Existe una interesante categoría de películas que daría para muchos análisis sesudos y sobre la que quizá no se ha escrito tanto como se podría, que son los filmes incompletos. Uno tiende a verlos desde su carencias, desde aquello que les falta. Injuriamos a los insensibles productores que probablemente destrozaron una obra maestra. Fantaseamos con que un día salga a la luz por puro milagro el metraje que faltaba, porque entendemos que lo que nos ha llegado no es la película completa, es una versión mutilada. Y no obstante algunas de las grandes obras del cine han conseguido mantener ese estatus pese a las escenas que les fueron arrebatadas, como es el caso de Avaricia (1924) y El Cuarto Mandamiento (1942), seguramente las dos mayores tragedias de la historia en ese sentido. Pero ¿y si, una vez aceptamos que es una desgracia lo que les ha sucedido, le damos la vuelta a esta problemática e intentamos convertir esa carencia en algo que de alguna forma juegue a favor del filme? En los dos casos anteriores no creo que funcione ese enfoque, pero sí en otros, como por ejemplo en Una Partida de Campo (1936), mediometraje de Jean Renoir que nunca llegó a finalizar y que no obstante es mi película favorita de su carrera. Indudablemente hubiera preferido que la hubiera acabado, pero las circunstancias que han dejado a esta obra a medias para mí le dan un toque especial, hacen que la pequeña historia que se explique sea aún más bella por lo efímera que parece.
Este es el enfoque que propongo a la hora de abordar Daïnah la Metisse (1932), segundo filme sonoro de ese cineasta tan interesante y tan poco reivindicado que es Jean Grémillon, cuyo primer montaje fue reducido drásticamente a la mitad (apenas 50 minutos) por la Gaumont. No diremos que eso no perjudicó al filme o que que no afectó a su calidad porque sería totalmente falso. Se nota en la forma de fluir la historia que faltan bastante piezas, pero el resultado sigue siendo suficientemente interesante.
Ambientada a bordo de un transatlántico, su protagonista es Daïnah, una mestiza que se dedica a coquetear libremente con otros pasajeros. Su marido es un hombre negro que trabaja en el barco como mago y que acepta resignado el carácter de su mujer. Una noche, Daïnah tiene una conversación con Michaux, un miembro de la tripulación que trabaja en la sala de máquinas que malinterpreta algunas de las frases de ella y se lanza a lo que cree que es una conquista rápida. Al ver que ésta se resiste, intenta violarla en vano y vuelve al camarote resentido con ganas de venganza. Un par de noches después Daïnah desaparece. ¿Se ha suicidado saltando al mar o alguien la ha lanzado por la borda?
Daïnah la Metisse posee una cualidad que cada vez más aprecio más en el cine clásico, sobre todo en obras de inicios del sonoro, y es – a falta de un adjetivo más elegante para definirlo – lo extraña que resulta en su forma y tratamiento del argumento, algo que puede deberse tanto a las circunstancias de la época (en esos años de experimentación con el sonido todavía no había una forma estandarizada firmemente implantada) como a la masacre que hizo el estudio con el montaje. Sea como sea, la película tiene algo de enrarecido y apresurado, en que los hechos se suceden de forma más bien repentina dejando muchos huecos por el camino. Eso en circunstancias normales sería un defecto, pero el material que tenemos está tan bien filmado que sale airoso de esa problemática dejando tras de sí un filme a ratos poético (los numerosos planos del barco surcando el océano) y a ratos más interesado en captar el día a día de sus tripulantes que en la trama. Esto quizá en el montaje inicial habría quedado más equilibrado dando como resultado una película ostensiblemente superior, pero aquí es donde entra una de las características más curiosas de estas películas «incompletas»: el imaginarse cómo debía ser lo que faltaba y especular sobre si nos encontramos ante una obra maestra perdida o simplemente un buen filme que, en los restos que quedan de su metraje original, nos hace parecer más interesante de lo que realmente es.
No cabe duda en todo caso de por qué la Gaumont masacró el metraje original, puesto que incluso recortando algunas escenas supuestamente más ofensivas o polémicas nos encontramos con un producto delicado para los estándares de la época: tenemos una mujer sexualmente desinhibida (una mujer mestiza, para complicar más la cosa), un marido que acepta esta relación abierta a su pesar y un intento de violación de un blanco a dicha mujer mestiza (ya sabrán que tradicionalmente eran los hombres negros los que violaban a mujeres blancas, ¡nunca a la inversa!). Y estamos hablando de una película de 1932. Lo mejor de todo es la naturalidad con que el filme introduce todos esos temas: en ningún momento – al menos en el metraje que se conserva – se hace referencia a temas raciales de forma directa, de hecho el resto de pasajeros blancos del barco se sienten abiertamente atraídos por la francasa sexualidad de Daïnah… pero por otro lado salta a la vista que ellos son los únicos de su raza a bordo de un crucero de lujo sin duda debido al trabajo que ejerce él como mago.
De hecho la mejor escena de la película es aquélla que implica el número de magia del marido de Daïnah, una secuencia alucinatoria en que Grémillon todavía se atreve a dejar volar la imaginación sin verse encadenado por el realismo o verosimilitud, algo muy deudor del estilo más libre de la era muda, que aún extendía sus influencias en el primer sonoro en pasajes como éste. Mientras el mago hace su número de magia negra, el resto de pasajeros contemplan el espectáculo tras unas máscaras que le dan una apariencia terrorífica y que por momentos nos parece estar presenciando un filme de David Lynch. Es en instantes como éste donde Daïnah la Métisse da lo mejor de sí. Todo lo que concierne la posible resolución de la desaparición de la protagonista es en cambio más banal, y lo que nos dejan más huella son las breves imágenes del flashback en que se medio intuye lo que sucedió esa fatal noche (un encuentro a oscuras, las amenazantes aguas del mar, el velo de Daïnah volando, la desaparición repentina de la mujer sin que se muestre claramente qué sucedió…). Es en ese terreno, en lo imaginario y en lo intuido donde Grémillon da lo mejor de sí y donde esta película desgraciadamente incompleta nos da a entender una posible gema.