Aunque suene a tópico, en ocasiones hay planos que valen por películas enteras. Tenemos a Frank Galvin, un abogado picapleitos venido a menos al que le ha caído del cielo un caso seguro: una mujer que tras un parto problemático ha quedado en estado vegetal a causa de que se le aplicó la anestesia de forma incorrecta. Galvin convence a la hermana y el cuñado de la víctima de que ganarán con toda seguridad la demanda contra el hospital, y empieza a salir de su nube alcohólica para prepararse a emerger después de varios años de capa caída. De cara a preparar el juicio, acude al hospital a ver a la víctima y hacerle algunas fotos, seguramente para apelar a la sensibilidad del jurado. Y es aquí cuando el director nos regala el mejor plano de la película.
Frank hace dos fotografías a la pobre mujer con una cámara instantánea y deja que se revelen a los pies de la cama. Y entonces, mientras espera que se revelen las fotografías tiene lugar el momento trascendental de la película. De repente deja de prestar atención a su función como abogado (sacar las mejores imágenes posibles para el juicio) y su rostro se torna grave. Nosotros, que no hemos visto en ningún momento a la víctima, tenemos la primera visión de ella a través de un magnífico plano: las dos fotografías que vemos en tiempo real cómo se van revelando hasta mostrar esa dramática instantánea, nuestra primera y única visión de la mujer clave del film por ser la gran víctima son estas imágenes. Al introducirnos a ese personaje de esta forma, con el revelado que va desvelándonos poco a poco lo terrible del estado vegetal en que se encuentra unida a unos tubos, somos más conscientes del horror de lo que sucede. Al mismo tiempo, Frank es en este momento cuando parece darse cuenta de la gravedad de la situación más allá de lo que pueda significar este caso para él como abogado. Cuando uno lidia a diario con desgracias ajenas es fácil perder la sensibilidad y entender cada tragedia como un caso más (eso queda patente en la escena inicial en que se pasea por funerales repartiendo su tarjeta de presentación). Pero es en este pequeño momento de reflexión cuando Frank entiende a esa víctima como lo que es: no su medio de sustento, sino un ser humano que ha perdido su vida por un error fatal. Este plano que nos da a entender esa idea a Frank y a nosotros ya justificaría por sí solo el visionado de Veredicto Final (1982). Pero por suerte, hay más.
De la generación de directores americanos surgidos en los años 60 del creciente mundo de la televisión, Sidney Lumet fue sin duda el que tuvo una filmografía más estable e interesante en retrospectiva. Así como a principios de los 80 otros compañeros suyos estaban en plena decadencia artística (John Frankenheimer) o contaban con una carrera cinematográfica demasiado inestable (Arthur Penn), Lumet seguía en plena forma. Antes del film que nos ocupa hoy había dirigido El Príncipe de la Ciudad (1981), un excelente drama policíaco sobre la corrupción con un reparto anónimo que merece ser reivindicado, seguida a su vez de una película más juguetona, Deathtrap (1982), un thriller centrado en un espacio cerrado que nos permitía disfrutar de las buenas actuaciones de sus estrellas principales.
Veredicto Final (1982) superaría esos dos films precedentes y se erigiría como una de las mejores obras suyas que he visto más allá de su edad de oro (los años 60 y 70). Cuenta a su favor con una trama que se presta a atrapar al espectador con varios ganchos irresistibles: el abogado venido a menos que intenta recuperarse con ese caso, la lucha del humilde contra un el gigante (el hospital pertenece a una archidiócesis, y como sabrán la Iglesia no se anda con chiquitas cuando alguien le tose), las continuas trampas que le tienden para que caiga y, de fondo, el drama humano sobre esa mujer que ha quedado en estado vegetal y su hermana que intenta hacer justicia.
Otro punto a favor: el excelente reparto y la confirmación de Lumet como uno de los mejores directores de actores del cine americano. Paul Newman hace aquí una de las interpretaciones más extraordinarias que le he visto: intensa pero creíble, sin excesos; sin recrearse en el patetismo del personaje pero al mismo tiempo evocando su dramática situación. La nómina de secundarios cuenta además con gente tan fiable como Charlotte Rampling, mi adorado James Mason, Jack Warden – quien curiosamente ya apareció en la gran película judicial de Lumet: Doce Hombres sin Piedad (1959) – y Wesley Addy. El guión además corre a cargo de David Mamet, quien hace un muy buen trabajo aunque inicialmente no quería que al final de la película se supiera el veredicto del jurado (¡lo cual habría sido uno de los títulos de película más engañosos de Hollywood!).
En definitiva, se trata de una película que tiene todos los ingredientes para funcionar, y lo hace. El género judicial se ha convertido en tal tópico que en ocasiones da la sensación de que ciertas películas no hacen más que seguir el esquema que se espera de ellas, ya que por sí solas funcionan al evocar una serie de conceptos (la justicia, la lucha contra un enemigo, los interrogatorios llenos de trampas y subterfugios legales) que resultan atractivos. No obstante, en el caso de Veredicto Final, Lumet indudablemente va más allá y factura una buena película con personalidad y ciertas dosis de ambigüedad que nunca están de más: ¿hasta qué punto Frank no está aprovechándose de la situación de ese humilde matrimonio? ¿su negativa a aceptar la compensación económica no es una forma de orgullo que en el fondo va a perjudicarles a ellos, sus clientes? Lumet y Mamet evitan guiar nuestra opinión y dichos interrogantes quedan en manos del espectador.