¡Qué Sinvergüenzas Son los Hombres! [Gli uomini, che mascalzoni!] (1932) de Mario Camerini


Mario Camerini es uno de esos cineastas italianos que, pese a haber gozado de cierta reputación en su momento, la historia ha acabado relegándoles al olvido en favor de otros que han adquirido mucho mayor renombre a nivel histórico (otros ejemplos serían Augusto Genina o Alessandro Blasetti, al que nunca me canso de reivindicar). Y eso que a finales de los años 20 Camerini consiguió hacerse un nombre gracias a Kif Tebbi (1928), un exitoso film bélico sobre la guerra ítalo-turca, y, sobre todo, Rotaie (1930), obra clave del cine italiano clásico que consiguió revitalizar una industria bastante perdida en los últimos años de la era muda.

Una de las primeras películas que realizaría Camerini en la era sonora, y que – como veremos más adelante – haría célebre a otra figura aún más importante del cine italiano, es la comedia de impagable título ¡Qué Sinvergüenzas son los Hombres! (1932), una sencilla historia romántica sobre un chófer que, para seducir a una joven vendedora, la lleva a dar un paseo en el coche de su jefe haciéndole creer que es suyo con desastrosas consecuencias. A partir de aquí su relación va pasando por varios tiras y aflojas en que cada uno provoca o pone a prueba al otro.

Como primer gran aliciente, el papel protagonista recae en un jovencísimo Vittorio De Sica en su primer trabajo de relevancia en el cine que le asentaría como galán de comedias antes de pasarse a la dirección. De Sica, casi irreconocible en esta época tan temprana de no ser por esa inconfundible y encantadora sonrisa, se desenvuelve realmente bien como joven encantador con dotes para la comedia.

Sin ser una obra memorable ni estar a la altura de los grandes exponentes del género que llegarían en el cine italiano de los años 50 y 60, ¡Qué Sinvergüenzas son los Hombres! resulta una película ligera, ágil y simpática, que en su hora de duración nos recuerda la virtud de la brevedad y de no alargar innecesariamente historias que tienen de por sí la vocación de la sencillez. El mérito está sobre todo en la labor de Camerini, que convierte un guión bien elaborado pero no especialmente memorable en una película que ha soportado bien el paso del tiempo en gran parte gracias a su estilo ágil y directo.

Gran parte de su encanto reside en ser una obra que todavía no se instaura en la tradición de los conocidos como «teléfonos blancos» (comedias burguesas que se hicieron especialmente populares a mediados de los años 30 en Italia) y sitúa la acción entre personajes de clase obrera, sumergiéndonos en el que es su día a día. Además, el filmar buena parte de las escenas en exteriores (Milán concretamente) era una idea muy arriesgada para los inicios del sonoro pero que le da un toque de especial autenticidad y sirve como valioso documento de la época.

Camerini era indudablemente un buen cineasta que además demuestra aquí algunos pequeños arrebatos de originalidad dignos de mención, como cuando la pareja deciden salir juntos a dar un paseo y la cámara nos muestra los lugares por los que están pasando sin que les veamos, únicamente oyendo la conversación entre ambos. Uno de esos pequeños detalles que nos muestra a un cineasta jugueteando con las posibilidades del sonido, una novedad aún por descubrir del todo en 1932.

En definitiva, una simpática película muy recomendable.

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