Una de las consecuencias más interesantes de los nuevos cines surgidos en los años 60 fue que dieron visibilidad a las cinematografías de algunos países que hasta entonces habían pasado inadvertidas en el resto del mundo. Ése era por ejemplo el caso de Brasil, que con el Cinema Novo buscó una forma de tener una identidad y lenguaje propios que reflejaran la realidad del país. Las primeras películas de dicho movimiento – como Vidas Secas (1963) de Nelson Pereira Dos Santos – definían lo que se conocía como la estética del hambre, tomando como punto de partida el neorrealismo italiano y la Nouvelle Vague. Estas primeras películas que consiguieron darse a conocer en países de todo el mundo reflejaban una sociedad empobrecida y una enorme desigualdad de clases.
Tras esta primera serie de películas, el Cinema Novo dio un segundo paso que tuvo como punto de partida la instauración del régimen militar de 1964. En este conflictivo nuevo contexto, los cineastas decidieron cambiar el enfoque de su obra enfatizando el tono político. Los protagonistas ya no eran campesinos empobrecidos, y la cámara se dirigía hacia los lugares de poder para reflejar los tejemanejes y la corrupción que imperaban en el país. De todos los films realizados en esta segunda etapa, el más importante de todos sería Tierra en Trance (1967) de Glauber Rocha.
Ambientada en Eldorado, un país imaginario latinoamericano, su protagonista es el poeta y periodista Paulo Martins, que se ve envuelto en las luchas de poder entre los dos principales candidatos para llegar al gobierno: Felipe Vieira, de tendencia populista, y el conservador Porfirio Díaz. Paulo inicialmente trabajó como aliado de Díaz, pero tras concienciarse socialmente decide traicionarlo y dar su apoyo a Vieira, sirviéndose para ello del magnate de los medios de comunicación Julio Fuentes.
Tierra en Trance fue en su momento una de las alegorías políticas más importantes no solo de la situación de Brasil sino de muchos otros países latinoamericanos. La película tiene el mérito de al mismo tiempo ser algo difusa (el régimen militar no permitiría ser demasiado explícito respecto a lo que sucedía en realidad) pero, al mismo tiempo, dar a entender claramente todo aquello que pretende denunciar Rocha.
Se trata de un film confuso, de estilo barroco y a veces casi histérico, en que el espectador a menudo no está seguro de a qué bando pertenecen algunos personajes o qué está sucediendo – Rocha fomenta esa sensación con una narración en flashback en que se suceden numerosos saltos temporales. Pero precisamente, la intención del director es reflejar la caótica situación políticosocial de la época no solo con el contenido, sino también con el estilo del propio film. De manera que Tierra en Trance acaba siendo un maremagnum en que se mezclan corruptos, personajes socialmente comprometidos, burgueses, gente humilde, manifestaciones, orgías, conspiraciones, traiciones, etc. Esta puesta en escena que busca más desorientar que narrar unos hechos ello da como resultado un conjunto desigual y embarullado, pero que nos sumerge de pleno en ese ambiente.
Tampoco se nos ofrece un sólido punto de apoyo en el protagonista, cuyo destino ya conocemos al inicio del metraje (por tanto eliminando el suspense) y cuyo carácter cambiante le aleja del prototipo de héroe que lucha a favor de la verdad, haciendo de él una figura quijotesca que sabemos que es imposible que acabe bien.
Al mismo tiempo, la película pone énfasis de forma muy acertada a los elementos clave de los movimientos políticos de la época: el papel absolutamente fundamental de los medios de comunicación o el populismo pasado de rosca, reflejado en esos numerosos e impagables planos de uno de los candidatos paseándose con una cruz, como si fuera el portador de la verdad – una imagen que nos retrotrae a la gran obra maestra de Rocha, Dios y Diablo en la Tierra del Sol (1964). De hecho, las campañas políticas parecen números de circo en que sus candidatos buscan convencer a los electores de la forma más efectista posible; de modo que las falsas promesas van acompañadas de elementos típicos del folklore brasileño (la música, el estilo casi carnavalesco) que hacen de todo ello más una pantomima que otra cosa.
Con un estilo en ocasiones vanguardista, en que la acumulación de ideas y planos interconexos puede resultar agotadora, la película lógicamente no funcionó especialmente bien en taquilla. Pero a cambio sí que tuvo un gran impacto entre la intelectualidad de la época y fue aplaudida en festivales de todo el mundo.
Rocha desde luego acertó plenamente en el timing a la hora de realizarla: un año después de su estreno se instauró el Ato Institucional Número Cinco, que a efectos prácticos convertiría el régimen militar en una dictadura de facto, haciendo por tanto imposible obras como ésta. La película constituiría un último grito desesperado de Rocha antes de verse obligado a abandonar este tipo de temáticas.