Es interesante enfrentarse al visionado de películas especialmente largas en que el tiempo es un factor clave para entenderlas, es decir, en que realmente uno ha de sentir cómo pasa en el tiempo todo el proceso que se narra; en que para que el film funcione uno ha de notar realmente el esfuerzo que se ha hecho. Un esfuerzo que a veces tiene un componente hasta físico para el espectador; cuando uno pasa muchas horas viendo una película a veces el cuerpo se llega a cansar, y si el visionado es a altas horas de la noche (la hora favorita de este Doctor para ver películas) implica luchar contra el sueño y hacer pausas para tomar el aire, como un corredor de larga distancia que se da unos minutos de refresco antes de seguir adelante. Guardo recuerdos muy concretos del primer visionado de algunas películas de estas características que me han gustado especialmente, como Sátántangó (1994) de Béla Tarr y las ya reseñadas por aquí Jeanne Dielman, 23 Quai Du Commerce, 1080 Bruxelles (1975) de Chantal Akerman o Eureka (2000) de Shinji Aoyama; no solo por lo mucho que me gustó su contenido, sino porque además fue una experiencia en sí mismo por su larga duración. No siempre he acabado congeniando con films que dilaten tanto el tiempo (aún me estoy recuperando de mi primera experiencia con el cine de Lav Diaz), pero cuando sucede es especialmente gratificante porque son obras que literalmente te hacen sumergirte en ellas.
Jacques Rivette es uno de los cineastas que más persistentemente ha explorado el tiempo en su cine, de hecho la mayor parte de sus metrajes suelen ser bastante largos. Uno de los más célebres es La Bella Mentirosa (1991), en que un viejo pintor casi retirado, Edouard Frenhofer (un excelente Michel Piccoli) se propone retomar un proyecto antiguo destinado a ser su gran obra maestra: «La bella mentirosa». Para ello, decide utilizar como modelo a una joven que acaba de conocer, Marianne, la pareja de un artista admirador suyo que ha ido a visitarle.
Pese a que sus casi cuatro horas puedan asustar, este es uno de esos casos en que esta desmesurada duración está más que justificada porque el gran tema de la película no es tanto el fin en sí mismo que persigue Frenhofer (pintar su obra maestra) como el tortuoso proceso, una idea que Rivette ya había explorado décadas atrás en el mundo del teatro con la también extensa L’Amour Fou (1969) – un film en el que no obstante no conseguí entrar, aunque lo encuentro interesante por sus intenciones y la absoluta fidelidad de su creador a ellas. Pese a que me consta que existe una versión más reducida de poco más de dos horas, soy incapaz de imaginarme cómo podría La Bella Mentirosa durar menos sin perder su esencia. Porque lo más interesante de este metraje es sentir cómo nos sumergimos en este arduo proceso de exploración, en busca de la esencia de esa obra maestra.
Frenhofer hace mención a que necesita que haya sangre en sus cuadros. Lo que busca tan insistentemente es captar la esencia auténtica de su modelo, ver más allá de su cuerpo y trasladar ese «algo» imposible de describir en palabras en el lienzo. Una vez modelo y pintor han perdido el rubor inicial de enfrentarse al cuerpo desnudo de la joven, el artista la hace pasar por el duro proceso de posar una y otra vez en todo tipo de posturas a cada cual más incómoda. Llega un punto en que tanto el pintor como nosotros nos acostumbramos a su cuerpo desnudo y casi se podría decir que desaparece el erotismo, puesto que la cuestión estriba en deconstruir todo ese cuerpo, conocerlo en todas las posturas y desde todos los ángulos posibles, descomponerlo en cientos de bocetos hasta que el pintor consiga llegar a su esencia.
En cierto momento, Liz, mujer de Frenhofer y su antigua musa, avisa a la joven sobre el peligro que supone embarcarse con el pintor en ese proceso hasta el final. Éste intentó diez años atrás pintar ese cuadro con ella como modelo pero abandonó por no ser capaz de llegar hasta las últimas consecuencias. La visión que nos da la película de la supuesta gran obra maestra es la de una pieza que implica horas de exploración y de un esfuerzo físico, no solo para la modelo posando en posturas imposibles durante horas, sino para el artista (en cierta ocasión es la propia modelo la que le propone al pintor hacer una pausa, puesto que el esfuerzo que le supone este proceso también le está desgastando a él). De hecho, si Frenhofer fue incapaz de llegar hasta el final con Liz es precisamente porque la quería, como si se sintiera mal por conducir a un ser querido hasta las últimas consecuencias de un proceso que ella misma define más adelante de impúdico. Como antigua modelo y mujer de Frenhofer, la postura de Liz es ambivalente al respecto. Aunque tienen una convivencia plácida y agradable, en el fondo lamenta que no consiguiera acabar el cuadro con ella aunque eso implicara que su relación no pudiera ser la misma. De hecho Frenhofer, buscando romper lo máximo los vínculos del cuadro con Liz, en cierto momento hace un boceto a partir de un retrato de su mujer que borra por completo para hacer pruebas de su nuevo cuadro.
La consecuencia final es una obra maestra que nunca se muestra al espectador pero que cuando la contempla Marianne, la deja totalmente en shock y desarmada. El pintor ha conseguido efectivamente plasmarla en el lienzo tal cual es, sin máscaras, más allá de lo físico, y su reacción natural es encerrarse y posteriormente intentar huir. En un último acto de humanidad, Frenhofer decide esconder el cuadro y pintar otro más anodino haciéndolo pasar por el auténtico. El coleccionista de arte, menos sensible a estos temas, lo da por bueno; pero Nicholas, que es también artista, lo rechazará decepcionado.
Más allá de todas las ideas que sobrevuelan la película, La Bella Mentirosa resulta fascinante por ser con toda probabilidad uno de los films que mejor ha sabido captar el proceso de pintar, recordándome a documentales como El Misterio de Picasso (1956) de H.G. Clouzot y El Sol del Membrillo (1992) de Víctor Erice. Pero siendo en este caso una ficción, Rivette consigue darle una meritoria autenticidad a todas las escenas en que se muestra el trazado de los bocetos, mostrándonos en tiempo real los primeros dibujos del artista en que intenta enfrentarse por primera vez al cuerpo de la joven. De hecho mi momento favorito de la película son los minutos previos a la primera sesión, en que un Frenhofer algo oxidado tras años de inactividad prepara todo de forma minuciosa antes de empezar a pintar. Rivette muestra con detalle cómo el pintor va recogiendo y apartando utensilios, colocándolos de una forma muy determinada que denota años de práctica trabajando de una forma determinada, además de una serie de manías propias como dar la vuelta al resto de lienzos del estudio o la necesidad de encontrar una silla muy determinada en la que sentarse. Son esos pequeños detalles que normalmente se pasarían por alto los que dan autenticidad a una película como ésta.
No tengan miedo a su duración, busquen un momento adecuado y déjense sumergir en una de las mejores películas que este Doctor ha visto sobre el proceso de creación artística.