Dennis Hopper

Buscando mi Destino [Easy Rider] (1969) de Dennis Hopper

Resulta especialmente difícil en mi opinión juzgar una película que ha conseguido trascender hasta convertirse en un icono popular, ya que es algo más complejo valorarla únicamente por sus valores fílmicos sin dejarse influenciar por todo lo que la ha acabado rodeando. Es inevitable que incluso antes del primer visionado ya tengamos unas ideas preconcebidas muy marcadas sobre ella que condicionen nuestra valoración final, y si bien eso es algo que nos pasa en cierta medida con casi cualquier obra que consumimos, en casos como el de Buscando mi Destino – a la que a partir de ahora me referiré por su título original, Easy Rider (1969) – creo que eso es algo que ha jugado mucho en su contra porque ha conllevado que la visión que se tenga del filme sea en muchos casos malinterpretada o que se limite únicamente al mito que hay detrás.

¿Cuál es la percepción general que se tiene del filme? Por un lado una obra hecha de forma casi underground por un equipo de hippies con pocos recursos de la que nadie esperaba nada y que, inesperadamente, se convirtió en un gigantesco taquillazo que pilló a los estudios de Hollywood por sorpresa y contribuyó decisivamente a abrir las puertas a lo que se conoce el New Hollywood. Por el otro, una película hija de su época, celebrando el movimiento contracultural con todo lo que ello implica (drogas, rock, hippismo, etc.). Y si bien el primer punto se aproxima bastante a la realidad (aunque tiende a obviarse que lo de Easy Rider no fue un caso aislado, sino el ejemplo más visible de cómo a finales de los 60 cierto tipo de cine dirigido a un público más joven estaba haciéndose cada vez más rentable), el segundo creo que ha llevado a malinterpretar muy a menudo el mensaje de la película así como el contexto en que se produjo. Quizá la forma de entender mejor qué era Easy Rider sería detenernos un momento a entender cuál era el estado de los movimientos contraculturales a finales de los 60.

En el imaginario popular el movimiento hippy y la contraculturalidad suelen ir unidos a eventos como el festival de música Woodstock 69 y filmes como el que nos ocupa, dando a entender la idea de que en ese año fue cuando dicho movimiento estaba en pleno auge, pero en realidad es todo lo contrario: todos esos movimientos habían surgido bastantes años antes en la zona de San Francisco y tuvieron su momento cumbre entre 1965 y 1966. Para cuando se celebró el festival de Pop de Monterey del 67 en lo que se conoce popularmente como el «verano del amor», el movimiento hippie ya había perdido su esencia al haber llegado al gran público. Cientos de jóvenes acudieron en masa a San Francisco a impregnarse del espíritu de la «era del Acuario» provocando el éxodo de los que habían iniciado ese movimiento. Ser hippie se puso de moda e incluso el mundo de la publicidad hincó sus garras en esa estética para apropiarse de una apariencia joven y «cool» con la que vender nuevos productos. El espíritu inicial realmente contracultural se diluyó quedando como principales signos de identidad algunas consignas fáciles de retener y su estética.

¿A qué viene todo este contexto? A un aspecto esencial para entender Easy Rider y es que en 1969 el movimiento hippie estaba ya prácticamente muerto, al menos en su concepción inicial. Por tanto este artefacto de Peter Fonda y Dennis Hopper no era una celebración de la contracultura sino más bien un canto del cisne que anunciaba al gran público de forma pesimista lo que los iniciadores de este movimiento ya sabían desde hacía tiempo: que se encontraba ya en sus últimos estertores.

Pasemos a nuestros protagonistas. Peter Fonda a mediados de los años 60 había conseguido erigirse como uno de los actores que mejor representaban la contraculturalidad, viéndose cada vez más apartado de proyectos convencionales en favor de filmes de serie B como la célebre cinta de moteros Los Ángeles del Infierno (1966) de Roger Corman. El enorme éxito de dicha película le dio cierta libertad para tirar adelante un proyecto que tenía pensado con otro actor irreverente y poco convencional, Dennis Hopper, en la que ambos asumirían los papeles protagonistas y, además, Hopper el rol de director y Fonda el cargo menos agradecido de productor. La idea que ellos intentaron vender inicialmente era que se trataría de otro filme de moteros, pero aquí Hopper y Fonda junto al guionista Terry Southern decidieron que eso sería la excusa para tratar otros temas que más les interesaban, de modo que Easy Rider en su momento se concibió como una de esas películas que en la superficie era un producto previsiblemente comercial (Peter Fonda repitiendo su papel de peligroso motero), pero que en realidad tiraba otros derroteros.

Un primer aspecto nada trivial era el título original, que podríamos traducir como «motero tranquilo» y que ya en si mismo subvierte el rol que tendrían los moteros protagonistas respecto a lo que era lo corriente en otras obras del género, donde se dedicaban a cometer todo tipo de tropelías y buscar pelea con otras bandas rivales. Nada de eso hay en Easy Rider, donde sus dos protagonistas son dos moteros que lo que hacen simplemente es recorrer el país para llegar a tiempo a New Orleans para la celebración del Mardi Gras. Lo interesante es que aquí ellos son las víctimas, al ser atacados por unos pueblerinos o acosados por la policía cuando no buscan problemas con nadie, y en este cambio de roles Fonda y Hopper están haciendo algo muy interesante que es cambiar la percepción tradicional de la figura del motero como un peligroso fuera de la ley. Aquí son más bien símbolos de la contracultura en permanente conflicto con el resto de la sociedad por no replegarse a sus normas.

Un aspecto muy interesante de Easy Rider es la forma como reivindica la contracultura y critica la sociedad tradicional y de mentalidad conservadora pero ubicando a sus personajes dentro de una iconografía típicamente americana: la idea tan yanki del sueño americano de recorrerse el país en vehículo libre de ataduras y sin un destino claro, el casco con la bandera estadounidense o el apodo tan irónico que tiene uno de ellos de Capitán América. De hecho, Hopper y Fonda concibieron Easy Rider como un western moderno, y la idea de los dos protagonistas «cabalgando» por zonas desconocidas e inhóspitas así como la importancia que se da a los paisajes desérticos encajan mucho con esa idea.

Pero aunque las icónicas imágenes de los protagonistas yendo en moto con canciones de rock de fondo dan una imagen chulesca y «cool» de estos antihéroes, no hay que olvidar que la visión que ofrece la película del estado de esos movimientos contraculturales en esas fechas es pesimista y desencantada, algo que queda especialmente patente en dos momentos muy importantes del filme. El primero a destacar es una de las escenas más significativas del filme, que tiene lugar justo al final cuando el personaje de Peter Fonda dice el famoso diálogo de «La pifiamos«. Dicha escena fue en realidad una inspiración de última hora de Dennis Hopper, quien insistió a Fonda que rodaran ese diálogo en el cual el segundo simplemente no hacía más que repetir una y otra vez «La pifiamos» sin aclarar a qué se refiere. Siempre me ha resultado especialmente atrayente esta escena porque nunca especifica ni quienes son «nosotros» ni en que sentido la han pifiado, podría referirse tanto a ellos dos como a todo el movimiento que representan. Para mí esta frase pronunciada por uno de los artistas por excelencia de la contracultura es la constatación definitiva del fracaso del movimiento, y el hecho de que se añadiera improvisadamente es una muestra del talento tan instintivo de Hopper por captar el sentir general del momento.

El otro instante que refleja el estado en que se encontraba el movimiento hippie es mucho menos ambiguo: la escena en que los protagonistas visitan una comuna que está muy lejos de la imagen idílica y optimista que uno esperaría que ofrecerían dos cineastas que parecían simpatizar con el movimiento. Para entonces – el filme se rodó en 1968 – el sueño de la vida en comunidad y de retorno a la naturaleza se había evaporado y la película nos muestra a algunos de los pocos supervivientes malviviendo como pueden en la pobreza e intentando en vano que su cosecha sobreviva a la sequía. Aunque su idea inicial era filmar una comuna real en New Buffalo, sus habitantes se negaron a aparecer en la película y tuvieron que recrear todo ese escenario, pero a cambio los rostros de los integrantes de esa comunidad son de una gran autenticidad y revelan el que es uno de los grandes fuertes de la película: la capacidad de Hopper por conseguir rostros reales para los papeles secundarios o figurantes.

Esa preocupación por captar rostros que parecieran de verdad auténticos fue igualmente importante en las escenas en que los protagonistas son confrontados por los paletos de algunas zonas rurales. Para dichas escenas Hopper rehusó utilizar a actores amateurs y prefirió reclutar a gente sin ninguna experiencia interpretativa pero que ya en su apariencia y la forma como les miraban se notaba que les odiaban de verdad. No en vano, Hopper quería captar una realidad de la época, ese choque frontal entre culturas, y ¿qué mejor forma que utilizando a hippies y a paletos de verdad haciendo de sí mismos?

Algo que diferencia Easy Rider de otras películas hollywoodienses que buscaban impregnarse de forma oportunista del espíritu de la época es que se nota que sus creadores realmente formaban parte del meollo y le aportan una especial autenticidad. De hecho su afán de ir contra el stablishment no se queda solo en el mensaje de la película sino también en su forma, con un estilo de dirección que se nota que busca experimentar con el montaje y la narración. Hay quien simplemente atribuye el estilo tan extraño de la película a que fue una obra que seguramente se realizó bajo el efecto de las drogas pero ni eso le quita validez al resultado si ése es el único motivo por el que tiene esa estética ni tampoco es justo con Hopper, ya que su siguiente obra, La Última Película (1971), demostró su afán por seguir la senda de un cine más experimental sin inhibiciones y no un mero capricho estético.

Esto es aún más cierto si tenemos en cuenta la versión que conocemos de Easy Rider fue domesticada en la sala de montaje, ya que inicialmente se dice que duraba unas 3 horas y divagaba muchísimo más. Desconozco si esta versión más experimental habría sido mejor o peor que la conocemos, pero sí que creo que este recorte de minutaje le beneficia en ciertos aspectos. Por ejemplo, el montaje inicial nos mostraba a los protagonistas en su trabajo habitual actuando en un espectáculo de motos y una persecución tras la compra de cocaína en México en que al final logran escapar de la policía. En cambio creo que el inicio actual del filme es mucho mejor: lo primero que vemos es un escenario feo y destartalado situado en un pueblo perdido de México donde nos encontramos a dos hombres de aspecto extravagante comprando droga. Seguidamente tiene lugar la no menos inquietante escena sin diálogos de los dos vendiendo la droga a un traficante a las afueras de un aeropuerto, con el continuo ruido de los aviones como única banda sonora. No sabemos quiénes son, ni qué pretenden (¿se ganan la vida pasando droga a través de la frontera? ¿Son peligrosos? ¿Qué van a hacer con ese dinero?). Todo esto funciona mucho mejor como punto de partida que una introducción convencional que en realidad no parece que aportara demasiado a la historia, ya que cuanto menos sepamos de su pasado más fuerza mítica adquieren los personajes.

Lo que el montador no consiguió domesticar de ningún modo es la famosa y extensa escena del chute de ácido en el Mardi Gras, que es donde Hopper se desboca por completo en su afán experimental y para mí constituye uno de los momentos cumbres de la cinta (y seguramente al mismo tiempo uno de los más odiados por sus detractores). No solo es una secuencia interesantísima por la forma como recrea un viaje psicodélico a partir de la combinación de sonidos, imágenes y el tipo de montaje, sino que además es fiel al tono más pesimista del filme. La única razón de ser de todo este viaje era simple y llanamente ir a Mardi Gras a divertirse y gastarse el dinero ganado con la venta de cocaína, pero al final cuando logran su propósito lo único que obtienen de ello es un mal viaje pesadillesco. Desde luego por mucho que fueran consumidores habituales, no se puede decir que aquí Hopper y Fonda hagan una apología a las drogas.

Otra gran contribución fundamental para la película que surgió de forma espontánea en la sala de montaje fue su magnífica banda sonora, que recopila algunas de las mejores canciones de rock de la época sin servirse de temas de grupos especialmente trillados. De hecho, algunas de esas canciones adquirieron un estatus mucho mayor a raíz de la película, especialmente el tema de hard-rock «Born to be Wild» de Steppenwolf que además en su título evocaba esa filosofía motera que siguen los protagonistas, y la conmovedora balada «The Weight» de The Band, que es el acompañamiento perfecto para las imágenes del desierto al atardecer. De entre los temas menos conocidos otro por el que siento debilidad es «If You Want to Be a Bird» de The Holy Modal Rounders, el cual encaja a la perfección en esos entrañables planos de los protagonistas y Jack Nicholson conduciendo sus motos mientras hacen el payaso, uno de los momentos que mejor transmiten esa sensación de bienestar y libertad. De hecho, lejos de ser circunstanciales, las canciones escogidas hicieron que el limitado presupuesto del filme aumentara peligrosamente para pagar los derechos de todos los autores, lo cual demuestra que Hopper y Fonda eran conscientes de la importancia que tendrían para el resultado final, evitando así el recurso prototípico de encargar a una banda de tercera fila un par de canciones mediocres y baratas de aroma hippie para dar el pego: todo lo que rodeaba la producción tenía que ser auténtico (a modo de curiosidad, la música rock también sirvió de inspiración para el look de Dennis Hopper, que está descaradamente inspirado en el guitarrista y cantante David Crosby).

Como reacción al enorme (y sobre todo inesperado) éxito que tuvo Easy Rider en su momento, se ha acusado al filme de no ser más que un proyecto barato filmado entre colegas mientras fumaban porros que tuvo la suerte de triunfar por salir en el momento adecuado. Es cierto que hay una parte de verdad en eso, pero de entrada ese aire de producción barata y ese colegueo entre sus participantes creo que beneficia al tono de la película, incluso aunque a veces creo que es demasiado obvio que más que actuar se lo están pasando bien mientras les filman, como se hace patente en las escenas que comparten con un joven Jack Nicholson. De hecho aquí radica gran parte del encanto del filme: en la combinación de escenas guionizadas con pequeños ramalazos de inspiración bastante acertados y otros que simplemente surgieron espontáneamente y fueron captados por las cámaras (por ejemplo la tensión entre el hippie al que recogen al principio y Dennis Hopper es auténtica y varios de sus diálogos son improvisados).

Pero esas circunstancias de producción no deberían ocultar que Easy Rider atesora muchos logros artísticos remarcables, que ofrece un retrato muy fidedigno de la época más desencantado y pesimista que ilusamente esperanzador, y que el afán de experimentar de Fonda y sobre todo Hopper no era un mero juego de jóvenes con ganas de dar la nota, sino una ambición artística real, sin duda más basada en la intuición y el descarte/error (entendiendo por «error» el numeroso metraje que acabó en la sala de montaje) pero no por ello menos válido ni interesante. Para mí sigue siendo una de las grandes películas del Hollywood de finales de los 60 y una de las radiografías más certeras de uno de los periodos más interesantes de la historia reciente de Estados Unidos.

La Última Película [The Last Movie] (1971) de Dennis Hopper

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A veces sucede que una película fallida acaba siendo más interesante e instructiva que muchas obras correctas impecablemente realizadas, y que incluso siendo conscientes de que dicha película no es buena consigamos extraer de ella ideas muy interesantes. Éste es sin duda el caso de un film tan inclasificable como La Última Película (1971) de Dennis Hopper, que bascula entre la genialidad y la pérdida absoluta de cordura, entre ideas muy interesantes y otras que no aportan nada, entre la vanguardia y el cine convencional.

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Su gestación fue consecuencia del enorme y, sobre todo, inesperado éxito de la mítica Easy Rider (1969), una película de moteros dirigida por Hopper y su amigo Peter Fonda con poquísimo presupuesto y en petit comité. A toda la industria cinematográfica le pilló completamente por sorpresa que un film de estas características se convirtiera en una obra generacional que arrasara en taquilla. Los ejecutivos literalmente no entendían la película, pero el público joven de la época había respondido entusiasmado, así que era de prever que Dennis Hopper sería un valor en alza. El astuto actor y director aprovechó ese repunte de popularidad para volver a sacar a la luz un guión que había escrito junto al guionista Stewart Stern años atrás.

Era una ambiciosa historia que en su momento aspiró a filmar protagonizada por Montgomery Clift pero que no llegó a nada tras la muerte del actor y la ausencia de inversores. Se centraba en un pueblo sudamericano donde tenía lugar el rodaje de un western en un decorado construido ahí mismo. Cuando el equipo abandonaba el lugar, el único miembro que queda es el especialista de escenas difíciles, Kansas, que permanece en el país con la idea de reaprovechar el decorado para otras películas. Pero Kansas se topará con los nativos locales, quienes acuden con curiosidad al set y empiezan a simular ellos mismos que graban una película pero convirtiendo el proceso en un ritual.

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Dicho planteamiento tan apasionante surgió de la mente de Hopper tras un rodaje en México que le había hecho preguntarse qué harían los nativos cuando quedaran los decorados abandonados. A partir de aquí, planteó una visión muy interesante del cine como una especie de ritual. Las únicas imágenes que vemos del rodaje son escenas de muertes y tiroteos desmadrados en que fallecen absolutamente todos los personajes, es decir, una referencia nada sutil a cómo se explota el cine para articular la violencia y la representación de la muerte. El hecho de que Hopper inserte estas escenas sin un contexto que nos dé a entender que forman parte del rodaje – no es hasta pasados unos minutos cuando vemos el equipo que les está filmando – enfatiza la confusión entre ficción y realidad que sufrirán los mismos nativos que presencian el rodaje, máxime cuando uno de los miembros del equipo fallece accidentalmente.

Una vez se marcha el equipo y los nativos se apoderan del set, éstos intentan recrear ese ritual mágico llegando incluso a fabricarse elementos de rodaje como cámaras y focos con ramas. En última instancia, esta falsa filmación acaba derivando en una celebración pagana en que se utilizan fuegos artificiales y máscaras, convirtiendo todo en una suerte de rito místico. El problema está en que ellos no acaban de entender que lo que se filma es falso, y por tanto para filmar una muerte pretender matar de verdad a una persona, es decir, culminar todo el ritual con un sacrificio humano. Que el único miembro del equipo que quede sea Kansas resulta además doblemente oportuno, puesto que al hacer de especialista para escenas peligrosas su función consiste en simular una y otra vez su propia muerte, como si fuera una especie de mago que muere una y otra vez pero siempre resucita: ¿cómo puede sobrevivir si no a tantos disparos y caídas?

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Dichas ideas son sin duda lo que más justifica el visionado de este film y eran, según parece, el grueso del guión que escribieron Hopper y Stern. El problema está en que el director se dejó llevar por ese ambiente de libertad creativa y decidió dejar de lado el guión e improvisar buena parte de las escenas en un ambiente de rodaje por otra parte caótico. En consecuencia, Hopper volvió del rodaje en Perú con 40 horas de película sin mucha coherencia que no sabía cómo montar.

Del mismo modo que en el film no se disocia claramente entre ficción y realidad (o mejor dicho, entre la realidad y su representación), la propia película en sí misma tampoco puede disociarse de su contexto de producción. El estilo tan caótico y desmadrado que caracteriza La Última Película es en realidad un fiel reflejo del ambiente que rodeó a su rodaje, y de la misma manera que el equipo de la historia acaba «contaminando» a los indígenas con su llegada, el propio Hopper y su el equipo de rodaje real hicieron lo mismo. Todo el rodaje estuvo envuelto en una continua orgía de sexo y drogas que, ya sea de forma consciente o no, ha quedado de alguna forma reflejada en el resultado final. Estoy convencido que en unas circunstancias más normales, Hopper no habría logrado transmitir ese estilo decadente que impregna La Última Película, especialmente en las escenas finales.

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Por supuesto, eso acarrea consigo unas consecuencias, y es que al final el resultado final es desequilibrado y fallido. Incapaz de lidiar con lo que había filmado y con el guionista Stewart Stern consternado al ver en qué había convertido Hopper su historia, el director finalmente optó por jugársela del todo y montarla con un estilo expresamente confuso y experimental. El resultado final se acaba resintiendo puesto que sobre el film sobrevuela una tensión mal resuelta entre un estilo más cercano al cine convencional y otro más vanguardista. A lo largo de su hora y media, La Última Película nos ofrece tanto momentos magníficos que justifican el visionado como otros más olvidables. Los primeros son especialmente los que tienen que ver con la trama propiamente dicha del film, que además son los que encajan mejor con ese estilo de montaje vanguardista, de la misma forma que lo hacía en Easy Rider con el segmento del viaje de ácido durante el Mardi Gras. Los que hacen que flojee el film son las otras subtramas, que no son tan interesantes como el argumento principal y se desarrollan pobremente entre ideas desaprovechadas y momentos de puro onanismo a gloria del propio Hopper: su fallida relación amorosa, la fiesta con las dos jovencitas, la búsqueda de la mina de oro, etc.

No obstante, ése es el precio a pagar por una película que es coherente consigo misma hasta las últimas consecuencias. La Última Película es un film confuso e incoherente, que buscaba dar forma a su propia identidad a través de ese estilo aunque eso perjudique al resultado final. Con ella, la carrera de Hopper como director llegó a su fin y la película se convirtió en  una de esas obras de culto ilocalizables durante décadas de las que se oía hablar pero que muy poca gente había logrado ver.

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