The Pitfall [Otoshiana] (1962) de Hiroshi Teshigahara

Hiroshi Teshigahara es uno de los directores más interesantes surgidos en Japón pese a su brevísima filmografía. Inició su carrera durante los años 60 destacándose entre la nueva ola de jóvenes realizadores japoneses que, al igual que sucedía en occidente, se destacaron con una serie de obras frescas  que rompían con las convenciones cinematográficas
Teshigahara era un director de marcadas raíces artísticas fascinado por las posibilidades que ofrecía la cámara para captar la imagen. Desafortunadamente, aunque empezó con fuerza su carrera, la acabaría abandonando demasiado pronto. Con este film, su primer largometraje, iniciaría una serie de cuatro películas creadas en colaboración con el escritor Kōbō Abe, autor de los guiones basados en escritos propios.

La película se inicia con las andanzas de un pobre minero que viaja junto a su pequeño hijo en busca de trabajo. Finalmente parece tener suerte en un pueblo donde le indican que conseguirá trabajo dirigiéndose hacia cierto paraje que le muestran mediante un mapa. Por el camino se encuentra un poblado fantasma cuyo único habitante es una mujer que no tiene a donde escapar de su miserable situación. Sorpresivamente, una vez reemprende la marcha, el minero es atacado por un misterioso hombre vestido de blanco que le asesina brutalmente ante la atónita mirada de su hijo. El hombre de blanco seguidamente soborna a la mujer para que dé a la policía una descripción falsa del supuesto asesino que él mismo le dicta y desaparece. Mientras la policía empieza la investigación, el fantasma del minero contempla todo lo que sucede intentando encontrar una explicación a su absurda muerte.

The Pitfall es una película bastante compleja que no tiene un protagonista claro y en la que el director narra fríamente todos los acontecimientos sin parecer simpatizar con ningún personaje especialmente. Aunque puede parecer que el conflicto de la película se basa en la investigación policial, la clave de la historia de Kōbō Abe es más bien lo absurdo de esa muerte y de todos los acontecimientos que lleva consigo.
Los primeros 20 minutos en realidad dan más bien la apariencia de un film realista que retrata las durísimas condiciones de los mineros, incluyendo material de archivo. Es entonces, una vez nos hemos acostumbrado a ese tono, cuando se introduce el asesinato y el elemento fantástico al film sorprendiendo al espectador.

Teshigahara era un maestro creando situaciones casi surrealistas, que descolocaban a sus personajes al obligarles a enfrentarse a algo fuera de lo común que les hace replantearse a sí mismos. Aquí aún no tiene la profundidad de sus siguientes obras pero ya presenta marcados indicios en temática y estilo. Resulta maravillosa la idea de hacer que sea el fantasma del fallecido el que contemple toda la investigación policial para poder entender su propia muerte y que además se escandalice al oír como la única testigo del asesinato miente a la policía. Aunque Abe apenas juega con la baza de lo sobrenatural salvo para explotar esa idea, tiene detalles muy ingeniosos como convertir ese poblado desierto en uno lleno de personas-fantasmas cuando adquirimos el punto de vista del minero fallecido.

El film parece que va a dar un giro hacia una temática más policial cuando se sabe que la víctima del asesinato era idéntica físicamente al líder sindical de una de las dos minas principales, y que la descripción que el hombre de blanco obligó a dar a la mujer se corresponde con la apariencia del líder de la otra. Todo parece que nos conduce a un thriller en que se averiguará el motivo de ese absurdo asesinato, pero no es eso lo que le interesa a sus autores y de hecho nunca se llega a saber quién es ese misterioso hombre de blanco ni qué pretendía exactamente con ese crimen. Teshigahara a menudo retrata a sus personajes más como si fueran animales que personas, y seguramente ésa era la finalidad tras ese argumento, mostrar sus peleas y sus crímenes sin sentido, su comportamiento puramente animal e instintivo que queda claramente visible en la salvaje pelea final entre los dos líderes sindicales en mitad de la naturaleza, o en la brutal escena en que un policía viola a la testigo y que Teshigahara filma de forma sublime.

Aquí ya se deja entrever la maestría de Teshigahara tras la cámara y su obsesión por captar con ella imágenes en estado puro, a menudo tomadas de paisajes naturales o de primeros planos de objetos tan cerrados que se hacen hasta abstractos, como ese plano del cuenco lleno de agua con hormigas muertas flotando en él. En su siguiente film, la obra maestra La Mujer de la Arena (1964), todos estos elementos volverán a aparecer pero más potenciados, aumentando la sensación que ya hay aquí de cierto surrealismo y abstracción.
Una historia sobre la naturaleza del ser humano sin final ni conclusión satisfactoria, un descarnado retrato que es un buen anticipo de lo que luego haría de forma magistral en sus dos siguientes obras.

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