En muchos aspectos Un Rey en Nueva York (1957) suponía un reto considerable para Chaplin, y eso no es poca cosa viniendo de un realizador que por entonces se acercaba a los 70 años de edad. De entrada, era la primera película que realizaba desde su exilio de los Estados Unidos, y eso implicaba trabajar por primera vez en condiciones de trabajo muy diferentes. Ya no estaba en su propio estudio rodeado de sus fieles colaboradores con la seguridad de poder mantener su forma de trabajar, tenía que adaptarse a una nueva situación en una edad en que lo más lógico habría sido retirarse, y eso es realmente admirable. Pero por otro lado eso es algo que inevitablemente se acabaría notando en un filme en que no pudo dedicar todo el tiempo que quiso a pensar las escenas, ensayarlas y rehacerlas hasta que quedaran perfectas. No es de extrañar pues que éste fuera el rodaje más rápido de un largometraje de toda su carrera («solo» tres meses, que es bastante poco para el enfermizamente perfeccionista Chaplin) y que eso se tradujera en una película que no fluye tan bien y no parece tan trabajada como las precedentes.
El propio Chaplin encarna al protagonista, el rey del país imaginario de Estrovia, Igor Shahdov, que tras ser derrocado por una revolución se exilia a Nueva York con la idea de ofrecer sus ideas sobre el uso de energía atómica con fines positivos. Pero nada sale como estaba previsto: su primer ministro se fuga a Sudamérica dejando a Shahdov en la ruina y con un único aliado, el embajador de Estrovia en Estados Unidos, Jaume. Una noche es invitado a una cena de gala por Ann Kay, una especialista en publicidad que en realidad le graba a escondidas para un programa de televisión. Shahdov se siente ofendido por el engaño pero irónicamente se convierte en una estrella de televisión y le empiezan a llover lucrativas ofertas para filmar anuncios.
Ya desde su argumento resulta obvio cuál era el objetivo de Chaplin en su nuevo filme: lanzar una mordaz crítica al país que le había condenado al exilio y que por entonces estaba orquestando una dura campaña contra él acusándole de comunista. Un Rey en Nueva York es desde sus primeras imágenes una burla hacia una sociedad dominada por el ruidoso bullicio (los clubs de moda en que la música está tan alta que no se puede hablar), el estrellato exprés (Shadov se convierte en una celebridad de la noche al día por sus absurdas apariciones televisivas), las operaciones de cirugía estética y, sobre todo, la televisión, ese invento que Chaplin aborrecía tanto. Algunos de los hallazgos más interesantes de Un Rey en Nueva York se encuentran precisamente en los gags que se extraen de una sociedad dominada por la publicidad y los programas televisivos: Ann anunciando un desodorante y un dentrífico en la cena con Shahdov sin que éste entienda nada al desconocer que está siendo filmado en directo, el televisor integrado en el baño que anuncia una marca de cerveza o el anuncio de whisky que Shahdov acaba saboteando accidentalmente al probar un trago de ese repugnante mejunje.
Más adelante el filme da un giro hacia el melodrama con la historia de un niño llamado Rupert Macabee (interpretado por uno de los hijos del propio Chaplin, Michael, que de adulto le supondría numerosos quebraderos de cabeza pero aquí tiene buena química con su padre), cuyos progenitores han sido acusados de comunismo y están bajo arresto. La relación de Shahdov con Michael acaba teniendo como consecuencia que el monarca sea también sospechoso de comunismo y se vea obligado a testificar en su defensa. Obviamente aquí es imposible no ver esta subtrama como un reflejo de la persecución que sufrió Chaplin en pleno mccarthismo y que le conduciría al exilio. Hoy día de hecho quizá no seamos tan conscientes de ello, pero tratar el tema de forma tan abierta en su momento era una decisión muy valiente (no menos que ridiculizar y denunciar a Hitler en una época en que Estados Unidos era todavía neutral respecto a los conflictos en Europa) y era algo que de entrada sabía que le costaría perder el lucrativo mercado americano; no en vano, el filme no se estrenaría ahí hasta los años 70.
El problema de Un Rey en Nueva York está mucho me temo en su forma más que en su contenido. Partiendo de la base de que es una película efectiva y bastante entretenida, y que el problema de Chaplin es que tenía el listón muy alto (¿qué otros directores de su época podían presumir de una carrera con tantos filmes de tan alta calidad sin ningún bajón hasta entonces?), no se puede negar que el filme supone una decepción aunque sea por comparación. Recordemos que estamos hablando de un director tan meticuloso y perfeccionista que tuvo el rodaje de Luces de la Ciudad (1931) parado un mes solo porque no encontraba la forma idónea de hacer que los dos personajes se encontraran (la solución escogida parece sumamente sencilla vista en pantalla pero le costó horrores encontrarla: el sonido de la puerta de un coche que se cierra), que filmaba los gags repetidas veces para visionarlos y luego perfeccionarlos hasta el más mínimo detalle, o que dejaba fuera de la película escenas que a él le gustaban mucho solo porque no encajaban en el conjunto. Partiendo de esa base choca encontrarnos aquí con una película que avanza a trompicones, en que muchos gags parecen estar a medias y en que uno nota una extraña falta de mimo incluso en los detalles sutiles (como por ejemplo los cortes o fundidos a negro de ciertas escenas que suceden unos segundos antes de lo necesario para que concluyeran de forma más armónica).
Tenemos una fiesta repleta de ricachones estirados de la que esperamos algunos saludables gags «à la Chaplin» y se da a intuir uno sobre la regla de etiqueta que impide a los invitados sentarse hasta que el rey no lo haya hecho antes, pero al final no se explota apenas esa idea. Ni siquiera cuando Shahdov hace el simulacro de interpretar a un dentista utilizando a la anfitriona como cliente podemos disfrutar de las dotes cómicas de Chaplin, y es una pena porque se nota que sigue teniendo ese don para el humor. Más adelante el rey visita un colegio de pedagogía progresivo y en cierto momento contempla cómo un niño prepara pastas mientras se hurga la nariz con el mismo dedo que utiliza para elaborarlas. Uno no puede evitar pensar en cómo el Chaplin de antaño habría sido capaz de estirar el gag a partir de las posibilidades que se ofrecen (un niño sucio cocinando pastas, eso sin olvidar lo que podrían dar de sí para un sketch la masa y los ingredientes), pero aquí parece que se conforma con el pequeño gag de haber presenciado cómo se hurgaba la nariz. Y precisamente uno de los aspectos más destacables de las comedias de Chaplin es la forma como sacaba jugo a los gags en lugar de conformarse con lo mínimo, como es el caso.
Es en el tramo final cuando me da la impresión de estar presenciando al viejo Chaplin de antaño. Por ejemplo la escena en que cree ser perseguido por un hombre que le quiere entregar una citación para declarar ante el juez, que al final no es más que un admirador en busca de un autógrafo (una idea basada en una experiencia real del propio Chaplin poco antes de dejar los Estados Unidos). Aquí Chaplin sí que explota la idea en todo su potencial: el absurdo intercambio de sombreros con el embajador para intentar despistar al perseguidor («¿Realmente tengo esas pintas?«, dice al ver al embajador con su sombrero), la escena tan slapstick en que se persiguen en el hall del hotel y, como broche final, el desenlace en que el protagonista firma accidentalmente la citación creyendo que está firmando un autógrafo.
Mejor aún es la divertidísima escena en que debe acudir al juicio y su dedo se engancha en la manguera antiicendios del ascensor, que es puro slapstick: sus intentos de escapar que le enredan aún más con la manguera, la solución de compromiso de acudir al juicio cargando la manguera consigo y ese final en que accidentalmente moja con un violento chorro de agua a toda la Comisión de Actividades Antiamericanas, en lo que debe ser su pequeña venganza personal por lo que le hizo pasar la Comisión de verdad en la vida real.
Otro aspecto que merece reprocharse a Chaplin es la falta de generosidad que tiene aquí con el resto de actores con la excepción de su hijo, ya que apenas ninguno tiene un papel interesante que ofrecer al espectador. En sus anteriores comedias, aunque Chaplin fuera la principal atracción siempre dejaba hueco a otros secundarios para que también se lucieran, como el ridículo dictador Benzino Napaloni en El Gran Dictador (1940) o algunas de las irritantes esposas del personaje protagonista de Monsieur Verdoux (1947). ¡Incluso en la única escena cómica de Candilejas (1952) decidió compartir escenario con un grande como Buster Keaton en lugar de interpretarla él solo! Aquí solo consigue destacarse un tanto Oliver Johnston como secundario cómico encarnando al embajador Jaume, pero aun así no tanto como podría dar de sí el personaje. En cambio, el personaje de Ann Kay así como su relación con el rey están terriblemente desaprovechados, dejando por tanto toda la función en manos de los dos Chaplin. Esto tampoco hace necesariamente que la película flojee porque el protagonista seguía siendo un actor cómico excepcional, pero le quita a la película algunas posibilidades humorísticas que le habrían venido bien.
Así pues, pese a ciertos momentos excepcionalmente divertidos y la agradecida crítica al mundo de la publicidad, Un Rey en Nueva York no acaba de despegar nunca del todo y no es ni tan divertida ni tan emotiva como sus comedias anteriores. La subtrama de Shahdov con la reina (que se casó con él por compromiso) apenas da para una escena que ni siquiera resulta especialmente conmovedora y para una previsible reconciliación final que difícilmente puede emocionarnos si casi no sabemos nada sobre ella ni les hemos visto juntos más que unos minutos. Y por otro lado, la subtrama de Rupert y sus padres acusados de comunismo funciona algo mejor pero está muy torpemente hilvanada con la trama principal en que el rey intenta negar la acusación de comunismo. ¿Qué fue del Chaplin tan experto en unir meticulosamente las diferentes tramas de una película? ¿Habría acabado ese Chaplin la película de forma tan extrañamente torpe cuando precisamente los desenlaces de todos sus anteriores largometrajes sin excepción estaban cuidadísimos para dejar al espectador con una impresión final impecable?
En todo caso seguramente el perfeccionista Chaplin también se dio cuenta de ello, ya que en su autobiografía, escrita pocos años después, omite esta película y pretende que Candilejas es la última obra de su carrera. Ciertamente, habría sido un cierre perfecto a nivel cualitativo y de contenido, pero es comprensible que el inquieto cineasta no quisiera quedarse de brazos cruzados y no resistiera la tentación de seguir haciendo más películas. El hecho de que en sus memorias falseara la realidad dando a entender lo que a él le habría gustado que fuera en la teoría (acabar su carrera con un filme tan perfecto como cierre de filmografía como Candilejas) y que luego se viera incapaz de llevarlo a la práctica es una muestra de cómo a menudo ni siquiera los más grandes artistas pueden evitar resistir la tentación de contenerse.
Regreso muchas veces a Charles Chaplin. Y muchas de sus películas las he visto una y otra vez. Analizo mucho a Chaplin, pues es uno de los responsables de mi amor por el cine. «Un rey en Nueva York», sin embargo, solo la he visto una vez y la tengo en mi deuveteca. Tu texto me ha hecho que tenga de nuevo ganas de verla y he pensado en lo que sentí y en lo que recuerdo de ella. Recuerdo la trama del niño, recuerdo el gag de la manguera, y recuerdo que fue una película que me transmitió la amargura y melancolía de su director.
Es una película que siempre me ha interesado pese a su irregularidad, exactamente lo mismo me pasa con La Condesa de Hong Kong, que sí he vuelto más veces a ella. Tengo una especie de obsesión por las primeras y últimas películas de los directores que me gustan. Efectivamente en el caso de Chaplin no son broches perfectos, pero a la vez es él al cien por cien… Y eso me atrae profundamente, como ese Chaplin fugaz en la Condesa de Hong Kong como atribulado camarero… Al igual que me llaman poderosamente la atención sus película más atípicas, maravillosas y desconocidas como Una mujer de París y Monsieur Verdoux.
Beso
Hildy
A mí también me gusta tomar nota de los debuts y cierres de carrera de los directores, me parece muy interesante ver cómo cada uno empieza y acaba su filmografía. En el caso de Chaplin justamente sus dos largometrajes más prescindibles son los últimos, pero es excusable y como dices siguen siendo 100% suyas.
Un saludo.
La he vuelto a ver, porque la tenía casi olvidada como Hildy, al hilo de tu texto. Aparte de coincidir contigo en todo, necesito compartir la extraña sensación cinematográfica que me deja el cine sonoro de Chaplin. Su puesta en escena es peculiarísima, absolutamente personal quizá por su aparente empeño en despojar el plano de toda artificiosidad que provenga de la cámara. Eso de que el centro de atención esté casi siempre en el centro del plano (y que, ejem, suela ocuparlo él mismo o su antagonista) esa simplicidad casi infantil con la que se van presentando los sucesos y por encima de todo ese moralismo-intelectualismo-simbolismo un poco naif que se gasta, ha terminado haciendo de estas películas, criticadas en su momento por primitivas, unas obras casi de vanguardia. O algo así percibo.
Sobre la autobiografía de Chaplin, recuerdo haber empezado a leerla muchos años ha y tener una sensación que no recuerdo otra igual de tener entre las manos algo tan interesante e informativo como plomífero y autobomboso. Supongo que debería volver a intentar leerla, pero miedo me da.
Saludos
Sí que es muy llamativo, pero claro, estamos hablando de un tipo que empezó en el cine a mediados de los años 10, y que a diferencia de otros contemporáneos suyos como Allan Dwan o Cecil B. De Mille no estaba «a sueldo» en un gran estudio haciendo una película por año. Eso es lo que creo que provoca que su estilo siguiera siendo tan peculiar, o al menos ésa ha sido siempre mi teoría.
Sobre su autobiografía, está muy bien porque su vida es apasionante y él es alguien muy interesante como para que valga la pena oírsela narrar en primera persona, pero deja traslucir muy claramente su faceta más egocéntrica y vanidosa.
El libro clave sobre Chaplin para mí es la biografía de David Robinson, editada solo en inglés de momento, que está muy bien documentada y permite entender muy bien a Chaplin y su carrera.