A nuestros Amores [À nous Amours] (1983) de Maurice Pialat


Existe el principio a menudo comúnmente aceptado de que uno de los rasgos que define una buena película  es aquélla que nos permite entender y comprender el por qué de los actos de su personaje principal, algo que yo creo que no es cierto. ¿Acaso nosotros mismos somos capaces de entender la motivación que hay tras todas nuestras acciones? Esto se hace aún más palpable cuando dicho personaje se trata de una adolescente, alguien que está en esa complicada tierra de nadie entre la infancia y la edad adulta, y que de repente debe gestionar por sí misma una serie de sentimientos y conflictos nuevos para ella. Maurice Pialat creo que era bastante consciente de todo ello cuando filmó A nuestros Amores (1983), ya que viendo la película resulta obvio que Pialat no entiende a su protagonista… ¡pero probablemente ella tampoco se entienda a sí misma!

El filme nos explica los diferentes encuentros amorosos que tiene Suzanne, una adolescente especialmente activa sexualmente pero a quien ese enfoque tan desinhibido y abierto hacia el sexo no parece que le acabe de llenar por completo. Ello se debe en gran parte a los problemas que tiene en su casa, con un padre autoritario al que no obstante no puede evitar tener cariño (interpretado por el propio Pialat) y una madre inestable que se viene abajo cuando su marido abandona el hogar, dejando a Suzanne en manos de su hermano mayor, que la maltrata física y psicológicamente por no soportar el tipo de vida que lleva la joven.

A nuestros Amores refleja de forma muy fidedigna la forma tan confusa y a veces contradictoria como los adolescentes asumen por primera vez las relaciones sentimentales y el descubrimiento de su propia sexualidad. No se puede decir que Suzanne sea una mujer carente de sentimientos interesada solo el sexo, tal y como pone de manifiesto la forma como le afecta la ruptura con Luc, su primer novio, o lo ofendida que se siente cuando un americano con el que se acostó la noche anterior finge no conocerla al verla por la calle. Precisamente uno de los grandes logros de Pialat es evitar un personaje estereotipadamente promiscuo, una suerte de femme fatale de dieciséis años que disfruta de forma libre de su sexualidad sin importarle los demás. Al contrario, Suzanne es una chica inestable que no parece comprender mejor que el espectador el por qué de muchos de sus actos.

Más que seguir una trama narrativa convencional, Pialat prefiere construir A nuestros Amores a través de una serie de retazos de realidad, pequeños instantes que se suceden entre sí tan libremente que a menudo el espectador debe reconstruir los hechos que han sucedido entre ellos. De la misma manera, a menudo obvia los momentos más decisivos y prefiere orbitar a su alrededor. Por ejemplo, no escuchamos la conversación en que Luc decide romper con Suzanne, de la cual solo presenciamos el final, cuando éste la deja sola después de haber tenido esa tensa charla. Pero lo que hace entonces Pialat es mantener durante un buen rato el plano de la joven sentada en la misma posición, reflexiva y con mirada triste, en la que es una de mis imágenes favoritas en una película donde precisamente los personajes no destacan por contener sus emociones. Del mismo modo, Pialat evita las escenas de sexo (ese lugar común tan típico y trillado pero pocas veces tratado de forma interesante en películas de temática similar a ésta) y en su lugar nos muestra el antes y el después: los coqueteos y seducción previos, y luego las conversaciones posteriores llenas de complicidad.

El método de Maurice Pialat se basa en gran parte en improvisaciones con los actores de las cuales logran emanar momentos de una gran autenticidad combinados con otros que seguían el guion al pie de la letra pero que, gracias a su estilo de dirección, también parecen espontáneos. Uno de los ejemplos más paradigmáticos es la comida familiar del final en que sorpresivamente aparece el padre de los protagonistas (recordemos, el propio Pialat) años después de que hubiera abandonado el hogar. En el guion que habían recibido los actores no solo no se mencionaba la reaparición de este personaje sino que incluso se les daba a entender que había muerto, de forma que la expresión de sorpresa de los personajes y sus reacciones algo confusas son reales. Pero hay más. El padre de Suzanne se muestra insoportable con los invitados (uno de ellos un crítico de cine real ejerciendo aquí de actor al que Pialat ataca haciendo referencias a un texto que éste había escrito) hasta que, en un arranque de furia, su mujer le asesta una bofetada. Eso tampoco estaba previsto. La actriz que interpretaba a su esposa realmente había perdido los nervios y atacó a Pialat, que por otro lado es célebre por ser un director bastante difícil de soportar y que llevaba a sus actores al extremo. De modo que en una curiosa confluencia entre realidad y ficción, la actriz ya albergaba previamente en su interior una rabia acumulada hacia Pialat/su esposo que estalló espontáneamente en esa escena.

Por otro lado resulta innegable que uno de los principales aspectos que sostienen el filme es la soberbia interpretación de una por entonces debutante Sandrine Bonnaire, que consigue transmitir con una naturalidad muy difícil de ver en la pantalla la compleja personalidad de su personaje. A veces parece ser ella la que tiene la sartén por el mango en sus encuentros amorosos, en otras da la impresión de que se aprovechan de ella; en ocasiones es encantadora y cariñosa, y en otras está cegada por arrebatos de furia en que insulta a su padres.

En la escena final del filme, Suzanne se dirige acompañada por su padre al aeropuerto, donde va a tomar un vuelo para la que seguramente sea una nueva vida. La conversación que tiene lugar entonces entre padre e hija resulta reveladora porque podría leerse también como un diálogo entre director/descubridor y una joven promesa que va a lanzarse a una carrera cinematográfica, de modo que la escena funciona vista tanto de una forma como otra, y ese cariño que el padre parece sentir hacia esa hija a la que ha criado en el fondo es también el aprecio que siente Pialat hacia esa joven y talentosa actriz a quien ha guiado y dirigido en su primer papel protagonista, impulsándola hacia una prometedora carrera cinematográfica. Una vez más la realidad y ficcion se entrecruzan haciendo difícil distinguir entre ambas.

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