Me encantan las comedias clásicas. Destilan una inocencia y un encanto únicos que te hacen mantener una sonrisa perenne de oreja a oreja durante todo el metraje. No importa que esa inocencia hoy en día pueda parecer desfasada o anticuada, en las grandes comedias clásicas de Hollywood eso no sólo no es un inconveniente para disfrutarlas sino que además todo parece increíblemente natural, como si en el mundo real las personas se comportaran así. Y curiosamente, solían ser comedias que contaban con argumentos que no eran especialmente originales en su planteamiento.
Tomemos por ejemplo esta película: ocho sabios se pasan la vida recluidos escribiendo una ambiciosa enciclopedia que recoge todo el saber humano, cada uno de ellos está especializado en una materia y todos son solteros y viven ajenos al mundo real. Irónicamente, el que parece ser el líder del grupo y el que sigue más estrictamente el proyecto evitando el mundo exterior es el único que no es un anciano. Al contrario, es un atractivo joven encarnado por Gary Cooper, que es el especialista en lengua. Este severo lingüista un día descubrirá un hecho alarmante: su artículo sobre el slang (las expresiones populares) está terriblemente anticuado, por tanto decide salir del edificio y sumergirse en el bullicio de la ciudad para reclutar a gente que le ayude a actualizarse con expresiones modernas. En este viaje conocerá a una atractiva bailarina que decidirá aprovecharse de su bondad e inocencia para esconderse de la policía, que la busca para testificar contra su novio, un gángster que ha cometido un asesinato. Por supuesto, se producirá un choque entre la bailarina y los tímidos ancianos que viven en su mundo académico, además del inevitable romance entre los dos jóvenes.
Nada realmente nuevo: los típicos sabios que saben sobre todo excepto sobre ‘la vida real’ (especialmente el amor) y que descubrirán ese nuevo mundo a través de un intruso, la descarada bailarina que acaba recapacitando sobre ella misma además de entregarse al bondadoso profesor de lengua y, por supuesto, el gángster malo capaz de cualquier cosa con tal de conseguir sus objetivos. No sólo son temas que ya conocemos sino que alguno hasta nos podrá parecer tópico (la historia de amor imposible, por ejemplo). Y aún así la película funciona a la perfección.
¿Cómo? Pues para empezar, con la ayuda de un solidísimo y divertido guión escrito por uno de los mejores guionistas de la historia del cine, Billy Wilder (poco antes de empezar su carrera como director) junto a su primer colaborador, Charles Brackett. También con la dirección del infalible Howard Hawks, experto narrador especializado en dotar a sus films de un ritmo que no dejaba lugar para el aburrimiento. Y con un reparto de lujo.
Tenemos a Gary Cooper, actor bastante limitado pero sin duda excelente en sus papeles prototípicos, y en este caso el protagonista le va como anillo al dedo, ya que ningún otro sabría dotarle esa sana inocencia y ese atractivo especial que desprende. También está Barbara Stanwyck, simple y llanamente una de las mejores actrices de la historia, y Dana Andrews, hombre duro que más adelante alcanzaría la fama como protagonista en films como Laura (1944). Y una serie de magníficos secundarios de esos de los que desconocemos sus nombres pero cuyas caras nos son familiares a los aficionados al cine clásico, esa factoría de secundarios de lujo que tanto abundaban en aquella época que aparecían en decenas de grandes películas interpretando papeles pequeños pero memorables como Dan Duryea (inolvidable su papel de matón en películas como La Mujer del Cuadro o Perversidad de Fritz Lang) o Henry Travers (a.k.a. el ángel de Qué Bello es Vivir).
Con esta combinación el resultado no podía defraudar. Los personajes de los profesores resultan francamente divertidos y aunque son estereotípicos como ellos solos, sus interpretaciones no acaban cayendo en el exceso ni resultan cargantes. Su comportamiento es increíblemente infantil e inocente, pero ello no quita que Wilder y Brackett se permitan colar algunas leves referencias sexuales (muy leves, puesto que la película es de los años 40) como cuando un profesor confiesa a la criada que robó mermelada de fresa porque al escribir su artículo sobre las fresas le entró apetito y, a continuación, la criada le dice al que está escribiendo el artículo sobre sexo que confía que a él no le suceda lo mismo con su tema de investigación. Sin embargo la relación que tienen ellos con la bailarina Sugarpuss denota un comportamiento más infantil que otra cosa, como se puede comprobar en la escena en que ella llega a casa y todos corren a esconderse enfundados en sus batas como si le tuvieran miedo. Una muestra de esa inocencia tan cándida a la que antes hacía referencia que, si bien resta credibilidad a estas comedias o hace que parezcan algo anticuadas, para mí les dota de un encanto especial.
El romance entre Sugarpuss y el Profesor Potts se trata evitando sentimentalismos rancios y con toda la credibilidad que se puede aportar a la relación entre un inocente profesor de lengua y una descarada bailarina: él, completamente ajeno al sexo contrario hasta que la conoció, cae rendido a sus encantos, y ella, acostumbrada a los gángsters con los que debe tratar, no puede evitar cogerle cariño a ese hombre tan honesto y sencillo. Incluso se nos aporta un pequeño paréntesis emotivo cuando los profesores pasan la noche en un hotel con la joven pareja de camino a su boda y uno de ellos, el único viudo, recuerda con ternura a su mujer y sus colegas acaban cantándole la canción que le recuerda a ella. Seguidamente tiene lugar la única escena de amor propiamente dicha entre Potts y Sugarpuss sin ningún matiz cómico. Para evitar caer en el tópico diálogo amoroso Wilder y Brackett se sirven de un recurso sencillísimo pero efectivo: Potts entra en la que cree que es la caravana del profesor viudo a confesarle todo lo que siente hacia ella, aunque no se da cuenta de que en realidad se ha equivocado y está hablándole a una emocionada Sugarpuss a oscuras (aquí se nos muestra un plano muy llamativo de los ojos de ella en la oscuridad que se consiguió pintando la cara de Stanwyck de negro).
Además podemos ver cómo Wilder ya a estas alturas se sirve de uno de sus recursos más típicos que tan bien le funcionaba en los guiones: el uso de objetos para mostrar los sentimientos o pensamientos de los personajes. En este caso el objeto es el raquítico anillo de compromiso que le compra el profesor, que contrasta con el otro que le ha regalado Joe, más opulento y vistoso. Cuando se descubra todo el engaño, ella le devolverá el anillo al profesor, pero por error le dará el de Joe, no el suyo, lo cual le sirve de base a otro de los profesores para explicarle que eso significa que ella subconscientemente le sigue queriendo.
También son marca personal los numerosos juegos de palabras o dobles sentidos (la única manera que había por entonces de hacer chistes sexuales sin que fueran censurados, y eso si conseguías colarlos sutilmente), aunque desgraciadamente todas las bromas sobre el slang se pierden en la traducción y seguramente hoy en día estén anticuadas al ser expresiones que no han sobrevivido el paso del tiempo.
Todo esto adornado con pequeños gags y detalles que se suceden a lo largo del film hacen de Bola de Fuego un magnífico ejemplo de las virtudes de las comedias clásicas, y eso teniendo en cuenta que ni siquiera es una de las obras cumbre de sus responsables. Que una película así fuera un logro más de sus carreras y no un punto culminante no hace sino demostrar la buena forma en que se encontraba el género en aquella época.
Gracias, me ha traído grandes recuerdos la crítica de la película y no recordaba que Wilder era su guionista.