Aunque hoy día lo tenemos más que asimilado como cineasta, no está de más recordar lo curioso que debió resultar en los años 70 presenciar el salto de Terry Gilliam del excéntrico animador del grupo cómico Monty Python a un director que en el futuro se consagraría con una magnífica filmografía con un estilo propio. Todo empezó cuando los Python decidieron dirigir ellos mismos su primera película – sin contar la prescindible recopilación de sketches de su programa de televisión que fue Se Armó la Gorda (1971), dirigida por Ian MacNaughton – Los Caballeros de la Mesa Cuadrada y sus Locos Seguidores (1975), en que las labores de dirección corrieron a cargo de los dos Terry: Jones y Gilliam. Pese a que en la teoría podía parecer buena idea compartir dicha responsabilidad en su primer trabajo como realizadores, a la práctica Jones y Gilliam chocaron frecuentemente al tener ideas muy diferentes sobre cómo debía dirigirse la película, en las cuales acabó teniendo las de ganar Jones. Gilliam, que desde siempre había sido un gran cinéfilo y acababa de experimentar el placer de poder dirigir una película, se quedó con las ganas de probar suerte de nuevo pero siendo él quien controlara todo el proceso, de ahí nacería su debut en solitario, La Bestia del Reino (1977).
Ambientada en la Edad Medieval, tiene como protagonista al joven e inocente Dennis Cooper, que después de sufrir el rechazo de su padre en el lecho de muerte decide dejar el productivo negocio que llevaba con él (el excitante mundo de la construcción de toneles) y probar suerte en la gran ciudad. Ahí el rey Bruno el Cuestionable está preocupado por los feroces ataques que está perpetrando un misterioso monstruo por los alrededores, de modo que decide organizar un torneo para escoger al caballero que se encargará de enfrentarse a la bestia.
La elección del tema e incluso el estilo de la película ya delatan que éste era un proyecto pensado inicialmente para resarcirse de lo que Gilliam no pudo hacer en Los Caballeros de la Mesa Cuadrada. Al igual que ésta, era una comedia medieval, y al igual que el filme de los Monty Python se optaba por un estilo sucio inusualmente preocupado por captar el ambiente medieval para lo que se supone que es un filme de humor. Este rasgo será de hecho al mismo tiempo la gran virtud y el gran problema de La Bestia del Reino. Lo más destacable de la película es con diferencia el trabajo de realización de Gilliam, que puso un enorme empeño en recrear de la mejor forma posible la era medieval tomando como referencia a cineastas como Passolini. Y hay que reconocer que lo consiguió con creces, puesto que transmite en todo momento ese ambiente sucio, escatológico y caótico a unos niveles muy superiores a Los Caballeros de la Mesa Cuadrada, donde ya los dos Terry se habían propuesto ese objetivo. De igual modo me encantan los planos del interior del castillo, que evitan esa ambientación típicamente suntuosa que asociamos a un palacio real y por el contrario nos muestra un ambiente sombrío y húmedo apenas iluminado por unas pocas velas. En ese sentido se debe reconocer que Gilliam consigue que sintamos en nuestras carnes la era medieval.
El problema está en que creo que se nota que la prioridad de Gilliam estaba en recrearse en este trabajo de ambientación, como un niño disfrutando de su juguete nuevo (en este caso su primera película en solitario). En consecuencia en más de un momento parece olvidarse que después de todo estamos en una comedia y que también es importante que el espectador se ría. En ese sentido, creo que Terry Jones en el filme de los Monty Python supo encontrar un término medio mucho más adecuado entre una ambientación sucia y un tono de comedia, consiguiendo que el humor no se resintiera.
Tampoco ayuda a ello que el guion no sea especialmente brillante (después de todo no es lo mismo un guion firmado por todos los Python que por uno solo). Inspirado vagamente en un poema sin sentido de Lewis Carroll (¡qué material más adecuado para alguien como Gilliam!), la trama se hace más entretenida que hilarante, y realmente hay pocos gags memorables a citar. Mi favorito, quizá por ser el de más reminiscencias pythonianas, es el torneo de caballeros que acaba convirtiéndose en un torneo de jugar al escondite para evitar que los contendientes se maten entre ellos. También resulta divertido el contrasentido de que el joven protagonista (un Michael Palin especialmente adecuado para interpretar a este muchacho absurdamente naif y bienintencionado) esté enamorado de una mujer fea y maleducada y que, en consecuencia, el desenlace en que se ve obligado a casarse con la bella princesa sea para él un final desafortunado. De hecho puede parecer un simple gag pero buena parte del cine de Gilliam tratará sobre la imposibilidad de sus protagonistas de ser felices pese a que en principio tengan todo lo que una persona normal necesitaría para ello.
Pero en realidad este debut de Gilliam en solitario nos hace albergar más esperanzas hacia él como cineasta de películas de aventuras que como director de comedia, lo cual tiene todo el sentido del mundo porque fue el camino que eligió, aunque siempre manteniendo un pie en el mundo del humor. Por ello, aparte de la magnífica ambientación medieval, lo mejor del filme sea seguramente la escena final de lucha contra el monstruo, muy lograda pese a que se nota el bajo presupuesto, y con ese estilo artesanal que tan bien le queda a Gilliam y que se haría patente en obras posteriores como la infravalorada Las Aventuras del Barón Münchausen (1988).
Pese a que se nota que Gilliam disfrutó del rodaje de La Bestia del Reino, el filme sufrió en su estreno el gran handicap que le esperarían a las primeras películas de los ex-Python en solitario: los distribuidores las anunciaban utilizando el nombre de los Python aunque fuera de forma indirecta, provocando que los espectadores esperaran algo por el estilo y, naturalmente, se llevaban una decepción. En este caso además Gilliam competía con la tremendamente exitosa Los Caballeros de la Mesa Cuadrada, y por otro lado la presencia de un ex-Python como Michael Palin en el papel protagonista (así como los cameos de Terry Jones y el propio Gilliam) fomentarían aún más en el espectador de la época la creencia de que verían una especie de secuela de las aventuras artúricas que el grupo cómico había estrenado años atrás, pero esto se trataba de un tipo de película totalmente distinta.
En consecuencia La Bestia del Reino probablemente no estuvo a la altura de las expectativas de muchos espectadores de la época, pero vista hoy en perspectiva creo que resulta más interesante porque en ella empezamos a intuir el estilo que Gilliam explotaría con más acierto en sus siguientes obras. Y sobre todo, fue su experiencia en este filme lo que le motivaría a ir dejando de lado su rol de animador para convertirse en director de cine. La Bestia del Reino suponía el fin del Gilliam como animador de los Python y el inicio de una magnífica carrera independiente como cineasta.