Yasujiro Ozu

Crepúsculo en Tokio [Tokyo boshoku] (1957) de Yasujiro Ozu

Una de las muchas cosas que me gustan especialmente de los dramas familiares de Ozu y Naruse son esos primeros minutos de película en que aún no conoces la relación que tienen entre sí los diferentes personajes, o cuál es la situación del núcleo familiar que protagoniza el filme. Eso seguramente provoque que en los primeros visionados algún espectador se pueda sentir algo impaciente o frustrado ante este tipo de películas, ante la sensación de no entender del todo lo que está pasando o qué vínculo exacto tienen entre sí los distintos personajes. Nada le habría costado a Ozu o Naruse aclarar desde el principio estos vínculos con alguna frase casual, pero no es ése su estilo, y para mí es algo que suma a su favor: el evitar darnos de antemano todos los detalles para que situemos la posición de cada personaje en el drama y luego veamos cómo se comporta.

Aquí la estrategia es la contraria: primero les vemos interactuar entre sí casi siempre desconociendo algún dato crucial sobre ellos (ya sea su vínculo o algún hecho decisivo del pasado que determine sus relaciones) y luego, poco a poco, a medida que les vamos conociendo mejor, entendemos su comportamiento y nos implicamos más en su drama. Es, por decirlo de alguna forma, una estrategia más sutil, en que se da preferencia a que nos vayamos introduciendo tímidamente en este universo familiar y solo se nos revelen los detalles pertinentes cuando ya les hemos cogido confianza.

Por otro lado, Crepúsculo en Tokio (Tokyo Boshoku, 1958) es, como todas las películas de Ozu, una obra en que todo parece muy elusivo, en que ese carácter tan reservado típico de la cultura japonesa se materializa en un filme donde a menudo nos puede parecer que la esencia de los conflictos se esquiva. El padre de familia, Shukichi, en cierto momento quiere sincerarse con su hija mayor, Takako, quien harta de soportar a su marido se ha venido a refugiar a su casa con su hija pequeña. Shukichi, al conocer lo desafortunado que ha sido el matrimonio de su hija, le pide disculpas porque fue él quien le animó a escoger ese hombre. No obstante, Takako rehúye continuamente esa conversación, se levanta a atender otras tareas del hogar y al final va a tomarse un baño. Shukichi, sin saber qué más decir, se queda mirando un juguete de su nieta. Dicha conversación, que nos parece fundamental por lo que encierra (el padre reconociendo que ha contribuido a arruinar la vida de su hija eligiendo un mal marido para ella), en realidad no volverá a producirse en todo el filme. Pero eso no quiere decir que el tema se deje de lado. La idea subyacerá ahí pero a través de otros detalles, y sobrevolará a lo largo del metraje en la forma que tendrán de comportarse los personajes protagonistas.

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Historia de un Vecindario [Nagaya shinshiroku] (1947) de Yasujiro Ozu


Historia de un Vecindario (1947) (también conocida como Memorias de un Inquilino) fue la primera película que Yasujiro Ozu filmó después de la II Guerra Mundial en el que fue el hiato más largo de toda su carrera – cinco años desde la soberbia Había un Padre (1942) – por motivos más que obvios dado el difícil contexto bélico. El Japón inmediato a la posguerra era un país devastado que estaba luchando por renconstruirse, tal y como documentan innumerables obras de ese periodo como las películas que realizó en esos años Akira Kurosawa o la magnífica Los Niños del Paraíso (1948) de Hiroshi Shimizu. El filme que nos ocupa de Ozu aspiraba como muchas de esas otras obras a mostrar el duro día a día de los japoneses de clase obrera en ese difícil contexto, pero aquí el cineasta tomó una decisión muy importante que condicionaría el tono tan particular de esta película: enfocar dicha problemática desde un punto de vista más ligero, cercano en ocasiones a la comedia ligera. Observen sino cómo empieza el filme: Tashiro llega a la humilde casa que comparte con Tamekichi acompañado de un niño que se queda serio e impertérrito en la puerta. La poco diplomática frase de su compañero al ver al chaval: «¿Qué es esto?«.

Aparentemente el niño, llamado Kohei, ha perdido a su padre y no sabe volver a casa, de modo que ha decidido seguir a Tashiro sin ningún motivo aparente. Éste, compadeciéndose de su suerte, inicialmente quiere alojarlo por esa noche, pero Tamekichi se niega y le convence para que le endose el problema a su vecina, la anciana O-tane, que lo acoge a regañadientes. Al día siguiente ésta no consigue dar con el padre del pequeño, que sospecha que le ha abandonado, y se ve obligada a seguir manteniéndolo más tiempo por compasión.

¿Qué es lo que hace que Historia de un Vecindario sea una película tan entrañable y maravillosa alejándose del peligroso tono empalagoso que implica la historia de una viuda que acaba encariñándose de niño abandonado a su suerte? Ni más ni menos que la astucia de Ozu al alejarse de cualquier tipo de sentimentalismo. De entrada el niño es tan sumamente inexpresivo que pese a su desgraciada situación no podemos evitar que nos resulte divertido con su impertérrita expresión de no saber muy bien lo que está pasando. En siguiente lugar, la forma tan cruel como le tratan los vecinos al querer deshacerse de él está enfocado casi como una serie de gags: cuando echan a suertes quién tiene que encargarse de buscar a su padre hacen trampas para colarle el muerto a la anciana O-tane, y cuando ésta descubre que no hay ni rastro de su progenitor intenta abandonarlo a su suerte en la playa haciéndole buscar unas conchas en la orilla para después salir corriendo. Que en un contexto tan delicado como esos años de posguerra Ozu pudiera permitirse este tipo de gags y salir airoso es una muestra más de su maestría para encontrar el tono exacto a sus películas.

Eso no quiere decir por descontado que la película no esté impregnada de esa humanidad tan característica de Ozu, quien hace énfasis en el sentimiento de compañerismo que hay entre todos los vecinos. Si él ha sido siempre el cineasta por excelencia de las relaciones familiares, en Historia de un Vecindario los vínculos que unen a los personajes no son tanto de sangre como el haber sufrido juntos las consecuencias de la guerra y, más concretamente en el caso de los dos protagonistas, el ser dos personajes que se encuentran solos. De hecho una de las escenas más emotivas de la cinta es la pequeña cena que preparan unos vecinos tras haberles tocado la lotería en que acaban todos juntos bebiendo y Chishu Ryu, actor fetiche de Ozu, nos ofrece una canción, un hermoso momento de camaradería.

Por otro lado, aunque no sea su foco principal, la cinta muestra en todo momento ese difícil contexto del Japón de posguerra: las casas (situadas en un barrio a las afueras de Tokio que sufrió múltiples bombardeos) delatan la precariedad de los personajes, mientras que los diálogos hacen referencia continua al mercado negro y el racionamiento de alimentos. Pero los personajes no se lamentan dramáticamente de su situación ni el guion busca profundizar en sus problemas, todo ello forma parte de su contexto y, como es habitual en Ozu, el director prefiere que los espectadores seamos testigos de todo ello pero sin querer conducirnos de forma explícita a una conclusión determinada.

Eso no quiere decir que Ozu no deje caer sagazmente en la película pequeños detalles críticos respecto al contexto de la época, y más concretamente hacia la ocupación americana del país. En una escena vemos la manta en que ha dormido Kohei tendida al sol con una mancha de orina. Si nos fijamos podremos ver que dicha manta tiene un parecido con la banda americana que dudo que sea casual, de forma que lo que Ozu está mostrándonos es literalmente cómo el niño se ha orinado en dicha bandera. Y hacia el final de la película, cuando O-Tane decide acoger a otro huérfano, Tashiro le recomienda que vaya a la estatua que hay de Takamori Saigo (un famoso samurai) en un parque cercano. El último plano de la película, que deja en incógnita al espectador sobre qué ha decidido hacer la viuda, nos muestra simplemente a decenas de niños huérfanos alrededor de dicha estatua. El detalle está en que durante la ocupación americana del país el General MacArthur había intentado quitar dicho monumento por considerarlo un peligroso símbolo nacionalista, pero tuvo que mantenerlo a causa de las numerosas protestas del pueblo japonés, ya que Saigo era una figura sumamente querida. Que Ozu decidiera acabar su primera película realizada en el periodo de ocupación con unos planos de unos niños alrededor de dicha estatua tampoco creo que sea una casualidad, y más cuando a nivel de guion no hay ningún motivo para situar ahí los planos finales de la película. Pero como todo en el cine de Ozu la magia se encuentra en esos pequeños detalles sutiles que dan a entender más de lo que parecen.

Había un Padre [Chichi ariki] (1942) de Yasujiro Ozu

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Una de las más grandes virtudes de Yasujiro Ozu, que lo convierten en un artista universal más allá de la etiqueta de ser el «más japonés de los cineastas japoneses», es su inigualable virtud para tratar profundas historias humanas con una modestia y contención que esconden todo lo que albergan en su interior. Sus temas a menudo son pasmosamente sencillos, y uno pensaría que la forma de hacerlos atractivos es incidir en sus elementos más puramente dramáticos. Pero la magia de Ozu está en que consigue emocionar profundamente desde esa distancia respetuosa.

Había un Padre (1942) nos cuenta sencillamente la vida de un padre y un hijo: el profesor viudo Shubei Horikawa y su hijo Ryohei. El primero decide abandonar la enseñanza después de que en una salida escolar muera accidentalmente un alumno. Aunque sus compañeros de trabajo insisten en que él no es responsable, se ve incapaz de seguir desempeñando ese oficio y se va a un pequeño pueblo rural. Ahí toma la decisión de separarse de su hijo, dejándole internado en un buen colegio que solo podrá pagar trabajando desde Tokio. A lo largo de los años, padre e hijo siguen separados mientras ambos progresan a nivel laboral.

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Una película como ésta cobra especial significado en una sociedad en que se daba tanta importancia al cumplimiento del deber y en que no se fomentaba la exteriorización de los sentimientos. Solo de esta forma se puede entender la relación entre Shuhei y Ryohei, en que el estoicismo y la aceptación de su destino esconden por debajo los verdaderos sentimientos de los personajes. Ozu consigue que nos creamos que realmente padre e hijo se quieren aunque éstos no lo demuestren de forma palpable. La primera vez que el padre le anuncia a su hijo que deberán separarse, éste empieza a llorar, pero el padre le dice que no debe hacerlo. Cuando de mayor Ryohei vuelve a saber que su padre seguirá sin poder vivir con él, su reacción será en cambio mucho más contenida: ha demostrado así que ha aprendido a comportarse como él.

De esta forma, sus vidas van pasando de forma separada, sintiendo un aprecio y amor mutuo pero sin poder volver a estar juntos. Quizá algún espectador actual sienta poca conexión con los personajes ante la aparente pasividad con que afrontan esa separación sin ningún signo auténtico de romperla, pero precisamente lo que hace tan especial la película es la sensación que recorre todo el metraje de que tanto uno como otro desearían poder seguir viviendo juntos y se echan sinceramente de menos; simplemente entienden que su deber es no expresarlo.

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Y mientras tanto, Ozu va filmando el paso del tiempo con la misma tranquilidad que le caracteriza, con unas elipsis sorprendentes que pasan por muchos años sin ningún recurso que nos avise. Para el director no hace falta hacer énfasis en el paso del tiempo, simplemente quiere que veamos cómo se suceden los acontecimientos poco a poco y cómo las cosas no cambian para nuestros protagonistas. El río al que vuelven a acudir de adultos a pescar sigue igual, de la misma forma que ambos siguen pescando haciendo exactamente los mismos gestos, la única diferencia es que ambos son un poco más viejos.

La cámara de Ozu mantiene también una distancia con los personajes parecida a la que hay entre ellos: del mismo modo que padre e hijo se aprecian pero no exteriorizan sus sentimientos, Ozu siente cariño por sus personajes y por sus vidas pero no se aproxima a ellos a nivel emocional. Incluso una escena tan dramática como la muerte del alumno al inicio y los remordimientos del profesor se resuelven con dos súbitas elipsis que evitan profundizar en esos detalles, como si Ozu quisiera evitar unos momentos tan emocionalmente tensos por decoro.

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Sin ser una película tan depurada como los clásicos que haría después de la guerra, Había un Padre ha acabado siendo uno mis Ozu favoritos. Creo que en pocas películas como ésta el director consigue transmitir con tanta modestia y tanta pureza su concepción de las relaciones humanas y del sencillo sentido de la vida, sin tener que recurrir al más mínimo conflicto, simplemente retratando el paso del tiempo. Difícilmente se puede acusar al director de que en la película no sucede nada, porque en realidad hemos asistido al proceso de madurez y envejecimiento de dos seres humanos, que no es poca cosa. A medida que el hijo se hace mayor y el padre envejece tenemos la sensación de haber asistido a algo auténtico, a haber percibido el puro paso del tiempo. Ahí es donde radica la clave que hace que este film sea tan emotivo y tan auténtico, ¿qué necesidad hay de otro tipo de conflictos cuando estamos siendo testigos de algo mucho más grande y emotivo?

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Historia de una Hierba Errante [Ukigusa Monogatari] (1934) de Yasujiro Ozu

Un grupo de actores llega a un pequeño pueblo donde piensan instalarse una temporada para interpretar obras kabuki. El jefe de la compañía, Kihachi tiene en ese pueblo un hijo ilegítimo, Shinkichi, al que le gusta visitar de vez en cuando y con el que mantiene una relación cordial ya que éste no sospecha de su parentesco. Sin embargo, su amante Otaka descubre la verdad y convence a Otoki, una de las actrices de la compañía para que seduzca al joven. Finalmente, los dos se enamoran provocando la furia de Kihachi, que no quiere que su hijo se vea unido al mundo teatral por parecerle poco digno.

Resulta realmente curioso comprobar cómo el cine de Ozu, famoso por su rígido estatismo y su estilo casi inamovible, era mucho más dinámico en la era muda. El que luego sería considerado como el director más tradicionalmente japonés en sus inicios era visto, paradójicamente, como uno de los más modernos e influenciados por el cine occidental. Comparada con obras posteriores más conocidas, Historia de una Hierba Errante llama la atención en su aspecto formal por su puesta en escena mucho menos rígida, con la presencia de varios travellings y su ritmo mucho menos reposado.

Pero no por ello se nota menos la mano del director, por ejemplo en la composición de algunos planos que nos muestran a los personajes desde una distancia respetuosa y, claro está, en la historia, tratando conflictos familiares y los lazos que unen a diversos personajes.

Dejando de lado los aspectos más técnicos o artísticos para mí la película destaca sobre todo por la ternura que desprende, mostrando la que es una de mis cualidades favoritas del cine de Ozu: la forma como retrata la belleza de lo cotidiano, de los pequeños momentos. Uno de mis predilectos es la última reunión de la compañía de teatro, la noche antes de que ésta se disuelva. Después de comentar entre ellos sus planes para el futuro y de que Kihachi les recomiende abandonar el mundo del teatro, Otaka canta una canción y tienen un último momento de camaradería que es interrumpido cuando uno de ellos (un actor normalmente serio y muy severo con su hijo) se echa a llorar.

La relación entre Kihachi y Shinkichi, excelentemente dibujada aunque sea solo a través de pequeños trazos, es otro ejemplo de la forma como Ozu brilla en estos pequeños instantes: cuando pescan juntos y el hijo bromea cuando Kihachi pierde la cartera, o los diálogos y sobre todo el cariño que se nota que siente el padre hacia el hijo, sin que este último sospeche el por qué. Eso hace tan interesante el conflicto cuando Shinkichi y Otoki se enamoran: Kihachi no quiere que acaben juntos porque su ambición es que su hijo sea un hombre de éxito y que no tenga ningún vínculo con el teatro, pero al mismo tiempo no puede oponerse abiertamente porque eso sería reconocer su parentesco.

Como suele ser habitual en el cine de Ozu, al final no opta por cerrar el conflicto sino más bien dejarlo abierto: Shinkichi descubre quién es su padre pero no consigue disculparse con él, para hacerlo su madre le recomienda que prospere como a él le gustaría; Kihachi por otro lado después de disolver la compañía se marcha del pueblo junto a su amante de la que se habia separado. Todos siguen el mismo camino que habían iniciado al principio de la película pero ahora ese camino se verá marcado por lo que les ha sucedido a lo largo de esos meses.

Décadas después, el propio Ozu haría un muy buen remake de esta película bastante más conocido que la versión muda. Dejando de lado las comparaciones, su primera versión es una película más que recomendable de su primera etapa.