Había un Padre [Chichi ariki] (1942) de Yasujiro Ozu

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Una de las más grandes virtudes de Yasujiro Ozu, que lo convierten en un artista universal más allá de la etiqueta de ser el «más japonés de los cineastas japoneses», es su inigualable virtud para tratar profundas historias humanas con una modestia y contención que esconden todo lo que albergan en su interior. Sus temas a menudo son pasmosamente sencillos, y uno pensaría que la forma de hacerlos atractivos es incidir en sus elementos más puramente dramáticos. Pero la magia de Ozu está en que consigue emocionar profundamente desde esa distancia respetuosa.

Había un Padre (1942) nos cuenta sencillamente la vida de un padre y un hijo: el profesor viudo Shubei Horikawa y su hijo Ryohei. El primero decide abandonar la enseñanza después de que en una salida escolar muera accidentalmente un alumno. Aunque sus compañeros de trabajo insisten en que él no es responsable, se ve incapaz de seguir desempeñando ese oficio y se va a un pequeño pueblo rural. Ahí toma la decisión de separarse de su hijo, dejándole internado en un buen colegio que solo podrá pagar trabajando desde Tokio. A lo largo de los años, padre e hijo siguen separados mientras ambos progresan a nivel laboral.

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Una película como ésta cobra especial significado en una sociedad en que se daba tanta importancia al cumplimiento del deber y en que no se fomentaba la exteriorización de los sentimientos. Solo de esta forma se puede entender la relación entre Shuhei y Ryohei, en que el estoicismo y la aceptación de su destino esconden por debajo los verdaderos sentimientos de los personajes. Ozu consigue que nos creamos que realmente padre e hijo se quieren aunque éstos no lo demuestren de forma palpable. La primera vez que el padre le anuncia a su hijo que deberán separarse, éste empieza a llorar, pero el padre le dice que no debe hacerlo. Cuando de mayor Ryohei vuelve a saber que su padre seguirá sin poder vivir con él, su reacción será en cambio mucho más contenida: ha demostrado así que ha aprendido a comportarse como él.

De esta forma, sus vidas van pasando de forma separada, sintiendo un aprecio y amor mutuo pero sin poder volver a estar juntos. Quizá algún espectador actual sienta poca conexión con los personajes ante la aparente pasividad con que afrontan esa separación sin ningún signo auténtico de romperla, pero precisamente lo que hace tan especial la película es la sensación que recorre todo el metraje de que tanto uno como otro desearían poder seguir viviendo juntos y se echan sinceramente de menos; simplemente entienden que su deber es no expresarlo.

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Y mientras tanto, Ozu va filmando el paso del tiempo con la misma tranquilidad que le caracteriza, con unas elipsis sorprendentes que pasan por muchos años sin ningún recurso que nos avise. Para el director no hace falta hacer énfasis en el paso del tiempo, simplemente quiere que veamos cómo se suceden los acontecimientos poco a poco y cómo las cosas no cambian para nuestros protagonistas. El río al que vuelven a acudir de adultos a pescar sigue igual, de la misma forma que ambos siguen pescando haciendo exactamente los mismos gestos, la única diferencia es que ambos son un poco más viejos.

La cámara de Ozu mantiene también una distancia con los personajes parecida a la que hay entre ellos: del mismo modo que padre e hijo se aprecian pero no exteriorizan sus sentimientos, Ozu siente cariño por sus personajes y por sus vidas pero no se aproxima a ellos a nivel emocional. Incluso una escena tan dramática como la muerte del alumno al inicio y los remordimientos del profesor se resuelven con dos súbitas elipsis que evitan profundizar en esos detalles, como si Ozu quisiera evitar unos momentos tan emocionalmente tensos por decoro.

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Sin ser una película tan depurada como los clásicos que haría después de la guerra, Había un Padre ha acabado siendo uno mis Ozu favoritos. Creo que en pocas películas como ésta el director consigue transmitir con tanta modestia y tanta pureza su concepción de las relaciones humanas y del sencillo sentido de la vida, sin tener que recurrir al más mínimo conflicto, simplemente retratando el paso del tiempo. Difícilmente se puede acusar al director de que en la película no sucede nada, porque en realidad hemos asistido al proceso de madurez y envejecimiento de dos seres humanos, que no es poca cosa. A medida que el hijo se hace mayor y el padre envejece tenemos la sensación de haber asistido a algo auténtico, a haber percibido el puro paso del tiempo. Ahí es donde radica la clave que hace que este film sea tan emotivo y tan auténtico, ¿qué necesidad hay de otro tipo de conflictos cuando estamos siendo testigos de algo mucho más grande y emotivo?

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6 comentarios

  1. Estupendo comentario. Me dan muchas ganas de verla, pues es uno de los Ozu que me faltan. Una vez intentaba explicar «El sabor del sake» a un amigo y me preguntaba: ¿pero en esa película qué pasa? No supe responder. ¿Cómo decirle que lo que pasaba era la vida? Así son las películas de Ozu.

    1. De hecho una de las grandes frustraciones para los neófitos en el universo Ozu suele ser que al leer las sinopsis de sus películas parece como si no pasara nada en ellas. Y en cierto modo es así, y en cierto modo no… Un saludo.

  2. A mí también me encanta esta película.
    Es cierto que a los espectadores occidentales, criados a los pechos del cine de Hollywood fundamentalmente, les cuesta bastante entender el cine asiático si exceptuamos géneros como la acción o el terror de más reciente factura.
    A modo de ejemplo, hace un tiempo propuse a un grupo de amigos el visionado de «El arpa birmana», película que a mí me parece una de esas que no puedes morir sin ver si te gusta el cine y que, además, tiene muchísima más «acción» que ésta que nos ocupa, por lo que me pareció apropiada para un acercamiento al cine clásico nipón.
    Los comentarios fueron en gran parte los mismos que relatas: no pasa nada, los personajes ni sienten ni padecen y lo poco que ocurre es bastante absurdo.
    Conclusión: si unes clásico y japonés, piensa bien a quién se lo recomiendas ;-).

    1. Puede parecer sorprendente que alguien, por muy poco familiarizado que esté con el cine japonés clásico, sea incapaz de conmoverse con una película como El Arpa Birmana pero cuando uno se acostumbra al estilo de este cine a veces no se da cuenta de cómo incluso películas que a nosotros nos parecen asequibles a otra gente se les hacen muy cuesta arriba.
      Por ello si tengo que poner cine japonés clásico a alguien no muy puesto en la materia yo siempre recurro a lo seguro: Akira Kurosawa, que además es uno de los grandes. Y aun así, ¡no estoy muy seguro de que siempre funcione!

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