Una de las muchas cosas que añoro del cine de la época clásica es su capacidad por mantener cierta inocencia en algunas de sus historias, el entender que cada película es un universo propio que no tiene por qué parecerse a la realidad, y que no somos más listos como espectadores por saber que la premisa o el enfoque de una historia tienen un tono fabulado e irreal. Ver una película es sumergirse en un mundo propio e, idealmente, coherente consigo mismo. Más allá de eso, no tiene por qué corresponderse con la realidad.
Así pues, si algo echo en falta hoy día son películas como las de Frank Capra o el primer Berlanga de Bienvenido, Mister Marshall (1953) o Calabuch (1956), que dan una visión tan entrañable del mundo en la que refugiarnos durante hora y media. Apenas se me ocurren ejemplos de filmes de este siglo que mantengan ese espíritu salvo algunas excepciones puntuales como esa simpática oda a la cinefilia de videoclub que es Rebobine, por Favor (Be Kind, Rewind, 2008) de Michel Gondry. A cambio, la era clásica nos ha dejado suficientes filmes remarcables con estas características en los que refugiarnos, como esta comedia de la Ealing titulada Los Apuros de un Pequeño Tren (The Titfield Thunderbolt, 1951) de Charles Crichton.
Ambientada en el pueblecito inglés de Titfield, la acción se inicia cuando sus habitantes descubren consternados que la línea de ferrocarril que conecta con la ciudad más próxima va a ser cerrada próximamente. El vicario de la comarca, un fanático de los trenes, se alía con otro miembro del pueblo para dar forma a un plan para salvar la situación: hacerse con la línea de ferrocarril gracias a la aportación del hombre más rico del pueblo, de carácter más bien excéntrico (hoy día diríamos «con problemas de alcoholismo») y fácil de convencer para este tipo de causas perdidas, y operarla ellos mismos con la ayuda de otros voluntarios. Contarán, no obstante, con la oposición de dos hermanos que operan la línea de autocares y quieren hacerse con el monopolio del transporte fuera del pueblo, así como de las administraciones públicas, que solo les darán el vistobueno si pasan el minucioso examen de un funcionario que acudirá en un mes a juzgar si la línea de ferrocarril es segura.
De entrada, si les parece que la historia es demasiado fantasiosa, les gustará saber que está inspirada en el caso real del ferrocarril Talyllyn en Gales, que en 1951 pasó a ser preservado por voluntarios de la zona que querían mantenerlo en funcionamiento por su interés histórico. Pero más allá de ese hecho real, lo que me gusta de Los Apuros de un Pequeño Tren es que es una película en que los adultos se comportan como niños y, lo más importante de todo, consigue que no los veamos como personajes pueriles y mal definidos, sino que nos contagiemos de su entusiasmo. Si los habitantes de la ya citada Calabuch al final del filme parecía que se pusieran a jugar a los soldados, y los vecinos de Pasaporte a Pimlico (Passport to Pimlico, 1949) de Henry Cornelius decidían aliarse y montar su propio país, los protagonistas de este filme afrontan la adversidad con el mismo espíritu aventurero e ingenuo que unos niños. En el fondo son películas que muestran a pequeñas comunidades que se niegan a aceptar los avances del mundo moderno y optan por algo tan propio de la infancia como refugiarse en un pequeño universo propio, en que idealmente se escapa de las aburridas reglas del mundo adulto.
De hecho muchos de los conflictos que se encuentran los solventarán con soluciones que parecen más bien infantiles: cuando se les sabotea agujereando el depósito de agua que hay junto a la vía todos los pasajeros del tren acuden a una granja cercana a buscar utensilios con que llenar el depósito de la locomotora con agua del río (¡parecen literalmente críos cogiendo sin permiso cacharros de su casa para hacer sus travesuras en el campo!), y cuando los antagonistas bloquean la vía, el honorable vicario afronta la situación de forma más bien poco ortodoxa dando golpes con la locomotora al camión que está presuntamente atrapado en mitad del camino. ¿A quién sino a un niño se le ocurriría solucionar un contratiempo así de una forma tan bruta?
Para bien o para mal, Los Apuros de un Pequeño Tren es una película sin protagonista, más bien un filme coral con algunos rostros que adquieren más relevancia pero sin una figura clara que se erija por encima del resto. Es una película sobre el espíritu comunitario y sobre la necesidad de luchar juntos por el bien común, pero sin sermonear en ningún momento al espectador ni recurrir a moralejas. En su momento el productor Michael Balcon declaró quedar muy decepcionado con el resultado y, de hecho, en general en su estreno fue considerado un filme muy menor de la Ealing, y creo que en parte se debe a eso. No hay un protagonista claro ni apenas se profundiza en los personajes. El guion define sus caracteres y se muestra coherente con ellos, pero no hay grandes conflictos, todo parece un gigantesco juego.
Todo eso es cierto… pero creo que va a su favor. Esa ligereza creo que cuadra perfectamente con el tono de la película, que además va acorde con su duración de apenas hora y veinte. Está claro que la gran idea que hay detrás del filme es explotar esa anécdota, definir una serie de personajes muy divertidos con ese carácter tan típica e irresistiblemente británico y hacernos disfrutar de esos bellos paisajes rurales filmados en Technicolor. A partir de aquí se suceden pequeñas anécdotas divertidas (el fogonero que va cazando piezas de animales en mitad del viaje y parando el tren para recogerlas, el obispo que es tan entusiasta de los trenes como el vicario y se muestra ilusionadísimo por hacer de fogonero…) hasta culminar en la última escena que combina el humor con el suspense: ¿podrán acabar el viaje con el inspector que está revisando la calidad del servicio?
Aunque es obvio que la película no pretende más que hacernos pasar un buen rato, vista hoy día no obstante hay algunas ideas que es inevitable que le vengan a uno a la cabeza – de la misma forma que otra comedia de la Ealing como El Hombre del Traje Blanco (The Man in the White Suit, 1951) de Alexander Mackendrick ha adquirido más valor en nuestros tiempos por evocar debates actuales como el de la obsolescencia programada y la necesidad del capitalismo de que los bienes que consumamos no duren eternamente. En el caso de Los Apuros de un Pequeño Tren no puedo evitar quedarme con el discurso que hace un personaje cuando habla del amargo futuro que les espera sin el ferrocarril: un pueblo atestado de coches y contaminación.
Aunque hoy día sigue habiendo pueblos recónditos como el de la película, es inevitable pensar cómo el progreso ha ido fomentando el individualismo del transporte en coche o moto, y cómo la idea tan romántica del viaje en tren ha ido poco a poco quedando anticuada. Películas como ésta tienen pues un valor añadido, y es hacernos fantasear con otros universos donde los habitantes de un pueblo pueden realmente ponerse de acuerdo y trabajar juntos por una idea que les ilusiona y les permite preservar su legado al mismo tiempo que mantienen ese saludable espíritu comunitario en el que, ay, a menudo me cuesta creer fuera del cine populista.
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Hola Doctor,
Qué deliciosa película. Coincido en cada palabra que dice usted. Solo le falta haber puesto el fotograma de las «victimas del amateurismo», que está gracioso.
Además de con su acertado comentario me quedo con todas las referencias que cita, bien traídas y que en algún caso desconozco, como la de Gondry, y me ilusiona ponerme a ello.
Ya que la menciona, y es cierto que mucho recuerda a esta, le comento que no puedo compartir su gusto por Calabuch. Es curioso porque leo su comentario sobre ella de hace un par de años y coincido con sus palabras, pero yo jamás he podido entrar en esa película, y lo he intentado varias veces, la última hace poco. Será su patético doblaje, será su protagonista niñoviejo… No lo sé, pero no puedo con Calabuch.
Por otra parte, le diré que como extremeño random no puedo evitar ver Los apuros de un pequeño tren y mearme de la risa, porque aquí estamos peor que hace 70 años en la Inglaterra soñada en los estudios Ealing, pero bueno, esa es otra historia.
Un abrazo y gracias, como siempre.
Querido Manuel, celebro que coincida en mi reseña, realmente la película tiene mucha miga, porque no solo me dejé lo de «víctimas del amateurismo» sino que acabo de caer que tampoco comenté esa escena que parodia los westerns mientras los «malos» planean cómo sabotear el tren, que me gusta mucho.
Entiendo que Calabuch no le cale, con estos filmes uno tiene que entrar especialmente en el juego, y a veces la cosa funciona… y a veces simplemente esos personajes supuestamente entrañables se nos hacen insoportables. A mí me pasa con otros ejemplos que reservo para otra ocasión.
Y efectivamente, sabiendo cómo están en su tierra con el tema ferroviario al final van a tener que tirar por una solución similar a los protagonistas de este filme.
Un abrazo.
¡¡¡Querido doctor Mabuse, cómo me gustan las comedias de la Ealing!!! Esta tengo que verla. ¡Está en mi lista de pendientes! Pero sé que me tiene ganada. Mira, me sirve tu artículo, para no retrasarlo más.
Ayyyy, me gusta mucho «Rebobine, por favor» (Be Kind, Rewind, 2008) de Michel Gondry. Me emociona un montón. Es una película muy de barrio y de espíritu de comunidad, además de una pasión total por el cine. Sí, entra totalmente dentro de película con visión entrañable del mundo.
Por aportar otra película de los 2000 con visión entrañable del mundo: Lars y una chica de verdad…
Aunque creo que en realidad todas las comedias que has dicho (las de Capra, las de Berlanga, la de Ealing…) y otras, tienen un fondo de amargura y de realidad y de saber que el mundo no es así, todas tienen una inteligente manera de dar rienda suelta a una crítica feroz de este mundo en el que vivimos.
Beso
Hildy
Querida Hildy, si es usted fan de la Ealing esta película la va a disfrutar mucho, no lo dude ni por un instante. No está entre sus obras mayores pero tiene los ingredientes que hacen que estas comedias sean tan especiales y entrañables.
Coincido en ese espíritu de barrio que menciona de Rebobine por favor, que para mí la convierte en una película muy «capriana», y aunque la vi hace mucho también tengo un buen recuerdo de Lars y una chica de verdad.
Y por descontado hace bien en resaltar ese aspecto que cita al final. Estas películas son muy entrañables pero siempre hay un fondo crítico. En las de Ealing no se nota tanto, pero en las de Capra se ve muchísimo. Llevo años diciendo que pese a su fama de azucarada Qué Bello Es Vivir en realidad es una película muy amarga (¿no es al fin y al cabo la historia de un pobre tipo que ha renunciado a todos sus sueños y se ve obligado a pasarse toda su vida en un pueblucho aburrido?), y Caballero Sin Espada es a lo tonto una de las críticas más duras a la política americana que se hizo en la época. Pasa que luego el final feliz nos hace olvidar ese poso de amargura anterior. Ello es en parte lo que hace que hoy día sigan siendo tan vigentes.
Un abrazo.