Roberto Rossellini

Europa ’51 (1952) de Roberto Rossellini

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El mismo título de esta película de Rossellini ya nos indica la importancia de situarnos en contexto para entender su propósito. Europa y 1951. Seis años después del fin de la Segunda Guerra Mundial, en plena era de la Guerra Fría. Las secuelas de la terrible posguerra se han ido curando dando paso a una sociedad que ha vuelto a la normalidad. ¿Y qué es la normalidad? En este caso una pareja de burgueses, Irene y George Girard, que viven en un lujoso piso en Roma y que hacen cenas de sociedad con otros personajes elegantes, en las que se discute de política desde una distancia acomodada. Se preguntan si habrá guerra o paz, y la perspectiva de que suceda una opción o la otra no parece quitarles el apetito, aún cuando hace solo unos años que experimentaron las terribles consecuencias de que se produzca la primera opción.

Una inevitable analogía: la terrible Alemania Año Cero (1948) del mismo Rossellini, una de las mejores y más crudas obras sobre la Europa destruida de la posguerra, acababa con el suicidio del niño protagonista. Europa ’51, situada en la Europa recuperada y burguesa, empieza con el suicidio del enfermizo e inestable hijo de los protagonistas, Michele. Aunque pocas cosas hay más terribles que mostrar a un niño que decida quitarse la vida, en el film precedente podíamos llegar a entenderlo después de compartir sus vivencias en medio de esa miseria, pero ¿por qué se suicida Michele, que tiene una vida fácil y llena de lujos? El film de Rossellini empieza, pues, planteándonos el dilema de que algo no funciona bien. En esta sociedad burguesa frívola y aparentemente tan alejada de la guerra hay algo en su interior que falla cuando un niño especialmente sensible como Michele quiere suicidarse.

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A partir de aquí, Irene sucumbe en una depresión de la que solo logra resurgir entregándose por completo a ayudar a los más desfavorecidos. En este segmento de la película es donde tenemos más presente las raíces neorrealistas de Rossellini en su veraz retrato de los barrios más desfavorecidos de la capital italiana, donde la presencia de Irene resulta chocante no solo por el contraste en su forma de vestir tan elegante respecto a las familias humildes con que se codea, sino también en la diferencia entre el rostro tan bello y propio de una estrella como el de Ingrid Bergman respecto a los de esas personas que tienen impresos en sus rasgos su procedencia de clase baja. Su actuación de hecho es uno de los aspectos más sólidos del film. Aún perdiendo su voz por el doblaje italiano, la actriz sueca sostiene la película con un trabajo sólido que consigue que resulte creíble la evolución de su personaje: de la frívola dama de sociedad, a madre abnegada hasta finalmente alcanzar una especie de redención como salvadora de los pobres. También merece una mención Giulietta Masina en el personaje de la madre que vive en una barraca rodeada de niños, un papel breve pero divertido y lleno de personalidad.

La reacción de la sociedad a este repentino arrebato de bondad es intentar encasillar a Irene dentro de una etiqueta, más concretamente le preguntan cuales son sus ideales y su programa, si es comunista o si quiere hacerse monja. Todo ello son términos manejables y fáciles de entender, situar a una persona que teóricamente lo tiene todo en un contexto prototípico que permita comprender que haga algo tan incomprensible a vista de los demás, como es abocarse por completo a los más desfavorecidos.

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Según parece, la idea inicial del proyecto surgió durante el rodaje de Francisco, Juglar de Dios (1950) cuando un miembro del equipo comentó que hoy día el santo sería visto como un loco. Ése es por tanto el destino que le espera a Irene cuando la sociedad no consigue entender la motivación de sus actos y se teme las consecuencias que puedan tener sus locuras de cara a la incólume reputación de su marido. Por tanto, en vista a que se respeten esos importantísimos patrones sociales y ante la incapacidad de entender a Irene, que no parece guiada por un ideal político ni religioso, es encerrada en un sanatorio.

De esta forma concluye la visión que nos ofrece Rossellini de esa Europa más desarrollada surgida después de la II Guerra Mundial. Una sociedad democrática bienpensante que vuelve a contar con las ventajas de antaño pero que no tolera el surgimiento de figuras tan extravagantes como la de Irene. Unos años después, uno de los artífices del guión original, Federico Fellini, incidiría en esta crítica con un tono y estilo obviamente muy diferentes en la soberbia La Dolce Vita (1960), a la cual esperamos dedicarle más adelante una entrada en nuestro gabinete.

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