80s

In The Wild Mountains [Ye Shan] (1986) de Yan Xueshu


Cuando más profundizo en el cine chino de los 80 más confirmo la impresión de que se trata seguramente mi época favorita de la cinematografía de ese país. Incluso si uno explora más allá de los títulos y directores reconocidos se encuentra con algunas agradables sorpresas como el filme que nos ocupa hoy, In the Wild Mountains (Ye Shan, 1986), que no solo es magnífico sino que resulta un tanto misterioso a mis ojos por las pocas referencias que he encontrado sobre él o su director.

Su responsable es Yan Xueshu, un nombre del que la red me ha proporcionado muy escasa información. Nacido en Wuhan en 1940, Xueshu tuvo la mala suerte de ser uno de esos estudiantes de la Academia de Cine de Beijing que al graduarse se encontró de pleno con la Revolución Cultural, uno de los periodos más turbulentos de la historia del país en que el cine estuvo literalmente parado durante años y las pocas producciones que se realizaron fueron a cuentagotas y de temática estrictamente propagandística muy vigilada por el estado. Xueshu formaba parte de la que se comocería como Cuarta Generación (los cineastas chinos suelen agruparse por generaciones), que debía haber dado un nuevo impulso al cine del país a finales de los 60. Pero el contexto provocó que este grupo de jóvenes cineastas se quedaran con las ganas de poner en práctica lo que había aprendido y tuvieran que esperar casi diez años a poder retomar sus carreras.

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Tierra Amarilla [Huang tu di] (1984) de Chen Kaige

A veces la historia del cine tiende a exagerar un poco la importancia de ciertas películas para que encajen mejor en el «relato» que construimos sobre la evolución del medio en el contexto de un país o movimiento, pero en el caso de Tierra Amarilla (Huang tu di, 1984) de Chen Kaige creo que es innegable que se trata de uno de los filmes clave de la historia del cine chino. Su estreno abriría paso a la que se conocería como la Quinta Generación de cineastas, que fue la primera que tuvo una gran repercusión a nivel internacional y optó por un tono abiertamente más artístico sin estar dominado por las directrices del partido.

Ambientada en 1939 en la zona de Shaanxi, situada al norte del país, Tierra Amarilla tiene como protagonista a Qu Ging, un joven soldado a quien el Partido Comunista Chino ha encargado que vaya a ese territorio rural para recopilar canciones populares campesinas y luego reeescribirlas con letras patrióticas y comunistas, que potencialmente podrían incentivar a los soldados chinos en su enfrentamiento con los japoneses. Qu Ging se aloja en la casa de su tío, un campesino viudo con dos hijos a su cargo, uno aún niño que apenas habla y la adolescente Cuiqiao, para la cual su padre ha preparado un matrimonio concertado. En los días que convive con ellos Qu Ging les hablará de las reformas que prepara el Partido Comunista, pero su tío se mostrará escéptico y arraigado a las tradiciones. A cambio, con el tiempo, sus hijos cogerán confianza con el soldado y Cuiqiao le pedirá que se la lleve al ejército para evitar ese matrimonio concertado.

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El Mundo de Bimala [Ghare-Baire] (1984) de Satyajit Ray

Satyajit Ray, como todo joven indio de su generación interesado por el arte, sentía un enorme respeto por el escritor Rabindranath Tagore, cuyo éxito había logrado traspasar fronteras haciéndole incluso merecedor del Premio Nobel de Literatura en 1913, siendo el primer autor no europeo en ganarlo. Ahora mismo no me atrevería a aseverar si el futuro director de cine y Tagore llegaron a conocerse, pero sí que sabemos que Ray se matriculó en 1940 en la universidad de Santiniketan, fundada por Tagore, un año antes de que el escritor falleciera, así que no es descartable.

Tagore fue en todo caso una influencia más que reconocida en Ray, quien hizo un documental sobre él en 1961 y utilizó algunas de sus obras como base para algunas de sus películas. Más concretamente, un relato corto de Tagore sirvió de base para La Esposa Solitaria (Charulata, 1964), la gran obra maestra de Ray junto a La Canción del Camino (Pather Panchali, 1955), y una de las novelas más reputadas del escritor, La Casa y el Mundo, daría pie para una más que notable película no suficientemente recordada: El Mundo de Bimala (Ghare-Baire, 1984) – cuya desafortunada «traducción» al castellano busca descaradamente evocar El Mundo de Apu (Apur Sansar, 1959).

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Un Domingo en el Campo [Un Dimanche à la Campagne] (1984) de Bertrand Tavernier

Uno de los motivos por los que Aki Kaurismäki no solo es uno de mis directores favoritos de las décadas pasadas sino un tipo que me cae especialmente bien es la modestia con la que afronta su obra, al afirmar que él nunca ha hecho una gran película, y que su carrera se compone de filmes pequeños. Aunque yo discrepo con él (creo que tiene unas cuantas obras mayúsculas) sí que es cierto que en su filmografía se nota esa modestia innata. Sus películas por regla general no suelen ser muy largas, no parecen manejar grandes presupuestos y sus guiones no pretenden abarcar más de lo necesario ni revestir de una grandeza adicional a lo que se está narrando. Me simpatiza mucho esa actitud. Obviamente en el cine tiene que haber sitio tanto para un Kubrick o Leone como para un Kaurismäki y un Woody Allen, pero no puedo evitar sentir una afinidad especial con esa idea de hacer grandes películas a partir de lo (aparentemente) pequeño, que no es tampoco cosa fácil.

Esto nos lleva a un filme que tiene entre sus mayores virtudes esa modestia natural pero que, a cambio, ha sido una de las obras más aplaudidas y celebradas de su autor: Un Domingo en el Campo (1984) de Bertrand Tavernier. Éste de entrada me resulta un personaje muy interesante por su cinefilia desinhibida y sincera en la que tienen cabida desde las vacas sagradas instauradas por los críticos de la Cahiers du Cinéma a otros cineastas vilinpediados por la gente de su generación. Como director no lo consideraría uno de los grandes surgidos en su país pero su larga carrera, en la que ha preferido probar de todo un poco antes que seguir un estilo muy concreto o usar el cine como forma de desarrollar sus propias teorías, es suficiente heterogénea como para repescar en ella bastantes películas al gusto del espectador y algunos logros más que notables.

Un Domingo en el Campo (1984) era curiosamente un proyecto que surgió casi por accidente a raíz de los problemas que estaba teniendo Tavernier por arrancar una producción más grande que implicaba capital extranjero (me pregunto si sería ya la célebre Alrededor de Medianoche (1986) u otro filme que no llegó a materializarse). Como ya hacía unos cuantos años de su última película de ficción, la curiosísima 1280 Almas (1981), se le propuso realizar una obra más pequeña y rápida  mientras esperaba que se materializara su siguiente producción. Así pues llegó a sus manos una breve novela de Pierre Bost (a quien sin duda conocía como uno de los grandes guionistas del cine clásico francés) titulada Monsieur Ladmiral va bientôt mourir, que se desarrollaba en una tarde en un espacio concreto, y decidió convertirla en su siguiente largometraje.

Situada en una tarde de domingo en 1912, tiene como protagonista al anciano pintor Monsieur Ladmiral, viudo desde hace tiempo, que vive en una gran casa en el campo atendido únicamente por su criada Mercedes. Como cada domingo, viene a visitarle su hijo Gonzague, un burgués acomodado, junto a su esposa Marie-Thérèse y sus tres hijos pequeños. Después de comer todos juntos, por la tarde se presenta por sorpresa la hija pequeña de Monsieur Ladmiral, Irène, una joven soltera que ha hecho una pequeña fortuna con una tienda y que vive de forma totalmente independiente y desinhibida.

La película no tiene más argumento que lo que hemos contado, siendo de esos filmes que, resumidos en una sinopsis, dan la sensación de que «no sucede nada» en la hora y media que dura. Pero por descontado no es así. Porque aunque la acción que se desarrolla es bastante inocua, Tavernier la utiliza para explorar las relaciones entre estos personajes y sus pequeños conflictos o dilemas interiores, eso sí, sin dejar nunca que todo ello rompa la placidez de esa perezosa tarde de domingo. De entrada hay algunos pequeños detalles que son muy interesantes, como lo que se entreve de la relación entre Monsieur Ladmiral y su hijo, que si bien es cordial, se nota que no tienen nada en común (en sus conversaciones se palpa que no saben de qué hablar); por no mencionar la nuera Marie-Thérèse que, aunque tiene buen corazón, le lleva al pintor a preguntarse continuamente qué habrá visto su hijo en una mujer tan simple (me encanta la sugerencia que hace ella de que dibuje gatos en sus cuadros porque quedan más bonitos, demostrando así inocentemente su total desconocimiento sobre arte).

Cuando irrumpe Irène en escena como un vendaval de frescura y vitalidad se hace aún más patente las diferencias entre los miembros de la familia. Es innegable que Gonzague es un hijo mucho más ejemplar que su hermana, entre otras cosas porque va cada domingo a visitar a su padre para que no se sienta solo, mientras que ella solo aparece cuando le conviene; eso sin olvidar que él tiene una vida respetable y ordenada, mientras que ella es de sospechar que tiene algún amante y no piensa casarse y tener hijos. Pero eso no quita que Monsieur Ladmiral parezca tenerle más cariño a su hija, algo que es aplicable a los hijos de Gonzague (encantados de jugar con su tía pero que luego se aburren cuando recrean el mismo juego con sus padres carcas) e incluso a Mercedes. Fíjense en este último aspecto en la escena en que Marie-Thérèse acude a la cocina a beber un vaso de agua e intenta en vano entablar conversación con la criada, y en cómo se porta de una forma mucho más igualitaria con ella al insistir en que le deje servirse ella misma el vaso del grifo, para luego limpiarlo y dejarlo en su sitio. Y en cambio uno puede notar cómo Irène se maneja con mucha más soltura con la criada pese a ser teóricamente menos atenta con ella: en su caso le pide que le sirva el vaso de agua la propia Mercedes en vez de hacerlo ella misma, pero aun así la criada se nota que siente más afinidad hacia ella que hacia Marie-Thérèse.

Una de las ideas que nos transmite la película es como hay personas que sencillamente consiguen conectar mejor con los demás por su carácter, por mucho que se le pueden reprochar innumerables defectos, y cómo otras, por mucho que se esfuercen en ser más educadas o atentas simplemente no inspiran esa sensación. No es desde luego una idea nueva, pero el mérito de Tavernier es conseguir transmitirla de forma sutil a partir de estos detalles sin hacerla explícito ni tampoco hacer que estalle en alguna confrontación. Que Gonzague está celoso de la simpatía que despierta su hermana es obvio, pero no estamos en un filme en que el conflicto acabe estallando, con el hijo preguntando a su padre qué es lo que espera de él. Estamos en un hogar perfectamente burgués y educado en que esas reflexiones quedan ocultas, de ahí la presencia en ciertas ocasiones de una voz en off (el propio Tavernier) que transmite esas ideas que los personajes nunca se atreverán a exteriorizar.

Curiosamente una de las escenas clave del filme tiene lugar fuera de esa casa donde se desarrolla casi toda la acción. Cuando padre e hija salen a tomar algo tienen una conversación en que el padre por primera vez se sincera ante alguno de los personajes. Él fue un pintor académico y respetable, que se hizo rico y recibió toda suerte de honores por parte del estado. Es el típico artista que hoy jamás estudiaríamos en las historias del arte y que incluso repudiaríamos como alguien arcaico en contraste con los pintores más avanzados de su época, como los impresionistas. Pero he aquí que Monsieur Ladmiral, cuyas pinturas no suelen entusiasmar a su hija (emblema claro de la modernidad, no en vano ha llegado a casa en un flamante automóvil), reconoce ante ella que él no fue ajeno a esas novedades, y que recuerda el impacto que supuso la primera gran exposición de Cézanne. Desde nuestro punto de vista actual es fácil reprochar a estos pintores academicistas que se quedaran anclados en el pasado, pero lo que Monsieur Ladmiral nos transmite es lo difícil que supone hacer un cambio así. Él admite que estuvo tentado de dejarse tentar por esas nuevas corrientes vanguardistas, pero al mismo tiempo había encontrado su estilo y temía convertirse en una mera imitación de un pintor impresionista. Él afirma que creía sinceramente en seguir los pasos de sus maestros y la concepción que éstos tenían de la pintura, ¿tiene eso algo de malo?

Este discurso para mí es el momento más interesante de la cinta, en gran parte por venir de un autor como Tavernier, que precisamente dedicó tantos esfuerzos en reivindicar a esos cineastas franceses que fueron despreciados por generaciones posteriores tachándolos precisamente de academicistas y acusándoles de su falta de inventiva. A través de Monsieur Ladmiral, Tavernier está hablando en boca de todos esos directores despreciados por no haber sido innovadores aun cuando seguramente creían en lo que hacían honestamente.

Volviendo a la película, esta reflexión de Monsieur Ladmiral nos da más pistas sobre su relación con sus hijos. Sabemos que Gonzague estuvo tanteando ser pintor como su padre pero que no se atrevió a dar el paso por miedo a decepcionarle, prefiriendo un tipo de vida más seguro y acomodado. De modo que sus dos hijos representan en el fondo la disyuntiva que había tenido Monsieur Ladmiral como pintor: su hijo es el camino conservador, que fue el que eligió, su hija en cambio el innovador y más rompedor. La preferencia de Monsieur Ladmiral hacia Irène viene seguramente en gran parte porque ella representa lo que él nunca se atrevió a hacer, la libertad de seguir su instinto y que le diera igual lo que los demás pensaran de él. Gonzague en cambio, siendo un hijo ejemplar, que se queda incluso a cenar a petición del anciano (a diferencia de la hija, que no duda en marcharse de imprevisto por una discusión telefónica con su amante), nunca entenderá que precisamente el motivo por el que nunca conectará con su padre es por ser un hijo tan perfecto e intachable.

No está mal todo esto viniendo de una película en la que «no pasa nada» y en la que Tavernier opta por una puesta en escena que respete la armonía que se transpira en todos los pequeños acontecimientos de ese domingo por la tarde. En apariencia no es más que otro de los muchos domingos en familia que pasa Monsieur Ladmiral con sus hijos, pero en esta pequeña instantánea de apenas unas horas Tavernier ha logrado captar de forma sutil toda una serie de conflictos e ideas que otros cineastas habrían preferido plasmar de forma más dramática. Ahí reside en gran parte el mérito de estas películas pequeñas pero tan bien acabadas.

Fitzcarraldo (1982) de Werner Herzog


Según se dice, en su momento los nativos del diminuto pueblo de Kitulgala (Sri Lanka) nunca llegaron a entender por qué los mismos occidentales que habían dedicado tanto tiempo a construir el famoso puente que da nombre a El Puente sobre el Río Kwai (1957) luego decidieron de repente destruirlo con dinamita. ¿Qué sentido tiene construir todo un puente si el propósito final es dinamitarlo? De la misma forma, aunque me parece una obra maestra del cine, cuando veo en las escenas iniciales de Apocalypse Now (1979) toda la destrucción que sembró Coppola en aquella selva no puedo evitar que una parte de mí lamente que para crear un instante cinematográfico tan sublime se haya tenido que perpetrar un atentado ecologista (los cineastas Straub y Huillet de hecho lo calificaron de «gamberro»). El arte de hacer películas en el fondo tiene mucho de absurdo y destructivo si se mira bien: destrozar bosques simplemente para conseguir un buen plano, o construir pequeños mundos efímeros que luego se acaban destruyendo, lo cual conlleva una parte de creación que no conduce a nada, porque lo que se ha construido luego desaparecerá. Un ejemplo que me viene a la cabeza es el de Tativille, la pequeña ciudad que Jacques Tati hizo construir como decorado para Playtime (1967), que disponía de un sistema eléctrico propio e incluso un ascensor en pleno funcionamiento, algo ante todas luces exagerado para lo que se supone que es un decorado. No hay duda de que ese poder que a veces se le otorga a algunos cineastas de construir cosas auténticas para sus películas – algo quizá ya en desuso en la era digital – acaba deviniendo a menudo en un afán creador que va más allá de hacer el mejor decorado para su obra. Al final a veces da la sensación de que ese afán creador es un objetivo en sí mismo.

Por otro lado, hay películas que no se pueden entender sin su contexto de creación, en que sus circunstancias de rodaje van intrínsicamente unidas a su contenido. Es el caso de Fitzcarraldo (1982), un filme sobre un hombre que se propone el excéntrico reto transportar un barco a través de la jungla para abrir una nueva ruta comercial, y que está dirigida por un cineasta que se propuso el excéntrico reto de transportar realmente un barco a través de la jungla para recrear esa historia. Es cierto que ningún trucaje con maquetas o cromas, por muy bien hecho que estuviera, tendría el mismo efecto que realizar esa hazaña de verdad. Pero no puedo evitar pensar que Werner Herzog se propuso una empresa tan inverosímil no solo para que tuviera una apariencia realista, sino porque él mismo, que se sentía identificado con el personaje de Fitzcarraldo, quería pasar por  esa prueba.

Los rodajes de muchas obras de Herzog de hecho tienen en sí mismos cierto componente de peligrosa prueba a superar. No hay más que ver el documental Mi Enemigo Íntimo (1999) para comprobarlo. Pese a que el tema principal del filme es su difícil relación con el actor Klaus Kinski, al evocar el rodaje de películas como Aguire, la Cólera de Dios (1972) o Fitzcarraldo, Herzog no puede evitar detenerse un buen rato a hablar de todas las difíciles circunstancias de ambos rodajes, olvidando temporalmente que el motivo del documental es Kinski y no sus aventuras en la selva. Y en el caso de Fitzcarraldo resulta excusable, porque es una de esas películas que no pueden disociarse ni comprenderse sin tener en cuenta sus circunstancias de producción, algo que por un lado resulta muy atractivo de leer porque hay docenas de jugosas anécdotas sobre el rodaje, pero que irónicamente puede volverse en contra del filme, porque se corre el riesgo de obviar sus cualidades artísticas eclipsadas por todo el making of.

Resulta innegable de entrada que el propio Herzog entendía a Fitzcarraldo, el protagonista del filme, como un alter ego suyo: un hombre que para llevar adelante un proyecto a todas luces absurdo (construir una ópera en el Amazonas) ponía a la práctica una idea aún más absurda transportando un barco a través de la selva para unir dos puntos del río. Tal es así que se planteó interpretarlo él mismo cuando el actor que lo encarnó inicialmente, Jason Robards, tuvo que abandonar el rodaje por enfermedad. Un cineasta mínimamente cuerdo se habría servido de todos los trucajes posibles para recrear la célebre escena del barco pero a Herzog sin duda le parecía especialmente atractiva esta empresa absurda y casi suicida hasta el punto de querer experimentarla. El hecho de transportar un barco por la selva del Amazonas tiene mucho que ver con el sinsentido de hacer películas: construir elaborados decorados que luego se destruyen, invertir millones en recursos tecnológicos y mano de obra para crear una falsa realidad, arrasar con todo lo que se interponga en su camino para conseguir la mejor película posible… la locura de invertir tanto tiempo y esfuerzo simplemente para que algo se vea bien en la pantalla. Bien mirado realizar ese tipo de grandes producciones tiene mucho de locos, por eso para él tenía todo el sentido del mundo realizar de verdad la absurda hazaña de Fitzcarraldo, una hazaña que retrospectivamente reconoció que no tenía sentido (se llegó a bautizar a sí mismo como el «Conquistador de lo inútil») – pero seamos francos, si lo pensamos bien, ¿tenía mucho sentido construir un puente en mitad de la selva de Sri Lanka para luego hacerlo dinamitar simplemente porque eso daría «una buena escena»?

El guion de Fitzcarraldo está inspirado en un tal Carlos Fitzcarrald, quien a finales del siglo XIX realizó una expedición por el Amazonas en busca de rutas para transportar caucho que le llevó a trasladar un barco campo a través por las montañas (la diferencia entre Fitzcarrald y nuestro Fitzcarraldo es que el primero lo desmontó e hizo trasladar por piezas, pero Herzog, que sabía que eso sería muy poco cinematográfico, decidió transportarlo entero). Pero la clave de Fitzcarraldo es la forma como Herzog le confiere a su personaje un aire de soñador entusiasta, que aspira a enriquecerse no por ansias de dinero sino por una mezcla de su manera de ser tan ensoñadora y su pasión por la ópera. Un cúmulo de absurdos que solo pueden sostenerse si conseguimos creernos realmente la fascinante personalidad del protagonista.

Y aquí es donde Kinski hace sin duda uno de los mejores papeles de su vida. Porque pese a que el personaje invita a ello y el actor se prestaba a ese tipo de papeles, no se dedica a interpretar a un loco megalómano y alucinado como el de Aguirre. De hecho su actuación es sorprendentemente contenida, e incluso cuando explota sin compasión a los indios que le están ayudando en esa hazaña sigue habiendo algo en él que nos gusta, porque no vemos a un ambicioso explotador, sino a un soñador que persigue un sueño absurdo, y que está dispuesto a literalmente todo para llevarlo adelante (una vez más, como el propio Herzog). Aunque el actor que iba a encarnar inicialmente a Fitzcarraldo, Jason Robards, es un gran intérprete, no creo que pudiéramos ver ese fuego en los ojos que tiene Kinski. Ese destello de locura que hace que, aunque éste se comporte de forma contenida durante buena parte de la película, intuyamos que dentro de ese hombre hay una chispa de imprevisible insensatez. Cabe mencionar también que seguramente gran parte de esta actuación tan inusualmente contenida (en ocasiones incluso encantadora) de Kinski se debe a la presencia de la fantástica Claudia Cardinale, que pese a que tiene un personaje secundario desprende suficiente personalidad y química con Kinski que no dudamos de su influencia directa tanto en Fitzcarraldo como en el propio Kinski.

Pese a todas las complicaciones logísticas y las reticencias que me supone desde el punto de vista ecológico, en el caso de Fitzcarraldo el rodaje en exteriores cabe reconocer que tuvo más sentido que nunca, ya que el filme nos sumerge literalmente en la jungla y nos hace experimentar la sensación de indefensión de los protagonistas cuando surcan río adentro hacia lo desconocido. La famosa imagen de Fitzcarraldo a bordo del barco intentando aplacar a los peligrosos indígenas (a los que nos vemos pero sí oímos con sus tambores en son de guerra) con un gramófono poniendo un disco de Caruso es no solo magistral por la forma como Kinski la interpreta, sino porque a nivel narrativo nos muestra ese choque entre lo salvaje y la civilización. La imagen de Kinski vestido de blanco poniendo ópera en un barco que está rodeado de indígenas que quieren matarle se encuentra en ese interesante límite entre lo ridículo y lo sublime, no muy alejada de la proeza sin sentido de transportar un barco por el interior de la jungla.

Una de las contradicciones más interesantes de la película es el hecho de que da innegablemente una visión crítica de cómo el protagonista en el fondo necesita la ayuda de los indígenas explotándolos a conciencia para llevar adelante su descabellado plan (por mucho que él simbolice el progreso y la civilización, ese avance siempre se ha hecho a costa de explotar impunemente a otras culturas), cuando en realidad Herzog le hizo pasar también todo tipo de penurias a su equipo de rodaje, por mucho que en su caso les pagara y diera la asistencia de un médico. En relación a eso, una vez acabado el visionado de Fitzcarraldo me hago la pregunta: ¿valió la pena tanto esfuerzo? ¿Realmente la película (o en realidad cualquier película) justifica una hazaña tan descabellada como ésta que incluye talar una parte de la selva y poner en peligro la vida de docenas de hombres? Yo diría que no, pero que ya que el filme está hecho, disfrutemos de él y contemplemos boquiabiertos el espectáculo.

El Príncipe de la Ciudad [Prince of the City] (1981) de Sidney Lumet

Después del último revisionado que le he dedicado a El Príncipe de la Ciudad (1981), no deja de chocarme que una película tan profunda, rica en ideas y tan admirablemente bien llevada a lo largo de casi tres horas haya quedado imperdonablemente sepultada en el olvido, no solo dentro del género sino incluso dentro de la obra del fantástico Sidney Lumet. Se ha dicho a menudo – el propio Lumet lo ha reconocido de hecho – que El Príncipe de la Ciudad viene a ser una nueva variación del tema que ya trató en Serpico (1973), pero yo no puedo evitar pensar que lo que estamos viendo aquí es una combinación entre Serpico y otra de sus grandes obras, La Ofensa (1973), tal y como veremos a continuación.

Basada en la historia real del detective de policía Bob Leuci, El Príncipe de la Ciudad explica cómo este agente tomó la difícil decisión de denunciar la corrupción existente en su cuerpo de policía, provocando que muchos compañeros suyos (algunos incluso amigos suyos) acabaran en la cárcel e, incluso en algún caso, suicidándose. La diferencia fundamental respecto a Serpico a la hora de tratar la corrupción policial es que aquí el protagonista también es responsable de estas irregularidades, lo cual supone un enfoque mucho más interesante al problema: no tenemos a un héroe implacablemente incorruptible como Frank Serpico, sino a un policía que se ha dejado corromper y que, sintiéndose culpable, decide enmendarse delatando a sus compañeros. La idea es realmente mucho más interesante, y tanto la premisa como la resolución que le da Lumet la convierten en una versión de este tema sin duda superior a la que elaboró en Serpico.

El filme empieza con una redada policial organizada por un cuerpo especial de antinarcóticos en el cual se encuentra Danny Ciello. Todo sale a pedir de boca: actúan rápido, atrapan a los traficantes de drogas y en el juzgado el mismo juez alaba su labor y les permite pavonearse un poco. Seguidamente vemos una barbacoa a la que asisten todos ellos con sus mujeres. La estampa no podría ser más idílica: buenos policías que han hecho un gran trabajo y que además mantienen una fuerte amistad entre ellos. Pero aparece el primer nubarrón: llega a casa el hermano de Danny, la oveja negra de la familia, un drogadicto del cual Danny se avergüenza y que, para su sorpresa, le echa en cara lo hipócrita que es su modo de vida. Nosotros de momento no hemos visto nada raro, Danny y sus colegas parecen gente honesta, y nos extraña ese comentario. Pero debe haber algo de verdad, porque cuando un joven fiscal se le presenta para ofrecer su ayuda si ve alguna irregularidad en el cuerpo de policía, Danny, que inicialmente rechaza la idea, se muestra dubitativo y confuso. Finalmente un día se cita con el fiscal, pero se muestra esquivo e incluso rudo. ¿Por qué ha concertado ese encuentro si no quiere decir nada y no confía ese hombre? Porque su mala conciencia le reconcome, y porque tras muchos años viviendo bajo la falsa ilusión de que estaba haciendo un buen trabajo no puede engañarse más a sí mismo.

Antes mencioné que este filme tenía también bastantes puntos en común con La Ofensa, otro excelente drama policial dirigido por Lumet que en principio parece más distante temáticamente. Pero realmente ambos comparten una interesantísima idea: lo difícil que resulta ser un agente de la ley expuesto durante años a todo tipo de atrocidades y cómo acaba resultando inevitable que el mundo criminal en el que uno se mueve acabe afectándole a nivel personal. En dicho filme, el personaje de Sean Connery sufría una crisis con su mujer en la que acababa estallando y haciéndole saber todo lo que ha presenciado como sargento de policía, todo ese horror que ha tenido que guardarse en su interior durante años. Una idea similar se trasluce en El Príncipe de la Ciudad: Danny se ha pasado años separando su armoniosa vida familiar y sus conflictos de conciencia con su trabajo, pero un día todo eso sale a la luz como le sucedía al personaje de Sean Connery en el filme anterior. Cuando más adelante se le reproche todas las irregularidades que ha cometido éste intentará justificarse argumentando que no es posible enfrentarse diariamente a un mundo tan sórdido como el del tráfico de drogas sin mancharse en el proceso.

Esta crisis personal estalla una noche en que uno de sus yonkis informantes le llama a casa porque necesita urgentemente una dosis. Danny se ve obligado a acorralar y perseguir a otro yonki y robarle parte de la droga que lleva consigo para dársela a su informante. La escena es de una crudeza impactante. Inicialmente vemos cómo Danny acaba asestando una paliza al pobre yonki hasta que éste le implora compasión. Nuestro protagonista, ese modélico padre de familia, se da cuenta de que se ha dejado llevar por la adrenalina de la persecución y que está pegando a un pobre hombre al cual en el fondo le está robando. Sintiéndose culpable, le acompaña a su miserable hogar, donde su novia, también adicta, coge una de las pocas dosis que Danny les ha dejado y la usa para ella sola, provocando una agria discusión que deviene en violencia doméstica. ¿Cómo puede nuestro protagonista pasar de ese hogar familiar donde estaba descansando a una escena como ésa en cuestión de horas y no sentirse afectado? ¿De qué sirve ir a casa con la satisfacción del trabajo bien hecho tras una redada cuando en el fondo esa dura realidad sigue ahí? ¿Cómo volver a acurrucarse con su mujer después de haber apalizado a un yonki para darle una dosis de su droga a otro? Más adelante, cuando los fiscales persiguen a Danny bajo la sospecha de que proporcionaba droga a sus contactos, éste se defenderá argumentando que es algo necesario para mantener vínculos en el mundillo y, de esta forma, poder atrapar a los delincuentes mayores. La ley prohíbe y castiga tajantemente este tipo de prácticas, pero ¿es posible llevar a cabo su trabajo cumpliendo de forma estrictamente la ley? Éste de hecho es uno de los grandes dilemas que arroja la película.

Si destaca por algo el filme es por su ambigüedad. Lumet apuesta por un estilo de dirección expresamente seco y distanciado, sin ponerse de parte de nadie ni pretender convencernos de si lo que ha hecho el protagonista es correcto o servirá de algo. De hecho muchos de los fiscales que conducen la investigación anticorrupción resultan marcadamente antipáticos y desleales, mientras que el primo de Danny (un conocido miembro de la mafia) no solo resulta más simpático sino que da la cara por él incluso cuando sabe que les está traicionando. En cierta escena Danny tiene un pequeño momento de crisis cuando se da cuenta de que uno de los policías corruptos a los que está ayudando a atrapar se está preocupando más por él que los fiscales que en teoría son sus aliados. El colmo de dicha ambivalencia está en algunas escenas en que sabemos que Danny está mintiendo a algunas de las personas que está contribuyendo a atrapar y no podemos evitar que nos sepa mal por ellos. O cuando arrestan por fin a un mafioso y a un policía corrupto que estaba compinchado con él y este último le pregunta lastimeramente a Danny si le podrá ayudar a conseguir algún atenuante invocando su amistad. El filme acaba pues con el tópico del policía corrupto y detestable y nos hace comprender mejor el dilema que tuvo Bob Leuci (la persona real en que se basa el personaje de Danny) por mucho que supiera que estaba haciendo lo (teóricamente) correcto.

El guión de Lumet y Jay Presson Allen está magníficamente construido, mostrándonos cómo inicialmente Danny cree llevar la situación bajo control, dejando muy claro qué va a hacer y qué no (bajo ningún concepto va a delatar a ninguno de sus amigos), y luego progresivamente descubrimos cómo se va complicando la situación hasta acabar atrapado en una especie de telaraña legal de la cual solo puede escapar entregando también a los compañeros de su unidad. En este sentido se nota que El Príncipe de la Ciudad es uno de los más claros precedentes de la magnífica serie de televisión The Wire, que también se ambienta en el mundo del narcotráfico y las escuchas policiales. Como muy bien reflejaría décadas después David Simon en su serie, El Príncipe de la Ciudad se distancia de los tópicos del género policíaco evitando las clásicas escenas de suspense (es un filme de policías en que durante todo el metraje no vemos prácticamente ningún enfrentamiento a tiros) y optando por un reflejo realista del trabajo policial y todos los problemas legales que implica el trabajo de Danny como confidente.

Nos enseña que no basta con tener una grabación como prueba, sino que luego hay que estar preparado para enfrentarse a todo tipo de disputas legales que, irónicamente, pueden acabar llevando a la cárcel al policía que con toda la buena intención del mundo quiso destapar esa corrupción. Nos muestra también la parte menos glamourosa de este trabajo, que implica horas y horas de reescuchar cintas y clasificarlas. Nos confirma lo poco gratificante que es querer hacer una buena acción en un mundo donde el resto de policías no van a hacer nada para ayudarte y los fiscales del estado solo se van a molestar en seguir su papel al pie de la letra. Danny, lejos de llevarse la satisfacción del deber cumplido, observará cómo los fiscales que le apoyaron inicialmente van siendo ascendidos dejándole solo ante el peligro, y cómo él a cambio está obligado a vivir encerrado y rodeado de policías por su propia seguridad, mientras que la gente a la que ha denunciado están libres bajo fianza.

Inicialmente el proyecto lo iba a llevar adelante Brian de Palma, y aunque siento un gran respeto hacia él creo que fue una gran suerte para todos que acabara cayendo en manos de Lumet. De Palma quería como protagonista a John Travolta porque para él la clave de la historia era cómo alguien tan encantador y carismático podría traicionar sus amigos y seguir manteniendo las simpatías del espectador pese a eso, y nunca entendió el enfoque que le dio Lumet. Éste cuando entró en el proyecto puso dos condiciones: que la película durara tres horas y que el protagonista no fuera una estrella, y ambas tienen su explicación. La larguísima duración está justificada en el hecho de que quería entrar al detalle de todos los pormenores que implica esta historia, cómo Danny va progresivamente perdiendo el control sobre su situación y siendo engullido por el entramado legal. La segunda condición es aún más interesante: Lumet quería mantener la ambivalencia de la historia, y sabía que si daba el papel protagonista a una estrella estaría animando al público implícitamente en su favor, y él no quería eso. De hecho fue tan lejos como para dar el resto de papeles a actores poco conocidos o con casi ninguna experiencia cinematográfica previa. Quería rostros anónimos que dieran el mayor realismo posible. Esto es seguramente lo que perjudicó la película respecto a obras como Serpico, en que el carisma de Al Pacino ha contribuido a que el filme perdure más en el imaginario colectivo.

No obstante creo que El Príncipe de la Ciudad es sin ningún lugar a dudas la mejor de las dos obras. No solo refleja de forma mucho más realista el entramado corrupto y lo difícil que es luchar contra él, sino que tiene una mayor carga emocional por la relación entre Danny y sus compañeros de unidad a los que al final se verá obligado a delatar. La forma como todos ellos reaccionan a esa traición resulta conmovedora hasta el punto de que uno quizá preferiría que se lo hubieran tomado peor y rompieran con él. Sí, muestran decepción, tristeza, rabia… pero no rompen con él, siguen apreciándolo porque saben que tenía buenas intenciones inicialmente, lo cual hace todo más duro. Aunque intuimos que Danny ha hecho un buen trabajo que habrá contribuido a limpiar la corrupción en el cuerpo de policía, nunca llegamos a apreciar esa idea. Únicamente nos hemos quedado con la historia de un hombre deshecho moralmente, repudiado por el resto de compañeros del cuerpo y que ha hundido la vida de sus amigos contra su voluntad… y todo por hacer lo que él pensaba que era correcto, por intentar resarcirse de todas las acciones incorrectas que ha llevado a cabo. No hay redención posible, la sensación que nos da el plano final de película es que nuestro protagonista tendrá que vivir toda su vida con el dilema moral de lo que ha hecho.

A nuestros Amores [À nous Amours] (1983) de Maurice Pialat


Existe el principio a menudo comúnmente aceptado de que uno de los rasgos que define una buena película  es aquélla que nos permite entender y comprender el por qué de los actos de su personaje principal, algo que yo creo que no es cierto. ¿Acaso nosotros mismos somos capaces de entender la motivación que hay tras todas nuestras acciones? Esto se hace aún más palpable cuando dicho personaje se trata de una adolescente, alguien que está en esa complicada tierra de nadie entre la infancia y la edad adulta, y que de repente debe gestionar por sí misma una serie de sentimientos y conflictos nuevos para ella. Maurice Pialat creo que era bastante consciente de todo ello cuando filmó A nuestros Amores (1983), ya que viendo la película resulta obvio que Pialat no entiende a su protagonista… ¡pero probablemente ella tampoco se entienda a sí misma!

El filme nos explica los diferentes encuentros amorosos que tiene Suzanne, una adolescente especialmente activa sexualmente pero a quien ese enfoque tan desinhibido y abierto hacia el sexo no parece que le acabe de llenar por completo. Ello se debe en gran parte a los problemas que tiene en su casa, con un padre autoritario al que no obstante no puede evitar tener cariño (interpretado por el propio Pialat) y una madre inestable que se viene abajo cuando su marido abandona el hogar, dejando a Suzanne en manos de su hermano mayor, que la maltrata física y psicológicamente por no soportar el tipo de vida que lleva la joven.

A nuestros Amores refleja de forma muy fidedigna la forma tan confusa y a veces contradictoria como los adolescentes asumen por primera vez las relaciones sentimentales y el descubrimiento de su propia sexualidad. No se puede decir que Suzanne sea una mujer carente de sentimientos interesada solo el sexo, tal y como pone de manifiesto la forma como le afecta la ruptura con Luc, su primer novio, o lo ofendida que se siente cuando un americano con el que se acostó la noche anterior finge no conocerla al verla por la calle. Precisamente uno de los grandes logros de Pialat es evitar un personaje estereotipadamente promiscuo, una suerte de femme fatale de dieciséis años que disfruta de forma libre de su sexualidad sin importarle los demás. Al contrario, Suzanne es una chica inestable que no parece comprender mejor que el espectador el por qué de muchos de sus actos.

Más que seguir una trama narrativa convencional, Pialat prefiere construir A nuestros Amores a través de una serie de retazos de realidad, pequeños instantes que se suceden entre sí tan libremente que a menudo el espectador debe reconstruir los hechos que han sucedido entre ellos. De la misma manera, a menudo obvia los momentos más decisivos y prefiere orbitar a su alrededor. Por ejemplo, no escuchamos la conversación en que Luc decide romper con Suzanne, de la cual solo presenciamos el final, cuando éste la deja sola después de haber tenido esa tensa charla. Pero lo que hace entonces Pialat es mantener durante un buen rato el plano de la joven sentada en la misma posición, reflexiva y con mirada triste, en la que es una de mis imágenes favoritas en una película donde precisamente los personajes no destacan por contener sus emociones. Del mismo modo, Pialat evita las escenas de sexo (ese lugar común tan típico y trillado pero pocas veces tratado de forma interesante en películas de temática similar a ésta) y en su lugar nos muestra el antes y el después: los coqueteos y seducción previos, y luego las conversaciones posteriores llenas de complicidad.

El método de Maurice Pialat se basa en gran parte en improvisaciones con los actores de las cuales logran emanar momentos de una gran autenticidad combinados con otros que seguían el guion al pie de la letra pero que, gracias a su estilo de dirección, también parecen espontáneos. Uno de los ejemplos más paradigmáticos es la comida familiar del final en que sorpresivamente aparece el padre de los protagonistas (recordemos, el propio Pialat) años después de que hubiera abandonado el hogar. En el guion que habían recibido los actores no solo no se mencionaba la reaparición de este personaje sino que incluso se les daba a entender que había muerto, de forma que la expresión de sorpresa de los personajes y sus reacciones algo confusas son reales. Pero hay más. El padre de Suzanne se muestra insoportable con los invitados (uno de ellos un crítico de cine real ejerciendo aquí de actor al que Pialat ataca haciendo referencias a un texto que éste había escrito) hasta que, en un arranque de furia, su mujer le asesta una bofetada. Eso tampoco estaba previsto. La actriz que interpretaba a su esposa realmente había perdido los nervios y atacó a Pialat, que por otro lado es célebre por ser un director bastante difícil de soportar y que llevaba a sus actores al extremo. De modo que en una curiosa confluencia entre realidad y ficción, la actriz ya albergaba previamente en su interior una rabia acumulada hacia Pialat/su esposo que estalló espontáneamente en esa escena.

Por otro lado resulta innegable que uno de los principales aspectos que sostienen el filme es la soberbia interpretación de una por entonces debutante Sandrine Bonnaire, que consigue transmitir con una naturalidad muy difícil de ver en la pantalla la compleja personalidad de su personaje. A veces parece ser ella la que tiene la sartén por el mango en sus encuentros amorosos, en otras da la impresión de que se aprovechan de ella; en ocasiones es encantadora y cariñosa, y en otras está cegada por arrebatos de furia en que insulta a su padres.

En la escena final del filme, Suzanne se dirige acompañada por su padre al aeropuerto, donde va a tomar un vuelo para la que seguramente sea una nueva vida. La conversación que tiene lugar entonces entre padre e hija resulta reveladora porque podría leerse también como un diálogo entre director/descubridor y una joven promesa que va a lanzarse a una carrera cinematográfica, de modo que la escena funciona vista tanto de una forma como otra, y ese cariño que el padre parece sentir hacia esa hija a la que ha criado en el fondo es también el aprecio que siente Pialat hacia esa joven y talentosa actriz a quien ha guiado y dirigido en su primer papel protagonista, impulsándola hacia una prometedora carrera cinematográfica. Una vez más la realidad y ficcion se entrecruzan haciendo difícil distinguir entre ambas.

Corazonada [One from the Heart] (1981) de Francis Ford Coppola


Existen pocos ejemplos de caídas en desgracia de cineastas comparadas a la de Francis Ford Coppola. No son muchos los directores que hayan logrado encadenar en algún momento de su carrera cuatro obras maestras seguidas del calibre de El Padrino (1972), El Padrino 2 (1974), La Conversación y Apocalypse Now (1979). Pero mucho me temo que tampoco son muchos los que hayan pasado de volar tan alto (éxitos de crítica y taquilla, un estudio propio…) a acabar con una trayectoria tan irregular a lo largo de cuatro décadas, que ha culminado con obras catastróficas a nivel de público y crítica que, si bien reconozco que no he visto, también debo decir que no me ofrecen la más mínima confianza. ¿Cómo puede ser que alguien que filmara películas tan extraordinarias y profundas haya acabado así? Se podría decir que este giro dramático en su trayectoria empezó en Corazonada (1981).

La idea inicial era compensar el absoluto desmadre a nivel económico y organizativo de Apocalypse Now con una sencilla comedia romántica, que además serviría para demostrar la versatilidad de Coppola en otros géneros – de igual modo que años atrás Scorsese quiso contrarrestar la sordidez de Taxi Driver (1976) con su homenaje al musical New York, New York (1977). Pero, ay, el Coppola de esa época seguía siendo un cineasta ambicioso y megalómano que era incapaz de producir películas en formato modesto (algo que irónicamente tendría que empezar a hacer poco después por no tener otra alternativa), y lo que iba a ser una sencilla comedia romántica acabó convertida en un monstruo de 23 millones de dólares. Si en una ocasión Orson Welles dijo que dirigir películas era como jugar con el mayor tren eléctrico que un niño jamás podría tener, eso era más cierto que nunca en este caso, porque Coppola se gastó una millonada en recrear en sus estudios Zoetrope todos los decorados de la película, ambientada en Las Vegas. Y no era un mero capricho, puesto que lo que buscaba era darle al filme ese tono expresamente artificial y colorido de los musicales clásicos. La idea era buena, pero lo que podía haber sido otra de sus grandes obras se quedó más bien en una película medio fallida.

Los protagonistas son Hank y Frannie, una pareja que justo cuando están celebrando sus cinco años juntos tienen una violenta discusión después de la cual se separan y cada uno de ellos vive una aventura amorosa por su cuenta: Hank con una artista de circo llamada Leila, y Frannie con un camarero llamado Ray. Uno de los problemas que puede presentar Corazonada para muchos espectadores es ser un filme que no se sitúa en ningún género concreto. Ciertamente la película tiene los rasgos de una comedia romántica de ruptura-reencuentro (por ejemplo mostrar en paralelo las dos aventuras románticas de los protagonistas poniendo irónicamente de manifiesto sus puntos en común, o ese enfrentamiento entre la visión más hogareña de Hank respecto a la visión más aventurera de Frannie, que se evidencia en los regalos de aniversario que se dan mutuamente: la última letra de la hipoteca de la casa y un viaje a Bora Bora, respectivamente) pero no se puede decir que sea especialmente divertida… ni parece pretender serlo, puesto que el guion apenas posee gags claros. Tampoco se puede decir que sea 100% un musical cuando los protagonistas no cantan y apenas hay un par de números de baile. Y ciertamente, no es un drama. Pero esto que muchos lo podrían ver como un defecto, yo no lo veo como algo negativo. Me gusta esa amalgama de géneros y esa forma desinhibida de mezclar influencias, como colar en una escena de tensión dramática (Hank va a sorprender a Frannie con su amante) un gag de dibujos animados (éste toca por accidente una antena parabólica y los pelos se le ponen de punta por la electricidad), algo que años después artistas como los hermanos Coen llevarían aún más lejos pero que aquí empieza a vislumbrarse.

Esta voluntad de experimentar y combinar géneros e influencias es lo que para mí redime uno de los aspectos que menos me gusta de la película: su banda sonora o, mejor dicho, la forma como se utiliza. Si ya de por sí las piezas de soft-jazz que compuso Tom Waits no me van demasiado, lo que me resulta mortificante es la tendencia de Coppola a sobreimponerlas a la acción, de forma que casi tienen tanta presencia como los diálogos de los protagonistas. Esto por suerte acaba sucediendo en pocos momentos de la película como la escena inicial, pero se me hizo tan larga y agotadora que por momentos entré en pánico ante la posibilidad de que toda el filme fuera así. Reconozco la originalidad de otorgar tanto protagonismo a la banda sonora y de, en consecuencia, habérsela encargado a un artista tan reputado como Waits, pero para mí más que enriquecer las imágenes y complementarlas me hace más fatigante el visionado.

No obstante es de justicia reconocer que el principal fallo del filme y su gran handicap de cara a no haber sido la gran obra que prometía es ni más ni menos que el guion. Algunos diálogos resultan tan tópicos y banales (sin ir más lejos los de la escena inicial que desembocan en la ruptura) que por momentos me costaba creer que hubieran sido coescritos por un profesional como Coppola, pero aparte de eso el desarrollo de la historia es plano y sin chispa. Si partimos de un homenaje al musical o la comedia romántica, es obvio que el espectador intuirá lo que irá sucediendo (ambos dudarán sobre esas excitantes aventuras amorosas, habrá un primer intento de reconciliación que fallará y un muy probable final feliz en que se den cuenta de que pese a sus peleas no pueden vivir el uno sin el otro), pero la forma como se presentan esas diversas etapas es rutinaria y aburrida hasta desembocar en una escena final que parece haber sido escrita casi a desgana.

A eso debemos sumarle por último un casting desafortunado aunque, esta vez sí, aplaudo la valentía de Coppola de otorgar los papeles protagonistas no a dos estrellas sino a dos actores mayormente secundarios: Frederic Forrest y Teri Garr. Cuando un director le ofrece una oportunidad así a un intérprete normalmente encasillado en papeles secundarios siempre se le debe aplaudir el riesgo de su apuesta… pero como en toda apuesta, a veces se gana y a veces se pierde, y éste es el segundo caso. Son buenos actores que hacen un buen trabajo, pero les falta ese algo especial que permite a ciertos intérpretes conquistar al espectador y llevar ellos solos una película adelante. No creo que Frederic Forrest sea peor actor que Harrison Ford (por comparar a dos secundarios de Apocalypse Now), pero sin ser demasiado fan del segundo, es cierto que posee más de ese algo especial (¿carisma? ¿presencia?) que Forrest. A cambio los secundarios funcionan mucho mejor: Harry Dean Stanton aparece muy poco como mejor amigo de Hank, pero yo disfruto de cada segundo que aparece este actor en una película, sea en el papel que sea; Raúl Juliá está encantador como galán latino y nos ofrece un buen número de baile en que él y Teri Garr se lucen (ciertamente es incongruente que ella dude entre él y su soso marido); y por último Nastassja Kinski está deslumbrante como artista de circo. Es cierto que los papeles protagonistas debían recaer en actores de apariencia más normal y aburrida para encajar en sus personajes más normales y aburridos, pero aun así eso no juega en favor de la película.

Dejando de lado tanto pesimismo rematemos esta crítica con la que es la gran baza a favor de la película: su trabajo visual. A nivel de diseño de producción Corazonada es una absoluta maravilla que entra por sí sola por los ojos y a nivel de realización es uno de los mejores y más audaces trabajos de la carrera de Coppola. Es de esas películas que nos recuerdan cuántas extraordinarias posibilidades visuales nos ofrece el cine… ¡y lo poco que se aprovechan! El filme es un festín visual en que el juego de colores y luces está complementado con ideas muy imaginativas por parte del cineasta que hacen que la película no sea un mero espectáculo audiovisual vacío, sino una obra que se nota que pretende ahondar en todas las posibilidades expresivas de esta estética que busca ser artificial a propósito. Me encanta la forma como Coppola encadena los planos con largos fundidos que, en lugar de servir de transiciones entre escenas, adquieren vida propia como collages visuales formados por diversos planos conjuntados; o la forma como contrapone a veces dos acciones que suceden en paralelo, situando a los personajes en un mismo plano sobre un fondo casi abstracto.

Un filme fallido es mucho más placentero que una película simplemente intrascendente porque ofrece más cosas interesantes, pero también es más doloroso, porque te permite intuir algo que potencialmente podía haber sido genial y se quedó a medias. Corazonada es sin duda la gran película fallida de Coppola, y como tal es también el filme que mejor refleja una carrera que también ha acabado siendo fallida: que prometía mucho y se quedó a medias, que ha tenido algunos picos inalcanzables para la mayoría de directores pero que al final ha constado de demasiados puntos bajos como para ignorarlos. En su estilo desigual que acoge por igual aciertos mayúsculos e ingeniosos con errores de bulto, Corazonada es la obra que mejor representa tanto lo bueno como lo malo de Coppola.

Mala Sangre [Mauvais Sang] (1986) de Leos Carax


Es difícil gustarse a uno mismo más de lo que se gusta Leos Carax a si mismo en Mala Sangre (1986), una película interesante, visualmente espectacular pero que acaba dando la sensación de un virtuoso ejercicio de onanismo, en el que la euforia inicial tras sus prometedores minutos iniciales (misteriosos y con un estilo totalmente libre) se acaba disolviendo poco a poco.

Mala Sangre es uno de esos filmes en que un timador callejero tiene en su guarida una inmensa colección de libros, en que una niña escribe poesía y en que un virus mata a aquellos que practican el sexo sin amor (!). Pero, de acuerdo, dejemos de lado las objeciones que nos vienen a la cabeza y entremos en el juego. Alex es dicho timador callejero, un joven que va totalmente por libre y cuya habilidad con las manos le lleva a ser reclutado por dos ladrones, Hans y Marc, que conocían a su padre. Su propósito: robar una valiosa vacuna que acabaría con ese virus para así pagar unas peligrosas deudas que acarrean. El problema que se encuentran: Alex se enamora de Anna, la joven amante de Marc.

El segundo largometraje de Leos Carax es una de esas películas que atesoran al mismo tiempo las mejores cualidades y los peores defectos de cierto cine de autor. Por un lado es un filme desbordantemente imaginativo a nivel visual, pero por el otro a veces ese gusto por cierto tipo de planos tan llamativos acaba pareciendo algo artificioso. Del mismo modo, su protagonista es un joven que resulta tan fascinante por su carácter de vueltas de todo como irritante y en ocasiones cansino por su comportamiento impredecible y errático.

Desafortunadamente, una vez descubrimos que la vacuna para el virus es un McGuffin nos topamos con que en realidad la película acaba siendo una recopilación de frases supuestamente profundas y poéticas que acaban sonando más bien rimbombantes y vacías aderezadas con numerosas referencias, de las cuales buena parte son totalmente gratuitas (en cierto modo un gangster le dice al protagonista que el hombre sentado detrás de él es Jean Cocteau, quien en realidad está muerto; una línea de diálogo que no aporta mucho más de ser una buena excusa para citar al cineasta u poeta y que demuestra que Carax es un gran seguidor de Jean-Luc Godard, el gran aficionado a las referencias culturales).

No obstante, siendo justos, tampoco es Mala Sangre una película desdeñable. Entre ese maremagnum de diálogos, planos e ideas hay algunas cosas que funcionan y otras que no tanto, de modo que uno puede visionarla soportando lo mejor que pueda las segundas (la alargadísima escena nocturna entre Alex y Anna de diálogos interminables) y disfrutando de las primeras. Otra de las grandes bazas a favor del filme es la actuación del carismático Denis Lavant, que se adueña fácilmente de la cinta  y protagoniza uno de sus mejores momentos: cuando sale a correr desbocado por las calles mientras escuchamos «Modern Love» de David Bowie, una escena de pura libertad casi animal que me recuerda en cierto modo a otro gran momento musical protagonizado por Lavant, el magnífico desenlace de Beau Travail (1999) de Claire Denis. A cambio, Juliette Binoche está mucho más desaprovechada en un personaje que intuyo que pretende ser enigmático y parece más bien catatónico.

Leos Carax demuestra indudablemente en Mala Sangre ser un gran director y alguien repleto de ideas, de eso no hay duda. Pero al acabar la película uno tiene la triste impresión de que el filme era una excusa para hacer un despliegue de todo su virtuosismo y que muchos de los recursos que ha utilizado van más enfocados a su puro exhibicionismo que en beneficio de la cinta.

Impacto [Blow Out] (1981) de Brian De Palma

Brian De Palma es uno de esos directores que no admiten medias tintas, de modo que o uno decide entrar en el juego y aceptar sus excesos o directamente es mejor olvidarlo. En ese sentido, la escena inicial de Impacto (1981) lo deja bien claro, un virtuoso travelling desde el punto de vista de un psicópata que está mirando por las ventanas de una residencia de jovencitas a lo largo del cual De Palma tiene tiempo de dar rienda suelta en unos pocos minutos a todas las fantasías voyeurísticas que a uno se le podría ocurrir: dos chicas bailando en ropa interior, otra fornicando con su novio, una tercera masturbándose en la soledad de su habitación y la última duchándose de forma sensual. Antes de que al espectador tenga tiempo de asimilar un inicio tan pasado de rosca, llega la sorpresa cuando la chica que está a punto de ser asesinada emite un grito ridículo que rompe la atmósfera: estamos viendo un slasher barato en el que está trabajando nuestro protagonista, Jack, como técnico de sonido. Pero por mucho que esto sea una parodia, no deja de tener mucho de De Palma, recordemos sino la escena inicial de Carrie (1976) que se desarrolla en un vestuario de chicas. Es decir, el cineasta se ha cubierto las espaldas arguyendo que se trata de una parodia, pero es innegable que esta escena tiene muchas de las características de su cine.

Pasando a la trama nos encontraremos con otro rasgo muy típicamente De Palma que de nuevo o lo tomamos o lo dejamos: un argumento que es un remake más o menos confeso de otros filmes precedentes, si bien en este caso para variar el cineasta ha preferido no tirar de Hitchcock sino de Blow Up (1966) de Antonioni y La Conversación (1974) de Coppola (que el título original sea tan similar al de Blow Up puede verse como una forma de hacer el homenaje más obvio o directamente casi como recochineo). El conflicto surge cuando una noche en que Jack está grabando sonido ambiente al lado de una carretera presencia un accidente de coche en el que fallece el que iba a ser el próximo candidato a la presidencia. Pero reescuchando la grabación que hizo está convencido de que no fue un accidente sino que alguien disparó la rueda del automóvil. La única persona en la que logra apoyarse para tirar adelante esta teoría es una joven que viajaba con la víctima, Sally, que ha sobrevivido milagrosamente.

Lo que más me gusta tanto de Impacto como de las dos películas que le sirvieron de inspiración es la forma como muestran la obsesión que acaban sintiendo los protagonistas por analizar una y otra vez un breve suceso a partir de las pocas pruebas materiales que tienen, ese proceso de deconstruir todas las pequeñas piezas y luego reconstruirlas para tener la visión entera. Disfruto enormemente de todas las escenas en que Jack (sorprendentemente bien interpretado por John Travolta) analiza desde su mesa de mezclas cada leve detalle de los sonidos del accidente, rebobinando y volviendo a reproducir la cinta para quedarse con cada matiz de sonido y luego intentando sincronizar el sonido con las fotografías del suceso. La forma como convierte la serie de fotografías en una pequeña película tiene incluso algo de esa fascinación infantil por las imágenes en movimiento.

Aunque es una idea ya explorada en las otras dos películas citadas, lo interesante de esta trilogía es que cada una de ellas la aborda de una forma distinta: el filme de Coppola da a entender que por mucho que nos esforcemos en intentar reconstruir un pedazo de realidad a partir de una grabación nuestra percepción no coincidirá necesariamente con lo sucedido; en cambio la de Antonioni llegaba aún más lejos y nos dejaba con la duda de si realmente el protagonista había visto un asesinato o simplemente había sido una ilusión suya a partir de unas imágenes. En el filme de De Palma no existe tal confusión: enseguida tenemos claro que hubo un asesinato y el guion nos lo deja bien claro mostrándonos en paralelo a las pesquisas de Jack al responsable del crimen, un tal Burke que se ha extralimitado en sus funciones y ha pasado de tener que orquestar un escándalo político a convertirse en un asesino en serie.

De modo que en su particular visión de este argumento, De Palma no se dedica tanto a cuestionar la forma como imagen y sonido pueden reconstruir o no la realidad, sino a enfatizar ese carácter obsesivo del protagonista, obcecado en defender una conspiración en la que nadie cree (en ese sentido el filme tiene todavía un aire muy años 70, cuando el cine americano barajaba continuamente la temática de la conspiranoia) y en intentar resarcirse de un traumático evento del pasado que volverá a resurgir en el tramo final.

Para mi gusto la película pierde algo de interés en las escenas dedicadas a Burke, que me resultan algo gratuitas y se desvían en exceso de la trama. A cambio el filme tiene un tramo final muy interesante de puro suspense en que de nuevo el sonido es el elemento clave, así como un desenlace que cierra magníficamente la historia empalmando con la escena inicial. De nuevo a algunos les parecerá un cierre algo excesivo o rocambolesco, pero no sería ni el primer ni segundo caso en que un artista utiliza su trabajo como forma de canalizar un hecho traumático. De hecho con esa última escena podríamos deducir la que parece que es la conclusión que saca De Palma de esta historia respecto a las versiones de Antonioni y Coppola: la forma como el cine intenta capturar una versión simulada de la realidad que busca ser creíble al espectador (el trabajo de Jack en el fondo es captar sonidos que doten de más realismo a escenas que no resultan realistas tal cual se grabaron), y cómo en una película conviven libremente elementos de pura ficción con otros extraídos directamente de la experiencia real de sus creadores. Quién sabe en medio de todos esos excesos que caracterizan el cine de De Palma qué hay de la realidad personal de su creador…