A principios de los 60, el cine francés fue testigo de los debuts al largometraje de una serie de prometedores jóvenes directores que formarían la Nouvelle Vague. Y aunque muchos de esos títulos y cineastas son de sobras conocidos por nosotros, por el camino quedaron otros olvidados que merecen nuestra atención, como es el caso de Jacques Rozier y Adieu Philippine (1962).
Sin situarla a la altura de las grandes obras del movimiento, hay algo en la primera obra de Rozier que me resulta irresistible: su tono expresamente espontáneo y ligero. Sin la seriedad autobiográfica de Los Cuatrocientos Golpes (1959) ni el estilo tan chocantemente transgresor de Al Final de la Escapada (1960), Adieu Philippine es una película divertida que no busca más que ser un reflejo fiel (tanto en contenido como en espíritu) de la juventud de la época. La puesta en escena tan refrescante para la época no deja de estar supeditada al verdadero propósito de Rozier: conseguir captar a sus protagonistas con la mayor fidelidad posible, capturar esa espontaneidad de forma auténtica.
Sí, hay algo parecido a un argumento con una serie de conflictos: el triángulo amoroso que se produce entre Michel (un joven operador de cámara) y dos amigas, Lilian y Juliette; un intento por parte de Michel de establecerse trabajando con un productor de pocamonta que le engaña, y su obligación de incorporarse al servicio militar al final del verano. Pero estos puntos no dejan de ser pretextos sobre los que se mueven los personajes. Al final lo que importa es captar la relación entre estos tres jóvenes y su día a día, prevaleciendo incluso los momentos muertos y los instantes intrascendentes.
Se suele asociar a Adieu Philippine con el cinema-vérité por su estilo y el uso de actores no profesionales (solo uno de los tres había hecho algún papel en el cine anteriormente), pero está claro que los intereses de Rozier no tiran por esos derroteros y que incluso le gusta divertirse con las viñetas cómicas de la película (los desastrosos rodajes de anuncios) y recrearse en detalles más «pop» como la música y los bailes… al fin y al cabo eso es lo que le interesa a los jóvenes, ¿no? Un ejemplo de ello son los numerosos planos de seguimiento callejeros, que conectan totalmente con el espíritu de la Nouvelle Vague, pero a los que Rozier les añade en ocasiones música de fondo para recrearse simplemente en la imagen de las jóvenes paseando por París, sin prestar atención a lo que dicen entre ellas.
El film me recuerda mucho en tono e intenciones tanto a la maravillosa Gente en Domingo (1930) como a Un Verano con Mónica (1953) en su tramo final, al situar a los protagonistas de nuevo en un entorno alejado del mundo real que les obligará a enfrentarse entre ellos y, qué remedio, a madurar.
Aunque no se hace explícita la brecha generacional entre jóvenes y adultos, la idea sobrevuela la película en escenas como la comida familiar en casa de Michel y la escena de la doble cita en que una de las chicas está con un hombre mayor que ella, que se siente cómicamente fuera de lugar en ese ambiente. En cierto modo, Adieu Philippine es también un adiós a la inocencia y despreocupación de los tiempos de juventud. Aunque la amenaza del servicio militar apenas se vuelve a mencionar, al final de la película es lo que obliga a Michel a volver a la dura realidad y dejar atrás, no solo sus vacaciones, sino toda una época de su vida. Pero Rozier, fiel a si mismo, apenas deja traslucir ese sentimiento de tristeza y hace que la película acabe con el mismo tono ligero con que empezó.
Extrañamente, pese a tener todos los ingredientes para que la película conectara con el público de la época (incluyendo dos chicas en bañador en el cartel) ésta fue un fracaso de taquilla que puso muy difícil la continuidad de la carrera cinematográfica de Rozier. De modo que el film ha quedado como una de esas rarezas a descubrir no solo por su calidad sino como retrato de su tiempo.