Sidney Lumet

El Príncipe de la Ciudad [Prince of the City] (1981) de Sidney Lumet

Después del último revisionado que le he dedicado a El Príncipe de la Ciudad (1981), no deja de chocarme que una película tan profunda, rica en ideas y tan admirablemente bien llevada a lo largo de casi tres horas haya quedado imperdonablemente sepultada en el olvido, no solo dentro del género sino incluso dentro de la obra del fantástico Sidney Lumet. Se ha dicho a menudo – el propio Lumet lo ha reconocido de hecho – que El Príncipe de la Ciudad viene a ser una nueva variación del tema que ya trató en Serpico (1973), pero yo no puedo evitar pensar que lo que estamos viendo aquí es una combinación entre Serpico y otra de sus grandes obras, La Ofensa (1973), tal y como veremos a continuación.

Basada en la historia real del detective de policía Bob Leuci, El Príncipe de la Ciudad explica cómo este agente tomó la difícil decisión de denunciar la corrupción existente en su cuerpo de policía, provocando que muchos compañeros suyos (algunos incluso amigos suyos) acabaran en la cárcel e, incluso en algún caso, suicidándose. La diferencia fundamental respecto a Serpico a la hora de tratar la corrupción policial es que aquí el protagonista también es responsable de estas irregularidades, lo cual supone un enfoque mucho más interesante al problema: no tenemos a un héroe implacablemente incorruptible como Frank Serpico, sino a un policía que se ha dejado corromper y que, sintiéndose culpable, decide enmendarse delatando a sus compañeros. La idea es realmente mucho más interesante, y tanto la premisa como la resolución que le da Lumet la convierten en una versión de este tema sin duda superior a la que elaboró en Serpico.

El filme empieza con una redada policial organizada por un cuerpo especial de antinarcóticos en el cual se encuentra Danny Ciello. Todo sale a pedir de boca: actúan rápido, atrapan a los traficantes de drogas y en el juzgado el mismo juez alaba su labor y les permite pavonearse un poco. Seguidamente vemos una barbacoa a la que asisten todos ellos con sus mujeres. La estampa no podría ser más idílica: buenos policías que han hecho un gran trabajo y que además mantienen una fuerte amistad entre ellos. Pero aparece el primer nubarrón: llega a casa el hermano de Danny, la oveja negra de la familia, un drogadicto del cual Danny se avergüenza y que, para su sorpresa, le echa en cara lo hipócrita que es su modo de vida. Nosotros de momento no hemos visto nada raro, Danny y sus colegas parecen gente honesta, y nos extraña ese comentario. Pero debe haber algo de verdad, porque cuando un joven fiscal se le presenta para ofrecer su ayuda si ve alguna irregularidad en el cuerpo de policía, Danny, que inicialmente rechaza la idea, se muestra dubitativo y confuso. Finalmente un día se cita con el fiscal, pero se muestra esquivo e incluso rudo. ¿Por qué ha concertado ese encuentro si no quiere decir nada y no confía ese hombre? Porque su mala conciencia le reconcome, y porque tras muchos años viviendo bajo la falsa ilusión de que estaba haciendo un buen trabajo no puede engañarse más a sí mismo.

Antes mencioné que este filme tenía también bastantes puntos en común con La Ofensa, otro excelente drama policial dirigido por Lumet que en principio parece más distante temáticamente. Pero realmente ambos comparten una interesantísima idea: lo difícil que resulta ser un agente de la ley expuesto durante años a todo tipo de atrocidades y cómo acaba resultando inevitable que el mundo criminal en el que uno se mueve acabe afectándole a nivel personal. En dicho filme, el personaje de Sean Connery sufría una crisis con su mujer en la que acababa estallando y haciéndole saber todo lo que ha presenciado como sargento de policía, todo ese horror que ha tenido que guardarse en su interior durante años. Una idea similar se trasluce en El Príncipe de la Ciudad: Danny se ha pasado años separando su armoniosa vida familiar y sus conflictos de conciencia con su trabajo, pero un día todo eso sale a la luz como le sucedía al personaje de Sean Connery en el filme anterior. Cuando más adelante se le reproche todas las irregularidades que ha cometido éste intentará justificarse argumentando que no es posible enfrentarse diariamente a un mundo tan sórdido como el del tráfico de drogas sin mancharse en el proceso.

Esta crisis personal estalla una noche en que uno de sus yonkis informantes le llama a casa porque necesita urgentemente una dosis. Danny se ve obligado a acorralar y perseguir a otro yonki y robarle parte de la droga que lleva consigo para dársela a su informante. La escena es de una crudeza impactante. Inicialmente vemos cómo Danny acaba asestando una paliza al pobre yonki hasta que éste le implora compasión. Nuestro protagonista, ese modélico padre de familia, se da cuenta de que se ha dejado llevar por la adrenalina de la persecución y que está pegando a un pobre hombre al cual en el fondo le está robando. Sintiéndose culpable, le acompaña a su miserable hogar, donde su novia, también adicta, coge una de las pocas dosis que Danny les ha dejado y la usa para ella sola, provocando una agria discusión que deviene en violencia doméstica. ¿Cómo puede nuestro protagonista pasar de ese hogar familiar donde estaba descansando a una escena como ésa en cuestión de horas y no sentirse afectado? ¿De qué sirve ir a casa con la satisfacción del trabajo bien hecho tras una redada cuando en el fondo esa dura realidad sigue ahí? ¿Cómo volver a acurrucarse con su mujer después de haber apalizado a un yonki para darle una dosis de su droga a otro? Más adelante, cuando los fiscales persiguen a Danny bajo la sospecha de que proporcionaba droga a sus contactos, éste se defenderá argumentando que es algo necesario para mantener vínculos en el mundillo y, de esta forma, poder atrapar a los delincuentes mayores. La ley prohíbe y castiga tajantemente este tipo de prácticas, pero ¿es posible llevar a cabo su trabajo cumpliendo de forma estrictamente la ley? Éste de hecho es uno de los grandes dilemas que arroja la película.

Si destaca por algo el filme es por su ambigüedad. Lumet apuesta por un estilo de dirección expresamente seco y distanciado, sin ponerse de parte de nadie ni pretender convencernos de si lo que ha hecho el protagonista es correcto o servirá de algo. De hecho muchos de los fiscales que conducen la investigación anticorrupción resultan marcadamente antipáticos y desleales, mientras que el primo de Danny (un conocido miembro de la mafia) no solo resulta más simpático sino que da la cara por él incluso cuando sabe que les está traicionando. En cierta escena Danny tiene un pequeño momento de crisis cuando se da cuenta de que uno de los policías corruptos a los que está ayudando a atrapar se está preocupando más por él que los fiscales que en teoría son sus aliados. El colmo de dicha ambivalencia está en algunas escenas en que sabemos que Danny está mintiendo a algunas de las personas que está contribuyendo a atrapar y no podemos evitar que nos sepa mal por ellos. O cuando arrestan por fin a un mafioso y a un policía corrupto que estaba compinchado con él y este último le pregunta lastimeramente a Danny si le podrá ayudar a conseguir algún atenuante invocando su amistad. El filme acaba pues con el tópico del policía corrupto y detestable y nos hace comprender mejor el dilema que tuvo Bob Leuci (la persona real en que se basa el personaje de Danny) por mucho que supiera que estaba haciendo lo (teóricamente) correcto.

El guión de Lumet y Jay Presson Allen está magníficamente construido, mostrándonos cómo inicialmente Danny cree llevar la situación bajo control, dejando muy claro qué va a hacer y qué no (bajo ningún concepto va a delatar a ninguno de sus amigos), y luego progresivamente descubrimos cómo se va complicando la situación hasta acabar atrapado en una especie de telaraña legal de la cual solo puede escapar entregando también a los compañeros de su unidad. En este sentido se nota que El Príncipe de la Ciudad es uno de los más claros precedentes de la magnífica serie de televisión The Wire, que también se ambienta en el mundo del narcotráfico y las escuchas policiales. Como muy bien reflejaría décadas después David Simon en su serie, El Príncipe de la Ciudad se distancia de los tópicos del género policíaco evitando las clásicas escenas de suspense (es un filme de policías en que durante todo el metraje no vemos prácticamente ningún enfrentamiento a tiros) y optando por un reflejo realista del trabajo policial y todos los problemas legales que implica el trabajo de Danny como confidente.

Nos enseña que no basta con tener una grabación como prueba, sino que luego hay que estar preparado para enfrentarse a todo tipo de disputas legales que, irónicamente, pueden acabar llevando a la cárcel al policía que con toda la buena intención del mundo quiso destapar esa corrupción. Nos muestra también la parte menos glamourosa de este trabajo, que implica horas y horas de reescuchar cintas y clasificarlas. Nos confirma lo poco gratificante que es querer hacer una buena acción en un mundo donde el resto de policías no van a hacer nada para ayudarte y los fiscales del estado solo se van a molestar en seguir su papel al pie de la letra. Danny, lejos de llevarse la satisfacción del deber cumplido, observará cómo los fiscales que le apoyaron inicialmente van siendo ascendidos dejándole solo ante el peligro, y cómo él a cambio está obligado a vivir encerrado y rodeado de policías por su propia seguridad, mientras que la gente a la que ha denunciado están libres bajo fianza.

Inicialmente el proyecto lo iba a llevar adelante Brian de Palma, y aunque siento un gran respeto hacia él creo que fue una gran suerte para todos que acabara cayendo en manos de Lumet. De Palma quería como protagonista a John Travolta porque para él la clave de la historia era cómo alguien tan encantador y carismático podría traicionar sus amigos y seguir manteniendo las simpatías del espectador pese a eso, y nunca entendió el enfoque que le dio Lumet. Éste cuando entró en el proyecto puso dos condiciones: que la película durara tres horas y que el protagonista no fuera una estrella, y ambas tienen su explicación. La larguísima duración está justificada en el hecho de que quería entrar al detalle de todos los pormenores que implica esta historia, cómo Danny va progresivamente perdiendo el control sobre su situación y siendo engullido por el entramado legal. La segunda condición es aún más interesante: Lumet quería mantener la ambivalencia de la historia, y sabía que si daba el papel protagonista a una estrella estaría animando al público implícitamente en su favor, y él no quería eso. De hecho fue tan lejos como para dar el resto de papeles a actores poco conocidos o con casi ninguna experiencia cinematográfica previa. Quería rostros anónimos que dieran el mayor realismo posible. Esto es seguramente lo que perjudicó la película respecto a obras como Serpico, en que el carisma de Al Pacino ha contribuido a que el filme perdure más en el imaginario colectivo.

No obstante creo que El Príncipe de la Ciudad es sin ningún lugar a dudas la mejor de las dos obras. No solo refleja de forma mucho más realista el entramado corrupto y lo difícil que es luchar contra él, sino que tiene una mayor carga emocional por la relación entre Danny y sus compañeros de unidad a los que al final se verá obligado a delatar. La forma como todos ellos reaccionan a esa traición resulta conmovedora hasta el punto de que uno quizá preferiría que se lo hubieran tomado peor y rompieran con él. Sí, muestran decepción, tristeza, rabia… pero no rompen con él, siguen apreciándolo porque saben que tenía buenas intenciones inicialmente, lo cual hace todo más duro. Aunque intuimos que Danny ha hecho un buen trabajo que habrá contribuido a limpiar la corrupción en el cuerpo de policía, nunca llegamos a apreciar esa idea. Únicamente nos hemos quedado con la historia de un hombre deshecho moralmente, repudiado por el resto de compañeros del cuerpo y que ha hundido la vida de sus amigos contra su voluntad… y todo por hacer lo que él pensaba que era correcto, por intentar resarcirse de todas las acciones incorrectas que ha llevado a cabo. No hay redención posible, la sensación que nos da el plano final de película es que nuestro protagonista tendrá que vivir toda su vida con el dilema moral de lo que ha hecho.

Veredicto Final [The Verdict] (1982) de Sidney Lumet

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Aunque suene a tópico, en ocasiones hay planos que valen por películas enteras. Tenemos a Frank Galvin, un abogado picapleitos venido a menos al que le ha caído del cielo un caso seguro: una mujer que tras un parto problemático ha quedado en estado vegetal a causa de que se le aplicó la anestesia de forma incorrecta. Galvin convence a la hermana y el cuñado de la víctima de que ganarán con toda seguridad la demanda contra el hospital, y empieza a salir de su nube alcohólica para prepararse a emerger después de varios años de capa caída. De cara a preparar el juicio, acude al hospital a ver a la víctima y hacerle algunas fotos, seguramente para apelar a la sensibilidad del jurado. Y es aquí cuando el director nos regala el mejor plano de la película.

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Frank hace dos fotografías a la pobre mujer con una cámara instantánea y deja que se revelen a los pies de la cama. Y entonces, mientras espera que se revelen las fotografías tiene lugar el momento trascendental de la película. De repente deja de prestar atención a su función como abogado (sacar las mejores imágenes posibles para el juicio) y su rostro se torna grave. Nosotros, que no hemos visto en ningún momento a la víctima, tenemos la primera visión de ella a través de un magnífico plano: las dos fotografías que vemos en tiempo real cómo se van revelando hasta mostrar esa dramática instantánea, nuestra primera y única visión de la mujer clave del film por ser la gran víctima son estas imágenes. Al introducirnos a ese personaje de esta forma, con el revelado que va desvelándonos poco a poco lo terrible del estado vegetal en que se encuentra unida a unos tubos, somos más conscientes del horror de lo que sucede. Al mismo tiempo, Frank es en este momento cuando parece darse cuenta de la gravedad de la situación más allá de lo que pueda significar este caso para él como abogado. Cuando uno lidia a diario con desgracias ajenas es fácil perder la sensibilidad y entender cada tragedia como un caso más (eso queda patente en la escena inicial en que se pasea por funerales repartiendo su tarjeta de presentación). Pero es en este pequeño momento de reflexión cuando Frank entiende a esa víctima como lo que es: no su medio de sustento, sino un ser humano que ha perdido su vida por un error fatal. Este plano que nos da a entender esa idea a Frank y a nosotros ya justificaría por sí solo el visionado de Veredicto Final (1982). Pero por suerte, hay más.

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De la generación de directores americanos surgidos en los años 60 del creciente mundo de la televisión, Sidney Lumet fue sin duda el que tuvo una filmografía más estable e interesante en retrospectiva. Así como a principios de los 80 otros compañeros suyos estaban en plena decadencia artística (John Frankenheimer) o contaban con una carrera cinematográfica demasiado inestable (Arthur Penn), Lumet seguía en plena forma. Antes del film que nos ocupa hoy había dirigido El Príncipe de la Ciudad (1981), un excelente drama policíaco sobre la corrupción con un reparto anónimo que merece ser reivindicado, seguida a su vez de una película más juguetona, Deathtrap (1982), un thriller centrado en un espacio cerrado que nos permitía disfrutar de las buenas actuaciones de sus estrellas principales.

Veredicto Final (1982) superaría esos dos films precedentes y se erigiría como una de las mejores obras suyas que he visto más allá de su edad de oro (los años 60 y 70). Cuenta a su favor con una trama que se presta a atrapar al espectador con varios ganchos irresistibles: el abogado venido a menos que intenta recuperarse con ese caso, la lucha del humilde contra un el gigante (el hospital pertenece a una archidiócesis, y como sabrán la Iglesia no se anda con chiquitas cuando alguien le tose), las continuas trampas que le tienden para que caiga y, de fondo, el drama humano sobre esa mujer que ha quedado en estado vegetal y su hermana que intenta hacer justicia.

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Otro punto a favor: el excelente reparto y la confirmación de Lumet como uno de los mejores directores de actores del cine americano. Paul Newman hace aquí una de las interpretaciones más extraordinarias que le he visto: intensa pero creíble, sin excesos; sin recrearse en el patetismo del personaje pero al mismo tiempo evocando su dramática situación. La nómina de secundarios cuenta además con gente tan fiable como Charlotte Rampling, mi adorado James Mason, Jack Warden – quien curiosamente ya apareció en la gran película judicial de Lumet: Doce Hombres sin Piedad (1959) – y Wesley Addy. El guión además corre a cargo de David Mamet, quien hace un muy buen trabajo aunque inicialmente no quería que al final de la película se supiera el veredicto del jurado (¡lo cual habría sido uno de los títulos de película más engañosos de Hollywood!).

En definitiva, se trata de una película que tiene todos los ingredientes para funcionar, y lo hace. El género judicial se ha convertido en tal tópico que en ocasiones da la sensación de que ciertas películas no hacen más que seguir el esquema que se espera de ellas, ya que por sí solas funcionan al evocar una serie de conceptos (la justicia, la lucha contra un enemigo, los interrogatorios llenos de trampas y subterfugios legales) que resultan atractivos. No obstante, en el caso de Veredicto Final, Lumet indudablemente va más allá y factura una buena película con personalidad y ciertas dosis de ambigüedad que nunca están de más: ¿hasta qué punto Frank no está aprovechándose de la situación de ese humilde matrimonio? ¿su negativa a aceptar la compensación económica no es una forma de orgullo que en el fondo va a perjudicarles a ellos, sus clientes? Lumet y Mamet evitan guiar nuestra opinión y dichos interrogantes quedan en manos del espectador.

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Punto Límite [Fail Safe] (1964) de Sidney Lumet

En plena Guerra Fría una de las bases del Mando Estratégico Aéreo norteamericano detecta un objeto volador no identificado y manda como respuesta un escuadrón de bombarderos a ciertos puntos estratégicos situados en la frontera con la URSS. Cuando se descubre que el avión no identificado no es peligroso se ordena regresar a los bombarderos a la base, pero por un error informático éstos no reciben correctamente esas órdenes y en su lugar siguen adelante con el plan inicial y se dirigen hacia Moscú para bombardear la ciudad. El presidente de los Estados Unidos debe entonces ponerse en contacto con el gobierno soviético para evitar que éstos puedan llegar a su destino y provocar una guerra entre ambas naciones.

Estrenada en uno de los momentos más tensos de la Guerra Fría entre EEUU y la URSS, con la crisis de los misiles cubanos aún reciente, Punto Límite es uno de los films más críticos con la situación política de la época poniendo en relieve la tensión que se respiraba en la época. No era un tema nuevo y de hecho aquel mismo año se estrenaron otras obras controvertidas como Siete Días de Mayo de John Frankenheimer y ¿Teléfono Rojo? Volamos Hacia Moscú de Stanley Kubrick, que era la otra cara de la moneda, el reverso cómico del mismo tema que Punto Límite. Sin embargo, aún siendo dos películas excelentes y muy valientes, no exponen el tema de una forma tan cruda y seca como lo hace Lumet.

Pese a ser un film basado enteramente en el diálogo situado prácticamente en todo momento en escenarios interiores, el trabajo de dirección de Lumet es asombroso y digno de elogio, puesto que consigue no sólo que el film no sea aburrido y que tenga dinamismo, sino crear una atmósfera tan asfixiante que llega a ser casi opresiva. Ya en su magistral debut Doce Hombres Sin Piedad (1957) había dado una lección sobre cómo rodar una obra maestra situada enteramente en una habitación cerrada sin recurrir a flashbacks y utilizando únicamente diálogos. En Punto Límite Lumet vuelve a ofrecer otra lección similar pero con una puesta en escena mucho más llamativa adaptándose a las necesidades del film.

La excelente fotografía en blanco y negro de Gerald Hirschfeld da forma visual a esos escenarios tan opresivos y claustrofóbicos: búnquers, habitaciones y el interior de los aviones en que los personajes prácticamente se encuentran atrapados. Por otro lado, la acertada decisión de no utilizar música en ningún momento acentúa el tono realista y serio de la película, casi como si se tratara de un documental.

La dirección de actores es excelente, como no podía ser menos en un film de Lumet. Punto Límite se trata de una película tensa en que los personajes se ven obligados a actuar de forma comedida, escondiendo sus emociones y comportándose de forma diplomática. Los actores resultan muy realistas al mantener esa actitud tan fría que exige la diplomacia al mismo tiempo que dejan entrever sus nervios contenidos y sus dudas sobre cómo actuar, destacando un sólido Henry Fonda como presidente de los Estados Unidos.

Lo interesante de la premisa de Punto Límite es que ambas naciones enemigas se ven abocadas a una situación que en realidad ninguna de las dos quiere provocar y que se ven incapaces de detener. La compleja maquinaria de guerra es tan sofisticada que ni sus propios creadores la pueden controlar. Los tensos diálogos entre el presidente de los Estados Unidos y los dirigentes de la URSS (a los que, muy acertadamente, nunca vemos) se basan en el intento de convencer a los mandatarios soviéticos de que realmente se trata de un error y no un ataque estratégico camuflado. Como prueba de ello se ven obligados primero a desvelarles como derribar sus bombarderos y, en última instancia, a algo mucho más extremo: si los aviones llegaran a bombardear su objetivo, el presidente de los EEUU a cambio mandaría bombardear la ciudad de Nueva York para evitar una guerra a mayor escala aún a costa de sacrificar una ciudad.

El momento culminante del film es la escena final, en que todos los implicados están atentos a una señal: si la linea telefónica del embajador norteamericano en Moscú repentinamente se corta y se oye un zumbido, significará que la ciudad ha sido destruida por los bombarderos. El instante en que repentinamente se escucha ese zumbido es aterrador, ese sonido frío y penetrante que significa la destrucción de Moscú y, por tanto, de Nueva York. Tal es así que los créditos finales van acompañados de ese sonido casi a modo de advertencia.

La última escena de la película muestra al comandante que había aparecido al inicio de la película pilotando el bombardero que destruirá Nueva York. Al inicio del film, éste había tenido una pesadilla en que era el matador de una corrida de toros, y al final de la película comprende el significado premonitorio al ser el encargado de bombardear la ciudad. Una vez lanza los proyectiles, aparece el momento más justamente recordado de la película: la cuenta atrás en que se ven diversas imágenes al azar de las calles de Nueva York que, al final de la película, quedan congeladas. Un momento mucho más aterrador visualmente que mostrar la explosión, lo cual rompería totalmente con el tono más seco del resto del film, además de resultar visualmente mucho más sugestivo e impactante.

En su momento la película no tuvo mucho éxito ni tampoco ha sido especialmente recordada pese a ser de las mejores obras de Lumet, en gran parte debido a que el éxito de la mordaz ¿Teléfono Rojo? Volamos Hacia Moscú eclipsó totalmente a ésta, que era la versión seria de la sátira de Kubrick. Las obvias similitudes entre ambas obras provocaron que muchos no se tomaran del todo en serio la película de Lumet, pero en mi opinión son dos grandes obras que se complementan entre sí más que excluirse.

De todos sus atributos, quizás su mayor logro está en que consigue mostrar el tema de forma que aún vista en el contexto actual, con la Guerra Fría ya pasada, sigue manteniéndose vigente y poniendo los pelos de punta.