El Largo Viernes Santo [The Long Good Friday] (1980) de John Mackenzie

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El gángster londinense Harold Shand está exultante ante un inminente acuerdo que planea cerrar con un importante mafioso estadounidense. A su llegada, le agasaja con todo tipo de cumplidos y le presenta a su cohorte de matones, políticos y policías que le han servido para hacerse con el control de la ciudad de Londres durante diez años sin ninguna oposición. Pero de repente, aparece el desastre: una serie de crímenes y atentados se suceden contra su organización sin que se sepa quién puede estar tras ellos. Harold, que teme que los americanos se echen atrás ante una situación tan inestable, intenta averiguar quién está detrás de todo ello sin que eso afecte a su importante acuerdo.

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El cine de gángsters es un género que ha estado siempre vinculado a la cultura norteamericana, y que en el caso de Europa cuenta como mucho con la versión francesa de los polar. En lo que respecta a Reino Unido, los ejemplos son más testimoniales -véase Brighton Rock (1947) – y por ello El Largo Viernes Santo (1980) resulta en gran parte una película tan interesante, por su contundente reivindicación de una versión inglesa del clásico gángster americano. No se trata únicamente de que la acción tenga lugar en Londres, todo el film hace explícito de forma repetida la voluntad de Harold de elevar la capital británica a nivel mundial y de convertirla en un importante centro económico. Se alude continuamente al pasado glorioso de la ciudad y a la necesidad de abrirse paso en un nuevo futuro. Y para ello lo que necesita Harold es ni más ni menos que la colaboración americana.

De hecho aquí radica el principal conflicto de la película: cómo Harold, el clásico pez grande en una pecera pequeña, intenta camelar a esos importantes mafiosos americanos; como ese gángster de rudos modales hecho a sí mismo intenta conquistar a dos posibles socios cuyo comportamiento tiene más en común con dos hombres de negocios que con la mafia. Parece como si los americanos ya hubieran dejado atrás las matanzas y simplemente quisieran negocios «limpios», de ahí la referencia despectiva en cierto momento al famoso episodio del «sangriento San Valentín».

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Aquí radica la gran paradoja de El Largo Viernes Santo: Harold intentando dar la imagen de gángster a la americana cuando en realidad los mafiosos con los que trata no quieren saber nada de tiroteos ni bombas; es un film que reivindica un cine de gángsters a la inglesa (fíjense en detalles como el marcado acento londinense aplicado al argot de gángsters) pero que al mismo tiempo reconoce su situación de inferioridad respecto a ese legado, que viene representado por esos dos visitantes que quieren cerrar un acuerdo.

Si esto fuera poco, la historia acaba involucrando al IRA, dándonos a entender que un mafioso como Harold está totalmente fuera de su tiempo en ese contexto. ¿Qué pinta un tipo duro que se dedica a comprar policías y apalizar a pequeños matones al lado del terrorismo organizado? ¿No está fuera de lugar esa imagen tan esterotipada y anticuada del mafioso gruñón que en el fondo tiene buenos sentimientos al lado de la terrible realidad que supone el IRA? ¿En qué lugar deja todo ello a un gángster como Harold?

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Tanto el director John Mackenzie como el guionista Barry Keefe son seguramente conscientes de esa paradoja al dar forma a un notable film que mira de forma más que evidente a sus referentes americanos a la hora de evocar una serie de recursos prototípicos del género. Uno de los aspectos más interesantes son esos pequeños momentos de transgresión en que la película se aparta de estos códigos de sobras conocidos, como la relación de Harold con su pareja Victoria, en que a ella se le da por suerte un papel inteligente y con personalidad (sería terrible contar con una actriz como Helen Mirren para un simple papel de florero), o el célebre largo plano final del rostro de Harold, una prueba de fuego para el actor Bob Hoskins, excelente por otro lado en el papel protagonista.

Quizá principios de los 80 ya no eran tiempos para gángsters a la antigua usanza como Harold, y quizá ese ambicioso plan de expansión era demasiado para él, pero después de todo es imposible no cogerle cierta simpatía en ese terrible mundo despiadado del terrorismo y la frialdad negociadora de las grandes potencias americanas.

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