la única que no funcionó en taquilla. Aun así tiempo después Sturges, lleno de ambición y confianza en si mismo, decidió intentar de nuevo algo diferente en su primer proyecto en la Fox rescatando un guión que había escrito en sus inicios como guionista pensado para Ernst Lubitsch.

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La historia se centraba en un afamado director de orquesta británico, Sir Alfred de Carter, que un día en que tiene que dar un importante concierto le llega la sospecha de que su mujer Daphne le ha sido infiel con su secretario Tony. Durante la actuación, Alfred se encuentra visiblemente alterado y se imagina posibles desenlaces a ese conflicto mientras dirige la música.

El argumento como ven no es en sí mismo especialmente cómico, y aunque el metraje anterior al concierto apuesta por un tono más ligero, la parte central de la película en que se visualizan las diferentes alternativas sigue otros derroteros. Más que ofrecer al público una comedia pura y dura, Sturges prefiere juguetear con diferentes géneros en esas fantasías: en la primera se decanta por el criminal (Alfred planea cómo asesinar a su mujer e inculpar a su secretario), en la segunda por el drama redentor (Alfred decide de forma noble y generosa dejar que los amantes sigan juntos y le cede una generosa cantidad de dinero a su mujer), mientras que en la tercera apuesta por la tragedia (un juego de ruleta rusa entre los dos pretendientes).

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Lo que yo encuentro particularmente interesante es que Sturges no parodia estos géneros de forma explícitamente cómica, sino que eso es algo que el avispado espectador debe intuir por algunos de los detalles que los adornan y por la forma como juega con los códigos de esos géneros. De esta manera, en Infielmente Tuyo lo que se nos ofrece es una comedia que alberga en su interior tres breves historias que no son realmente humorísticas. No era la primera vez que se atrevía a hacer algo así – ¿recuerdan todas las escenas de Los Viajes de Sullivan (1942) situadas en una cárcel de trabajos forzados? – pero la manera como el director salta de un registro a otro podía comprensiblemente desconcertar al espectador de la época.

Y por si alguien dudaba que Sturges no apostaba por la comedia pura porque no quería, y no porque hubiera perdido el punch, el tramo final de la película es el más abiertamente cómico de todos. Se trata de un segmento curiosísimo por apostar por un humor abiertamente slapstick en que el elegantísimo Rex Harrison es humillado continuamente en sus intentos por hacer realidad lo que ha imaginado. Cabe reconocer que Harrison hace una actuación extraordinaria, primero bordando el perfil del británico y elegante director de orquesta, y luego despojándole de toda dignidad protagonizando caídas y enfrentándose a una compleja grabadora que le impide llevar a cabo su plan.

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Por otro lado, a diferencia de otras comedias de Sturges, se echa en falta a su habitual plantilla de secundarios que aparecían en todos sus films, y la única referencia al pasado es la presencia del actor Rudy Vallee, uno de los principales personajes de la divertida Un Marido Rico (1942). Curiosamente, los guiños a ese film son bastante explícitas, con una referencia a Palm Beach (el título original de dicho film es The Palm Beach Story) y la escena en que el marido sube la cremallera del vestido de su esposa, que en la obra anterior tenía consecuencias eróticas y aquí da pie a otro gag, como si Sturges se burlara de sus propias ocurrencias.

Se trata pues de una película que aunque tiene gags muy divertidos debe verse más como un relato basado en la relación entre la música y los fantasmas internos del protagonista. Sería además el último atisbo de genialidad de Sturges como guionista y, no lo olvidemos, también como director – aunque nunca ha sido un realizador que apostara por trucos virtuosos me fascina el travelling efectúa antes de cada fantasía hasta el interior del ojo de Rex Harrison – el cual a partir de aquí perdió la libertad creativa y el favor de los estudios, dejándonos con una carrera genial pero breve, terriblemente breve.

No obstante, volviendo a la película, resulta toda una declaración de intenciones que de todos los desenlaces a ese conflicto que se le plantea al protagonista el auténtico sea el abiertamente cómico, como si de todas las alternativas posibles a la hora de afrontar la realidad, Sturges prefiriera apostar por el humor. Un mensaje que ya dejó caer en Los Viajes de Sullivan y que resulta toda una filosofía de vida.

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El Milagro de Morgan Creek [The Miracle of Morgan Creek] (1944) de Preston Sturges


En un pequeño pueblo norteamericano, la joven y atractiva Trudy Kockenlocker se desvive por asistir al baile de despedida de los soldados que van a partir al frente. Sin embargo su tiránico y sobreprotector padre se niega por completo. Para solucionar el problema, Trudy convence a un ingenuo amigo enamorado de ella, Norval Jones, para que la saque de casa bajo el pretexto de que irán los dos juntos al cine, cuando en realidad su idea es dejar al pobre Norval en el cine mientras ella se divierte. Cuando Trudy llega al día siguiente aún bajo los efectos de la borrachera apenas recuerda nada de lo que sucedió anoche, pero una vez supera la resaca se acuerda repentinamente de que se casó con un soldado cuyo nombre y apariencia no recuerda. Y, lo que es mucho peor, está embarazada.

Preston Sturges era uno de los grandes cineastas más aclamados de su momento en Hollywood y aún hoy en día está considerado como uno de los nombres fundamentales de la screwball comedy. Uno de sus mayores logros fue el conseguir ser uno de los primeros guionistas que se pasó a la dirección de su propio material escrito, camino que luego seguirían otros contemporáneos suyos como John Huston o Billy Wilder. No solo eso, sino que en las películas que dirigía y escribía procuraba contar siempre que podía con el mismo elenco de actores, de forma que uno acaba por reconocer los rostros que pueblan en sus principales obras como si fueran una gran familia que trabajan siempre juntos. Este caso no es una excepción e incluso el director hizo aparecer como secundarios a los dos protagonistas de su célebre El Gran McGinty (1940) repitiendo el mismo papel.

Centrándonos en el film, resulta inevitable comentar en primer lugar el aspecto que más llama la atención en un primer visionado, y es el hecho de que se atreva a tratar un tema tan increíblemente osado como es un embarazo no deseado. Uno de los grandes méritos de Preston Sturges fue el lidiar con una idea tan arriesgada para el Hollywood de la época, que conllevaba tener que enfrentarse al estricto Código Hays (que limitaba el contenido de las películas y lo que se podía no se podía mostrar en pantalla). Teniendo eso en cuenta, el hecho de que el personaje de Trudy se case antes de mantener relaciones sexuales con ese misterioso soldado es muy probablemente una artimaña para conseguir aplacar en parte a unos censores que jamás consentirían que se insinuara en la pantalla que un personaje ha mantenido relaciones sexuales fuera del matrimonio. Pero aún así, el embarazo era un tema muy conflictivo y de hecho en ningún momento se menciona la palabra directamente ni se nos muestra a Trudy encinta, ya que eso se consideraba por algún perverso motivo de mal gusto entre los censores. Por tanto, con esta película su creador tuvo la habilidad para mantenerse en el límite de lo que se podía mostrar en la pantalla.

El film destaca enseguida por su magnifico ritmo, fomentado por la imparable sucesión de diálogos memorables entre personajes, hasta el punto de que aún hoy en día cuesta a veces seguir los gags o réplicas que se hacen unos personajes a otro en todo momento. Por otro lado, la dirección de Sturges basándose en planos abiertos y a menudo de muy larga duración (hay incluso un par de travellings de seguimiento que sorprenden por su extensión) permite a los actores explayarse libremente ante la cámara y llevar por si solos el tiempo de las escenas. Además, eso también resulta útil al director para recurrir en ocasiones a ciertos gags físicos que quizás hoy en día queden algo anticuados, como las continuas caídas o peleas de algunos de los personajes que evidencian su herencia del slapstick.

La cinta parte de un punto de partida de por si realmente prometedor que desemboca en un final aun más excesivo y delirante, en que Trudy y Norval intentan casarse haciéndose pasar por el soldado con el que ella cree que estuvo casada (al que se refiere con el cómico nombre de Ratzkiwatzki) con un extravagante uniforme pasado de moda. Como sucede en este tipo de films, todo esto trae consigo un proceso de aprendizaje que incluye en este caso el descubrimiento por parte de Trudy del hecho de que el encantador Norval es el hombre de su vida (la escena en que éste le confiesa cómo siempre la amó, llegando incluso a hacer asignaturas de mujeres en el colegio solo para estar a su lado, es un momento precioso y lleno de ternura con leves pinceladas cómicas).

Sin embargo sí que se le puede achacar al film un segmento de su parte final en que éste tira hacia caminos más melodramáticos que se me antojan innecesarios y que alargan la película más de la cuenta. Éste es un defecto que encuentro en bastantes obras de Sturges, que tendía demasiado a alargar la parte final de sus films en lugar de desembocarlas directamente en un desenlace más directo. Este segmento, en que vemos a la familia de Trudy prácticamente viviendo a escondidas en una granja tiene además reminiscencias del nacimiento de Jesucristo, al coincidir el nacimiento de su hijo con el día de Navidad y el ser Trudy una madre «virgen» (ya que ni recuerda el padre ni el momento en que perdió la virginidad).

El elenco de actores encaja perfectamente con sus personajes y se nota que el director los conocía a la perfección y sabía como explotar sus dotes cómicos. De la pareja protagonista, encarnada por Betty Hutton (Trudy) y Eddie Bracken (Norval Jones) para mi gusto destaca sin duda el segundo en un papel muy agradecido y que corre el riesgo de hacerse algo pesado al espectador pero que en mi opinión no llega a serlo. Bracken se recrea en el nerviosismo, la torpeza y la inseguridad de su personaje con sus continuos tartamudeos y reacciones histéricas que le llevan incluso a ver puntos cada vez que se pone nervioso. Por otro lado, William Demarest, actor fetiche de Sturges, está magnífico como el exigente y duro padre de Trudy, seguramente el mejor de todo el reparto. Uno de los mejores momentos de la película sin duda es una escena compartida entre los dos principales miembros masculinos del reparto en que el joven está en la cárcel y el señor Kockenlocker intenta darle a entender que le quiere dejar escapar, pero el joven es tan ingenuo y estúpido que no entiende sus clarísimas indirectas.

El Milagro de Morgan Creek se encuentra en mi opinión entre las mejores obras de Preston Sturges, una comedia frenética con su sorpresivo final (que incluye una breve aparición de… ¡Hitler!) y que deja al espectador con un muy buen sabor de boca.