Siento una debilidad especial por las películas de los inicios del sonoro. Son obras que nos revelan que lo que damos por evidente no lo es tanto, que el uso que damos por entendido del sonido y que se ha convertido en un estándar es fruto de años de experimentar hasta darle una forma determinada. Films que en muchos casos nos hacen replantearnos la forma como se ha utilizado siempre esa técnica y que quizá nos hacen acusar un uso demasiado conservador y poco imaginativo de la misma.
Son además películas que suelen tener un estilo casi áspero. En ocasiones sin la tradicional banda sonora de fondo que haga de colchón para no tener que enfrentarnos a las imágenes en estado puro, de modo que muchas escenas a nuestros ojos se nos hacen inusualmente largas al tener que enfrentarnos al silencio. Esto nos lleva a una curiosa paradoja, ya que incluso en el cine mudo el acompañamiento musical siempre estaba presente, de modo que estos incómodos silencios son un fenómeno que solo se daba en estas primeras películas sonoras. Se nota además la tendencia de los directores a potenciar todavía la imagen, de modo que suelen ser films que a nuestros ojos pueden tener un estilo casi espartano. Y no obstante, todo esto que puede entenderse como una serie de defectos no deja de ser otra forma de hacer cine antes de que llegara el estándar en el uso de imagen y sonido que todos conocemos.
Esta introducción viene a cuento de que solo así se puede entender el primer film sonoro de Jean Grémillon, La Petite Lise (1930), un ejemplo de manual de este fenómeno que expongo. El protagonista es Victor Berthier (Pierre Alcover, al que quizá conozcan por L’Argent (1928) de Marcel L’Herbier), un hombre que sale de prisión después de haber cumplido una condena por haber matado a su mujer por celos. No obstante su esperado encuentro con su hija está lejos de ser feliz: Lise se ha convertido en una prostituta y su novio, André, es un buscavidas que la va a llevar a la perdición.
Prácticamente uno podría mirar La Petite Lise sólo fijándose en el curioso uso del sonido, fruto de la novedad pero también de que tras la cámara se hallaba un director inquieto como Grémillon. La escena de la prisión, un espacio caótico y casi infernal, está construida en base a las imágenes de prisioneros apelotonados de forma desordenada pero también con los diálogos y gritos que se superponen. Más adelante el primer diálogo entre los amantes protagonistas se nos presenta mientras la cámara les sigue… por la espalda. Parece como si Grémillon pensara que una ventaja del sonido es poder hacer cosas así, sustentar un plano en base a los diálogos sin tener necesariamente que mostrar sus rostros. Del mismo modo el esperadísimo y emotivo encuentro entre padre e hija aparece fuera de plano y solo lo escuchamos por los diálogos entre ambos.
Otro momento memorable es la escena final, en que el tenso clímax va en paralelo a las imágenes de un espectáculo de música ligera interpretada por una banda de negros, que acaba constituyendo el telón de fondo de esa terrible escena. El contraste entre el diálogo que hay entre los personajes y la música alegre de fondo y los aplausos nos da a entender cómo, más allá de esas paredes, el mundo sigue su curso. Hay además en medio de esa escena un breve plano de la antigua prisión como evocando el destino que le espera al protagonista que es alucinante: en el cine mudo habría sido más complejo ubicarlo en la narrativa, pero aquí al mantener el telón sonoro de fondo entendemos que no es un cambio de espacio, sino un pensamiento fugaz del protagonista respecto a lo que le espera. Este tipo de audacias hoy nos parecen fruto de la modernidad, pero podemos comprobar cómo ya se intentaron en esta época: es uno de esos muchos recursos que quedaron como experimentos que no tuvieron continuidad en el clasicismo, y que solo podían «escaparse» en el contexto de unos años en que los cineastas buscaban qué camino estético seguir con el sonido.
Un último detalle que merece la pena destacarse es cómo la llegada del sonido acabó con la supremacía de la imagen y su uso más preciosista. Los fanáticos del cine mudo como un servidor siempre aplaudimos el uso tan cuidado de la imagen que se hacía en los años 20 y el hecho de que a finales de esa década el cine llegó a su punto álgido en el aspecto visual. El sonido trajo consigo un elemento que puede entenderse como negativo pero que también tiene su interés: una cierta despreocupación por los encuadres, un estilo que podría tildarse de más «feísta» al tener que estar el director por otros aspectos que no fueran solo la imagen, y que dio lugar al uso de encuadres inarmónicos y en ocasiones descompensados. En otros casos quizá sería de lamentar, pero en films como éste, en que se retratan los bajos fondos y un mundo más sucio, esta tendencia encaja bien con su contenido. En cierto modo, otra de las aportaciones del sonido fue esa huida a un estilo en ocasiones demasiado preciosista hacia otros caminos expresivos no tan bellos pero igualmente interesantes y con mucho que aportar.