Vittorio De Sica

El Especulador [Il Boom] (1963) de Vittorio De Sica

En los 60 Italia, al igual que muchos otros países del mundo, vivió un resurgimiento económico al que se le acuñó el término inglés de «boom» económico. Atrás quedaban los oscuros años de la posguerra, el capitalismo ofrecía a la sociedad su mejor cara con una creciente prosperidad que parecía no tener límites. El cine italiano, que por entonces se encontraba en plena edad de oro, no quedó ajeno a esta realidad y plasmó en varias de sus grandes obras la faceta más oscura de aquella época: desde la realidad menos agradable de un mundo laboral que seguía basándose en la precariedad hacia los trabajadores más humildes en la tragicómica El Empleo (Il Posto, 1961) de Ermanno Olmi a ese inolvidable retrato de la clase burguesa más decadente de La Dolce Vita (1960) de Federico Fellini, que tras su aparente lujo y una bellísima escena icónica como la de la Fontana di Trevi escondía una de las obras maestras más desencantadas y desesperanzadas de la historia del cine.

Este contexto era el caldo de cultivo ideal para que Cesare Zavattini, el gran guionista por excelencia del Neorrealismo Italiano, elaborara una comedia amarga sobre el reverso oculto de ese supuesto milagro económico: El Especulador (Il Boom, 1963). De entrada, se nos presenta a Giovanni Alberti, un hombre casado y que aparenta una posición económica elevada al incurrir en todo tipo de gastos y pequeños lujos. Pero mientras vemos a Giovanni pegarse la gran vida con su mujer, en paralelo se nos muestra una escena que choca con ese retrato de bienestar económico: la de su madre preguntándole si necesita dinero y ofreciéndole su libreta de ahorros. Giovanni está realmente arruinado, pero se ve incapaz de detener ese lujoso tren de vida al que su esposa, perteneciente a una clase más alta que la suya, no puede renunciar fácilmente.

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¡Qué Sinvergüenzas Son los Hombres! [Gli uomini, che mascalzoni!] (1932) de Mario Camerini


Mario Camerini es uno de esos cineastas italianos que, pese a haber gozado de cierta reputación en su momento, la historia ha acabado relegándoles al olvido en favor de otros que han adquirido mucho mayor renombre a nivel histórico (otros ejemplos serían Augusto Genina o Alessandro Blasetti, al que nunca me canso de reivindicar). Y eso que a finales de los años 20 Camerini consiguió hacerse un nombre gracias a Kif Tebbi (1928), un exitoso film bélico sobre la guerra ítalo-turca, y, sobre todo, Rotaie (1930), obra clave del cine italiano clásico que consiguió revitalizar una industria bastante perdida en los últimos años de la era muda.

Una de las primeras películas que realizaría Camerini en la era sonora, y que – como veremos más adelante – haría célebre a otra figura aún más importante del cine italiano, es la comedia de impagable título ¡Qué Sinvergüenzas son los Hombres! (1932), una sencilla historia romántica sobre un chófer que, para seducir a una joven vendedora, la lleva a dar un paseo en el coche de su jefe haciéndole creer que es suyo con desastrosas consecuencias. A partir de aquí su relación va pasando por varios tiras y aflojas en que cada uno provoca o pone a prueba al otro.

Como primer gran aliciente, el papel protagonista recae en un jovencísimo Vittorio De Sica en su primer trabajo de relevancia en el cine que le asentaría como galán de comedias antes de pasarse a la dirección. De Sica, casi irreconocible en esta época tan temprana de no ser por esa inconfundible y encantadora sonrisa, se desenvuelve realmente bien como joven encantador con dotes para la comedia.

Sin ser una obra memorable ni estar a la altura de los grandes exponentes del género que llegarían en el cine italiano de los años 50 y 60, ¡Qué Sinvergüenzas son los Hombres! resulta una película ligera, ágil y simpática, que en su hora de duración nos recuerda la virtud de la brevedad y de no alargar innecesariamente historias que tienen de por sí la vocación de la sencillez. El mérito está sobre todo en la labor de Camerini, que convierte un guión bien elaborado pero no especialmente memorable en una película que ha soportado bien el paso del tiempo en gran parte gracias a su estilo ágil y directo.

Gran parte de su encanto reside en ser una obra que todavía no se instaura en la tradición de los conocidos como «teléfonos blancos» (comedias burguesas que se hicieron especialmente populares a mediados de los años 30 en Italia) y sitúa la acción entre personajes de clase obrera, sumergiéndonos en el que es su día a día. Además, el filmar buena parte de las escenas en exteriores (Milán concretamente) era una idea muy arriesgada para los inicios del sonoro pero que le da un toque de especial autenticidad y sirve como valioso documento de la época.

Camerini era indudablemente un buen cineasta que además demuestra aquí algunos pequeños arrebatos de originalidad dignos de mención, como cuando la pareja deciden salir juntos a dar un paseo y la cámara nos muestra los lugares por los que están pasando sin que les veamos, únicamente oyendo la conversación entre ambos. Uno de esos pequeños detalles que nos muestra a un cineasta jugueteando con las posibilidades del sonido, una novedad aún por descubrir del todo en 1932.

En definitiva, una simpática película muy recomendable.

Umberto D. (1952) de Vittorio De Sica

Umberto es un antiguo funcionario jubilado que apenas tiene dinero para seguir adelante malviviendo en una pequeña pensión de la que amenazan con echarle por todos los meses que debe de paga. El único apoyo moral que encuentra para salir adelante está en Maria, la joven criada de la casa, y su fiel perro Flike.

Obra cumbre de Vittorio De Sica y asimismo una de las mayores obras maestras del neorrealismo italiano. Pese a no ser tan conocida como las célebres El Limpiabotas (1946) y Ladrón de Bicicletas (1948), Umberto D. es fiel a los postulados del neorrealismo que ya se enunciaban en esas obras previas y llega un paso más allá al demostrar la maestría de De Sica para contar una historia sencilla y emocionante sacada de la vida diaria.

La estética neorrealista está presente en todo momento con elementos típicos como la utilización de actores no profesionales y de escenarios naturales. No solo está rodado en calles de verdad en vez de en un plató cinematográfico, sino que la suciedad de las casas puede incluso olerse. El entorno refleja perfectamente la miseria en que viven los personajes, en esa Italia de la posguerra que aún por entonces estaba reconstruyéndose. Seguramente el entorno no adquiere tanto protagonismo como en Ladrón de Bicicletas, pero no por ello deja de estar presente.

También podemos vislumbrar elementos neorrealistas a nivel narrativo, al ser una historia sin apenas argumento. El conflicto central es la necesidad de Umberto de encontrar dinero para que no le expulsen del piso en que está alojado, pero tal y como lo trata De Sica no es un conflicto que surge repentinamente en la vida del protagonista como el robo en Ladrón de Bicicletas, sino que esa situación desesperada es inherente al personaje desde el mismo inicio de la película. Es un hombre cuya vida no sufre un profundo revés que le lleva a la tragedia, sino que su conflicto está unido a su condición social.
Lo más parecido a un conflicto narrativo es el embarazo no deseado de la joven Maria, pero tampoco De Sica enfatiza este hecho ni le da una mayor importancia más allá de lo que es: otro hecho cotidiano al que tendrán que enfrentarse los personajes, sin dramatismos, simplemente otro suceso con el que tendrá que convivir. En lugar de dar más importancia a este hecho como sería normal, las escenas en que Maria tiene más protagonismo son las más triviales, como cuando se dedica a las labores del hogar quemando hormigas o prepara café. Escenas que dramáticamente no tienen importancia alguna en la trama pero que a De Sica le interesan más.

El film se basa totalmente en su entrañable personaje protagonista, en ese jubilado que se encuentra abocado a la pobreza y que no sabe cómo actuar en esa situación. Lo más interesante del personaje de Umberto es el conflicto entre ese orgullo que le impide mendigar y la irremediable necesidad de conseguir dinero. Él no es un mendigo, sino un hombre que tenía un empleo, y le avergüenza pedir dinero en la calle por miedo a que un amigo suyo le vea en tan precaria situación, como puede verse en esa magnífica escena en que intenta mendigar por primera vez. En su primer intento, extiende la mano a un transeunte pero cuando éste va a sacar el dinero, se siente tan violento que da la vuelta a la mano para fingir que estaba mirando si llovía. Después, hace que sea su perro Flike quien mendigue por él sosteniendo el sombrero de pie mientras su amo permanece escondido, pero cuando un amigo suyo pasa y reconoce al can, Umberto aparece rápidamente y dice que Flike estaba simplemente jugando. En escenas como ésta es donde queda patente la maestría de De Sica, combinando el estilo neorrealista con una profundización en la psicología del personaje principal.

La relación de Umberto y Flike es también uno de los elementos clave del film. Pocas veces en una película ha tenido tanto sentido y se ha retratado con tanta ternura la relación entre un hombre y su perro. Flike no es solo su fiel perro sino el único ser vivo al que le une un fuerte vínculo afectivo. Mientras que el resto de amigos de Umberto le evitan cortésmente cuando éste menciona su necesidad de dinero y resulta una molestia para su patrona, Flike es el único ser que depende de él. Por otro lado, a medida que Umberto va perdiendo todo, Flike es lo único que le queda, por ello resulta tan angustiosa y desesperante la escena en que el animal se pierde y acude a buscarlo desesperadamente a la perrera. Incluso en una escena tan dramática, De Sica se recrea en pequeños detalles: cuando Umberto intenta pagar al taxista que le ha llevado a la perrera le ofrece un billete para el cual el conductor no tiene cambio. Desesperado compra un vaso, paga al taxista con el cambio y arroja el vaso a la calle. La angustia que siente Umberto hasta que recupera a su amigo remarca la estrecha relación que tiene con él y es fundamental de cara al desenlace de la película.

Al final de la película, Umberto desesperado decide suicidarse, pero tiene un problema: ¿qué hacer con Flike, el único ser vivo que le queda y que depende de él? Durante varias escenas, Umberto busca a alguien que pueda ocuparse de su perro y que le merezca confianza, por ello no accede a dejarlo en una casa en que cuidan a animales, puesto que no le gusta las condiciones en que están y teme que lo abandonen al cabo de unos meses. Como último recurso lo deja jugando con unos niños y se esconde, pero Flike acaba volviendo a él, por lo que su destino está sellado: tendrán que morir juntos.

Sin embargo, cuando Umberto se sitúa en la vía del tren para morir atropellado, Flike se asusta y huye. Umberto, arrepentido de su acto, persigue al perro para reconciliarse pero éste le teme y le rehuye. Finalmente, consigue su cariño de nuevo incitándole a jugar con él y la película acaba con el plano más bello del film: Umberto y Flike jugandos juntos en el parque.
No es un final sensiblero ni tampoco aleccionador. Del mismo modo, tampoco considerarse un final feliz (Umberto sigue siendo pobre y sin hogar) sino más bien abierto. Pero a cambio es un desenlace sencillo y real que al mismo tiempo consigue emocionar. Aunque Umberto está abocado a la mendicidad, consigue encontrar un sentido a su vida y una razón para vivir en su fiel compañero Flike. No es un desenlace que rebose optimismo sino que más bien invita a disfrutar de los pequeños momentos de la vida que hacen que ésta tenga sentido, es una forma de acabar con una pequeña sonrisa pero al mismo tiempo sin negar la terrible situación de su protagonista, lo cual chocaría con el tono neorrealista de la película. Con este final, De Sica consiguió conjugar a la perfección su afán neorrealista con una historia humana y emocionante sin caer en la sensiblería ni los dramatismos excesivos. Sin ningún lugar a dudas uno de los finales más hermosos de la historia del cine